Sielf y la legión de los guardianes

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—Que descanses —dijo él dirigiéndose hacia el pasillo que le habían indicado seguido de otros compañeros —Ah… Sielf, ¡no te metas en líos! —exclamó de repente provocando que automáticamente todos se giraran a observar a la joven de aspecto casi andrajoso cuya trenza estaba totalmente desarmada. Ella solo lo miró y como respuesta levantó una mano haciendo un gesto de negación, luego caminó por el pasillo indicado.

En un principio pensó que llegaría pronto al final del recorrido, y durante su andar se tomó su tiempo para contemplar algunos cuadros y esculturas. Fue entonces que las luces se apagaron generándole un leve sobresalto, apenas podía vislumbrar por dónde seguir. De inmediato se detuvo bruscamente en cuanto estuvo frente a una puerta vidriada, la luz que género otro relámpago le permitió ver que se hallaba delante de un gran salón con enormes ventanales.

Fascinante, se dijo en cuanto pudo distinguir a través de los cristales la figura de una escultura inusual. Estirando la mano, tras maniobrar el picaporte, comprobó que la puerta permanecía cerrada. En ese momento volvió la energía y se iluminó el lugar, pudo ver que aquella escultura representaba a un guerrero arrodillado, lo cual le generó cierta pena.

Será mejor que me vaya, pensó retomando su camino, tal y como les había dicho Rosa, casi no había nadie en los corredores, la mayoría de los estudiantes se encontraba en su habitación.

En cuanto la joven cruzó el pequeño jardín, vio una pequeña fuente con el agua en calma, luego de atravesar ese espacio encontró las escaleras al dormitorio de mujeres. Subió con prisa hasta un pasillo angosto y rodeado de numerosas habitaciones.

—Aquí es —se dijo al ver una puerta con el número 7, su habitación. Abrió la puerta con llave, encendió las luces y colocó la mochila sobre el piso. Miró a su alrededor; un librero, una cama, un ropero y una mesita junto a la ventana. Echó un vistazo a la habitación y estirando los brazos se acercó a la ventana. Genial, pensó al ver que tenía vista a una parte del jardín y al estacionamiento.

—Allí estás, vieja amiga—, musitó al observar a través del vidrio su bicicleta entre un par de motocicletas. Respiró hondo e intentó ver hacia el bosque fuera de los muros del Internado, sentía curiosidad por recorrer tan inmenso lugar pese a los comentarios de peligrosidad absurdamente justificados para ella.

Cansada, empezó a sentir sueño, entonces se quitó el piloto sucio y húmedo, lo extendió y lo sacudió fuertemente haciendo salir disparada a la manzana, justo en este instante retumbó un relámpago que no solo apagó y encendió las luces en cuestión de segundos sino que además dejó en segundo plano el sonido de la manzana verde rodando bajo la cama.

—Uy, qué hambre —se dijo en cuanto oyó otro ruido, el de su estómago rugiendo pero esta vez por el paquete de chocolates guardado en la mochila. Sentada al borde de la cama probó un bocado de la barra de chocolate cuyo amargo sabor y la sensación del cacao derritiéndose en su boca hicieron que la llegada le resultara más placentera.

—Gracias abuelo, pensó al recordar cuando se lo había obsequiado.

Más tarde se dirigió a los baños que se encontraban a pocos metros, allí encontró las duchas, se dio un baño, cepilló sus dientes y volvió a su habitación. Después de ponerse el pijama, lentamente se recostó en la cama abrazando la almohada con aroma a lavanda. En cuanto las frazadas la envolvieron hasta la cabeza cerró los ojos y al cabo de un rato empezó a soñar…

Parte 3
Segundo sueño:
socorrista de dragoncillos

Durante el sueño se reconoció a sí misma, pero tenía la apariencia de una niña de siete años que recién acababa de llegar a la casa de playa de sus tíos una mañana fría de invierno.

Sus ojos se fijaban en el mar a través de un par de ventanas mientras todos a su alrededor hablaban sobre ella.

—Abuela —decía la voz de Virginia, una de sus tías —entiendo que tú y el abuelo quieran mucho a la pequeña pero pienso que no es correcto que ustedes se hagan cargo, ya transcurrió mucho tiempo desde el fallecimiento de sus padres.

Esa reflexión era una de las muchas opiniones que respecto de la niña se hacían. En un momento aparece en escena una mujer mostrándole algunos objetos que había conservado de su difunta madre, entre las pertenencias, un par de aretes de plata y un colorido chullo peruano de lana. Sielf pregunta si puede quedárselos y su tía Isabel acepta con una sonrisa. La pequeña contempla durante un rato los aretes y luego se los coloca cuidadosamente y cubre su pequeña cabeza con el chullo que contrasta de modo especial con su sweater fucsia de manga larga que no permite ver su pulsera y un jardinero celeste. Depente aparece Mosa, la cachorra bóxer de la casa y le arrebata el chullo, Sielf la persigue por todos lados hasta finalmente verla entrar a una habitación cuya puerta está semiabierta. Una vez allí se detiene, las luces están apagadas, en el fondo se puede percibir una silueta, la ventana con las cortinas cerradas. Entonces ingresa lentamente, abre las cortinas iluminando todo el lugar, recién ahí comprende que está en un ático lleno de antigüedades, muebles y objetos tan cubiertos de polvo como de olvido. Advierte que Mosa sale corriendo de la habitación y deja detrás suyo algunas hojas extrañas de color rojo regadas en el piso, Sielf levanta una de las hojas y la observa con detenimiento, no tiene la apariencia de las hojas de los árboles que allí crecen, piensa que es extraño y de repente ve su chullo bajo una peculiar mesa de madera cubierta por un pulverizo mantel. Lentamente se arrodilla y se mete bajo la mesa donde la invade un agradable aroma a madera y parece correr una misteriosa brisa. La pequeña deja su chullo y se dispone para salir del otro lado, pero aparece bajo las raíces de un árbol sin ramas, el único de muchos otros que permanecen intactos, erigidos y llenos de una frondosidad de peculiares hojas rojas.

Respira profundamente y sonríe mientras corre por doquier hasta recostarse sobre un cúmulo de hojas secas. De pronto, algo sale huyendo de debajo de ellas haciendo que la pequeña se incorpore con rapidez y descubra que se trata de un pequeño dragón de color rojo. Él la mira fijamente a los ojos y en ellos no solo se ve reflejada sino que a su vez siente miedo y, asombrosamente, puede oír en su mente un pedido desesperado de ayuda, luego la criatura huye. Sielf permanece casi estupefacta hasta que escucha una caballeriza acercarse por lo que decide esconderse entre unos arbustos.


—¡Maldita criatura! —exclamó uno de los jinetes con despotismo —¿Y ahora? ¿Dónde se metió?

—No debe andar muy lejos —agregó otro jinete.

—¡Fue hacia allá! —coincidieron varias voces al advertir unas huellas que se perdían en el bosque y toda la caballería las siguió con prisa.

—Ay… no... —murmuró Sielf —lo van a cazar, ¡tengo que ayudarlo! —se impuso mientras corría con prisa entre los árboles. En esa carrera tropezó bruscamente con un niño que corría desde otro lado en su misma dirección.

—¿Quién eres? —exclamó el niño malhumorado —¿Acaso estás ciega?

—La próxima vez fíjate bien por dónde caminas —contestó la pequeña invitando al niño a ponerse de pie. Este la miró con desdén pero estrechó su mano logrando incorporarse con ayuda de Sielf. El pequeño vestía una túnica azul marino, tenía la piel muy blanca y el cabello negro que contrastaba de manera especial con sus enormes ojos azules.

—¡Cielos!, quieren atraparlo... —añadió Sielf refiriéndose a la criatura.

—¡No lo permitiré! —interrumpió el niño —Por cierto, aún no me has dicho quién eres —inquirió —insistió—Ah, espera…, ya lo sé, por tu tamaño debes ser un gnomo de la aldea Nimis.

—¿Que yo qué? ¡Claro que no! —se quejó Sielf —Sé que soy bajita, en realidad soy una niñ…

—Escucha... —la interrumpió el niño —No me importa si eres un gnomo o no pero por tu bien será mejor que te alejes, esos tipos están de cacería y uno podría pisarte o el dragoncillo al que persiguen podría comerte.

—Te equivocas, no me pasará nada —aclaró Sielf —, de hecho vi a los cazadores y pude esconderme de ellos sin problemas; además el dragoncillo es inofensivo y está en peligro, lo sé porque pude oír cuando me pidió ayuda.

—Imposible... —murmuró el pequeño con ojos de asombro —¿me estás diciendo que conoces el lenguaje de los dragones?

—No lo sé, solo pude escucharlo... ¿acaso sabes por qué?

—Vaya, ¡esto es genial! ¡Un gnomo que puede escuchar dragones! —dijo el niño sonriendo.

—Oye… ¡no soy un gno...! se indignó Sielf.

—Desde ahora te llamaré Socorrista de Dragoncillos.

—¿Socorrista de Dragoncillos?... —murmuró la pequeña —eso no suena tan mal —dijo esbozando una leve sonrisa —, aunque todavía no me has dicho por qué pude escucharlo y además interpretar su ruego de auxilio.

—Tampoco lo sé pero eso solo significa una cosa. Que pudiste oír su corazón porque proteges, así que Socorrista de Dragoncillos... ¿te gustaría acompañarme a buscar al dragoncillo en apuros para librarlo de los cazadores?

—Por supuesto —contestó Sielf.

—¿Por dónde se fue?

—¡Espera! —exclamó la niña —¿Cómo sé que no eres uno de ellos?

—¿Yo?, ¿un cazador? ¡Claro que no! —contestó el pequeño con voz enérgica —Todo lo contrario, estoy en contra de esta absurda cacería, pero nadie me escucha.

—Entiendo, tampoco estoy de acuerdo —murmuró Sielf.

Puestos de acuerdo, ambos pequeños caminaron por el bosque en búsqueda del dragoncillo fugitivo. Aún era de día pero la maleza de los árboles se hizo más espesa y apenas permitía que se filtraran leves rayos de sol, de ese modo el ambiente se tornó más oscuro a medida que se fueron adentrando al bosque. A su paso iban destruyendo una que otra trampa, sin lograr ver a la criatura perseguida.

 

—Años atrás esta cacería no existía —comentó el niño —, los dragoncillos eran cuidados y respetados, incluso se les temía tanto como a los dragones adultos, y podían salir a jugar en los bosques sin sus padres sabiendo que estarían a salvo.

—¿Por qué empezaron a cazarlos? —pregunto Sielf.

—Todo empezó cuando una odiosa hechicera al servicio del rey descubrió que el corazón de los dragoncillos poseía una llama de fuego poderosa capaz de mantener las calderas encendidas del castillo e incluso de un pueblo durante meses. Fue entonces cuando el rey decretó su cacería sin medir las consecuencias. Se inició así una caza masiva que por poco extingue a los dragones de este reino y otras regiones.

—¡Es horrible! —exclamó Sielf con repudio.

—Lo sé —concordó el pequeño —y si bien transcurrieron muchos años desde entonces ese decreto aún no fue abolido por lo cual los dragoncillos siguen en peligro. Al parecer nadie se preocupa por ellos, tan solo sus padres, los dragones. ¡Cómo me gustaría que uno de ellos les diera una paliza a esos cazadores!

—¡Eso es! —exclamó la pequeña —¡Debemos llevar al dragoncillo con sus padres!

—¿Ves esa torre? —dijo el niño señalando a los lejos una fortificación —, allí yace un hechizo que envuelve este reino con una barrera antidragones, así que sus padres no podrán ingresar.

—¿Pero si existe esa barrera cómo es que los dragoncillos logran entrar?

—Porque esa barrera solo le impide el ingreso a los dragones adultos mientras que los dragoncillos son libres de cruzarla mas no de salir a menos que usen uno de éstas —comentó mostrando tres varillas muy finas de plata.

—¿Para qué son?

—Resulta que la plata neutraliza durante segundos el hechizo de la barrera —explicó el niño —así que nuestro amigo solo podrá cruzar la barrera mágica usando una de estas varillas en forma de collar. Así de simple, Socorrista de Dragoncillos.

—Bien ¡hagámoslo! —incitó la pequeña.

—¡El dragoncillo! —clamó el niño dirigiéndose a la maleza —¡Se fue por allá!

—No grites, se asustará —pidió Sielf siguiendo al muchacho.

Ambos corrieron sin rumbo, pero se detuvieron poco después al encontrar nutrida maleza, a paso lento se fueron abriendo paso entre las plantas; el silencio invadía todo a su alrededor lo cual les permitía avanzar en dirección al ruido de las pisadas del dragoncillo, sin embargo las enredaderas les hicieron creer que aún caminaban sobre una superficie cuando en realidad debajo de ellos había una pequeña inclinación que los hizo caer estrepitosamente, rodando hasta llegar a los pies de unas misteriosas ruinas.

—¿Estás bien? —se preguntaron al unísono.

—Cielos… ¿dónde estamos? —preguntó Sielf mientras se incorporaba junto a su nuevo amigo.

—Vaya... —dijo con asombro el niño —son las ruinas de un jardín real —confirmó admirando la majestuosa entrada junto a Sielf.

—Auch… me duele una rodilla —se quejó ella.

—¿Estás herida?, si quieres podemos parar con la búsqueda —ofreció el pequeño.

—Descuida, no pasa nada —lo tranquilizó Sielf —, ¿crees que él se esconde allí?

—Creo que sí... —opinó el niño señalando las pisadas de la criatura que se perdían en esa dirección —Vamos Socorrista de Dragoncillos —la apuró apartando los arbustos de la entrada y abriéndose paso lentamente.

Una vez dentro de aquel jardín real en ruinas, no sólo quedaron asombrados por la majestuosa estructura que había logrado mantenerse en pie sino por la cantidad fabulosa de flores, arbustos y maleza que había en cada rincón.

Sielf no pudo evitar contemplar algunas de las flores desde cerca, el perfume que emanaba de ellas era muy agradable. Entonces algo más llamó su atención. Se trataba de un viejo escudo sobre una especie de altar en medio del lugar.

—Nunca antes había visto ese símbolo... —anunció el pequeño contemplando la figura de una espada de pluma.

—¿Acaso no es de este reino? —preguntó Sielf.

—No, no lo es... y tampoco está en ningún libro de escudos reales... qué extraño.


—Mira, allí está el dragoncillo —interrumpió Sielf asomándose a un cúmulo de flores amarillas, detrás de ellas se escondía la criatura —Hola... —saludó sonriéndole—, hemos venido a ayudarte.

—Cazadores malos... —murmuró la criatura.

—Nosotros te ayudaremos a escapar de ellos —contestó la pequeña entendiendo la miedosa voz del dragoncillo.

—Bien —dijo el niño observando a la criatura detenidamente —debemos sacarlo de estos terrenos y llevarlo con su madre lo antes posible —. Una trompeta resonó cerca de donde se encontraban y oyeron los galopes de las cabalgaduras acompañados de numerosos aullidos.

—¡No puede ser! ¡Es la caballeriza del reino! —advirtió el niño —y al parecer trajeron lobos para seguir el rastro.

—¿Lobos?

—¡Sí, lobos, los usan para cazar! Debemos irnos ahora mismo o lo encontrarán.

—¡Mira, allí hay unas escaleras que descienden! —señaló Sielf.

—¡Es un viejo pasaje! ¡Podría ser nuestra salida! —dijo el niño corriendo junto a ella en aquella dirección.

Los tres bajaron por las escaleras y llegaron a un pasaje pero el acceso estaba restringido por unos barrotes.

—¡Cielos! ¡De prisa a los arbustos! —exclamó la pequeña y junto a su amigo y el dragoncillo se escondieron entre unas plantas, desde allí los aullidos empezaron a sonar cada vez más cercanos y en cuanto aparecieron los lobos uno de ellos los encontró. Corrieron para esconderse en otro lugar seguro sin embargo uno de los jinetes atrapó a Sielf.

—¡No! ¡Suéltame! —exclamó la pequeña.

—Y tú, ¿quién eres? —le preguntó otro hombre de la caballeriza —No puede ser, ¡es una humana!

—¡Que me sueltes! —increpó la pequeña mientras le daba una patada en la rodilla a su captor quien inmediatamente la soltó.

—¡Déjenla en paz! —gritó el niño al salir de su escondite —¡Ella es un gnomo!

—Príncipe, ¿qué hace aquí? —dijo el líder de la caballeriza —Ya déjenla —ordenó de inmediato —. Es amiga de Su Majestad.

—¿Príncipe? —murmuró Sielf.

—Escuche señor, no debería estar aquí —dijo el líder —. En el castillo deben estar como locos buscándolo, le sugiero que usted y su amiguita salgan de aquí. Este no es un lugar para jugar.

—¡El dragoncillo no les pertenece! —exclamó Sielf.

—Tienes razón, no me pertenece... aún —dijo el sujeto con soberbia —, así que déjennos trabajar.

—¡Jamás! —gritó enérgicamente el niño.

Al terminar de decir esta palabra, tras un feroz rugido varios jinetes fueron inesperadamente embestidos por un dragón adulto color marfil que había traspasado la barrera y con la cola golpeó a todos los de la caballeriza provocando que huyeran junto a sus lobos de aquel lugar.

—¡Corran! —gritaron las voces.

—¡Príncipe vuelva aquí! —suplicaron desde lejos pero el niño no los escuchó.

—¡Es un dragón errante come dragoncillos! ¡Corre! —gritó el pequeño sujetando a Sielf de la mano en dirección a unas ruinas donde podrían refugiarse pero la pequeña se volvió y miró al dragón del que escapaban. Notó que no solo se mantenía quieto sino que tampoco manifestaba intenciones de atacarlos.

—¡Aguarden! ¡No quiere atacarnos! —opinó deteniéndose antes de entrar al escondite.

—¿¡Qué haces!? ¡Socorrista de Dragoncillos! ¡Te matará! —exclamó el niño observando el momento en el cual la valiente niña se acercó a la fiera. Al instante la criatura se transformó en una mujer de cabellos blancos con vestido color marfil.

—¡Es una bruja! ¡Igual que la odiosa Vala! —advirtió el pequeño al ver el cambio —¡No te acerques!

—Queridos, no teman —dijo la misteriosa mujer haciendo una reverencia —. No estoy aquí por ustedes o el dragoncillo y tampoco es la primera vez que visito estos jardines, de hecho los conozco desde hace tiempo. Estoy aquí porque en él existen flores que encierran néctar mágico donde encuentro la materia prima de mis pociones —explicó con voz pausada —, en cuanto vi a esos hombres y lo que pretendían hacer con el dragoncillo no pude evitar darles un escarmiento, por eso me transformé en dragón errante para ahuyentarlos y ayudarlos a ustedes a escapar pues tampoco estoy a favor de la cacería de estas criaturas y de ninguna otra. Por lo tanto, no soy como Vala, al contrario, me avergüenza que hechiceras como ella usen su magia para malos fines. ¡Qué decepción que existan individuos como ella y esos cazadores! No obstante, debo admitir que me devuelve la esperanza encontrar seres como ustedes que no solo protegen a estas criaturas sino que también las respetan.

—Agradecemos tu ayuda —dijo Sielf esbozando una sonrisa.

—No fue nada —contestó la mujer —Será mejor que se apresuren y liberen al dragoncillo antes de que manden a los soldados del reino, si siguen aquel pasaje encontrarán el lado opuesto de la barrera donde aguarda la madre de la criatura.

—No podemos usar ese pasaje, hay barrotes en la entrada —se quejó el pequeño.

—No ahora —murmuró la mujer mirando en esa dirección —, pueden seguir su camino.

—¿Y tú, adónde irás? —preguntó Sielf —Ten cuidado, no dejes que te encuentren.

—Por ahora me iré, empero pienso volver pronto, cuando haya terminado de elaborar una poción que ayudará a esos dragoncillos... —aseguró.

—¿Qué clase de poción? —preguntó el pequeño con interés.

—Una que logrará destruir el encantamiento que mantiene esta barrera antidragones y atrapa dragoncillos.

—Quiere decir que... —dijeron ambos pequeños con rotunda alegría.

—Así es... Yo y varios hechiceros amigos míos, estamos cerca de hallar la forma de destruir ese encantamiento junto con esa torre.

—¡Ese día tendrán todo mi apoyo! —exclamó el niño.

—Serás el primero en saberlo —aseguró la mujer.

—Socorrista de Dragoncillos ¿tú también vendrás? —le preguntó el pequeño a Sielf.

—¡Por supuesto!, me encantaría —dijo con entusiasmo, luego hizo una pausa —Pero... no sé si pueda... —murmuró.

—Ánimo pequeña, siento una gran fuerza y misterio en ti, en especial valentía. Gracias a tu coraje el dragoncillo está vivo y eso jamás será olvidado... —comentó la mujer despidiéndose —Ya saben el camino a seguir.

—Adiós —se despidieron los pequeños llevando al dragoncillo, retomando su andar rumbo a las escaleras que descendían y conducían al pasaje. Efectivamente la entrada ya no tenía barrotes de manera que pudieron ingresar y con ayuda de una antorcha iluminaron el camino a seguir.

Al cabo de un rato hallaron las escaleras que ascendían hacia la salida, allí se toparon con la barrera, una especie de escudo que envolvía todo el lugar apartando el bosque.

—¡Rayos! —exclamó de repente el niño —¡Las varillas de plata no están! —dijo alarmado mientras las buscaba en sus bolsillos.

—¿Estás seguro? —preguntó Sielf.

—Sí, no están ¿ahora qué haremos Socorrista de Dragoncillos?

—Tranquilo, tengo algo que quizás pueda servir —dijo mostrando uno de sus aretes de plata —esto perteneció a mi madre, es de plata, seguramente servirá.

—De ninguna manera. Debe haber otra forma —se negó el niño tras pensar en lo significativo que podía ser ese objeto para la pequeña —, debemos volver y buscar las varillas.

—Insisto —dijo Sielf mirándolo con firmeza —, no hay tiempo, me sentiré feliz de que lo uses.

El pequeño hizo silencio, la miró fijamente y aceptó. Con sumo cuidado ató el arete en un pedazo de cuerda que luego colocó alrededor del cuello del dragoncito a modo de collar. Entonces todos se miraron, había llegado el momento de despedirse.

—Eres libre —dijo Sielf acariciando la cabeza del dragoncillo —. Ahora estarás a salvo.

—Ve con tu madre, amigo —lo invitó el pequeño.

—Gracias, no los olvidaré —dijo la criatura adelantándose unos pasos y antes de cruzar la barrera se volvió para mirarlos por última vez. Luego cruzó y las luces celestes y azules del cerco iluminaron los rostros de Sielf y del príncipe, en expresiva felicidad. Un rugido de la madre del dragoncillo dándole la bienvenida a su hijito con caricias, los convenció de haber obrado con justicia. Poco después observaron que los dragones alzaban vuelo juntos.

 

—Este fue el día más fascinante de toda mi vida —exclamó el niño mientras volvía al lado de Sielf por el mismo camino que habían tomado para llegar a la frontera del bosque.

—¿En serio?—preguntó Sielf. En cambio para mí fue súpermegahiperarchifascinante.

—¿Y eso qué significa? —le preguntó el príncipe en cuanto la vio reír —... la verdad es que no lo hubiese logrado solo y por eso te debo las gracias.

—Fue trabajo en equipo —comentó la pequeña —y ambos dimos nuestro mejor esfuerzo.

—Sí —afirmó el niño —, perdóname por haberte gritado en un principio.

—¿A eso le llamas gritar?, si escucharas hablar a mi tía Virginia sabrías lo que es gritar —comentó Sielf.

—Si es así procuraré no tener que visitarte.

—…y eso no es todo, en esa casa también se encuentra la morada de Mosa… —murmuró la pequeña con intenciones de asustar al niño —una criatura peluda, de cuatro patas y con mucha saliva.

—Hummm..., entonces tendrás que venir a visitarme.

—No temas, Mosa es un perro —dijo Sielf entre risas ascendiendo las escaleras a todo trote para contemplar, quizás por última vez, las ruinas del jardín mágico —¡Jamás olvidaré este lugar!

—Socorrista de Dragoncillos... ¿por qué le dijiste a la hechicera que no sabías si volverías? ¿Acaso no eres de este reino? —preguntó de repente el niño.

—No, no lo soy... vivo lejos de aquí... —Sielf detuvo su andar en medio de muchas flores —Soy una niña... es decir... humana... —aclaró tímidamente bajo el asombro del niño.

—¿Sabes quién eres? —dijo el pequeño luego de una pausa —Tú eres la valiente Socorrista de Dragoncillos, mi nueva mejor amiga —aseguró ante la sonrisa de la pequeña —. Así que espero volver a verte pronto para otra próxima aventura. ¿Prometido?

—Prometido —confirmó la pequeña estrechando la mano de su nuevo amigo mientras un viento empezaba a soplar fuerte revoloteando los pétalos de algunas flores —. De hecho quizás vuelva mañana a la misma hora —dijo mientras salían de aquel lugar.

—Entonces vendré a buscarte —dijo el pequeño esbozando una sonrisa.

—¿Escuchaste eso? —dijo la pequeña al oír voces.

—Me están llamando —anunció el pequeño —debería irme pero antes te acompañaré al lugar de donde viniste, así me aseguraré de que ellos no te encuentren.

—Los humanos no son bienvenidos por aquí, ¿cierto?

—No es eso. Te contaré todo mañana.

—De acuerdo —y juntos caminaron rumbo al bosque donde Sielf había estado en el inicio de la aventura. Una vez allí se despidieron esperando volver a verse muy ponto.

Con esta escena, de repente, el sueño de la joven Sielf llegó a su fin…