De calle, desamores, delirios y suicidas

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CARLOS DAVID RODRÍGUEZ

De calle, desamores, delirios y suicidas

Rodríguez, Carlos David

De calle, desamores, delirios y suicidas / Carlos David Rodríguez. - 1a ed. - Ciudad

Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2020.

100 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-87-1052-5

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título.

CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA

www.autoresdeargentina.com info@autoresdeargentina.com Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723 Impreso en Argentina – Printed in Argentina

A mi amigo Sebastián

Prólogo

Querido David, fue para mí un gran honor poder ser la persona elegida para escribir el Prólogo de “De calle, desamores, delirios y suicidas”.

De qué sirve soñar si no somos capaces de atrevernos a realizarlo. Qué hacer con todo lo que llevo años alimentando dentro mío. Pensamientos, deseos, reflexiones y sueños.

Donde cada escrito lleva ese sello personal, esa impronta que caracteriza al mensajero.

Pensamientos que piden salir, recuerdos que exigen no ser olvidados, vivencias que quieren continuar siendo vividas, desórdenes mentales que requieren ser ordenados.

Observando desde el rincón, con un ángulo privilegiado ve los cuerpos pasar, uno tras otro, el bullicio para él es claridad. Las historias brotan de su boca con la verborragia del charlatán.

El amor se tiñe de diversos matices dependiendo del estado de ánimo del Ser, ese Ser sin nombre, sin casa, sin identidad.

Envuelven los relatos una descripción delicada, precisa, firme, nostálgica, dañina, rica en su esencia, dando lugar a la libre imaginación e interpretación hacia todas las direcciones del vuelo de la mente. Una mente maestra que se empeña en llevar el ritmo y la secuencia de los pensamientos tal cual fluyen desde las entrañas.

De calle, desamores, delirios y suicidas es donde confluyen las narraciones sentidas desde el alma al empezar un día cualquiera o terminando una noche de la forma menos esperada.

De calle, desamores, delirios y suicidas es la puerta abierta a la magia de la narrativa que atraviesa tu ser en cuerpo, mente y emoción, provocando en el lector una batería de sensaciones únicas e interpretativas, dando paso a las más triviales reflexiones, donde todo es aceptado, vivido, imaginado, recordado y quizás plasmado.

Amor, desamor, lágrimas, risas, intención, sueños, vida, muerte. Toda esa dualidad presente te invita a transitar diferentes relatos que danzan sobre el límite de lo real y la locura.

Entre Moscas” refleja la vida misma del personaje promedio, más medio que pro. Del recursivo, del que apuesta a todo o nada, sin ni siquiera saber lo que hace… donde sus conversaciones internas se dan en la Oscuridad y la Soledad.

Andrea Buonaventura

Actual Presidenta de SADE

(Sociedad Argentina de Escritores)

Filial San Miguel

1.
Cuatro paredes y una ventana

La madrugada me encontró como ayer. Solo. Una botella a medio terminar. Dos cubitos muriéndose en el fondo de un vaso con borra de vino. Una mesa de madera chueca, sin mantel. El cenicero lleno de cenizas. Un paquete con el último pucho. La lengua amarga, despistada por el agua podrida. Cinco sentidos baleados y a media máquina. Gotas que bajan por la frente me suben la temperatura. Párpados arruinados. Ojos irritados que no hacen foco en ninguna dirección. Rodillas débiles que obligan a seguir sentado. Hombros cabizbajos. Codos planchados en la mesa. Brazos cruzados. Cabeza con caída hacia delante.

Hojas de un diario que ya es de ayer flamean entre mis piernas. Una de ellas cae y se baña en un charco de alcohol. El viento sopla con ganas. La habitación, a pesar de su única ventana, empieza a enfriarse. Pequeños torbellinos ensucian el suelo con alquitrán. Las cajas de embalar encimadas que tapan las paredes se llenan de tierra. El ventilador de techo no anda, pero gira igual. Las telarañas se deshilachan. El aroma a sudor se mezcla con el humo. La bombilla de luz entra a parpadear. La humedad no se va. Mi birome rueda al piso. Las últimas páginas que escribí se desparraman sin sentido y en un rincón veo su sombra.

Historias divagan en mi mareada sabiola: las peleas con mi hermano; la niña que olvidé en el camino; el beso que nunca di; los amigos de los que me alejé; los otros que me dejaron a mí; las discusiones con mi padre; los amores que no fueron; las veces que endurecí mi corazón; las noches perdidas; las oportunidades desaprovechadas; la mano de Dios, también la del Diablo; las cartas malgastadas; los envidos mal cantados; mis batallas ganadas; mis guerras perdidas. Tanta sangre derrochada en esas miradas que no volveré a cruzar. La fiebre comienza a elevar mis penas. Hace tiempo que me invadió la soledad. Él regresó para llevarme. Y esta vez es muy real.

2.
El viejo

Es una noche como todas, en la que la luna refulgente le pone luz a las veredas de la Capital. Se acaba la semana y los oficinistas, jefes y secretarias se preparan para cenar en la pizzería más reconocida del centro. Allí donde la alta alcurnia suele reírse de lo que ellos entienden como escoria de la sociedad. Es una velada como cualquiera, pero sin que nadie lo esperase aquella rutinaria salida se transformaría en algo más.

Una fuerte e inesperada ráfaga de viento comienza a flamear las ventanas del lugar que se chocan y parecen descascararse con cada golpe. Sin embargo, uno de los mozos empieza a cerrarlas y todos en sus asientos parecen asentir con la cabeza su atenta acción. Las cortinas no se desprenden porque están bien sujetas y transmiten la sensación fantasmagórica de las películas de terror.

Mientras muchos de los presentes esperan la comida, otros ya empiezan a degustar las delicias de las porciones desbordadas de muzzarela con las que manchan sus servilletas. Todos denotan con claridad que el clima tempestivo empieza a oscurecer las sombras de la noche, como si no se tratara de la misma y tranquila velada de hace unos instantes.

Afuera, las hojas de papeles tirados durante el día vuelan como en otoño. Se levanta la tierra y los zapatos fatigados de la gente también se hacen presentes. Esas partículas molestan al linyera que sigue caminando, sin querer asomar su mirada por la puerta de los restoranes para no pensar en la familia que una vez supo tener. Sigue buscando un lecho donde descansar y se refriega los ojos con tanta vehemencia que se enrojecen por el ardor.

La vista del personaje característico de calles porteñas hace desesperar al fulano que empieza a gritar. Un alarido que se confunde con el silbido del tormentoso aire parece quebrar los cristales, pero nadie lo nota. Los relojes de los restoranes encerrados en un clima cálido donde las personas también emiten ciertos alaridos, pero a modo de carcajadas, marcan las 24 exactas.

Con el saco roto y los parches descosidos, desesperado por los párpados que no puede separar, el viejo tropieza y sin quererlo ingresa de cabeza en la pizzería al embestir contra la puerta. Justo en ese momento un estruendoso rayo cae desde el cielo en algún lugar de la Capital. El cielo, más negro que nunca, empieza a derramar sus lágrimas saladas de manera intermitente.

Atormentados por el hecho, los consumidores de buenas billeteras comienzan a marcharse del lugar. Enojados, muchos pasan por al lado de los dueños del restorán realizando gestos típicos de “no pienso pagar”. Las mujeres gritan, inmóviles en sus sillas. Los niños caprichosos, de esos que no dejan de pedir juguetes y ponerse a llorar cuando quieren algo, miran atónitos al tipo tirado a los pies de los mozos que ahora intentan levantarlo.

Pasaron apenas cuatro minutos y muchos ya se fueron, pero muchos también, todavía permanecen sentados esperando su bebida como si nada hubiese pasado. De todos modos, tampoco piensan ayudar. Los camareros finalmente incorporan al hombre en una silla cualquiera y le preguntan su nombre. Él responde que ya no lo sabe y aún con los ojos cerrados comienza a tranquilizar su convulsionado cuerpo. Alguien le alcanza un vaso de agua y él se lo tira por la cara para despabilarse.

Por fin, con la vista despierta puede mirar hacia afuera, desde las ventanas cerradas de la pizzería. Así puede admirar el clima que se avecina o que ya ha llegado. El mismo que le revuelve los recuerdos produciéndole lágrimas del pasado. Entonces, volviendo su atención hacia el interior del lugar observa con detenimiento a una familia que come tranquila en una mesa ubicada en una esquina. Sin decir nada se levanta de la silla y se dirige hacia quien parece ser el padre de dos chicos pequeños que comen junto a él y a su esposa.

El hombre mira al desahuciado y, amablemente, como desentendido de la situación le pregunta si lo puede ayudar en algo. Del saco rotoso y sucio, el viejo saca una púa y se le tira encima. Los niños lloran y se esconden. La mujer intenta detenerlo porque parece loco. En ese instante, el linyera, con un brusco movimiento raja el cuello de la señora. La mira a los ojos y grita con dolor y confundido: "¡Nooo Mirta!, ¿Por qué te cruzaste mi amor?, ¿Por qué?". Mientras tanto, afuera la lluvia con piedras ya se adueña de las calles y todos corren a ocultarse en sus guaridas. La noche parece haber terminado, al menos para la mayoría.

 

3.
No aguanto más

Mis escritos nunca hasta ahora le habían interesado a nadie. Sí, lo sé, soy cruel conmigo e injusto con mis pocos y ávidos seguidores, pero es cierto. Tomaron tal relevancia mis cuentos que no me quedó opción, más que irme del país. Huir como un asesino en serie al que hostigan incansablemente. Desde la prensa hasta la policía y desde la policía hasta la opinión pública me juzgó por un crimen imposible: suicidio.

Los libros que llevan mi firma tienen estilo propio, tengo un estilo propio. Según los críticos es lo único que tengo, una forma particular de tocar temas que no sé porque razón ningún otro escritor se atreve a abordar. Será por miedo, tal vez, me solía contestar. Hoy ya no lo pongo en duda, sé que es así.

Siempre me gustaron las historias. Leerlas, escucharlas, verlas o vivirlas. Para mí, ninguna historia está de más. Cada una lleva consigo una particularidad personal y un momento especial. Por eso me atrapan tanto y me dejo guiar por ellas para contarlas de la manera más precisa posible. Y es que alguien me dijo una vez, y lo adopté para siempre, que en realidad poca relevancia tiene lo que se cuenta, porque lo verdaderamente importante es el “cómo” y no el “qué”. El sello que uno le aplica a lo que escribe es lo que vale.

Apenas venía de soplar 27 velas cuando un éxito monumental comenzaba a golpear mi puerta, gracias a mi quinto libro. Cansado de encuadernaciones con cuentos cortos y después de mucho meditar me lancé al ruedo con una novela. Un triste relato que pretendía ser una especie de larga carta de despedida. Una joven de 16 marzos a cuestas que se encerraba en el baño a llorar sus penas adolescentes, mientras soñaba con escapar.

La novela en cuestión, titulada No aguanto más alcanzó una fama desbordante. El caso es que ello no se debió ni al “qué” ni al “cómo”. El éxito de mi creación tuvo que ver con la personificación en la vida real del personaje principal de la historia. Una niña llamada Juliana, pero que paradójicamente apodaban “Luz”, nombre de mi protagonista, dejó una carta en la que citaba textualmente uno de los últimos párrafos de mi novela:

“Esa madrugada tan sin gusto a nada, agria, pero salada, comenzó a escribir sin pensarlo más. La verborrágica música que a todo volumen era testigo de las idioteces de sus mayores en el comedor no la desconcentraron. Esta vez, dejaría de planearlo para llevarlo a cabo. Su calamitosa y corta vida no había sentido jamás la cálida brisa cerca del mar. No había conocido el amor, ni siquiera el más esencial, ese que deviene de la familia. Por el contrario, su padre se había encargado de atormentar y alterar su cabeza para turbar su ser por siempre. Había sido avergonzada y humillada delante de las narices de su propia madre, pero eso no le interesaba a nadie.”

Juliana tenía 15 años, toda una vida por delante. Una viuda madre adicta a las mezclas extrañas con alcohol. Un padrastro que en noches negras degustaba de un himen sin estrenar amor. Y un hermano muy pequeño al que algún día le contarán la verdad que hoy le es esquiva.

Los peritos y agentes a los que les fue encomendada la situación alegaron que había sido un suicidio inducido por el mentor de aquel párrafo. Ocurre que uno de los azules era uno de mis viejos y escasos lectores. Más adelante, en el momento en que me tocó subir al estrado para dar mi declaración lo reconocería de inmediato, ya que mientras me acompañaba tomándome del brazo me susurró al oído esta frase: “disculpe, soy un gran admirador suyo, tengo todos sus libros. Luego que esto pase, antes de irse, ¿me podría dar su autógrafo?”

4.
Ladrón abatido

El miércoles es sólo un día más. Demasiado común. Mitad de semana. Nadie espera nada extraordinario. Menos aún si cuando comienza a caer la noche la garúa se intensifica propiciando un turbión que quita visibilidad. Cuando los truenos y relámpagos comienzan a resurgir de entre los cielos todo el panorama se convierte, como en las películas de sábados por la noche. ¿Qué mejor situación entonces para atacar cuando nadie lo prevé?

Fede era un pibe de barrio. Un joven molesto para las chicas y sobre todo para las vecinas con las que no se llevaba nada bien. Ya peinaba cabellos de adolescente mayor de 20 y su vida atravesaba cuestiones que ya ni él mismo podía controlar. Hacía tiempo que no veía a su padre y su difunta madre no podía guiarlo más. Ni siquiera sus amigos podían acercarse a veces a su cerrado corazón.

Había comenzado a delinquir con un tipo mayor que lo hacía creer importante. Pero ese miércoles iba a hacerlo solo. Ya se creía lo suficientemente hombre para llevar a cabo su propio atraco. Ese que llevara su firma. Esta vez, no compartiría sus logros con nadie. Serían él y su bufón. Nadie más.

Nunca lo hacía en su barrio. No era de códigos solía decirse entre las sombras de viejos hampones, aunque a veces esas leyes terminasen por quebrantarse si las cosas se ponían fuleras. La noche en cuestión, Fede ingresó en casa de una mujer llamada Andrea, de unos treinta y cinco años, ni mucho más ni mucho menos. Todo le había parecido realmente sencillo. Había hecho poco ruido y el aguacero que caía a horas de la madrugada lo favorecía.

Sin embargo, cuando en una de las varias habitaciones de la casa él hurgaba y sacaba cada vez más objetos de valor, Andrea se despertó y lo encontró. Lo miró con desconcierto y cierto temor que la paralizaba. En esos segundos él no supo cómo debía reaccionar. Las enseñanzas del viejo ladrón parecían no haber llegado a esa clase aún. Pero estaba solo y el miedo lo enlutó dentro de un traje que no hubiese querido ponerse jamás. Esa noche iba a cambiar la máscara de simple ladri, por la de una más pesada.

En un brusco movimiento, Fede muestra su revólver y apunta a la mujer que, muy asustada, sólo atina a pedir que no se acerque a su hijo de tan sólo 2 años.

El malviviente nunca había lastimado a nadie en un robo. Con su buena conducta y educación ningún transeúnte podía suponer su verdadero oficio. Antes de realizar su trabajo le era imprescindible algo de coca, y no precisamente de la que viene en pack familiar. Era un ritual infaltable tomar el coraje suficiente para sobrevivir en esos momentos de tensión e incertidumbre. Nunca se había propasado, pero esta vez, sus problemas personales harían eco en un pequeño inocente.

Todo transcurre en la pieza de Andrea que se acerca lentamente a su hijo, quien yace dormido en una cama de la habitación. Sin embargo, Fede la aleja de allí a punta de pistola y destapa al niño. Lo alza entre sus brazos y sin que se despierte intenta escapar de la casa con el bebé como rehén. Pues, la pasma ya se hacía presente en su imaginación, con sus sirenas y luces inconfundibles. Alguien advertirá, pero el joven ladrón jamás sabrá quién ni cómo dejó escapar tantos detalles.

Él mira con ojos perdidos y sin emoción alguna a la madre que llora y reza enfrente suyo. No entendió con exactitud qué fue lo que cruzó por su mente en ese instante de crueldad. Jamás había dejado que sus problemas personales alterasen su actitud ante las personas a quien él robaba, por lo general, gente de clase alta que vive encerrada en grandes casas. ¿Por qué había reaccionado de esa manera si él nunca lastimó a nadie?

Lo cierto, es que esa noche Fede disparó a quemarropa tres veces sobre la mujer que cayó con sus trapos blancos manchados de sangre. No tuvo tiempo de agonizar porque las balas fueron demasiado precisas. Y él que nunca había disparado ni siquiera sobre un animal, se convirtió en asesino de la noche a la mañana. Ya no era más un ladrón de poca monta. Ahora, el niño en sus brazos despierta por el estruendoso ruido. Tenía que escapar para siempre.

Cierra la puerta como si fuera el dueño del hogar. Intenta salir corriendo, ocultando su revólver bajo el saco varios números más grande que su talle. El niño no para de ahogarse cuando se cansa de gritar. Las puertas y las luces del vecindario se abren y se encienden. De pronto, alguien llama a la ley. En momentos de confusión todo lo que había ingerido hacía cuarenta minutos en un antro de delincuentes, se convirtió en la alquimia perfecta de locura y agresión.

La policía llega al instante y él se oculta detrás del pequeño al que zamarrea como si fuese un trofeo de tenis. Sin embargo, con el otro brazo - arma en mano - no deja de apuntar a sus pares y amenazar con liquidar al inocente. En ese momento, alguien se acerca y Fede se paraliza. Es ella, que alguna vez lo abandonó, pero que ahora le pide acompañarla.

Todo a su alrededor se hace ruido y sólo puede escuchar una voz, fina y sensible. Es su madre, que hace dos años fue asesinada cuando él compartía los canutos con amigos lejos de casa. Es su madre, que lo quiere rescatar de los barrotes del encierro. Y él, con lágrimas en los ojos, decide bajar al niño que rápidamente es recogido por un oficial.

Mientras todos observan al pequeño, un último disparo voló los sesos de Fede.

Esos sueños de felicidad, junto a los hijos que todavía no tenía y ya no iba a tener, se esfumaron en esa noche donde el viento empezaba a apaciguar la lluvia. Prefirió irse con su madre que seguir sólo en ese lugar. Lejos de esta vida nadie lo condenaría ni le preguntaría por qué. Tal vez, ni él sepa la respuesta.

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