Buch lesen: «El pericazo sarniento»

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El pericazo sarniento

(Selfie con cocaína)

Carlos Velázquez



Gente poseída por las drogas

La cocaína llegó a mi vida como la zapatilla al pie de Cenicienta.

En 1978 Hunter S. Thompson dijo: “Lejos de mí la idea de recomendar al lector drogas, alcohol, violencia y demencia. Pero debo confesar que, sin todo eso, yo no sería nada”. Es una coincidencia escalofriante que lo haya pronunciado el año de mi nacimiento. Cuando leí esta declaración de principios me sentí plenamente identificado. Sin las drogas no sólo no me hubiera dedicado a escribir, sino que jamás me habría sentido un ser humano.

La cocaína acudió a mí cuando más la necesitaba. Estas memorias no son una apología de la droga. Son el testimonio de mi paso por la adicción. Al alcohol, al lsd, pero principalmente a la cocaína.

La soda, el chichiflín, el pascual, el fifí, el corn flakes, la caspa del diablo, doña blanca, etcétera, ha sido con quien he entablado la relación más duradera de mi existencia. La coca me ha acompañado siempre. Como Thompson, sin la cuota de locura que nos proporcionan las drogas no sería nadie. Antes de probarlas mi vida era más aburrida que la de un gusano de granja.

Si algo tiene el infierno es que siempre está dispuesto a rescatarte. A mí me salvó de la inopia para meterme a una lucha que ha durado cuarenta años. El tratar de dejar la cocaína.

La soda me adoptó pero desde hace dos décadas me ha inoculado una angustia que no le deseo a mi peor enemigo. Sin embargo, aquí estoy, en mi esquina, esperando el sonido de la campana para mi próximo asalto.

Qué me empujó hacia las drogas. No lo sé. No es cuestión de clase social. Tampoco creo que se deba a la genética. O a los traumas de la infancia. Es como muchas cosas de este hermoso mundo algo que no tiene explicación.

En una ocasión me preguntaron sobre mi manifiesto consumo de cocaína. Respondí que si éste fuera un país donde las drogas fueran legales el morbo que despierta que un escritor sea adicto estaría en un plano secundario.

Comencé en las drogas antes de adherirme al mundo de la literatura. Algo en común tienen. Yo comencé a drogarme por aburrimiento. Y por la misma razón empecé a teclear. La literatura me dio una ocupación. Y las drogas un abismo. Pero también redención.

Cuando descubrí la cocaína me brotaron lágrimas de felicidad como a Dennis Rodman en 1990 al ser nombrado el defensivo del año.

Smalltown

Cuando se posee ambición no existe peor maldición que nacer en un pueblo pequeño. Lou Reed tiene una canción al respecto. “There’s only one good thing about a small town, you know that you want to get out.” Para convertirte en un adicto es indispensable contar con el deseo de huir. De cualquier cosa. Yo anhelaba escapar de mi circunstancia.

Tuve una infancia descarriada. Fui literalmente un niño de la calle. Vendí chicles a los ocho años por instrucciones de mi abuela. Un acontecimiento me marcó profundamente. Los Rolling Stones sembraron en mí la semilla del mal una tarde que entré a Discos Beto. La portada de Let It Bleed me hablaba desde lo alto de una pared. El vinyl se encontraba flanqueado por discos de heavy metal. La imagen con el pastel me parecía más intrigante que el pentagrama de Shout at the Devil de Mötley Crüe. Yo no lo sabía, pero todo el blues, el country y el rock contenido en el disco estaban ya dentro de mí. Supe entonces que no pertenecía a mi entorno. Que estaba atrapado. Y que era imperativo largarme. Se convirtió en un ritual. Todos los días peregrinaba hasta la tienda de discos para contemplarlo.

Éramos pobres. La casa, un cuartucho donde vivía, goteaba. En temporada de lluvia amarrábamos un plástico enorme a los cuatro extremos del techo. Agujereábamos el hule por el centro y debajo colocábamos un bote, entre el ventilador y la tele. Sólo teníamos una cama. Como me resistía a compartirla con mi madre, dormía en un sillón. Lo que me ocasionó una desviación en la columna. Décadas después, corregirme la postura empecinadamente era la actividad favorita de mi ex esposa rica. Mientras mis años de formación transcurrían en lotes baldíos, vados y el lecho de un río seco, ella estudiaba en el Colegio Alemán, montaba los caballos de la cuadrilla de su padre y recorría el mundo en cruceros.

Fui el único del barrio que no vivía con su padre. Lo que me granjeó una cantidad inagotable de bulin. La culpabilidad que experimentaba mi madre era imbatible. Lo deduzco por la colección de figuras de Star Wars que acaudalé. Estaba rankeado en el tercer lugar de los coleccionistas. Sólo por debajo de dos compas. Este tipo de contrastes, el extremo entre pobreza y posesión, son los que configuran la mente de un adicto. La carencia fortalece el espíritu. Pero el consentimiento le allana el camino a la droga. Quieres evitar que tu hijo sea un atascado, no lo complazcas.

Mi primer contacto con el rock & roll ocurrió una tarde en casa de un pariente. En la mía no había cable. Nuestros fondos se malgastaban en tratar de impermeabilizar la azotea infructuosamente. Lo que necesitábamos era un techo nuevo, es decir una casa nueva. Encendí la tv y me entregué al zapping. Me detuve por coincidencia en mtv Clásico. En la pantalla aparecieron los Ramones interpretando “I Wanna Be Sedated”. Mi concepción de la música era paupérrima. Bailes que organizaban frente a mi puerta. Cholos y pandilleros en pareja tomaban las calles por mandato de la cumbia. Nada me había preparado para la tumultuosa escandalera de los Ramones. Mi mente sucumbió. Y mi vida cambió radicalmente. Abracé el cliché con esplendor. Con la cuota de drogas que ello implica.

Escuchar rock no te obliga a consumir drogas. Conozco a muchos melómanos que no beben. Cuando mi padre nos abandonó entendí este mensaje: edúcate a ti mismo. Y yo elegí la senda del adicto. Cuando Reinaldo Arenas salió de la cárcel, su madre fue por él para llevarlo a casa. Rey prefirió seguir a un grupo de mulatos que jugaban voleibol. Apenas me enteré de la existencia de las drogas salí corriendo detrás de ellas de la misma manera. Mi verdadero hogar por muchas décadas ha sido la adicción.

Cuando el caset desbancó al vinyl todos los locotones de la cuadra me regalaron kilos de lp’s. Fue la mejor navidad de mi vida. Armé una envidiable discografía. Y sin gastar un condenado peso. Que además no tenía. Un domingo, escarbando en un baúl me topé con un viejo conocido: Let It Bleed. Le pregunté al dueño si podía expropiarlo. Con impudicia, por favor, me respondió. Me fui a mi casa y lo puse en el tocadiscos. Supe entonces lo que era la impunidad. El círculo se había cerrado. Que no se culpe a nadie de mi gusto por las drogas. Estaba escrito en una canción.

Nada le ocasiona más prejuicio al adicto que las historias de éxito. Observar a Maradona levantarse de la pobreza es aniquilante. Nada es tan inhumano como sembrar la semilla de la esperanza. Te embruteces de entusiasmo. Incluso te das el lujo de atesorar fe. Hasta que un día comprendes que a ti no te ocurrirá. Y te amargas. Miente quien afirme lo contrario. Ante la imposibilidad de eludirse sólo queda un camino: cobrar venganza. Y no existe mejor revancha contra el mundo que la adicción.

El aburrimiento me condujo a las drogas. El deseo de venganza puede paliarse, pero nadie consigue remontar el tedio, ni Charlie Harper. Sin las drogas, el basquetbol y la música me habría suicidado. Sabía combinarlos. Invertía las madrugadas de mi adolescencia tras el balón. Para soportar las desveladas consumía anfetas. Y nunca faltaba una grabadora en las gradas con algún disco de grunge. Odiaba la escuela. Si conseguí terminar la secundaria fue gracias a Michael Jordan. La única forma de jugar básquet por la mañana era en la escuela. La prepa no la concluí. Deserté en el último semestre. Intenté unirme al equipo. Sin música y sin anfetas no era lo mismo.

Desde pequeño intuí que dentro de mí habitaba un adicto. Lo que no sospechaba era que los que me rodeaban también portaban un drogo en su interior. Excepto algunos timoratos todos en el barrio nos revelamos como consumidores. No pretendo ser víctima de mi propia exageración, pero corrí con la suerte de nacer en el barrio indicado. A unas calles de la zona de tolerancia. Conseguir drogas era fácil a cualquier hora. Mis amistades más longevas datan de esa época. Drogarse con con alguien no lo convierte en tu amigo. Pero si un amigo se droga contigo la relación se fortalece. Bajo el aro conocí a La Peineta, autor de mis tatuajes, y al Pájaro, personajes de este debraye.

Los fines de semana nos metíamos de contrabando a una escuela primaria para organizar retas. Antes de cada juego se prendían un toque. Quien afirme que las drogas y el deporte no combinan, no sólo desconoce todo de Maradona, sino que ignora todo sobre sí mismo. Ahí conocí a Chuy Películas. Un ladrón que se ufanaba de ser el dueño del centro. Asaltaba joyerías y bancos. Lo apodaban Películas por su afición al mal cine. Las tardes las dedicaba a darle carrillón a su videocasetera bien mariguano. Yo era totalmente adoptable y él proclive a amparar huérfanos. Presumía que me entrenaría para sumarme a su banda de atracadores. Cuando iba a enseñarme a disparar cayó preso.

Sin las drogas mi juventud habría sido un desastre peor del que fue. “There’s only one good use for a small town, you hate it and you know you’ll have to leave.” Pero si no puedes irte, drógate.

Mi primer conecte

No recuerdo mi primer beso, pero no he olvidado la primera vez que compré droga.

Desde que mi madre me administró el primer Mejoralito, sabor naranja, me condenó al mundo químico. Nunca me ha gustado la mota. Tampoco me molesta. Pero disfruto provocando a los mariguanos. Son más fundamentalistas que los Testigos de Jehová. Siempre que me manifiesto en contra de la yerba hay trifulca. Una ocasión una chica me preguntó por qué no fumaba. Es droga para pobres, le contesté y se ofendió. Pasé una de las peores veladas de mi vida. Toda la madrugada intentó convencerme de que la fritanga era la salvación de la humanidad. Nos traíamos un antojo feroz, pero después de mi aseveración se negó a acostarse conmigo. Al principio empleó toda la indulgencia que la pachequez puede inducir y cuando descubrió que era inútil, nunca he tenido madera de converso, me tildó de pendejo. Pretendí enmendar mi error, pero era demasiado tarde. Mi jabón corporal está hecho de cáñamo, le dije, no me creyó. Y sí era neta.

Pocas cosas exasperan tanto como un mariguano consuetudinario que no se sabe ponchar. He conocido a varios en mi vida. La mayoría pertenecen al mundillo editorial. Llevan décadas de grifos pero son incapaces de forjar. Si pierden el híter y no cuentan un cigarro a la mano para sacarle el tabaco se les acabó el corrido. Si fuera mariachi, sería otro bulto de esos sin habilidades para liar. De morrito observé cómo se forjaron kilos y kilos de weed, los macizos de mi cuadra tenían doctorado, pero jamás me propuse poner atención de verdad y menos practicar ese arte cada vez más escaso. Lo cual no me impidió comprarme una pipa.

Fumé mota por primera vez a los doce años. Martín, mi medio hermano, y mi primo Tony me iniciaron bajo la amenaza de cortarme los güevos. No era necesario amedrentarme. Soy un Velázquez. No existe hijo de mi padre que no haya probado la droga. No hice click con la yerba. Desconozco el motivo. Lo atribuyo a mi personalidad celerina. Me cuesta la apacibilidad. A los dieciséis me aproximé a la mota por una poderosa razón: por aburrimiento. Comencé a fumar en el barrio. Nunca faltaba quien se prendiera un toque. Poseer droga siempre me ha otorgado una sensación de seguridad. Sea falsa o verdadera no me interesa. La droga en mi poder me tranquiliza. Aunque siempre me invitaron un churro, yo ansiaba mi propia mota. Tras acompañar a uno que otro pacheco a cargar varias veces, decidí que estaba listo para adquirir mi material.

El primer rito de iniciación del adicto es probar la droga, el segundo, comprarla. Como me resistía a acudir solo, a pesar de considerarme preparado para la misión, le pedí a mi compa Don Jilo que me acompañara. Cuando vas a comprar droga lo mejor es que lo hagas con un consumidor. Alguien que sepa qué riesgo corre y que tenga un buen manejo de la situación por si surge un problema. Don Jilo ignoraba a qué se exponía. No era cliente, ni me conocían, pero comprar droga antes de la guerra vs. el narco no era complicado. La bronca era ocultarla. Después de la devaluación de 1994 cincuenta pesos de mariguana equivalían a un guatote que se envolvía con dos planas del periódico.

El Bordo, una zona marginal que todavía existe, era el punto de venta más popular del sector. Una Cartolandia que prosperó gracias a la derrama económica producto del narco. Ahí termina el estado de Coahuila. Del otro lado del lecho seco del río Nazas se localiza el Consuelo, un barrio malandro de Gómez Palacio, Durango. Las colonias tienen dos cosas en común, las divide el vado y las hermana el narcotráfico. En los últimos veinte años han sido protagonistas en el negocio de la droga. Al Bordo lo antecede la Maclovio Herrera, un lugar famoso por ser la cuna de Los Chicos de Barrio, uno de los grupos de música insigne de la ciudad y símbolo de la cumbia lagunera reciente.

Toqué en la misma casa en la que me había presentado en las últimas dos semanas. Mis principales temores eran que no me abrieran o que en lugar de mariguana me dieran caca de vaca. En aquellos años si un díler deseaba darte una lección no te agarraba a tablazos o te disparaba, te surtía de caca de burro o de caballo. No existe un manual para ganarse la confianza de un díler. Un ruco de bigote abrió la puerta y preguntó cuánto. Cincuenta varos. Guachó hacia los dos lados de la calle y desapareció con mi billete. Dos minutos después me entregó la mota. Era demasiada para transportarla encajada en la cintura. Yo traía puesto un chor. Clávatela tú que traes pantalón, le dije a Don Jilo. Le sacateó. No me quedó más remedio que metérmela en los guëvos.

Inicié el camino de regreso con un guato de yerba como tercer testículo. Afuera de la primaria 20-30 nos detuvo una patrulla. Era evidente que nos la habían cuchileado. Por divertirse o por maloras. El díler o cualquier mirón. Es uno de los inconvenientes cuando no te conocen. Te catalogan como un turista. Consideran que no has pagado el derecho de piso. Les caga que sepas dónde se ubica el punto de venta. Y te hacen pagar por contar con esa información. Tú sólo estás debutando. Y ya tienes a la tira encima.

Los polis sabían que traíamos mota. Nos habían señalado. Por eso ni nos interrogaron. Revisión de rutina, informaron al bajarse de la unidad. Antes de que me registraran me puse contra la pared con las piernas separadas. Mi actitud delató a Don Jilo. Lo basculeraron a fondo. A mí sólo me sacudieron el chor por la cintura con la esperanza de que cayera el paquete. Pero no ocurrió. La sangre fría es determinante en estos casos. Tanto si traes cincuenta pesos de mota, un gramo de coca o un cargamento. Don Jilo sudaba de los nervios. Los polis lo manosearon hasta darse por vencidos. Yo conservé la calma. La idea de caer al bote por posesión de unas plantas secas no me decía nada. Nos dejaron ir. Seguro pensaron que nos habíamos deshecho de la mota.

Rellené la pipa apenas llegamos a casa de mi abuela. Sólo yo fumé. Don Jilo nunca había probado la yesca. Y aunque era una estupenda ocasión para hacerlo por primera vez, se abstuvo. Me puse bien mariguano para celebrar que me había graduado. Y con honores. No sólo conecté, también burlé a la policía, dos pasos indispensables para el adicto, en una sola jornada. Pero a pesar de la adrenalina experimentada, el vacío continuaba atosigándome. Para mí la mota no califica como droga. Me parece inofensiva. Aunque la etiquete de vicio para soldados, no tengo nada en su contra. Cuando alguno de mis amigos me cuenta preocupado que su hijo adolescente es pacheco le aseguro que no tiene de qué preocuparse. Nadie ha muerto de una sobredosis de mariguana y los grifos no son proclives a asaltar un banco.

Tras fumar un par de veces el día de mi primer conecte me cayó el veinte de que era un chingo de mota la que tenía en mi poder. Qué güeva fumármela toda. ¿A poco Keith Richards se chingaría todo esto? La tiré toda por el excusado. Un comportamiento clásico del adicto. No habían pasado ni veinte minutos cuando regresé al Bordo, esta vez sin Don Jilo, por otros cincuenta pesos.

No voy en tren, voy en avión

En la puerta del colegio,

con su bolsa de caramelos,

espera para hacerte feliz

El hombre de los caramelos.

orquesta mondragón

Mi primer amor fueron las pastillas.

De morro fui testigo de un episodio en la vida de un anfeto. El Diente, un locotón del barrio, yacía inconsciente mientras su tía trataba de reanimarlo exprimiéndole media naranja en la boca. Llamen a una ambulancia, gritaba la doña desesperada. Nadie movía un dedo. No sufría de un infarto o de un ataque epiléptico. Pregunté qué le ocurría. Anda bien pasadote, alguien respondió. Desconocía qué significaba andar bien pasado, pero fuegos pirotécnicos atronaron en mi mente. Si me hubieran dicho que era Superman debilitado por la kriptonita no me habría causado tanto impacto. Auxilio, se me está muriendo, dramatizaba la doña. Déjelo, se la está pasando a toda madre, le gritaron y se dispersó el manojo de metichones.

En un pasaje de Espera la primavera, Bandini, Fante cuenta que de niño vio a un borracho y decidió que cuando creciera se convertiría en uno. No es que me quemara por repetir la existencia del Diente, pero me arrebataba por revolcarme en esos lodosos terrenos. Y qué se metió, indagué después. Unas pingüas. Pilas. Píldoras. Guasas. Pastas. Pastillas. El Diente era un Arturo. Así les apodaban a los consumidores de Artane, un medicamento indicado para el parkinson.

Que la mariguana es la puerta a otras drogas es un mito. Desencantado del 4/20 jubilé la pipa convencido de que las drogas no eran para mí (ja, qué ingenuo fui). La culpa de mi triunfal regreso la tuvo el basquetbol. La cancha del Monumento Hidalgo fue mi brújula para establecer relaciones con adictos. Enfrente trabajaban Jano y el Ramón (un metodólogo que se estacionó una temporada en la heroína). Jano me presentó al Gaby Rock (guitarrista). Gaby Rock me llevó a la casa del Garbage, alias La Funda (melómano). Y en casa del Garbage conocería al Bordón. Como basquetbolistas callejeros, destechados, nuestro enemigo natural era el sol. Comenzábamos a botar el balón después de las diez de la noche. Mientras, en las gradas sonaba grunge desde una grabadora. Canasteábamos toda la madrugada. Para mantenerme despierto comencé a pucharme pastas.

Debuté en las anfetas con una Artane, me la pasé con un trago de caguama. Qué trastorno. Una golosina de pura euforia. Hasta que no la probé entendí a qué se refería Charly García al clamar “no voy en tren, voy en avión”. Uno de los efectos que me provocaba era la sensación de traer las turbinas de un avión detrás de las orejas. Se convirtieron en mi religión, mi debilidad. Entonces había en el mercado negro tres variedades. Las Artane, los Rebotes o Roche (Lexotanil) y las Reinas (Valium). Comencé con una Artane o Rebote. Luego las combinaba. Mitad y mitad. Y después una de cada una.

Las pastas eran la droga ideal, baratas y fáciles de conseguir. Se transportaban sin borlote. Te las guardabas en la bolsa pequeña del pantalón o si era una te la llevabas puesta. Las mercaba en la colonia La Rosita. Las vendía una señora más chisqueada que Sara Goldfab, la de Réquiem por un sueño. Tocaba a la puerta de una vivienda cochambrosa y me atendía la doña pasadísima. Tenía vitiligo y la costumbre de dejar los cigarros intactos hasta consumirse, luego se comía la ceniza a puños como si fuera pinole. Su chamba consistía en, además de despachar, sacar las pastillas de las carteras y agruparlas en distintos botecitos de plástico. No en pocas ocasiones me mandó a la tienda por cigarros y a cambio me obsequiaba una guasa de pilón.

Siempre que me empedo con mi compa El Peri me endilga la misma anécdota. ¿Te acuerdas cuando me pediste diez varos para unas pilas? No para anfetas, para baterías. Mi mayor diversión consistía en pucharme una pingua, ponerme los audífonos, oprimirle play al Experimental Jet Set, Trash and No Star de Sonic Youth, y salirme a caminar. Me había gastado todo en Roche y no tenía para las doble a. Estaba cautivado por las anfetaminas. Mi vida consistía en arañar dinero, trabajaba y robaba donde podía, para comprar unos casets, pastas, revistas sobre rock y paquetes de Duracell. Era un obseso de los walkman. Llegué a tener hasta cuatro al mismo tiempo. Y soñaba con unos Jordan. No los obtendría hasta 1994.

Se rumoraba que las anfetas te inducían al robo. Me parecía una patraña. No soy de los que le creen todo a los adictos. Si en ocasiones les sigo la corriente es por diversión, no por comprobar ciencia alguna. Pero una tarde que andaba bien Arturito entré a una Soriana y me robé un caset. Tuve distintos empleos: lavaplatos en una pozolería, despachador de pollo frito, chalán de frutería. Mi vida era tan tediosa que tuve que trabajar. Tan mal me encontraba. Las drogas son complejas en relación al trabajo. Cuando amas las drogas de verdad debes talonearle para conseguírtelas. Aunque después te imposibiliten para laborar, en una etapa de la adicción el jale es importante.

Acudí a una entrevista a Walmart para el puesto de encargado de la bodega de panadería. El Moño, gerente del departamento, no podía controlar a sus empeados. Quién chingados va a obedecer a un sujeto con el mote de El Moño. Estaban desesperados y no pusieron atención en quien contrataron. La bronca obedecía a que los pasteleros y los panaderos hacían lo que se les daba su puta gana. Eran una amenaza. Podían partirle su madre a cualquiera. Mi primer semana fue una pesadilla. Apenas terminaba de trapear, tiraban grajea y cuanto ingrediente se les atorara. Establecí un horario para surtirles los insumos pero se lo pasaban por los güevos. Una tarde tuve un enfrentamiento con uno de ellos. Le pregunté si tenía problemas en su casa o por qué se comportaba como un pendejo. Me hizo caca con la mirada. Al término del turno lo tenía clarísimo. Mi caída estaba cantada. En cualquier momento me agarraría, él u otro, a putazos. Tenía que fraguar un plan. Esa noche me fui a la cama pensando en cómo ganármelos.

Los panaderos eran tipos duros, de barrio, pero gente humilde. Se levantaban a las 4:30 am para estar en la panadería a las seis. A las 10:30, hora del almuerzo, sacaban sus lonches de huevo con chorizo y se sentaban en círculo. Algunos bebían agua. Mi tarea, además de tratar infructuosamente de mantener el orden en la boda, era proveerlos de los ingredientes para la preparación de todo tipo de postres y pasteles. Tenía acceso a toda la tienda. Escondidos entre los insumos, comencé a contrabandear de todo. Al día siguiente del incidente les preparé un chicharrón con salsa verde. Calenté unas tortillas y les serví refresco. Me los eché a la bolsa de inmediato. Y me bautizaron como El Conejo, por rata. Desde aquel día dejé de batallar. Puse fin a la anarquía y el gerente de la tienda y El Moño me felicitaron.

Por las mañanas era Bruce Wayne en Walmart y por las tardes me convertía en Batman. A las seis que salía de trabajar me metía una píldora y me dirigía al centro a robar. Al principio sólo hurtaba música para mí. Me parecía un acto noble. Pero el ansia que me provocaban las píldoras me hacía arrasar con lo que estuviera disponible. Me convertí en un vil fardero. Comencé a levantar pedidos en el barrio. Tras visitar varios centros comerciales a las nueve de la noche hacía la entrega de mis pedidos. Estar bajo el efecto de las anfetas me exentaba de todo temor. Siempre he sido un poco cleptómano, pero las pastas me desinhibían por completo. Mi romance con los laboratorios era impecable.

Agarré confianza suficiente para meter a la bodega casets junto a la comida. Después desodorantes, juguetes, chocolates. Al principio eran rigurosos con la revisión al terminar el turno en Walmart, como nunca me encontraron nada se relajaron. Salía de la tienda con la mochila repleta de fayuca. Y mi pequeño imperio habría continuado si no hubiera dado un paso en falso. Una tarde que había saqueado de lo lindo, en lugar de marcharme a casa con mi botín decidí continuar la expropiación. Me atraparon dentro de un supermercado. Antes de que me detuvieran los guardias conseguí deshacerme de la mercancía. Me metieron a la tienda. Me iban a dejar ir, pero abrieron mi mochila, la había dejado en paquetería, y descubrieron el mandado. Me subieron esposado a una patrulla.

Pasé la noche en los separos de la Colón. Me fotografiaron con On the Road de Jack Kerouac en la mano, también me lo había piñado, y salí en el Extra, en la galería de malandros. Aún conservo el periódico. No me presenté a trabajar en Walmart hasta el día siguiente. Me esperaban. El gerente y El Moño me pusieron la edición del Extra en la jeta. Por qué, Carlos, me cuestionó el gerente. Recuerdo cada una de sus palabras. Eres un magnífico elemento. Por políticas de la empresa no puedes conservar el puesto. Qué decentes se comportaron. Habían revisado los videos de la tienda y se enteraron de todo lo que robé, no me levantaron cargos y todavía me indemnizaron. Cuando me quedé a solas con El Moño me encaró para decirme que lo había decepcionado. Por qué, insistía. Le confesé que las pastillas me despertaban un apetito profesional por la uña. Le rompí doblemente el corazón. Váyase, me dijo y se echó a llorar.

No era el único que desfalcaba. En los videos se reveló que los guardias de seguridad escondían televisores en cajas de cartón vacías y por la noche los recogían de los contenedores de la basura. Las empleadas de frutas robaban lencería. Las cajeras se surtían de cosméticos. A todos los metieron al bote. Menos a mí. Siempre estaré agradecido por su generosidad.

Con todo el tiempo del mundo profundicé en las anfetas. Mis héroes eran unos hommies que se metían la cartera entera, doce pastas, al mismo tiempo. Abrían la boca y te las enseñaban perfectamente alineadas en la lengua. Es una habilidad que toma tiempo dominar. Yo no podía medirme con esos jerarcas. Con dos que me puchara era suficiente. Entonces un simple giro del destino modificó los acontecimientos. Me avoracé. Como siempre me ocurre. Comencé a meterme una anfeta al día. Así como la gente se bebe un café por la mañana, yo me puchaba un Artane o un Rebote.

Los primeros cuatro días levité como egresado de Casa Tibet. Al quinto día dejé de ser yo. No recuerdo lo acontecido. La gente bajo tratamiento psiquiátrico refiere que las pastillas las inducen a una especie de éxtasis que las hace sentir como si flotaran sobre nubes de algodón de azúcar. No comparto la analogía. No me derretía de felicidad. Tampoco me la pasaba mal. No registraba. Era como un caset sin cinta.

Cumplidos dos meses colapsé. Supe que habían transcurrido sesenta días a base de pastillas porque tenía seis decenas. La mañana en que me puché la última me acosté sobre mi cama y no pude levantarme. No conseguía moverme. Ni hablar. Pero estaba despierto. Tenía los ojos abiertos. Contemplar el techo era una actividad que me tomaba con la seriedad de un personaje de Samuel Beckett. Escuchaba todo lo que ocurría. A pesar de la bruma en la que me encontraba retengo ciertas imágenes. La histeria de mi madre. El miedo y el llanto. Al tercer día momificado vino la ambulancia. Me internaron en el hospital. Una inyección en la vena me hizo cambiar de canal.

Existe un cuento de Palahniuk en que un adolescente se extirpa a sí mismo el intestino en una piscina. Pegaba el recto al extractor del agua mientras se masturbaba. Se mudan de ciudad. Es el secreto de la familia. Durante muchos años el secreto entre mi madre y yo fue la criogenización a la que me indujeron las anfetas. Técnicamente no era un suicidio ni una llamada de auxilio, sólo le había dado rienda suelta a mi compulsividad.

Me asusté. Estaba enamoradísimo de las pastillas. Pero recibí una lección. Eran cosa seria. Con todo el dolor de mi corazón renuncié a ellas. Fue duro. Me dolió como si me hubieran dejado caer desde un helicóptero.

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