Zahorí 1 El legado

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Zahorí 1 El legado
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A ti, papá,

por leerme en las noches

hasta quedarte dormido.

Contenido

Portadilla

Dedicatoria

Origen

Cambios

Puerto Frío

Acertijos

Sodalita

Ancestros

Profecía

Abrumada

Encuentro

Pacto

Murmullos

Oscuros

Furia

Normal

Conexión

Distintas

Juramento

Sorpresas

Escondidos

Despertar

Enviados

Fatalidad

Traición

Legado

Despedida

Créditos

Origen


Cercanías del Reino Thomond, Provincia de Munster, Irlanda del Sur, 1320


Esa noche la lluvia marcaba agujeros en la tierra. Imponentes robles y helechos ocultaban la entrada que unos pocos conocían, solo los más leales a ella. Unos muros altos de piedra musgosa se erigían helados a su lado y la humedad inundaba el lugar, calándole de frío los huesos. Sin embargo, no necesitaba más que eso: estaba a punto de lograr aquello por lo cual había luchado durante tanto tiempo.

La lluvia se había impregnado en cada fibra de su capa negra haciendo que le pesara sobre los hombros. Con una mano llevó hacia atrás el capuchón que derramaba algunas gotas sobre la punta de su nariz, dejando al descubierto su piel blanca y ojos verdes. Una bola de fuego flotaba sobre la palma de la otra para iluminar el camino angosto que llevaba al centro de la cueva. A pesar de que la visitaba a menudo, el barro y las piedras eran la mezcla perfecta para caer de bruces, así que dio cada paso lentamente como si fuera su primera vez ahí dentro. Al cabo de unos minutos de recorrer el túnel estrecho y gélido, desembocó en el corazón de una caverna donde un goteo incesante llenaba con su eco la gruta ovalada. Arrojó la llama redonda hacia arriba para dejarla suspendida en lo más alto de la cueva. La luz era tenue, pero aun así se distinguían unas velas pequeñas ordenadas en círculo al centro de la gruta. Con la punta de su dedo índice encendió una de ellas para luego seguir con las demás. Así, a medida que el fuego cobraba vida, repetía despacio: “Tine dorcha, mo dorcha m’anam, draíocht dorcha anseo a chosnaíonn dom a chur”.1

—Mis disculpas por el retraso —dijo una niña que se asomó por el pasillo. No llevaba antorcha ni capa alguna, por lo que su cabello largo y negro dejaba caer pesadas gotas de agua.

—¿Hiciste lo que pedí? —preguntó la mujer que terminaba de encender la última vela.

La niña asintió con una sonrisa amplia y comenzó a hurgar entre los bolsillos de su vestido. Al cabo de unos segundos, sacó una botella pequeña que, en su interior, contenía un líquido rojo.

—Me costó hacer la mezcla —agregó, jadeando aún por el apuro—. Uno de sus ingredientes está casi extinto en estos bosques, pero lo conseguí, lady Ciara.

Los ojos de la mujer brillaban de felicidad.

—¿Sabes lo que esto significa? —le preguntó.

La niña volvió a asentir con la misma sonrisa triunfadora de antes.

—Entonces, no hay tiempo que perder, Cayla. Toma mi caballo, galopa rauda y haz todo cuanto ha sido planeado.

Tomó la mano de la niña y dejó la palma mirando hacia arriba. En seguida, pasó sus dedos por encima y le dijo:

—An dóiteáin de spiorad bheith leat.2

Una bola de fuego apareció flotando a poca distancia de la palma de una asombrada Cayla:

—Sería un honor tener esa facultad algún día, mi señora.

—Tú podrás hacer eso y mucho más, querida mía. Ahora, ¡anda!

Obediente, la niña volvió a desaparecer entre las sombras de la noche.

***

Una multitud se congregaba en el corazón del bosque. Como era costumbre en cada luna llena, los cuatro clanes se encontraban reunidos alrededor del fuego. No obstante, podían sentir un aire desventurado, como si un presagio oscuro rondara el ambiente. La luna estaba oculta entre nubes negras y densas; la humedad de la tierra, el fuerte viento escarchado y la lluvia constante no permitían que el fuego lograra sostenerse. Algo hacía menguar su fuerza.

Frente a los cuatro clanes y detrás del fogón había tres figuras femeninas: la primera llevaba una capa larga y verde; la segunda, una de color blanco, y la tercera, otra de tonalidades azules. Despacio, la mujer de capa verde les habló a las demás:

—¿Dónde está Ciara?

—Lo desconozco, Aïne —respondió la de capa blanca.

—No podemos iniciar el ritual sin ella —replicó la de capa verde—. Necesitamos el fuego creador.

—Es muy cierto —señaló la de capa azul—. La fuerza del fuego ya casi se extingue.

De pronto, apareció entre los árboles un jinete sobre su caballo. La multitud observó atónita mientras el inesperado invitado se colaba al galope entre esta, hasta llegar frente a las tres mujeres. Una vez ahí se quitó la capucha que dejó al descubierto sus ojos de niña:

—Tenemos problemas —sentenció Cayla sin bajar del caballo.

—Ciara nos llama —señaló de súbito la mujer de capa azul con la mirada clavada en el vacío—. Ciara nos necesita.

—Eso es muy cierto, lady Máira —volvió a hablar la niña—. Es menester que vengan conmigo.

—¿Qué haremos con el rito? —preguntó Síle, la mujer de capa blanca.

—Debemos partir ahora —ordenó Cayla—. Ciara reclama vuestra presencia.

Aïne, la mujer de capa verde, dio un paso hacia delante y habló a la multitud con su tono de voz fuerte y equilibrado:

—Querida familia, pronto volveremos junto a ustedes. La señora del Fuego regresará con nosotras para celebrar el rito a la luna llena.

Una ráfaga de viento helado surgió desde las profundidades del bosque y un trueno retumbó en los oídos de todos los presentes. Cayla dio un grito al mismo tiempo que agitaba las riendas de su caballo. Las otras mujeres subieron a sus monturas y se perdieron en la oscuridad.

El sonido de los cascos se ahogaba en la lluvia. Las mujeres llevaban un buen rato montando y el sudor cálido de los animales se traspasaba hacia las jinetes. Las ramas de los árboles se sacudían de un lado a otro y ráfagas de viento helado se colaban entre sus capas. Entonces, cuando ya empezaban a sentir dolor en las piernas, Cayla se detuvo y descendió de su caballo frente a la entrada de la caverna.

—Síganme —les pidió a las tres mujeres.

Entraron por el mismo pasillo angosto y oscuro que la niña había transitado horas antes. Al fondo era posible vislumbrar una luz tenue en la penumbra. Sus paredes estaban caladas por la humedad y por ellas se deslizaban gotas que replicaban su sonido como un canto solitario. Era lo único que escuchaban. Traspasaron el camino rodeado de piedra hasta llegar a una gruta. Su centro estaba iluminado por un círculo de velas. Una mujer alta, delgada y de cabellos oscuros les dio la bienvenida:

—Las estaba esperando. Fáilte.3

—¿Qué haces aquí, Ciara? —dijo Aïne, sin corresponder el saludo—. Nuestra familia nos espera.

—Las hermanas de sangre deben primar en circunstancias como estas. El resto tendrá que esperar.

Luego, con su voz fría y pausada, Ciara se dirigió a la niña:

—Cayla, ¿podrías hacernos el favor de cuidar los caballos? No queremos que se extravíen entre las sombras. Esta noche tenemos un rito importante que celebrar con nuestro pueblo.

 

—Por supuesto, con su permiso.

La figura de Cayla se perdió por el túnel y las cuatro mujeres quedaron solas.

—Sentí que nos llamabas, Ciara —afirmó Máira.

—Tus visiones nunca fallan —contestó y un extraño brillo centelleó en sus ojos verdes.

Instintivamente, Máira llevó ambas manos al centro de su pecho.

—¿Qué sucede? —preguntó Aïne.

—Algo dentro de mí... una sombra —comentó Máira, entre jadeos.

Luego, levantó sus ojos hacia Ciara.

—¿Quién eres? —le preguntó.

La aludida esbozó una sonrisa carente de emoción.

—Soy tu hermana, claro —respondió y luego se dirigió a las otras mujeres—. Quizás nuestra pequeña Máira necesite descansar.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Síle, la mujer de capa blanca.

—Lleva la oscuridad dentro de ella —contestó Máira con la vista clavada en Ciara.

Un silencio sepulcral se instauró entre ellas hasta que Ciara decidió hablar.

—Hoy las he invitado a mi guarida para celebrar el origen de una nueva era, una en la cual nuestra raza podrá contar con un verdadero reino.

—Nosotros no necesitamos un reino. Nosotros somos una familia —sentenció Aïne.

—Te equivocas, formamos parte de un linaje único. Somos las primeras, las originales. Somos las señoras de estos bosques. Nosotras no tenemos familia, tenemos un pueblo y, como tal, debe ser gobernado.

Las tres mujeres se miraron espantadas.

—Quiere ser reina —comentó horrorizada Máira—. Nuestra hermana murió el día en que se cansó de ser la señora del Fuego. Ahora, esta extraña lo quiere todo.

Ciara no escuchó más palabras. Levantó ambos brazos y llevó su cabeza hacia atrás. Instantáneamente, el fuego de las velas aumentó en grandes y largas llamaradas, las cuales encerraron a las tres mujeres dentro de un círculo rojo. El calor ardía alrededor de ellas. Entonces, Ciara comenzó a recitar, una y otra vez, las mismas palabras:

—Draíochta dorcha, beatha an tine go mbaineann a thabhairt duit.4

Cuando las llamas ya alcanzaban lo más alto de la caverna, Ciara interrumpió su canto y arrojó sobre sus hermanas el líquido rojo que había fabricado Cayla. Pocos segundos después, un resplandor verde emergió desde Aïne; luego, uno de color blanco salió desde Síle y, por último, uno azul surgió de Máira. Fatigadas, las tres hermanas cayeron de rodillas. Los rayos de colores se unieron a las llamas de fuego, formando una sola luz que ingresó al cuerpo de Ciara, envolviéndola con un brillo cegador. Al cabo de unos instantes, el resplandor se apagó y Ciara volvió a abrir sus ojos: nada quedaba del verde que siempre los había caracterizado, un negro azabache y vacío los inundaba por completo.

—He aquí a su nueva reina —dictó con una voz más grave de lo normal.

—¡Nunca! —gritó desconsolada Síle.

—¡Silencio!

Ciara abrió su mano y con ese único movimiento, Síle fue expulsada hacia atrás hasta golpearse contra uno de los muros de piedra.

—Aprenderás a respetarme, si no quieres terminar consumida por el poder Oscuro.

—La única que ha sido consumida por él... eres tú —gimió Síle tirada en el suelo rocoso y húmedo.

—Dije ¡silencio!

Ciara cerró su mano en puño y la giró lentamente. Entonces, Síle levitó en círculos como si se tratara de una pluma. Cayó por segunda vez al suelo y luego fue impulsada hacia el resto de sus hermanas.

—Ustedes podrían haberse unido a mí, como lo hizo Cayla. Ella gozará de una vida eterna, llena de poder, mientras ustedes y toda su descendencia estará bajo mi yugo. Nadie será más que yo. Nadie se atreverá a mirar mis ojos. Nadie...

Súbitamente, algo se revolvió dentro de ella.

—Nadie...

Intentó hablar nuevamente, pero le fue imposible. Sentía sus pulmones comprimidos. Le ardían los ojos. Una energía invisible jalaba su piel y pensó que pronto comenzaría a desgarrarse. A romperse. A morir. Un grito desaforado, lleno de dolor, emergió desde lo más profundo de sus entrañas. No lo podía soportar. Entonces perdió el control.

—¿Qué sucede? —preguntó Síle, incorporándose del suelo.

—Supongo que nadie puede resistir tanto poder —respondió Aïne.

Ciara cayó convulsionando sobre la tierra. Tenía los ojos entornados y cada miembro de su cuerpo se movía de forma involuntaria. Se retorcía con tanta fuerza que sus huesos se rompieron lenta y dolorosamente. Sus gritos retumbaron en los muros de la cueva. Sombras negras llegaron a ella y tres rayos de color verde, blanco y azul escaparon de su cuerpo para regresar a sus legítimas dueñas. De pronto, Cayla apareció en la cueva desde el pasillo de piedra.

—¡No! —exclamó mientras corría en ayuda de Ciara, quien aún convulsionaba desafiando todas las leyes de gravedad.

Entonces, de manera tan abrupta como habían comenzado, los temblores de su cuerpo se detuvieron. Ciara quedó tendida de espaldas. Su voz era solo gemidos. Cayla se arrodilló a su lado y puso la cabeza de la mujer sobre sus piernas.

—Tranquila, todo estará bien, mi señora —le repetía entre sollozos—. Todo saldrá como lo habíamos planeado...

—Cayla —alcanzó a decir en un último respiro—, tú continuarás mi legado.

—No me deje sola —repetía la niña entre lágrimas.

—No estarás sola, Cayla. El Fuego siempre te acompañará.

La mirada de Ciara se apagó y su piel se tornó más blanca.

—Que el espíritu del Fuego sea contigo, madre —murmuró la niña, mientras le cerraba los párpados sin vida.

En ese momento el dolor también cerró los ojos de Cayla.

Cuando volvió a abrirlos ya era una mujer.

1 “Oscuro el fuego, oscura mi alma, oscura la magia que aquí me resguarda”.

2 “Que el espíritu del fuego sea contigo”.

3 “Bienvenidas.”

4 “Magia Oscura, alimenta este fuego que te pertenece”.

Cambios

Los aviones siempre habían sido incómodos para Marina, hija menor de la familia Azancot. La primera vez que subió a uno, cuando apenas tenía cinco años, el miedo y la angustia de no tocar tierra firme se apoderaron de ella y nunca más la abandonaron. Hoy, luego de doce años sin volar, Marina emprendía un nuevo viaje.

La desesperación la invadía lenta pero fuertemente. Cada tres minutos miraba el reloj que sus padres le habían regalado para su último cumpleaños. Quizás así llegaría puntual al colegio. “Poco importa eso ahora”, pensó. “Solo necesito entrar rápido a ese avión para salir pronto de ahí”. Comenzó a dar zancadas de una esquina a otra dentro de la sala llena de asientos grises. Con la vista pegada en el suelo, se preguntó si quizás el color rojo del tapiz no sería un presagio funesto. “No puedo estar pensando estas cosas. Nada malo va a pasar. Lograremos bajarnos todos intactos”. Sus pensamientos se vieron interrumpidos con el sonido de una voz que inundó la sala de espera: “Pasajeros del vuelo 314, por favor pasar a la puerta de embarque número 12”. Su corazón se aceleró y sintió que sus piernas sucumbían ante el pavor de acercarse a ese monstruo con alas. Caminó tambaleante por la manga que desembocaba en la puerta del avión y sintió cómo sus músculos perdían fuerza. Apenas puso un pie dentro de la nave, un intenso olor a plástico la sofocó. Además, hacía un calor impropio para una ciudad como Santiago de Chile en pleno invierno. Inspiró profundo y apuró el paso hacia su asiento. Una azafata, vestida con traje azul y peinada de forma excesivamente prolija, le dio la bienvenida, le deseó un buen viaje y le dijo:

—Si necesita algo, por favor no dude en avisarme —apuntó con su dedo índice el distintivo dorado que tenía en el pecho—. Mi nombre es Susana.

—Gracias... ¿Usted sabe cuánto se demora en partir el avión? —le preguntó intentando contener las ansias de salir corriendo.

—Poquito, como quince minutos.

La azafata le guiñó un ojo y Marina no pudo hacer más que esbozar una sonrisa torcida. Poquito. No entendía cómo quince minutos podrían ser “poquito”.

No llevaba bolso de mano, pues sabía que apenas se podría mover durante el viaje y no quería tener otro estorbo más que ella misma. Además, nunca había sido muy buena para leer, por lo que si no lograba concentrarse cuando estaba detrás de su escritorio, mucho menos lo haría en esos momentos. Se sentó torpemente en el puesto que daba hacia el pasillo, no sin antes cerrar la persiana del asiento contiguo. Lo que menos necesitaba era observar el despegue del avión o, peor aún, ver cómo se iría a pique por culpa de algún mecanismo averiado o por la negligencia del piloto. Se acordó del hundimiento del Titanic y de la escasa cantidad de botes salvavidas que había para toda esa gente. Por lo menos tenían botes, acá con suerte habría mascarillas de oxígeno y dudó que tuvieran paracaídas. Además, aunque hubieran, no tenía ni la menor idea de cómo usar uno. Estaba perdida.

Observó al resto de los pasajeros y vio hombres y mujeres de todas las edades. Ninguno de ellos tenía el rostro deformado de miedo como el suyo. Se encendió una pequeña luz roja y todos comenzaron a ponerse el cinturón de seguridad. Quedaba poco para el despegue. De pronto, el sonido arrollador de las turbinas la sorprendió bruscamente. Lo podía sentir retumbando en sus oídos. Fuerte, cada segundo más fuerte en una justa proporción a su creciente angustia. Su corazón se aceleró aún más y sintió un nudo en el pecho que no la dejaba respirar, como si una piedra le impidiera el paso del oxígeno. El avión comenzó a moverse y sintió que el pánico la consumía. Se impresionó de la agudeza de sus sentidos, no solo por la cercanía con que escuchaba las turbinas, sino porque además podía percibir el roce de las ruedas contra el pavimento conforme la gran mole se movía. Cerró los ojos e intentó llevarse la máxima cantidad posible de aire a los pulmones para ver si con ello lograba tranquilizarse un poco, pero de nada servía. Marina aferró sus manos empapadas al asiento como si eso la pudiese mantener en tierra. Pasados unos segundos, pudo advertir cómo el avión comenzaba a curvarse. A acelerar. A elevarse. Esta vez, el terror la invadió por completo. Sintió que sus órganos se quedaban abajo mientras el resto de su cuerpo subía, su respiración se detuvo como si estuviera bajo el agua. Probablemente, su corazón haría lo mismo. No quería morir arriba de un avión.

—Tranquila —su pensamiento se vio interrumpido por la voz de Magdalena—. Todo va a estar bien.

Le hubiera gustado darle las gracias a su hermana mayor, pero el nerviosismo se la comía por dentro y temía romper en un llanto interminable, como el que había tenido a los cinco años. Así, tuvo que conformarse con devolver una sonrisa en la cual ninguna de las dos creyó. En otra ocasión, Magdalena le habría contado historias sobre los pacientes que atendía en el hospital, todo con el fin de calmarla y distraerla. Sin embargo, sabía que los acontecimientos vividos durante los últimos días habían dejado huellas difíciles de superar y, esta vez, Magdalena no podía hacer más que decir unas cuantas palabras alentadoras y tomarle la mano en señal de apoyo. Por eso y por todo lo demás.

***

El iPod de Marina tenía más de mil canciones y quince listas de reproducción diferentes, sin embargo, en ese momento solo una le serviría para relajarse: los clásicos familiares. Había tenido una infancia feliz, que recordaba con facilidad gracias a la banda sonora que sus padres repetían en una hermosa colección de vinilos. Supertramp, The Beatles, Neil Young, Joan Baez, eran algunos de los artistas que estaban presentes en cada viaje y reunión familiar. Así, no sabía cuánto tiempo había pasado desde que había subido al avión, pero Let it be la ayudaba a distraerse. Tampoco quería preguntar cuánto faltaba para llegar al que sería su nuevo hogar: Puerto Frío, un pueblo de pocos habitantes y mucha naturaleza, ubicado en el sur de Chile. Ahí, entre bosques y ríos, estaba la antigua casona de su abuela materna, Mercedes Plass. La última vez que la vio fue precisamente para su primer viaje en avión. Recordaba que siempre llevaba consigo un poncho de lana beige y unos aros dorados que se apretaban en sus orejas, dejándolas rojas cuando llegaba el final del día. Recordaba, también, que cuando hacía frío (lo cual era día por medio en el verano y todos los días en invierno) se paseaba por las piezas para repartir tazones de leche con miel. Marina tenía que ir a escondidas a dejarle el tazón a su papá, porque nunca le ha gustado la leche y quería demasiado a su abuela como para decirle en la cara que le producía náuseas. Ahora, ya no sabía siquiera si la reconocería.

 

—Parece que estás mejor —le dijo con una sonrisa su hermana mayor.

—Sí —respondió sorprendida al percatarse de que, en efecto, había logrado pensar en algo que no fuera el pánico que sentía.

—¿Pensabas en la abuela?

Magdalena siempre había tenido la capacidad de ver a través de las personas. Parecía reunir con facilidad las dos virtudes más características de sus padres: la intuición de Milena y la templanza de Lucas. Cuando era pequeña, Marina veía en su hermana mayor a la bruja buena del Mago de Oz; una compañera que, incluso a pesar de la diferencia de edad, siempre estaba ahí para guiarla, entenderla y, sobre todo, escucharla. La mayoría de las veces no necesitaba hablar mucho con Marina, porque sabía de antemano lo que deseaba o le sucedía. Simplemente se remitía a abrazarla o a dejarla sola según fuera oportuno. El tiempo pasó y ahora, hecha una adolescente, veía en Magdalena a una segunda mamá; una que no le exigía tanto como Milena. Por lo menos hasta unas semanas atrás.

—Me estaba acordando de su leche con miel.

—La que nunca probaste —replicó Magdalena con una sonrisa de complicidad luego de semanas de completa tristeza—. Va a estar todo bien. La abuela siempre fue buena con nosotras, no deberíamos tener problemas con ella, mucho menos ahora.

—Además, Puerto Frío es bonito —dijo Marina, tratando de convencerse de que estaban haciendo lo correcto.

—Eras muy chica la última vez que fuimos. ¿Todavía te acuerdas?

—No recuerdo detalles, pero sí sensaciones, lugares y cosas generales como esos árboles inmensos.

—Sí, es muy lindo el lugar. Vamos a recorrerlo cuando lleguemos, así te acordarás de todo.

Mala idea. Por el momento, no tenía ganas de recordar el pasado. No quería pensar. Solo quería estar quieta en el espacio y quedarse ahí. Inmóvil.

—O mejor no —se retractó su hermana y luego, enmudeció: una vez más, sabía qué era lo adecuado.

Ninguna de las dos volvió a hablar por un buen rato. Marina pensó lo distinto que habría sido el viaje si nada hubiera pasado, aunque probablemente de no haber sucedido, no estaría arriba de ese avión. Estaría en Santiago, en el curso de matemáticas con el profesor Ortúzar, quien en realidad nunca la dejaba estar más de media hora dentro de la sala. “Después de todo, de repente no es tan malo el cambio de vida”, se dijo a sí misma. Podría dejar atrás su fama de estudiante que llegaba siempre tarde y no hacía las tareas, de niña olvidadiza que se quedaba dormida y que la echaban por comer en clases. Podría adquirir el nuevo hábito de levantarse temprano y estudiar, nada mal para alguien que ya estaba en su penúltimo año de colegio.

—Ahora que tendré una pieza para mí sola —le dijo a Magdalena—, me voy a comprar un escritorio. Uno grande, espacioso. Y va a estar siempre ordenado, te lo prometo. Me levantaré temprano y haré todos los trabajos del colegio.

—Ya era hora —interrumpió una voz somnolienta desde el asiento trasero.

Dos brazos se estiraron y un bostezo inundó el ambiente: Manuela, una de las hermanas del medio, había despertado. A su lado seguía durmiendo Matilde, la tercera hija de la familia Azancot. Los ojos verdes de la primera se asomaron entre la ranura de los asientos de adelante donde estaban sentadas sus hermanas.

—¿Cómo están? Imagino que la Marina no ha parado de sufrir —comentó mirando a Magdalena.

—Ya está mejor.

—Qué bueno, porque está grandecita como para tenerles miedo a los aviones.

—No tiene nada que ver una cosa con la otra —le respondió Magdalena con el ceño fruncido—. Tú que estás a punto de egresar de psicología deberías saberlo mejor que nosotras.

—Lo que pasa es que ustedes la siguen viendo como una niñita de dos años. La cuidan demasiado. Déjame decirte que con eso no van a lograr nada.

—¿Y quién le tiró maní al mono?—preguntó irritada Marina.

—Qué horror tu vocabulario. Ojalá la educación fuera gratis en el país, así no gastaríamos plata por nada.

—Sí, también podría tener calidad, así no tendríamos psicólogos como tú atendiendo pacientes.

—Por lo menos tendré un cartón universitario, algo difícil para ti considerando el promedio que tienes en el colegio.

—Ya, paren —interrumpió Magdalena—. No se van a poner a pelear ahora.

Manuela tenía veintidós años, tres menos que Magdalena y dos más que Matilde. Era, sin lugar a dudas, la más introvertida y seria de las cuatro. Acostumbraba a permanecer días completos encerrada en su pieza leyendo y rara vez hablaba más de la cuenta, por lo que nunca se sabía muy bien lo que hacía o pensaba. Tenía una biblioteca enorme en la casa de Santiago, donde su estante cubría una pared completa. Cuando estaba por cumplir quince años y ante su completa negativa a realizar una fiesta como era habitual entre las niñas de su edad, su padre decidió darle en el gusto y construir el mueble con el que siempre había soñado. Una vez terminado, le vendó los ojos y la llevó a su pieza junto con el resto de la familia. Ahí, en una de las paredes, se encontraba un gran armazón café que iba de lado a lado. En la primera corrida estaba la colección completa de los trágicos griegos, los primeros libros con los que comenzó a llenar el estante que, a esas alturas, ya debía estar fijo en una de las piezas de la casona en Puerto Frío. Probablemente allí no alcanzaría a llegar ni a la mitad de la muralla. Manuela sentía un poco de ansiedad al no saber las circunstancias exactas en que habían sido trasladados el estante y sus libros, por lo que su mal genio usual se acrecentaba conforme pasaba el tiempo.

—¿Cuánto llevamos arriba del avión?

—¿No puedes preguntar cuánto llevamos de viaje, Manuela? —gruñó Magdalena al ver que su hermana menor se retorcía en el asiento que daba al pasillo.

—No importa —intervino Marina, cansada de que hablaran de ella como si no estuviera presente—. Ya no queda mucho.

—¿Ves? —dijo Manuela mirando a su hermana mayor.

—¿Y qué pasa con Matilde? —preguntó Marina.

—No sé cómo tuvo fuerzas para salir a bailar —comentó Manuela.

—No las tiene, es su forma de enfrentar las cosas —respondió Magdalena dándose vuelta para observar, preocupada, cómo dormía su otra hermana.

A diferencia de las demás, Matilde parecía no tener ataduras con nadie. De todas sus hermanas, era la que tenía menos diferencia de edad con Marina y, sin embargo, nunca había logrado hablar seriamente con ella. Siempre que se acercaban era para divertirse y, en cada una de esas ocasiones, el propósito se cumplía: las bromas de Matilde eran únicas. Todo en ella lo era: sus modos y gustos, su forma de vestir, la música que escuchaba. Incluso parecía que su manera de hablar era diferente a la del resto de sus hermanas. Hoy, a sus veinte años, se definía a sí misma como un espíritu libre que nunca podría ser encerrado. Era espontánea y alegre, por lo que rara vez tenía inconvenientes con alguien y, en el caso de que los tuviera, se enfrentaba a ellos justificando que el conflicto no era suyo. Simplemente no se hacía problemas con nada. Al parecer, ni siquiera con la muerte.

—Ya es momento de que empiece a enfrentar la vida, sobre todo ahora. Nada justifica que haya salido a bailar después de la semana que tuvimos.

—Yo creo que luego tomará conciencia de lo que pasó. Pronto todas lo haremos —comentó su hermana mayor.

De súbito, el avión se comenzó a mover. La azafata anunció que estaban experimentando una leve turbulencia y que era necesario ponerse de nuevo el cinturón de seguridad. Marina tocó su abdomen para corroborar que la hebilla se mantuviera tan ajustada como al inicio del vuelo, pero eso no la reconfortó.

—Marina, quédate tranquila —le dijo Magdalena tomándole la mano mientras el avión se sacudía de arriba abajo y de un lado para otro—. Es normal que pase esto, la mayoría de los vuelos tienen turbulencias...

—Sí y ninguno se cae —interrumpió Manuela desde atrás.

—No puedo creer que la molestes ahora —comentó Matilde, quien acababa de despertar debido a los movimientos—. ¿Por una vez en tu vida, podrías dejar de ser tan prepotente?

—Ustedes son demasiado sensibles, no he dicho nada terrible.

—Lo que pasa es que te gusta molestar a las personas, vives de eso.

—Te equivocas, tú vivirás siendo una molestia para el resto mientras yo tendré que sanar a gente como tú —le respondió Manuela mirándola con aires de superioridad.

—“Sanar a gente como tú”. ¿Escucharon eso? —preguntó Matilde, burlona.

—Ya, paren —dijo Marina, intentando concentrarse en lo que quería decirles, y no en el miedo que sentía.

Magdalena le aferró más su mano, mientras atrás de ellas todo era silencio. Parecía que los pasajeros se habían sumergido en un sueño profundo, ya que nadie emitía sonido alguno. Esto aumentó el terror que sentía Marina mientras el avión se movía con violencia. Y tan repentinamente como habían comenzado las turbulencias, de la misma forma se acabaron.

—Se terminó —le recalcó Magdalena disminuyendo un poco la presión sobre la mano de Marina.

—Sí —suspiró—. Gracias.

La menor de las hermanas se atrevió a observar las miradas que la rodeaban y advirtió que la mayoría de los pasajeros estaban tiesos y asustados al igual que ella. Incluso Magdalena había palidecido ligeramente.

—Ya no aguanto más estar aquí encerrada, menos si el avión se transforma de nuevo en una batidora —masculló Marina.

—Oye, Marina... date vuelta —comentó Matilde y su hermana menor giró apenas el cuello—. Te pedí que te dieras vuelta, no que me mostraras tu perfil. Dale, atrévete.

—Sí, supérate —agregó Manuela.

Marina se volteó, más por la ironía de Manuela que por la petición de Matilde. Luego, levantó sus cejas en son de pregunta.

—¿Quieres que te cuente cómo era el chiquillo que conocí ayer en la noche? —le preguntó Matilde, picarona.