Zahorí 1 El legado

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Aus der Reihe: Zahorí #1
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—¿Pedro se hace cargo de toda la casa, Meche? —preguntó Marina, sorprendida de que un solo hombre pudiera hacer todo eso.



—Antes era Clara, su mujer, quien se dedicaba a la casona mientras Pedro estaba afuera preocupado de las tierras, pero cuando ella murió, Pedro comenzó a hacer todo. Hasta hace un tiempo, claro, ya que su hijo lo ayuda mucho.



—¿Cómo murió Clara?



—Creo que esa es una pregunta para Pedro, Marina —respondió incómoda Mercedes—. Aunque dudo que quiera hablar del tema.



Mercedes guió a sus nietas a las escaleras que estaban en el vestíbulo. Mientras subían, Marina podía escuchar la madera crujir con cada paso que daban. Al igual que el primer piso, el segundo tenía dos alas separadas por unas puertas altas y talladas. Ingresaron por el lado derecho y caminaron por un pasillo que colindaba con otro. En la esquina había una estufa a parafina que, con dificultad, calentaba el ambiente; sobre ella se quemaban algunas cáscaras de naranjas que propagaban su olor por todo el pasillo. Mercedes abrió otra puerta de madera igual a las que había en el resto de la casa y le señaló a Matilde su nuevo dormitorio ubicado a la derecha del corredor. Era preciso para ella y tenía todo lo que necesitaba: una cama decorada con un cobertor que ella misma había traído de uno de sus viajes a la India y tres cojines grandes del mismo estilo tirados en una esquina. Frente a ella había un televisor junto al DVD y al lado de este, los mejores documentales de viajes. Marina siempre había pensado que, de todas sus hermanas, Matilde era la que más se podía identificar con su carrera: turismo. Desde que tenía recuerdos, siempre había visto a Matilde viajar. Primero, lo hacía a través de los documentales sobre lugares lejanos, en especial aquellos pertenecientes al norte de Europa, como si tuviera cierta nostalgia por ellos; más tarde, cuando pudo trabajar y juntar sus ahorros, fue la primera en tomar un bus y recorrer Chile. Había pasado los últimos años recorriendo el país como si buscara algo perdido en cada destino. Quizás su apego. Y así, en más de una ocasión, Marina sintió que el único lazo verdadero de su hermana era el viaje.



Siguieron caminando y su abuela les mostró dos piezas al lado izquierdo, justo frente al baño: en la primera dormiría Manuela y en la segunda, Magdalena. La habitación de Manuela era más de lo que había esperado. El mueble regalado por su padre se veía pequeño en un espacio tan grande, lo cual fue un verdadero acierto porque tendría la posibilidad de poner otra repisa para dejar el resto de sus libros. Lo que sí extrañaría, en cambio, era la posibilidad de tener una pieza alejada de sus hermanas. Ahora tendría a Magdalena a un lado y, peor aún, a Matilde enfrente. ¿Qué podía ser peor que estar en Puerto Frío? Que la irresponsable de Matilde estuviera a unos metros de ella. Ya sabía lo que le esperaba: las toallas húmedas compartidas, la pasta de dientes retorcida y la ropa sucia tirada detrás de la puerta del baño como esperando a que alguien —ella— la recogiera; los gritos de Marina cuando peleaba con Matilde porque le sacaba la ropa sin preguntarle, los gritos de Magdalena cuando le exigía a Matilde que bajara el volumen de su música pseudo-intelectual, y sus propios gritos cuando todas gritaran y ella no pudiera leer. Se sentía dichosa.



Magdalena, por el contrario, se alegró de que todas estuvieran juntas. Era cierto que tener a Matilde en el mismo pasillo significaría menos horas de sueño —en especial las que necesitaba recuperar cuando estaba posturno—, pero lo veía como un detalle en momentos como los que estaban pasando. Creía que la unidad familiar era crucial para poder soportar un dolor tan grande e incomprensible y, mientras más cerca estuviera de sus hermanas, mejor se sentiría. Recordó a sus papás y pensó lo contentos que estarían al ver a sus cuatro hijas viviendo juntas, en Puerto Frío. Estarían felices de que hubieran aceptado la propuesta de ir hasta allá en conjunto y que, a pesar de la pena, estuvieran dispuestas a seguir adelante. Sí, ellos estarían satisfechos. Orgullosos.



Al final del pasillo se encontraba el último dormitorio, el de Marina. Cuando llegaron, Mercedes abrió la puerta y permitió que su nieta entrara primero. El espacio impresionó a la menor de las Azancot; los ventanales casi reemplazaban por completo a la madera, quedando en esta solo el muro de la puerta y al lado derecho, donde había un armario. Marina pudo notar unas manillas pequeñas que se asomaban entre las cortinas blancas de los ventanales y pensó que, probablemente, estas darían al balcón. Como el resto de la casa, la decoración era simple. Resaltaba, sin embargo, una alfombra persa en tonos terrosos que hacía contraste con el cubrecamas blanco ubicado frente a la puerta y cerca del ropero.



—Es preciosa —dijo Marina—. Gracias, Meche.



—La ocupaban tus papás cuando estaban recién casados.



Marina sintió una punzada en el pecho y prefirió no ahondar en ese tema.



—Esta pieza debería haber sido de la Maida.



—¿Por qué dices eso?



—Porque es la hermana mayor.



—¿Y quién dice que las hermanas menores no tenemos los mismos derechos que los grandes? —le respondió con una sonrisa de complicidad.



Marina sabía que Mercedes era la menor de su familia. Sabía, también, que su hermana Muriel había fallecido muy joven, aunque nunca le habían explicado con mayor detalle las circunstancias de su muerte.



—Muchas gracias de nuevo, Meche. Es muy lindo de tu parte darme esta pieza.



—Me alegro que te haya gustado. Nos veremos mañana a las diez para el desayuno. Si despiertas antes...



—No te preocupes —interrumpió Marina—. Eso nunca ha pasado.



—A veces, cuando uno menos lo espera, cosas que antes no ocurrían comienzan a suceder. Buenas noches, Marina.



Mercedes abandonó la habitación dejando tras de sí un agradable aroma a miel. Marina se quedó detenida en el mismo lugar, contemplando todo a su alrededor. Una extraña sensación la invadió de pronto: de ahora en adelante, ya no compartiría su pieza con Matilde, tendría un balcón para mirar la naturaleza y una abuela que todas las noches le daría té caliente. Y ahora, más que nunca, debería aceptar que esas cuatro murallas era todo lo que le quedaba de sus padres.





Sodalita



A las diez de la mañana sonó la alarma de su celular. A pesar de que generalmente demoraba por lo menos veinte minutos en despertar, esta vez Marina no tardó en abrir los ojos. Le había costado mucho conciliar el sueño: los acertijos de su abuela, las dudas sin resolver y el hecho de estar en la misma habitación que sus padres habían ocupado impidieron que se durmiera con la rapidez acostumbrada. Sin embargo, en esos minutos no le importaba el cansancio acumulado. Empujó las sábanas hacia atrás y se levantó tan rápido de la cama que sintió un poco de vértigo, aunque no duró mucho. Luego, corrió las cortinas blancas de los ventanales para abrir uno de ellos y salir hacia la terraza. Entonces, se asombró de la vista que tenía en frente: el balcón de su pieza recorría todo el segundo piso; los adoquines rojos resplandecían con el sol frío de la mañana, que se colaba entre las copas de los árboles. En algunos rincones caían enredaderas desde lo más alto del techo, cruzando el segundo piso hasta llegar al primer nivel.



Regresó al interior de su pieza y se quedó quieta observando con detenimiento todo a su alrededor. Desde aquella mañana cuando les informaron que sus padres habían muerto, Marina sintió que algo dejaba su cuerpo. Una sensación de vacío se había apoderado de ella, pero, por el momento, le gustaba sentirlo porque era precisamente el espacio dejado por Milena y Lucas. Ese vacío era la huella de la ausencia. El padre que se fue, la madre que no está. Sin embargo, por alguna razón, en un par de horas la antigua casona le estaba devolviendo eso que había perdido. Y no lo quería de vuelta. No, porque era una ilusión creer que vería a Milena entrar por esa puerta. No, porque era una niñería creer que vería llegar a Lucas para contarle alguna anécdota histórica. No quería ilusiones. No quería creer que su papá la vería crecer, estudiar, trabajar. No quería pensar que su mamá la acompañaría, la escucharía, le aconsejaría. No quería soñar que llegarían a conocerla como adulta, como esposa, como madre. No quería porque no podía y si no podía, nada de lo que le devolviera la casona le servía. Bruscamente, la vista se le nubló y con una mano se afirmó del borde de una silla mientras con la otra restregó suavemente sus ojos.



—No ahora —murmuró para sí, dando una seguidilla de inspiraciones que de nada servían—. No hoy día, por favor...



El llanto subió por su garganta y en cuestión de segundos advirtió que sus ojos se llenaban de lágrimas: si los días recientes la pena había sido su único sentimiento, ahora podía notar cómo la rabia comenzaba a apoderarse de ella. Tenía solo diecisiete años. Se sentía sola y defraudada de la vida, ¿cómo se suponía que iba a seguir adelante sin la compañía de sus padres? ¿Por qué ellos tenían que morir de esa manera?



Marina cayó de rodillas al suelo. Sentía que las paredes de su pieza se alejaban cada vez más. Estaba sola, atrapada en la pena y la rabia.



—¿Qué hago? ¿Qué hago? —repetía entre sollozos—. ¡Respóndanme!



De pronto, sintió un golpe proveniente del armario. Se quedó en el suelo unos minutos mientras se secaba las lágrimas como esperando a que alguien le corroborara que también había escuchado aquel sonido. Justo cuando empezaba a creer que solo se trataba de su imaginación, escuchó un nuevo golpe. Asustada, se dirigió hacia el ropero y abrió una de las puertas. Un grito ahogado se le escapó cuando sintió que algo le caía encima. Desde la repisa más alta se deslizó algo que terminó por caer con estruendo al suelo. Marina clavó su mirada en el objeto y distinguió un círculo de piedra, no mayor que la palma de su mano, de un color azul brillante. La recogió, le sacó el polvo acumulado y advirtió que era una especie de piedra que colgaba desde una gruesa cadena de plata. La observó con detenimiento por ambos lados, pensando que quizás encontraría alguna referencia de la persona a quien pertenecía, pero solo vio grabada una letra M. “Otra M”, pensó. “¿Acaso este collar era tuyo, mamá?”.

 



Sus cavilaciones fueron interrumpidas cuando escuchó que alguien se acercaba a su pieza. Sin saber por qué, escondió rápidamente el colgante entre la ropa del armario y cerró con rapidez la puerta.



—¡Marina! —exclamó Magdalena al asomarse por el marco de la puerta—. ¿Estuviste llorando?



—Un poco.



—Tú nunca lloras poco.



—Un poco harto.



—Está bien que llores, es natural. Todas lo hacemos últimamente.



—La Mati no.



—Ella llora de una forma diferente. ¿Dormiste bien?



—Sí.



—¿Y qué estabas haciendo?



—Estaba... ordenando —le respondió mientras ambas miraban la ropa esparcida por el suelo—. O eso pensaba hacer.



—Tú no ordenas, odias ordenar —le dijo mientras Marina se apoyaba sospechosamente sobre las puertas del armario—. ¿Qué tienes ahí?



—¿Ahí dónde?



—En el ropero.



—Ropa, claro.



—Algo escondes, te conozco.



—Ideas tuyas. Lo que pasa es que llevamos una noche y ya tengo muy desordenado. Prefiero que no lo veas.



Magdalena la miró con las cejas en alto, incrédula.



—Nunca me ha sorprendido tu desorden, pero tampoco me hace falta verlo. ¿Quieres ir a tomar desayuno?



Marina asintió y caminó junto a su hermana al comedor. Desconocía el motivo por el cual no quería revelarle a Magdalena la existencia de la misteriosa sodalita azul. Después de todo, ella siempre había sido su confidente dentro de la familia. Pero esta vez, por alguna razón, calló.



El comedor quedaba en el ala derecha del primer piso, justo al lado del living. Sobre una mesa larga de madera, Marina pudo ver el rico pan amasado, la mantequilla, el queso y la mermelada casera. Más atrás, se encontraban dos maceteros con gomeros y en las murallas colgaban un par de platos de porcelana decorados minuciosamente. Su abuela, sentada en la cabecera más lejana a la puerta, estaba vestida con una blusa color crema y su pelo canoso se recogía en un moño elegante y austero. A su izquierda estaba Matilde con los ojos hinchados de sueño y sus rulos desordenados sobre la frente, lo que aumentaba el aspecto descuidado que solía tener. Al lado de ella, Manuela, ya vestida y prolijamente aseada, echaba un par de cucharaditas de café a su tazón. Magdalena se sentó a la derecha de su abuela y Marina al lado de su hermana mayor.



—Buenos días, Marina. ¿Descansaste? —preguntó Mercedes.



—Sí, gracias.



—No se nota —señaló Manuela mientras revolvía el café—. Tienes una cara terrible. ¿Qué te pasó?



—Nada, estoy bien. Me costó un poco quedarme dormida.



—Yo diría que te costó más que un poco, de verdad que te ves horrible.



—Bueno, tú no te quedas atrás —interrumpió Matilde entre risas.



Magdalena carraspeó para asegurarse de que se callaran y le prestasen atención.



—Mejor cambiemos el tema —dijo como si estuviera dando una orden tácita—, así no empezamos el día con discusiones. ¿Hoy vamos a recorrer el lugar, Meche?



—Sí, mi idea es llevarlas a recorrer el Sector de Los Ríos antes de almuerzo para que, por la tarde, Pedro las lleve al pueblo.



La voz de Mercedes retornaba como eco en la mente de Marina, quien solo podía pensar en la sodalita. Justo cuando le daba el último mordisco a una tostada con mantequilla, se dio cuenta de que posiblemente la única persona que podría aclararle la procedencia de esa piedra era su abuela. Sin embargo, decidió que, por el momento, no les contaría a sus hermanas sobre el descubrimiento, ni siquiera a Magdalena.



—Meche, ¿tú vas a ir al pueblo? —preguntó Marina.



—No, yo aprovecharé de cocinarles algo rico para cuando vuelvan. Quiero que hoy tengamos una comida familiar.



Manuela rio por lo bajo y Matilde le pegó un puntapié.



—Me gustaría ayudarte —propuso Marina.



—¿No quieres conocer el pueblo?



—Podría hacerlo otro día. Como ya se dieron cuenta, no dormí muy bien y prefiero quedarme acá. Además, puedo ayudar con la comida.



—Con suerte sabes hacer huevos revueltos. ¿En qué podrías ayudarla? —intervino Manuela.



—Si está cansada, no veo por qué obligarla a salir —afirmó Matilde, haciendo caso omiso al comentario anterior.



—Está dicho, entonces —sentenció su abuela—: te quedas conmigo hoy en la tarde.



***



A las 11.00 salieron de la casona para recorrer el Sector de Los Ríos. Todas siguieron el consejo de su abuela y decidieron llevar ropa cómoda para la caminata, que sería bastante larga. El recorrido partiría en los terrenos de Mercedes para luego visitar las tierras abandonadas de las otras dos familias fundadoras. Magdalena y Manuela optaron por los clásicos jeans azules, pero mientras la primera prefirió ser precavida llevando un abrigo con capucha, la segunda se puso únicamente una polera de manga corta. Matilde por su parte, era la más preparada: sacó sus zapatillas de trekking del clóset, unos pantalones de tela liviana y su cortavientos rojo. Marina fue la última en llegar y, aunque su atuendo era el más lindo, era también el menos apto para una caminata: un vestido color crema de escote redondo y mangas largas, ajustado hasta la cintura y que caía por encima de la rodilla en forma de plato. Amarrado a la cadera llevaba su chaleco favorito de lana azul.



—Buen look —dijo Matilde, señalando las Converse negras—. ¿De dónde sacaste el vestido?



—Era de tu madre —respondió Mercedes antes de que Marina pudiera siquiera abrir la boca—. Te queda perfecto, querida, tienes la misma contextura de tu mamá.



Marina se sintió halagada y le devolvió una sonrisa.



—Muchas gracias, Meche. Lo encontré en el clóset de mi pieza. Espero que no te importe.



—Para nada. Milena estaría feliz si te viera con él. Ese vestido era muy importante para ella.



—¿Por qué? —inquirió su nieta menor.



—Porque fue el último regalo que le hizo el abuelo —contestó Magdalena.



—¿Cómo sabes eso? —le preguntó asombrada Mercedes.



—Cuando era niña siempre escuchaba a la mamá hablar sobre ese vestido.



—¿Cuál es su historia? —quiso saber Matilde.



—El día que Milena conoció a tu padre, Salvador la vio tan contenta que decidió regalarle el vestido que llevas puesto. “Pareces una novia”, le repetía tu abuelo cada vez que lo usaba.



—Menos mal que los tiempos han cambiado —aseguró Matilde—. Qué horror que conozcas a alguien y tus papás literalmente saquen el vestido de novia de la cartera.



—Y si era tan importante para ella, ¿por qué lo dejó acá? —preguntó curiosa Marina.



—La muerte de Salvador fue muy dura. No mucho tiempo después, ella y Lucas decidieron irse de acá. Ese vestido le recordaba demasiado a tu abuelo en un momento muy doloroso y supongo que, por eso, prefirió dejarlo acá.



—¿Cómo murió el abuelo? —quiso saber Marina y segundos después de formular la pregunta, notó que, por algún motivo, Mercedes se ponía cada vez más incómoda ante tantas interrogantes.



—De un infarto —respondió Magdalena.



—Cierto —afirmó su abuela—. ¿Qué les parece si nos vamos a caminar?



Las cuatro hermanas asintieron en silencio. La conversación había traído de vuelta muchos recuerdos y ninguna tuvo ganas de seguir hablando.



Los alrededores de la casona estaban saturados de verde. Había robles, alerces, álamos y helechos por todos lados, dejando apenas al descubierto un sendero de tierra y hojas húmedas por el cual revoloteaban libélulas de tonos morados. Era tan pequeño y delgado que debían caminar por él en fila, una detrás de la otra. Si hubieran podido verse a la distancia, habrían advertido que eran pequeños puntos de colores en medio del bosque. Marina estaba segura de que, en el caso de perderse, le costaría mucho encontrar el camino de vuelta a la casona. Recordó que Magdalena había catalogado a Puerto Frío como un lugar suspendido en el tiempo y, por primera vez, entendió completamente lo que su hermana quiso decir. Parecía como si la tecnología, el ruido y los problemas cotidianos del mundo moderno no hubiesen llegado hasta ese lugar. En cambio, se podía sentir la fuerza del viento, el cantar de los ríos, la espesura de los árboles y el sol invernal colándose entre sus ramas.



—Pensé que nos mostrarías la casona, Meche —comentó Matilde al ver que ya estaban bastante lejos de ella.



—La verdad es que la casa pueden recorrerla cuando quieran, pero afuera necesitan un guía. Es muy fácil perderse entre tanta naturaleza, sobre todo si nunca han estado conectadas a ella.



—Lo único a lo cual necesito conectarme es a mi iPhone y aquí no tengo señal —masculló Manuela mientras se movía con dificultad por el sendero de tierra, piedras y ramas secas.



—¿Y dónde estamos, exactamente? —preguntó Matilde como si no hubiese escuchado a su hermana y pasando ágil entre los arbustos. Parecía una con el bosque.



—Aún estamos en nuestros terrenos, más adelante hay un arroyo muy lindo que me gustaría mostrarles. Luego caminaremos en dirección al sur, al lugar donde se encontraban las otras dos familias.



—Cuéntanos acerca de ellas, Meche —le pidió Marina.



—Veamos... por dónde comenzar... Si no me equivoco, las tres familias llegaron acá alrededor de 1770. Venían desde Irlanda. Melantha MacCárthaigh, una de sus antepasados...



—¿A qué te refieres con eso? —interrumpió Marina—. ¿Tenemos ancestros irlandeses?



—Melantha es nuestra antepasada directa y tiene relación con ustedes, con su madre, la mía y la madre de mi madre —le respondió Mercedes sonriendo.



—¿Por qué una irlandesa se vino al lugar más remoto del planeta en una época como esa? Es como si hubiese estado huyendo de algo —comentó Matilde.



—No sé cuáles habrán sido sus razones para llegar acá, pero el punto es que decidió hacerlo junto con otras personas, otras familias o clanes, como los llamaban en esos tiempos. Primero se instalaron aquí y a medida que pasó el tiempo decidieron poblar la costa y formar el puerto. Las familias antiguas se quedaron acá y, lentamente, otras personas habitaron el pueblo. Ahora, muchos han olvidado la importancia de nuestros antepasados. Incluso ustedes que tienen su misma sangre. Otros, sin embargo, aún los recordamos como debe ser.



Las hermanas quedaron mudas. Marina pudo imaginar a Melantha caminando entre los mismos árboles que ahora tenía a su alrededor, escuchando los ríos a lo lejos y haciendo crujir las pocas hojas secas.



—Este lugar es tan lindo que es difícil entender por qué se fueron—comentó Marina.



—Veo que sus padres no les contaron nada... —dijo para sí con la mirada caída mientras continuaban caminando.



—¿Qué dices, Meche?



—Estas son historias moldeadas con el paso de los años, algo así como nuestras propias leyendas familiares.



—De todos modos sería interesante saber más acerca de esas leyendas —añadió Matilde.



—Es inútil —replicó Manuela desde atrás—. Está claro que Mercedes no nos contará nada de lo que necesitamos saber. Ella es feliz con nuestra ignorancia.



—¡Ay, Manuela, cuándo vas a callarte! —le gritó Matilde deteniendo el paso y enfrentándola—. ¡Cómo no te das cuenta de que nos tienes cansadas!



—¡Yo también estoy cansada! ¡Cansada de que esta señora se quede callada cada vez que le hacemos una pregunta! —exclamó apuntando a Mercedes.



—Esta señora es tu abuela, trátala con respeto —intervino Magdalena.



—¡Ya tuve papás, Maida, no necesito reemplazante!



—Por favor, queridas, no discutan —les dijo su abuela con tranquilidad—, estamos perdiendo tiempo muy valioso para conocer el terreno.



—¡Me importa un comino su terreno, señora!



Marina vio cómo sus tres hermanas y Mercedes formaban un círculo de discusión y gritos, demasiado compacto debido al ancho del camino. Aunque hubiese querido, no habría podido participar de él. Su abuela intentaba calmarlas mientras las otras tres continuaban peleando. De pronto, cuando todas estaban demasiado pendientes en gritarse las unas a las otras, Marina sintió que algo vibraba. Les dio la espalda a las demás y sacó cuidadosamente la sodalita de su bolsillo. Entonces, se paralizó: la piedra titilaba. En un principio, se quedó quieta en espera de que volviera a la normalidad, pero advirtió que los segundos transcurrían y parpadeaba con mayor frecuencia. No sabía qué hacer, solo estaba segura de que no quería mostrarles la sodalita a su abuela ni a sus hermanas en esas circunstancias. Sin embargo, tampoco podía quedarse inmóvil para que la sorprendieran con la piedra brillando entre sus manos. Metió el collar de vuelta en su bolsillo, pero se dio cuenta de que el resplandor era demasiado fuerte y traspasaba la espesa lana de su chaleco. Así, decidió esconder la sodalita en algún lugar cercano que pudiera encontrar más tarde gracias a la ayuda de Mercedes. Caminó con sigilo para alejarse de las demás; luego, desapareció entre los árboles.

 



Una vez que logró escuchar únicamente el sonido de los ríos, se atrevió a sacar de nuevo la sodalita. Esta cambiaba en distintas tonalidades de azul, desde el más intenso al más tenue. Comenzó a caminar entre la vegetación, intentando encontrar el lugar adecuado para dejar el collar, cuando se dio cuenta que desde el bolsillo la luz adquiría mayor intensidad. Sacó nuevamente la piedra y la sostuvo entre sus manos.



—¿Qué hago? —se preguntó en voz alta.



Como si el bosque la hubiese escuchado, los árboles agitaron sus ramas y un revoltijo de hojas se extendió por un camino alternativo al sendero que Marina seguía. Sin siquiera dudar, decidió seguirlas. Parecía que las hojas bailaban al compás del viento sureño y que los ríos, a lo lejos, las acompañaban cantando. Marina observó la sodalita y advirtió que la pulsación de su resplandor aumentaba a medida que atravesaba el bosque. ¿Acaso era posible? ¿El bosque le hablaba? La vegetación se hizo cada vez más tupida y le costaba seguir el camino dibujado por el remolino de hojas. La tierra estaba tan húmeda que de a poco adquiría más aspecto de barro que de sendero definido. Sus pies comenzaban a hundirse cuando advirtió que el pequeño torbellino de hojas se deshacía al final de unos alerces. Marina quedó paralizada, ¿qué haría para continuar sin la guía del bosque? Entonces creyó que se había dejado engañar por una falsa corazonada, por una impresión equivocada. ¿Cómo creía posible que el bosque le estuviese hablando? Quizás la muerte de sus padres la había afectado más de lo que creía. Se encontraba perdida en medio de cientos de árboles y tierra pantanosa, sin tener la menor idea de cómo regresar. Miró la sodalita nuevamente; titilaba con mayor intensidad. Sin saber muy bien qué hacer, pero con la única certeza de que más perdida ya no podía estar, decidió caminar hacia unos alerces. Con dificultad llegó hasta ellos, dio un par de pasos más adelante y, en ese momento, todo cambió. Rodeado por árboles milenarios se encontraba un claro de bosque; una circunferencia perfecta con cientos de margaritas en el pasto. A Marina la invadió una serenidad que nunca antes había sentido. Unos pájaros pequeños de color azul plateado cantaban sobre los álamos del claro. ¿Acaso lo hacían para ella?



En el centro, logró distinguir una roca de forma rectangular que medía alrededor de un metro. Se acercó lentamente hacia la piedra y, a medida que lo hacía, la naturaleza parecía inquietarse: la brisa se convirtió en un vendaval, el correr de los ríos se transformó en un sonido ensordecedor, el cantar de los pájaros, en una verdadera sinfonía. Todo el bosque estaba ahí con ella. Podía sentir la vibración de la sodalita azul dentro de su pecho, como si cada titilar fuera un latido de su corazón.



Llegó frente a la gran roca que alcanzaba su cintura, así que se acercó más para saber qué había sobre ella. Su color era de un gris opaco y la superficie rugosa parecía corroída por el paso del tiempo. Y ahí, entre el granito y el hollín, observó cuatro extraños símbolos grabados en el medio de la roca:




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