Buch lesen: «Alfonso XIII y la crisis de la Restauración»
CARLOS SECO SERRANO
Alfonso XIII
y la crisis de la Restauración
Cuarta edición revisada
EDICIONES RIALP
MADRID
© by CARLOS SECO SERRANO
© 2021 by EDICIONES RIALP, S. A.,
Manuel Uribe, 13-15, 28033 Madrid
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ISBN (versión impresa): 978-84-321-5414-0
ISBN (versión digital): 978-84-321-5415-7
A la memoria de mi padre.
ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
DEDICATORIA
PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN
NOTA A LA TERCERA EDICIÓN
INTRODUCCIÓN
1. LA RESTAURACIÓN, ENTRE DOS CICLOS REVOLUCIONARIOS
ANVERSO Y REVERSO DE LA OBRA DE CÁNOVAS
LA DEMOCRATIZACIÓN DEL RÉGIMEN CANOVISTA: SUS FRONTERAS SOCIALES
2. EL 98 Y LA RESTAURACIÓN
EL IMPACTO DEL 98: EL PROCESO DE REACCIONES
LAS FORTALEZAS CONSERVADORAS: IGLESIA Y EJÉRCITO
3. ESPAÑA VITAL Y ESPAÑA OFICIAL EN EL REINADO DE ALFONSO XIII
EL PROGRESO DE LA «ESPAÑA VITAL»
EL ESFUERZO REVISIONISTA DE LA «ESPAÑA OFICIAL»
4. LOS PRIMEROS AÑOS: LAS «CRISIS ORIENTALES»
LA «VOLUNTAD DE PODER» EN EL REY ADOLESCENTE
EL PRIMER TURNO CONSERVADOR: SILVELA, MAURA, VILLAVERDE
EL SEGUNDO TURNO LIBERAL: MONTERO RÍOS Y MORET
LA PRIMERA QUIEBRA: LA LEY DE JURISDICCIONES
5. MAURA Y CANALEJAS: EL INTENTO DE RENOVACIÓN INTERNA
LOS AÑOS DE LA ESPERANZA
LA EXPERIENCIA MAURISTA Y LA CRISIS DE 1909
EL INTENTO DE CANALEJAS
LA ESCISIÓN DE LOS PARTIDOS DINÁSTICOS
6. EL OCASO DE LA RESTAURACIÓN
LAS POSIBILIDADES DE «APERTURA A LA IZQUIERDA»
LA VERTIENTE SOCIAL DE LA DERECHA: DATO
EL IMPACTO DE LA GUERRA MUNDIAL EN LA SITUACIÓN ESPAÑOLA: LA CRISIS REVOLUCIONARIA DE 1917
EL INTENTO INTEGRACIÓN DE 1918
LAS TENSIONES DE LA POSGUERRA
7. EL AÑO TRÁGICO: 1921
DE LA HUELGA DE LA CANADIENSE AL ASESINATO DE DATO
LA CUESTIÓN MARROQUÍ
ANNUAL Y SUS CONSECUENCIAS. EL FRACASADO GOBIERNO MAURA-CAMBÓ
CAMBÓ, EN SU MOMENTO DECISIVO
8. LA DICTADURA
EL REY Y LA DICTADURA. LAS RESPONSABILIDADES DEL PAÍS
EL PRO Y EL CONTRA DE LA EXPERIENCIA PRIMO DE RIVERA
LA DIFÍCIL SALIDA DE LA DICTADURA
LA LIQUIDACIÓN DEL RÉGIMEN DICTATORIAL
9. LA CRISIS DE LA MONARQUÍA
LAS POSIBILIDADES DE 1930 Y SUS FRUSTRACIONES SUCESIVAS. EL SOCIALISMO. ALBA Y SÁNCHEZ GUERRA
EL ERROR AZNAR
LA ACTITUD DEL REY EN ABRIL DE 1931. RECAPITULACIÓN
EPÍLOGO
APÉNDICES
ÍNDICE DE NOMBRES
AUTOR
COLECCIÓN HISTORIA
PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN
LA PRIMERA EDICIÓN DE ESTE LIBRO (Barcelona, Ariel, 1969) se agotó hace años; y desde entonces se me ha pedido, repetidamente, que preparase una nueva. He ido aplazando la tarea por dos razones: el deseo de mejorar el texto primitivo en lo posible y la duda respecto al camino a seguir para conseguirlo.
Ninguna otra de mis obras ha recibido, como esta —que no pasa de un ensayo «en profundidad»— tan favorable acogida, ni suscitado críticas tan diversas. El éxito rebasó mis esperanzas, pero correspondió al cariño con que fueron redactadas las páginas que siguen. Las críticas esparcidas por periódicos y revistas especializadas han constituido un estímulo y un desafío. Un estímulo, por su generosidad. Un desafío, en el mejor sentido de la palabra: en cuanto incitación a perfilar o mejorar lo ya hecho. Sino que, siendo el tema apasionante para mí, y habiendo profundizado documentalmente en él, la mejor respuesta me parecía una nueva elaboración: un libro grande y de mayores ambiciones.
Al cabo, opto por un tercer camino. El libro grande será, Dios mediante, otra cosa, y tiene ya su lugar en mis proyectos de trabajo. La presente es, simplemente, una segunda edición, que creo útil todavía para el gran público. Pero una segunda edición corregida y aumentada; que se aleja ahora del simple ensayo, gracias al Apéndice documental con que va enriquecida; y que trata de asimilar las críticas «asimilables».
Esas críticas podrían agruparse en dos apartados: las que echaron de menos, en mi trabajo, la afloración de nuevas fuentes documentales: y las que, entendido aquel a derechas —como revisionismo crítico de lo anteriormente publicado—, no aceptaron —o aceptaron solo provisionalmente— mis nuevos puntos de vista. Atendiendo a las primeras he procurado reforzar, siempre que me ha sido posible, la apoyatura documental, o bibliográfica, de estos. En cuanto a las réplicas de los no convencidos, son, también, de dos clases. De una parte están las que, ante mis replanteamientos, se han limitado a atrincherarse en el punto de partida, sin intentar en lo más mínimo oponer razonamiento a razonamiento. Es el caso de la corriente maurista, todavía viva, intocable en este país donde ningún valor se respeta, por muy próximo que esté a nosotros. Siempre he profesado sincera admiración por la figura de Maura; pero el «maurismo de reacción», que brota en 1909 y se hace marea tumultuosa desde 1913, creo que acabó siendo totalmente nocivo en la evolución de la política española. En el estudio sobre Dato, que fue mi discurso de ingreso en La Real Academia de La Historia, demostré cuán discutible resulta la presunta unanimidad conservadora en torno a Maura, al producirse la retirada de Silvela. En cuanto a la crisis de 1909, encierra un doble aspecto: si bien la ruptura del pacto del Pardo por la oposición dinástica constituye un hecho censurable, también es cierto que la manera de liquidar las secuelas de la Semana Trágica había supuesto un error que Maura pagó muy caro, pero en el que no tenía por qué verse implicada la corona. Creo que la solución de aquel grave trance no podía ser otra que la que fue: solo restaba, como peligrosa alternativa, una dictadura maurista de muy difícil salida. Así pues, no he alterado apenas el capítulo que al tema se refiere. Sigo pensando que la gran ocasión regeneracionista del reinado, en el decisivo lustro 1907-1912, cae más bien del lado de Canalejas que del lado de Maura: y me consta que esa misma fue la estimación del propio monarca. En fin, la crisis de 1913 —que implicaría la division de los grandes partidos del «turno»— constituyó un indiscutible paso en falso de Maura; quizá achacable, más que a él, a su primogénito y supremo consejero privado, el conde de la Mortera. Incluyo ahora un documento muy esclarecedor sobre la tramitación de esta crisis, procedente del archivo Dato.
También he procurado matizar cuanto estaba dicho sobre la grave «encrucijada» de 1917, en la que algunos han querido ver una ocasión frustrada, que tal vez pudo evitar, a veinte años de distancia, la guerra civil de 1936. Desde luego, no participo de semejante idea; y creo que, de triunfar la huelga revolucionaria de agosto, las consecuencias hubieran sido muy graves, capaces de abocar, si no a una guerra civil, a nuestra implicación en la guerra mundial. Pero en este caso, también he de remitirme a las páginas que en mi estudio sobre Dato dediqué a la actuación del político conservador durante todo el verano de 1917.
He ampliado los capítulos referentes a la dictadura y a la crisis final de la monarquía. Sigo creyendo que la dictadura era inevitable en 1923 —-y así pensaba, por entonces, el mismísimo don Antonio Maura—. Pero el problema residía —como siempre en esta clase de situaciones «de excepción»— en su posible salida hacia «la normalidad». A ello he dedicado especial atención, así como a la actitud del socialismo, que hizo imposible un cambio en continuidad, capaz de evitar la ruptura republicana.
Deseo agradecer de nuevo la atención y las críticas que mi obra despertó hace diez años. De aquellas, solo he querido responder expresamente a las que he considerado inmotivadas e injustas. Y vuelvo a pedir indulgencia a los muchos que saben más que yo, o que ven más claro que yo. A estos últimos les ruego que no confundan mis errores, siempre posibles, con prejuicios o apasionamientos. En último término, me consolaría recordar la profunda observación de Tagore: «Si cierras la puerta a todos los errores, dejarás fuera la verdad».
Madrid, abril de 1979.
NOTA A LA TERCERA EDICIÓN
HE VUELTO A LEER ESTE LIBRO, cuya primera edición apareció hace casi un cuarto de siglo, y la segunda en 1979, a fin de acomodarlo a una tercera. Tal «acomodación» podía responder a uno de estos dos criterios: o una remodelación a fondo, capaz de incorporar todas las novedades bibliográficas recientes: o una simple corrección —erratas y algún error deslizado todavía en 1979—. Me he decidido por la segunda vía porque, en líneas generales, mi imagen del rey y del reinado sigue siendo la misma que aquí se refleja.
Solamente en alguna nota he incorporado ahora mínimas referencias a estudios más recientes, confirmatorios de lo que ya habíamos afirmado Jesús Pabón y yo mismo años atrás: esto es, que contra las desatentadas acusaciones de Unamuno —y de Prieto—, verdaderos orquestadores de la gran ofensiva de 1929-30 contra la dictadura y contra la monarquía, la realidad documental prueba que don Alfonso no intervino en el golpe de Estado de 1923: lo asumió, eso sí, cuando la inmensa mayoría del país lo asumía y lo aplaudía con entusiasmo. Aunque es cierto que en la prolongación del régimen dictatorial radicó el gran error de don Alfonso. La crítica más objetiva ha exonerado también al monarca de las acusaciones que contra su honorabilidad en asuntos de otra índole (financieros fundamentalmente) se insinuaron en 1931, para montar el escandaloso proceso que las Cortes republicanas desplegaron aparatosamente, y cuyos resultados se ocultaron luego, en vista de que eran negativos para la tesis que pretendían sustentar.
Ahora bien, ambas acusaciones —la de Alfonso XIII artífice de la dictadura, y la de Alfonso XIII «hombre de negocios»— contribuyeron fundamentalmente a la gran crisis de 1931, generadora a su vez de la de 1936. Pasados ya más de sesenta años de la primera fecha, hoy se puede escribir la historia del reinado, liberándolo de la hojarasca difamatoria acumulada por sus detractores de aquellos días.
Cuando este libro apareció en 1969, fue algo así como un navegar contra corriente; pienso que ahora la corriente de la Historia le empuja a favor, en su tercera singladura.
Carlos SECO SERRANO
Madrid, diciembre de 1992.
INTRODUCCIÓN
CADA DÍA SE HACE MÁS URGENTE la revisión a fondo de la etapa histórica cubierta por el reinado de Alfonso XIII. Estamos corriendo el riesgo de que determinados esquemas —en el mejor de los casos, semiverdades—, montados por una estrategia política oportunista, acaben convirtiéndose en tópico imposible de extirpar. El español medio, en lo referente a nuestra historia más próxima, nunca digerida en los distintos ciclos de enseñanza, acostumbra a rellenar este vacío con apresuradas lecturas de prensa, siempre que las informaciones deportivas le dejen resquicio para atender a algo más que a los pronósticos sobre la marcha de la «liga»; o se atiene a los machaqueos «robotistas» de la televisión, que le dan todo hecho, hasta la función de pensar, pero que en lo que atañe a la historia de nuestro tiempo distan, sistemáticamente, de una posición objetiva.
El despiste de las últimas generaciones españolas al juzgar la época alfonsina no depende solo de la escasa información, sino de la mala información. La república —era lógico— denostó al régimen que acababa de derrocar, los epígonos del Frente Popular extremaron esta actitud. Pero la reacción cristalizada en la guerra civil, por razones exactamente contrapuestas, no fue más benévola —o más justa—. Su condena sistemática del siglo liberal y antiespañol envolvió a la Restauración íntegramente. Con cansina insistencia se repitió, una y otra vez, el cómodo y socorrido latiguillo de los «cincuenta años de incuria y abandono». Toda una pletórica etapa de nuestro pasado se quiso borrar sin más, empezando por caracterizarla erradamente; sustituyendo por falsos tópicos un tratamiento sincero de la realidad. Por lo general, las menesterosas mentalidades alimentadas con este fraude informativo no percibían sus contradicciones notorias, sobre todo, en el caso de la figura que simboliza y encarna los treinta primeros años de nuestro siglo: la del propio rey Alfonso XIII, acusado de liberal impenitente cuando acababa de ser condenado por su «insinceridad» constitucional.
Mi actitud frente al «Alfonso XIII histórico» es una estricta muestra de independencia de criterio, porque he llegado a ella tras largo peregrinar entre juicios e interpretaciones contrapuestos, pero no, en modo alguno, partiendo de un prejuicio propio. El estudio detenido de los hechos y la contrastación de pareceres me ha llevado a convicciones muy firmes, que me limitaré a exponer con la máxima claridad y sinceridad al lector, a sabiendas de que ello me acarreara una segura fama de «reaccionario». Lo cual, dicho sea de paso, me es desde luego indiferente; porque siempre me ha preocupado más que la opinión adversa o favorable de los demás, la paz de mi propia conciencia —de mi propia conciencia de historiador—. En este sentido me enorgullezco de tenerme por «reaccionario»: he reaccionado siempre —le decía yo en cierta ocasión a un amigo... progresista— contra lo que considero injusto y arbitrario, ya venga la injusticia y la arbitrariedad de la izquierda o de la derecha; he reaccionado siempre contra todo aquello que pretenda encasillarme, privándome de criterio, sustituyendo el raciocinio libre por la forzada consigna; y después de esto, seria demasiado pedir que me mirasen sin desconfianza —sin hostilidad, al menos— las irreconciliables parcialidades de nuestro incómodo presente, herederas directas de aquellas otras en que naufragó la España de Alfonso XIII. Estoy, pues, desde ese punto de vista, muy bien avenido con el papel de polarizador de fuegos cruzados.
Quizá por eso mismo me ha sido más fácil «comprender» el caso de Alfonso XIII. Representaba él una razón, un concepto de España que rehuía la limitación a un simple programa de partido o de clase. Ese concepto ¿tenía un valor permanente, definitivo? En todo caso, don Alfonso se esforzó por adecuarlo a las realidades, sociales e ideológicas, que en la segunda fase de la Restauración fueron aflorando en el plano vital del país, a partir del profundo revulsivo de 1898. Durante veintinueve años luchó el rey para evitar que una quiebra irreparable disociase al país en planos contrapuestos; fue el suyo un esfuerzo continuado, abrumador, para salvar una línea evolutiva rehuyendo la revolución, pero también la guerra civil. Y cuando creyó que en este empeño podía ser necesario su propio sacrificio, no vaciló en sacrificarse. A mis ojos, esto es suficiente para enaltecer ante la Historia grande —no ante la historia de estos o de aquellos— la memoria de Alfonso XIII: pienso que solo las pasiones que les arrojaron para siempre en el triunfalismo o en el revanchismo han podido oscurecer el juicio de cuantos padecieron en su carne el desgarramiento de la lucha fratricida.
Primitivamente, este libro no fue otra cosa que un esbozo de artículo, convertido luego en conferencia —para el ciclo de “Problemas contemporáneos”, desarrollado en la Universidad de Santander durante el mes de agosto de 1968—. La excelente acogida que esa conferencia halló en el público concentrado en La Magdalena me decidió a desarrollar el tema con mayor amplitud.
Asomado al delicioso mirador sobre el mar que azota la península rocosa, en torno al palacio santanderino, la contemplación del océano, indiferente a las pasiones e injusticias de los hombres, estimuló mi deseo de completar este trabajo poniendo orden y claridad en la confusa pugna de versiones acerca de la persona y de la actuación del rey Alfonso XIII; un intento que solo es posible proyectándolo sobre las coordenadas del momento español que le tocó vivir: el de la segunda fase de la Restauración canovista. Porque otro mal lamentable y muy generalizado en la bibliografía alfonsina es la pretensión de «salvar» la memoria del monarca recortándolo y diferenciándolo cuidadosamente del cuadro histórico en que se desenvolvió. En todo caso, para estos transfiguradores a ultranza, el rey fue víctima de una situación heredada y contra la que hubo de luchar. Pero olvidan que a esta lucha le lanzaba una esencial fidelidad a su tiempo; que en todo caso, no se trataba de una simple «reacción en retroceso». Alguna vez he escrito —y habré de volver sobre ello a lo largo de estas páginas— que Alfonso XIII era, medularmente, un «noventaiochista»; y no puede ignorarse que el 98 es el gran fermento del reinado.
El mejor espíritu de dos generaciones preclaras —la del 98 y la del 14— se funde en la personalidad de don Alfonso: el afán de autenticidad, de una parte; el europeísmo, el empeño de renovación y de apertura, de otra. El primero le llevaría a chocar con el convencionalismo del sistema político de la Restauración —el sistema que los mismos noventaiochistas llamarían «farsa»—. El segundo le acarrearía los recelos de cuantos, desde tiempos de Felipe II, vienen manteniendo, de una forma u otra, el «slogan-escudo» España es diferente, y que no vacilarían en acusar a Alfonso XIII de «contubernios con la revolución» a través de vínculos masónicos (…) simplemente porque el rey quería mantener abiertos los contactos a izquierda y a derecha, tanto de cara a España como de cara a Europa. Procediendo en buena lógica, tanto los denostadores de la «farsa» como los cosmopolitas de 1914 debieron comprender y apoyar cuanto quiso ser para el país Alfonso XIII. Ilógicamente, le condenaron por su fidelidad al mismo espíritu en que ellos comulgaban.
1.
La Restauración, entre dos ciclos revolucionarios
ANVERSO Y REVERSO DE LA OBRA DE CÁNOVAS
La Restauración canovista supone —como cualquier coyuntura histórica—, un anverso y un reverso, perfectamente análogos a los que ofrecen otras situaciones nacionales en la Europa finisecular. A Cánovas le correspondió cerrar, en ponderado equilibrio, un ciclo revolucionario, el de la revolución liberal; pero su obra política coincidió con el desarrollo de un ciclo nuevo, marginado por ella: el de la revolución socialista.
El reinado de Alfonso XII y los primeros años de la Regencia contemplaron el remanso del romanticismo político: las viejas tensiones y pronunciamientos de la época isabelina quedaron desplazados por la colaboración constructiva, sobre una plataforma de básico acuerdo —la lealtad a la nueva monarquía, entendida como «posibilismo» y «apertura»—, entre los dos partidos del turno pacífico: heredero el uno del moderantismo centro-izquierda, que encarnara la Unión Liberal, y el otro del progresismo democrático triunfante en las Constituyentes de 1869. Cánovas había logrado superar la guerra civil con una fórmula de convivencia, y los obstáculos tradicionales con un supremo arbitraje en el disfrute del poder por los «partidos dinásticos».
Sino que esta revolución liberal que ahora se remansaba en el triunfo había sido una revolución de minorías: su nervio sustentador, el elemento burgués, no constituía más que una leve película —reforzada por una mesocracia de funcionarios y hombres de «profesiones liberales»— en los estratos sociales de la España decimonónica; y si en algún momento pudo tomar apariencias de «revolución popular» o revolución de masas, ello se debió a dos razones: de una parte, la apelación demagógica del progresismo; de otra, el hecho de que ese progresismo solo se pusiera a prueba —y de modo precario— en el paréntesis de dos años que siguió a la vicalvarada, durante el cuarto de siglo de reinado personal de Isabel II.
No deja de ser curioso que, precisamente cuando se hacía más sincera la apertura del progresismo burgués hacia el «cuarto estado», es decir, cuando aquel apelaba a una fórmula democrática para dar cuerpo al nuevo régimen político propugnado en la revolución de 1868, se produjese la ruptura definitiva entre la masa proletaria —hasta entonces embarcada en unas naves que no la conducían a «su» puerto—, y los defensores del sufragio universal y de todos los derechos individuales. En este sentido, dos cosas fueron decisivas: el arraigo, en suelo español —y favorecida, precisamente, por la plenitud de derechos reconocidos en las Constituyentes—, de la propaganda bakuninista; y el choque entre la realidad social y la organización del orden político. Con escasa prudencia, los demócratas habían prometido demasiadas cosas —algo, sobre todo, esencial para ganarse la adhesión de los elementos populares: la supresión de las quintas[1]—. Cuando, triunfante la revolución política, los que la habían sustentado con un auténtico calor de masas trataron de sacar sus consecuencias económicas y sociales, se vieron una vez más decepcionados ante los obstáculos interpuestos en su camino por el nuevo orden que ellos, ilusionadamente, habían contribuido a crear. Este divorcio, muy temprano, entre el pueblo ínfimo y los caudillos de la revolución, se reproduciría luego frente a los republicanos, que no iban, de hecho, en su programa social y económico, mucho más allá de unos objetivos estrictamente burgueses[2]. Del doble rompimiento sacaría partido, con asombrosa rapidez, la Primera Asociación Internacional de Trabajadores, apresurándose a poner de relieve que ella encarnaba otra revolución, la de los proletarios, que desde ese momento debían volver la espalda a las engañosas sirenas de una falsa democracia —la de Prim, la de Amadeo, pero también la de Castelar y la de Pi[3]—. Se trataba de enarbolar «la roja bandera de la revolución social», detrás de la que habría de movilizarse «el proletariado militante».
La revolución dentro de la revolución hizo añicos las ilusiones de la democracia burguesa, patéticamente encarnada en Castelar —convertido, por paradoja, en dictador[4]—, y le restó fuerzas con que oponerse a la fórmula renovadora acuñada por Cánovas para «su» restauración. La obra de Cánovas, por consiguiente, se beneficiaba de la necesidad de concordia que el peligro de subversión social había hecho evidente en el campo burgués de todos los matices; a cambio de integrar en su juego político —amparados por una corona que no estaba ya, como la de Isabel II, adscrita a un solo partido— todos los viejos y nuevos programas liberales, garantizaba el orden social cerrando filas frente al ciclo revolucionario abierto por Marx y Bakunin.
Sería, sin embargo, inexacto e injusto resumir la obra de Cánovas, como tantas veces se ha hecho desde el campo de las extremas izquierdas, con el simple calificativo de «reaccionaria», puesto que distó mucho de una simple vuelta al punto de partida —el monopolio del poder por el moderantismo isabelino—; se esforzó, por el contrario, en arbitrar una fórmula abierta a derecha e izquierda, en consolidar, en torno al trono y a la legalidad constitucional, el equilibrio entre las fuerzas políticas separadas por el 68. Precisamente por la amplitud o la flexibilidad que la caracterizaron ha habido en nuestros días quien ha atacado la obra de Cánovas; me parece evidente que si la «apertura» hacia la herencia del 68 terminó a la larga arruinando la Restauración al cabo de medio siglo, de seguro su duración hubiera sido mucho más corta —no habría rebasado, probablemente, los primeros días de la Regencia—, de reducirse, una vez más, a ser instrumento de un solo partido. Muy por el contrario, el fracaso de la obra de Cánovas radica en los límites de su «apertura»; en su incapacidad para asimilar, o para captar, las bases sociales de la nueva revolución alumbrada por la Internacional. Y a medida que avance el tiempo, en la segunda fase de la Restauración —la que corresponde al reinado de Alfonso XIII—, se hará más evidente que la suerte del Régimen depende de sus posibilidades de captación de la nueva izquierda: la que había sido marginada en los días de Cánovas y Sagasta.
A un siglo de distancia, pensamos —un tanto esquemáticamente y desde nuestras actuales experiencias— que, en los momentos en que se desmoronaba la articulación lograda por el obrerismo español al montar su primer frente de lucha contra la burguesía, se pudo emprender una gran obra regeneradora corrigiendo desde arriba los fallos sociales de la revolución liberal: la situación de unas masas campesinas, marginadas en el inmenso trasvase de la propiedad agraria operado en las desamortizaciones; o del proletariado urbano, inerme ante un empresariado omnipotente. Por desdicha, tardó mucho tiempo en abrirse camino, en los programas de los partidos dinásticos, una legislación social que, en principio, al intercalarse en las relaciones entre capital y trabajo, parecía contradecirse con la auténtica ortodoxia liberal. Por otra parte, se estaba aún, al producirse la Restauración, en la cresta máxima de la ola reaccionaria que provocaron las primeras violencias internacionalistas —reacción encarnada, primero, por la presidencia de Castelar, y luego por la dictadura de Serrano—. Esa reacción defensiva había tenido ya su expresión en los debates en torno a la Primera Internacional, desarrollados en el seno de las Cortes amadeístas de 1871: y en aquella ocasión, preciso es confesar que Cánovas marcó uno de los puntos extremos, aunque también es cierto que su exposición parlamentaria del día 3 de noviembre encerraba vislumbres proféticos a los que el tiempo había de dar entera validez[5].
Pero sería gravísimo error confundir la visión social de Cánovas con su posición manifiesta en aquel debate «en caliente». La talla de estadista la da en el gran malagueño su capacidad para modificar criterios, para corregir planteamientos, para llevar al máximo la flexión de una línea ideológica perfectamente coherente sin embargo. Como él mismo dijo en alguna ocasión: «No existe la posibilidad de gobierno sin transacciones lícitas, justas, hornadas e inteligentes». Pocos años antes de su muerte pondría de relieve una comprensión cada vez más abierta hacia el problema social en sus dimensiones auténticas: «No hay que hacerse ilusiones; el sentimiento de la caridad cristiana y sus similares no son suficientes, por sí solos, para atender las exigencias del día. Necesítase, por lo menos, una organización supletoria de la iniciativa individual, que emane de los grandes poderes sociales... Por mi parte, opino que será más ventajoso a la larga el concierto entre patronos y obreros, con o sin intervención del Estado...». Y Cánovas —el partido conservador, en la persona de Eduardo Dato—, había de ser, ya a comienzos de siglo, el portaestandarte de una «legislación social» que al final de la segunda década del siglo se alinearía en avanzada respecto a los otros países de Europa. Pero, entretanto, el planteamiento del problema era inequívoco: una democracia como la intentada en 1868 había de partir, para ser auténtica, de una previa labor de reorganización social y económica; invertir los términos —es decir, llevar al extremo los derechos políticos sin respaldarlos con un programa de soluciones sociales— abocaba a una alternativa: o el falseamiento del sufragio, o, en plazo más o menos largo, la revolución comunista desde arriba. También esto lo señaló Cánovas en 1890:
No es, en suma, el socialismo utopista, comunista-colectivista, revolucionario, que intenta destruir de arriba abajo el estado social para construir uno quimérico, el que más solicita la atención ahora. Tales propósitos, por su manifiesta imposibilidad y su brutal violencia, excluyen otra resolución del Estado que no sea la de combatirlos a todo trance, empleando en ello cuantos medios depositan en sus manos las naciones. Lo que alcanza mucho mayor importancia es que, enterados ya los proletarios de su igualdad jurídica, y próximos a enterarse del reciente poder que la igualdad electoral les da por donde quiera, piden y aun exigen cosas que, si no son siempre realizables, parece a primera vista que pueden serlo, hecho que a sus ojos excusa lo que pretenden. Para decirlo de una vez, que el sufragio universal tiende a hacer del socialismo una tendencia, si bien amenazadora, indisputablemente legal.
Cánovas llamaba la atención sobre el éxito obtenido en recientes elecciones al Reichstag por el socialismo alemán, y añadía: «Ningún pensador de aquel país puede ya dudar que si allá no se apela a violencias o falsificaciones, que reduzcan el sufragio a la simple apariencia que en Francia fue durante el Imperio napoleónico, llegará día en que con plena conciencia el socialismo alemán de su poder político, y gracias a la organización perfeccionada que va adquiriendo, perturbe profundamente, cuando menos, el ejercicio del gobierno...».
Porque tenía una noción exacta de las realidades sociales sobre las que había de asentarse su obra, Cánovas completó el texto constitucional con una ley electoral marginal a aquel —de carácter censitario, como la isabelina, pero mucho más abierta que esta—. Cuando se habla de la «farsa canovista» no debiera olvidarse que Cánovas pretendía, con su sufragio restringido, hacer más auténtica la realidad de este, poniéndolo en manos de los verdaderamente capacitados —capacitados tanto por su nivel intelectual como por su independencia efectiva—. Cierto que esto patentiza la urgencia de modificar las estructuras culturales y económicas, de «promocionar a las masas», lo que hubiera permitido ensanchar progresivamente las bases del cuerpo electoral. Y en efecto, la ley censitaria de Cánovas refleja, exactamente, los límites sociales de su construcción política; pero no cierra el camino a una futura y posible modificación que amplíe el sufragio. Modificación que llevaría a la práctica el jefe de la «izquierda dinástica». Sagasta, sin hacerla preceder de una «revolución estructural» en la que, desde luego, él no pensaba. De aquí que el sistema degenerase en ficción desde el primer momento; y de aquí también que resulte más adecuado hablar de «farsa sagastina» que de «farsa canovista».