Buch lesen: «Y también lo más violento de la felicidad»
Y también lo más violento de la felicidad
© Camila Gutiérrez, 2020
© Neón, agosto 2020
Neón Ediciones es un sello editorial del grupo ebooks Patagonia
@neonediciones
www.neonediciones.com San Sebastián 2957, Las Condes Santiago de Chile
ISBN Edición Digital: 978-956-9984-19-8
Edición: María Paz Rodríguez
Ilustración y diseño de portada: Camila Vásquez
@huasabruta
Diagramación digital: ebooks Patagonia
www.ebookspatagonia.com info@ebookspatagonia.com
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Y TAMBIÉN LO MÁS VIOLENTO DE LA FELICIDAD
Camila Gutiérrez
ÍNDICE
Y también lo más violento de la felicidad
Camila Gutiérrez
Apenas me despierto, abro mis manos y exhalo sobre mis palmas durante dos segundos. Lo suficiente para que me dé asco. Aunque es un asco medio falso. O es medio falso decir que me da asco porque yo disfruto de este olor a monstruo. No que lo disfrute de la misma forma en la que amo ganar en ping pong, sobre todo al Joaquín Vargas, haciéndome la que me importa poco, la triunfadora gentil, para no decir lo que quiero que todos sepan. Que él, que es mejor que todos, es peor que yo. Cuando huelo mi aliento hirviendo, quiero que nadie sepa. De verdad que nadie sepa. Debe ser una alegría privada y cortita, que dure lo que me demoro en bajar del camarote, ir al baño y lavarme los dientes. Entonces voy camino a transformarme en persona. Me mojo la cara y me vuelvo más persona. Me pongo un chaleco sobre el pijama y soy todavía más persona. Si me duchara me convertiría casi completa. Pero para qué, si hoy es sábado, y sólo voy a ver a mi papá y a mi mamá, y a la Jael que va a estar orando o leyendo la Biblia, o haciéndole cariño al Gregorio en la cama de nuestros papás. Me asomo y no la veo. Ni orando, ni leyendo. El Gregorio duerme solo estirado sobre las frazadas, y aunque tengo una sensación de que algo no está en su lugar, es demasiado leve al lado de este arrebato de libertad: puedo ir y apretarle la pata para ver como su garra sale, automática, sin que la Jael me diga nada. Mi felicidad siempre es breve. El Gregorio maúlla fuerte, obligándome a salir de la pieza con cara de bondad. Bajo las escaleras y me asomo al comedor. La Jael tampoco está ahí, tomando desayuno. Me voy al patio y tengo la primera sospecha. Si me callo tal vez la espanto. Pero igual el corazón me está latiendo bien rápido. Para calmarme, miro hacia el huerto, esperando encontrar a mi papá con la vista pegada en la tierra diciéndole a mi mamá que deberían plantar cilantro mientras ella asiente y achina los ojos de tanto sol. Pero él no está ahí, en el huerto. Y ella no está ahí, achinando los ojos. Y yo estoy aquí, diciendo, despacito: mamá, papá, Jael y luego, un poco más fuerte: mamá, papá, Jael; y cuando ya voy a gritar Jael, Jael, Jael, veo un bulto de ropa tirado junto al huerto. Camino rápido y lento a la vez. O quiero caminar rápido y también llegar nunca porque si llego, sabré.
Veo la camisa de mi papá.
Bajo su camisa, sus pantalones color ladrillo. Bajo sus pantalones, sus calzoncillos. Junto a los calzoncillos, sus chalas. Sobre sus chalas, su reloj. Justo al lado, la ropa de mi mamá. Los shorts naranjos que se compró en la feria artesanal, su blusa blanca, sus sandalias favoritas, los aros con plumas grises, unos calzones beige y su anillo de matrimonio. Y ahí, las zapatillas de la Jael, demasiado blancas. Tomo una, dentro de ella hay un montón de metales chicos. Los cuento uno por uno por uno por uno por uno por uno hasta que llego a 32. 32 metales. Y dos fierritos. 32 metales un poco sucios, con restos de comida, creo que es pan pero también podrían ser tallarines o incluso pizza. Pizza, me digo, y ya no puedo esconderme.
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