El cuento de verdad

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El cuento de verdad
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Letrame Editorial.

www.Letrame.com

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© Carmen Amelia Lozano Cadena

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Ilustraciones del interior: Juan Pablo Cañas Lozano

ISBN: 978-84-18512-63-6

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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A mi esposo Oscar Darío,

compañero inseparable de vidas.

A mis hijos Isabela y Juan Pablo,

eternos maestros.

A mis seres que trascendieron y nos

esperan más allá.

INTRODUCCIÓN

Escribir me ha resultado la mejor práctica terapéutica, después de que mi mente ha tratado infructuosamente de resolver lo incomprensible para el entendimiento humano.

No es fácil desenredar, a menudo, muchas madejas interiores que nos bloquean y paralizan. Pero que, al final, son sus hilazas las que llegan a dejarnos, a través de sus enseñanzas, caminos orientadores, y se convierten en los momentos más inesperados, en lecciones de vida como grandes testimonios que quedan imborrables para dejar en la memoria seguramente de muchos, recuerdos que podrían haber pasado desapercibidos, como si no hubiesen marcado mi vida, como sí ha sucedido.

No existe frase más conocida que aquella de: “Tener un hijo, sembrar un árbol y escribir un libro”, y esta etapa donde prácticamente ya crie mis hijos, ya he sembrado muchos árboles por mi gran gusto a la jardinería, me resulta muy placentero compartir algunas de las más importantes vivencias de mi vida, la mayoría de ellas impactadas con contactos con mis seres de luz.

He tenido varios momentos “regalo” que he querido compartir con ustedes, pero particularmente los de conexión con seres de luz han sido de mucha alegría. Los he descrito en forma cronológica, desde la presencia de ellos en mi infancia, adolescencia y adultez, hasta mi propio viaje a encontrarme con mis seres trascendidos a través de las llamadas experiencias cercanas a la muerte.

Adicionalmente, en los últimos capítulos, llego a reconocer conscientemente la importancia que revisten mis actuales retos de purificación, a propósito de convivir con una grave enfermedad familiar, que me confirma que seguimos avanzando para prepararnos a una vida de luz, como seres temporales que somos de esta morada, porque el reto no finaliza.

Seguramente hay muchas personas que han vivido experiencias como estas y otras que no. A estas últimas también va dirigido, porque es una invitación también a encontrar en la cotidianidad lo más sensible y espiritual de lo humano. Hay personas escépticas, igualmente los respeto.

Hoy cuando censo el cierre de varios ciclos, los de crianza, los académicos, los laborales de alto ritmo, me sorprende que, de todos ellos, los únicos que me contribuyeron de manera significativa a mi proceso de mi mayor humanización fueron lo que aprendí con las personas, todas dejaron huellas en mi ser. A ellas les agradezco haberlas encontrado en mi camino.

Agradezco a mis amigos su presencia y a mi familia por ser constructores de las mejores experiencias de mi vida y que me dirigen por este camino terrenal hasta que, quizás sin darnos cuenta, trascendamos y sigamos aprendiendo por siempre.

CAPÍTULO I La silla del abuelo


En mis primeros recuerdos tengo los momentos compartidos con mi abuelo Juvenal, cuando le hacíamos nuestra visita diaria en su casa. Siempre nos recibía al caer la tarde, alegremente con abrazos y una sonrisa inolvidable. Su aroma era claramente a tapón de madera que, por su oficio de carpintero, tenía tatuado en su piel. Sus manos eran color ladrillo. Era un hombre siempre jovial y amoroso, y a diario me invitaba a su silla mecedora y me cargaba sobre sus piernas y me contaba historias cotidianas de la ciudad, del barrio La Colombina de Palmira y de sus amigos. Suenan en mi memoria, y mucho, las carcajadas que compartíamos porque siempre sus historias tenían mucho de un humor picaresco, y me llevaba a un mundo de jardines, de vecinos, de paseos que solo estaban en la imaginación de nosotros dos. Puntualmente se detenía la charla por un noticiero radial que interrumpía nuestro juego, y que me dejaba entre tanto dormir en su regazo.

Ir de día a su casa era llegar a un gran portón de vitrales de colores, correr por los patios internos lleno de veraneras florecidas y grandes, jugando con los primos, y esperar refrescos como helados, jugos y, por supuesto, torta de la tía Nubia. Cuando llegaba a la cuadra, se escuchaba siempre, con su alto tono de voz, saludando a todos los vecinos.

Era un apasionado por la tauromaquia. Fue con él que conocí la plaza de toros de Cañaveralejo de Cali. Fue un paseo familiar que nos tomó un largo viaje en carro. En ese momento, desde mi ciudad hasta Cali, y en carretera destapada, había distancia. Llegamos abuelos, papás y nietos a ese monumental escenario y nos explicó algunas de sus características: la cría de los toros de lidia en ganaderías bravas, los vestidos de toreadores, banderilleros y picadores, también de muletas y capotes. Asimismo, la importancia del reglamento y la existencia de la presidencia de la plaza. Nos comprometió a hacer cumplir las reglas de este festejo para que contribuyéramos con nuestro buen comportamiento. Estábamos felices disfrutando de sus binóculos, amplificando la vista de las graderías y del mecato, cuando inició la famosa corrida y fue cuanto entendí cuán brava era la fiesta que estaba presenciando. Fue la primera y última vez que asistí a esta afición, y quedó clarísimo que no la compartiríamos.


Fue a los pocos días, de un momento inesperado, no volvió del paseo diario de mi abuelo; observaba que mi padre tampoco llegaba a casa. Y en una noche de 1970, yo tenía cuatro años, fue mi abuelo quien me visitó en mi habitación. Llegó con su energía siempre de luz y de paz, se sentó al lado derecho de mi cama, me abrazó y me entregó el legado del disfrute del juego, la chispa y la alegría que él siempre mantuvo en nuestra familia.

Yo salí corriendo al cuarto de mis padres, estaba mi mamá y le conté que mi abuelo había llegado, ella se sorprendió y me escuchó serenamente, como era su estilo. Me abrazó llorando y solo me invitó a quedarme en su cama, porque mi papá aún se encontraba acompañando al abuelo moribundo.

Al día siguiente nos vistieron muy elegantes y llegamos a la casa del abuelo. La sala se había convertido en un sitio triste con lágrimas, flores y velas. Yo jugaba con mi hermano y primos en un caballo de madera que corría mucho por toda la casa y finalmente llegábamos al ataúd donde se encontraba el abuelo y subíamos en una banca a verlo. Mi madre me llamaba a que le contara a los tíos y abuelos la visita del abuelo la noche anterior.

Quedaron sus huellas representadas por sus propias manos: un gran escritorio gerencial, una hermosa caja para lustrar zapatos, un balero gigante y una hermosa silla mecedora donde supimos que nos arrullaron a los tres hermanos desde nuestro nacimiento.

Creo que ese fue el inicio de una conexión profunda con mis seres de amor que, habiendo trascendido, siguen conmigo dándome el aliento y las fuerzas para la vida.

Son aquellos ángeles que iniciaron un camino de protección que, cuando toda falta, incluida las fuerzas y el optimismo, llegan a acompañarte incondicionalmente. Sin horarios, sin afanes, sin miedos. Solo siento que se adhirieron a mi espíritu como seres protectores que se presentan sin llamado alguno, solo cuando los necesito, y que también me muestran caminos y potencialidades inesperadas para trasegar por mi vida en las rutas más desconocidas de mi existencia.

CAPÍTULO 2 La sabiduría ancestral


La casa de mis otros abuelos, los maternos, era de grandes corredores con alcobas a su alrededor que tenían la impronta de cada uno de los tíos que habitaba en ella. Una era la del tío Diego, perfumada y ordenada, la otra era, con tenis de baloncesto, del tío Gilberto, otra era indescifrable, como era él, del tío Chucho. Los tíos Iván y Luis estudiaban en Bogotá y llegaban en las vacaciones. Ellos eran once hermanos, seis ya se habían ido y casado; y estos cinco aún vivían en la casa familiar.

La visita del tío Daniel, residente en Estados Unidos, representaba gran gozo familiar. Su llegada era una noche de fiesta con muchos regalos y muchos amigos, tíos, primos, parientes, y por supuesto los abuelos. Abundante comida, iniciaba con los típicos vallecaucanos empanadas, aborrajados, tostadas y maduros, continuaba con los asados de carne al estilo san Juan, con insulsos, envuelto tolimense a base de maíz y, por supuesto, el infaltable arroz que siempre resultaba ser un buen acompañante para las veladas de la familia Cadena.

 

No sé en qué momento esos sábados se volvieron obligados para vernos cada vez un número mayor de primos, que animábamos a nuestros padres para llegar a la diversión semanal más cálida de nuestra familia. Dado que mi papá tenía una familia muy pequeña y su única hermana se había casado con un hermano Cadena, entonces resultaba para mí tener una gran familia unida siempre en todos los eventos.

Las peleas de primos siendo niños son imposibles de olvidar.

Las batallas verbales incluían tomar la posición superior subiéndonos a un tractor que ocupaba la parte central del patio, desde ahí sosteníamos, a gritos, posiciones contrarias con los que estaban abajo, como cosa curiosa, los que estábamos en la posición dominante, encima de los otros, éramos los más gritones, los dominantes, los agresivos, abajo los más tranquilos y educados, entonces en algún momento la abuela intervenía, siempre en favor de la armonía y la buena convivencia, nos obligaba a hacer las paces, a darnos la mano, a pedir perdón por la agresión, y debíamos expresar con calma y con la voz moderada las diferentes posiciones, y hacía que volviera a reinar la paz entre todos.

A veces, el actuar de alguno de nosotros me producía un gran desconcierto emocional, recuerdo que nuestra prima Christie vivía con la abuela, una vez por rabia se rapó la cabeza y cuando en el colegio donde estudiábamos me preguntaban qué le había pasado, yo a mis ocho años no sabía responder, mientras en mi mente hacía la asociación de que posiblemente ella moriría pronto como lo había hecho mi compañerita de salón, que falleció a causa de una leucemia y quien estuvo rapada por un largo tiempo, no era capaz de expresar el temor ante la muerte de Christie y nunca relacioné la eliminación total de su cabello con un impulso de rabia juvenil.

También recuerdo que nos enseñaron a montar a caballo al estilo “aprender haciendo”. El abuelo alistaba los caballos y, por turnos, cada primo era montado en el caballo, y con “arre” salíamos brincando, y como la única opción era agarrarse de la montura del animal para no caerse, la primera vuelta era con miedo, la segunda con expectativa y la tercera con alegría de saber que ya había un aprendizaje más.

La abuela Mélida fue una emprendedora en todo el sentido de la palabra, con un liderazgo a toda prueba, siempre tuvo negocios que ayudaban a la economía del hogar, fue modista, cultivadora de cereales como millo, sorgo y soya, tuvo criadero de cerdos. Pero el que más recuerdo fue una alianza que hizo con el indio, un nativo de la zona de Potrerito, donde cultivaron cabuya. En tiempos de cosecha, estas hilazas eran lavadas, secadas y peinadas en el patio de la casa, y el lugar se llenaba de grandes superficies blancas que se movían con el viento mientras el sol hacía lo suyo, después se empacaban en rollos, que eran comercializados con artesanos.

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