Mayo del cuarenta y cinco

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Mayo del cuarenta y cinco
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Mayo del cuarenta y cinco





Boti García Rodrigo



Prólogo de Eduardo Mendicutti









Primera edición: junio de 2021



MAYO DEL CUARENTA Y CINCO © 2021 Boti García Rodrigo



© de esta edición: Dos Bigotes, A.C.



Publicado por Dos Bigotes, A.C.





www.dosbigotes.es





ISBN: 978-84-122617-9-0



eISBN: 978-84-122925-7-2



Depósito legal: M-13795-2021



Impreso por Kadmos





www.kadmos.es





Diseño de colección:



Raúl Lázaro





www.escueladecebras.com





Todos los derechos reservados. La reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, deberá tener el permiso previo por escrito de la editorial.



El papel utilizado para la impresión de

Mayo del cuarenta y cinco

 es cien por cien libre de cloro y está calificado como papel reciclable.



Impreso en España — Printed in Spain






Índice







Prólogo







Mayo del cuarenta y cinco







Epílogo






«Donde hoy nos levantamos

Contra vosotros todos

Contra vuestra moral contra vuestras leyes

Contra vuestra sociedad contra vuestro dios

Para que dé su fruto

Fruto de odio y de alegría

Fruto de lucha y de reposo».

Luis Cernuda







Prólogo





Boti, la valerosa chiquilla de siempre





Sorprende, y para bien, que Boti García Rodrigo, nuestra querida Boti, haya elegido para retratarse a sí misma, llegada ya a su madurez vital y política, una narración de su niñez desde incluso antes de nacer —los recuerdos tienen esa asombrosa flexibilidad— hasta sus trece años. Ella sabe que un hombre y una mujer son fundamentalmente su infancia, y a evocar a aquella chiquilla vivaracha, cariñosa, a veces asustada y siempre resuelta y tenaz dedica este texto ajustado, vivaz y delicado que desprende el irresistible encanto de una risueña lealtad a lo que ella siempre ha sido: un modelo de compromiso y solidaridad.



La actual directora general de Diversidad Sexual y Derechos LGTBI en el Ministerio de Igualdad sigue siendo, después de una vida colmada de lucha y conquistas en favor del colectivo LGTBI, aquella chiquilla de expresión traviesa, casi pícara, bajo la que cualquiera puede adivinar un carácter poderoso y una capacidad fuera de lo común para aunar e impulsar voluntades y organizar escaramuzas de combate. Ha sido una vida entera dedicada a exigir la dignidad y el respeto para ella misma y para otros y otras durante tanto tiempo acusados de vagos y maleantes y de peligros sociales, y perseguidos y castigados por ello. Pero nada ha desdibujado en lo más mínimo a la niña que fue.



Boti no necesita en ningún momento recargar las tintas para hacerse admirar y respetar. Para hacerse querer. La narración de esa infancia madrileña, llena de colorido y colmada de afectos, de esos años de colegio y vacaciones —qué bien está contado el hallazgo del mar—, con tantos indicios sutiles sobre el descubrimiento de su identidad —esa fascinación por las corbatas, incluida la del uniforme de su colegio de monjas— y el primer gran atrevimiento de su vida —decir a un tío paterno, que vivía huyendo siempre que podía de aquella España atroz, que él y ella eran iguales— bastan y sobran para componer una fotografía exacta y palpitante de la mujer que es hoy.



El relato está estructurado en capítulos muy breves que, pese a su naturalidad y aparente ligereza, envuelven no pocos momentos de desconcierto, inquietud, miedo y emoción. También de felicidad. Algunos episodios están enhebrados de principio a fin por una ironía bienhumorada y peleona. Abundan los detalles que iluminan las profundas verdades y los hondos compromisos de esta mujer menuda que, aún hoy, parece estar controlando todo el tiempo las ganas de ser bulliciosa, incluso pizpireta, porque lo primero es lo primero: lograr y mantener la reparación, el consuelo y la absoluta igualdad en derechos de tantos hombres y mujeres que tanto han llorado por ser como son, por amar como aman.



En cualquier caso, no es posible soslayar la dimensión política de un relato así, de una infancia contada de esta manera. Esta biografía empieza cuando en nuestro país se ha impuesto ya la hostilidad de los vencedores de la Guerra Civil. Esta infancia se ha construido en un marco asfixiante para las libertades que propician que fragüe un país más sano, más equilibrado, más alegre y, también, más divertido. Lo que nuestra Boti, la Boti de todos, ha conseguido, lo que sigue logrando cada día, ahora desde responsabilidades de gestión política, no ha sido solo proporcionar seguridad, orgullo y valor a miles de hombres y mujeres que desde niños tuvieron que sufrir, esconderse o exiliarse por su diferencia afectiva y sexual, sino contribuir como pocas a dar consistencia y carta de naturaleza a una sociedad más limpia, más cálida y más justa, más políticamente decente. Y Boti tiene el buen gusto de no ponerse como ejemplo de nada, no necesita abrirse en canal, no necesita exhibir el dolor y el vértigo incrustados en sus años más jóvenes de un modo más o menos evidente. Le basta con contarnos el tiempo, el entorno familiar y social que le tocó vivir, con esa honestidad tan transparente que siempre sobrevuela el candor y que siempre ha sido en ella marca de la casa. Ella nunca va a presumir de nada, salvo en todo caso de escribir y de narrarse a sí misma tanta delicadeza y calidez, y nosotros, que le debemos tanto, bien haremos en leer su historia y compartirla como el gesto más fraternal de agradecimiento.



Eduardo Mendicutti

Sanlúcar de Barrameda, octubre de 2020







Mayo del cuarenta y cinco








Uno





Todo lo que conozco del tiempo anterior a mi nacimiento es para mí como un recuerdo. Se pueden tener recuerdos de las cosas no vividas, incluso a veces he tenido la sensación de haber vivido lo no vivido, pues las imágenes son tan claras de puro haberlas oído repetir cien veces que ya no sé qué hay de verdad en lo que me contaron, qué de fabulación de los mayores o qué de una vida propia vivida anteriormente.



No sé desde qué edad tengo recuerdos y no puedo separar lo vivido de lo contado, lo que sé por mí misma de lo que me fue narrado.



Cuentan —escuché— que mis padres se conocieron en junio en una noche de verbena la víspera de San Pedro y San Pablo, envueltos en la magia que producen las noches de verano en Madrid. Eran jóvenes y haría calor. Él iría, postinero y chulito, con sus amigos del barrio, campechanos y carabancheleros. Ella iría esa noche, como siempre, con Margarita o Sofía, sus hermanas mayores.



Mi madre con su familia había ido a pasar el verano a Carabanchel Alto —un pueblo entonces, que hoy es un barrio de Madrid— buscando descanso y por cambiar de aires, dijo el médico, pues había sufrido un conato de tuberculosis. Me la imagino, escuchimizada, respirando fuerte para sanar pronto «que con la salud no hay que gastar bromas», le diría su abuela, una viuda con muchas ínfulas, un aire de nobleza trasnochada, una ciega devoción alfonsina, en la nuca un moño altivo y hermoso; una señora de otro tiempo, muy dada a los refranes, a la que le gustaba repetir «el mejor hombre, ahorcado».



Tal vez quien insistiera en que tenía que cuidarse mucho fuese su hermano mayor, Marianito, que era médico y murió tan joven; escuché su historia contada por mi madre y sus hermanas en voz muy baja y lágrimas en los ojos, mientras repasaban sin ver unas fotos manoseadas de un joven de bata blanca y cara de viejo que, devorado por la tuberculosis, «pasaba las horas muertas estudiando librotes de medicina que apoyaba en un atril para no fatigarse».



… de veintiocho años, natural de Chiclana, Cádiz, soltero, falleció en la calle de Floridablanca el día de ayer, a las nueve horas, a consecuencia de un síncope cardiaco

.



«Que Dios le perdone lo que hizo, pobrecito, cuando supo que no saldría de su enfermedad, y qué horror para su novia de toda la vida, qué chica tan buena, y hay que ver lo que tuvo que padecer el abuelo —su padre, el padre de él, de ellas, mi abuelo— para conseguir que le enterraran en sagrado, que a los suicidas ya se sabe… qué disgusto y qué vergüenza para el abuelo, tuvo que echar mano de todas sus amistades».






Dos





Entre los García no hubo esos dramas: sus vidas y sus muertes fueron de lo más corriente, vidas y muertes muy de andar por casa. En la familia de mi padre nunca se habló de alfonsinos ni de carlistas.



Los García eran gente del pueblo, empleados, comerciantes, trabajadores del Grao de Valencia, sin mayores trajines. «Mi casa estaba cerca del mar, pero enseguida, cuando murió mi hermano Julianín del garrotillo, vinimos a Madrid». Vinieron enseguida a Madrid y el mar quedó en un recuerdo, en una devoción por Valencia y su bullicio mediterráneo, por su luz, las fallas y el olor de la pólvora de las tracas, por la paella, que «como en Valencia, que sepas que no se hace en ningún sitio, que lo sepas». Que lo sepas.

 



El abuelo, con mucho pelo blanco repeinado hacia atrás, era un orgulloso funcionario de Correos, la abuela era bajita y muy castiza, sin altivo moño en la nuca y usaba palabras raras como apechugar, jícara, botica, miasmas, tirria, apencar y trinar; «se armó un Tiberio» o «eres más tonto que Pichote» eran expresiones muy de ella.



Vivían los García en un pueblo cerquita de Madrid que hoy es ya Madrid, pues el abuelo era el orgulloso administrador de la oficina de Correos de Carabanchel Alto —Correos con una enorme ce mayúscula—, y con mucho esfuerzo y más vocación todos sus hijos llegaron a obtener plaza en el Cuerpo de Correos. Mi padre explicaba siempre que, con diecisiete años, fue nombrado Cartero del Extrarradio de Carabanchel Alto con un sueldo anual de 750 pesetas. Tan feliz.



Los García sentían como algo suyo los matasellos, las sacas, el coche-correo, las carteras de los carteros, los variados, brillantes, artísticos, infinitos sellos de correos —de Correos—. Y, sobre todo, especialmente, sentían suyo el Palacio de Comunicaciones de Cibeles: «Es como una catedral, mira qué enormes las escaleras, qué grande y reluciente el

hall

 principal; esto es la capilla; esto, el museo postal».



Mi padre me llevaba al Palacio de Cibeles y hablaba y no paraba. Me repitió mil veces que una carta llegó sin señas a su destino, solo con dibujos: «Fíjate, nena, un sobre sin señas, solo con signos, como un jeroglífico egipcio… Fíjate, y es que los del Cuerpo de Correos somos muy listos y no se pierde nunca ninguna carta, todas llegan a su destino, menudos somos los de Correos, el cuerpo más serio y sacrificado de la Administración».






Tres





Mi bisabuela materna, refranera y gaditana, era hija de un ingeniero belga que había venido para construir las primeras líneas del ferrocarril y se quedó aquí para siempre, así que además del altivo moño, lucía ella un hermoso apellido extranjero terminado en equis y un acento andaluz que no llegó a perder en la vida.



Esta señora rubia me mira desde una foto sepia junto a un militar de empenachado ros y mostacho claro de puntas retorcidas, con muchas condecoraciones en el pecho. Mi madre solía enseñarme esa foto y repetirme muy ufana lo guapos que eran sus abuelos: «Hay que ver lo guapos que eran tus bisabuelos».



Se encargó la abuela de llevar la casa de su hijo Mariano al enviudar este de su mujer Margarita, «que pasaba las horas muertas tocando el arpa y era frágil, delicada y rubia, un poco extranjera pues había nacido en San Juan de Luz». Margarita y Mariano se casaron muy jóvenes y muy felices, él recién ganada la plaza de juez, mas al nacer su primera hija, a Margarita se le marchó lejos la razón; los médicos no supieron curarla ni acertaron siquiera a explicarse su mal. Si había enfermado por un parto, concluyeron, otro parto le devolvería la salud, y así Margarita padeció hasta seis embarazos más en busca de su imposible curación; cinco hijas y dos hijos que iban pasando directamente a manos de una colección de amas de cría bajo la estricta supervisión de su suegra. Muchos años después, Margarita, tras un penoso internamiento, murió en el frenopático de Cádiz.



Mi madre y sus hermanas jamás hablaban de la enfermedad de la madre, guardando en silencio el gran secreto de los Rodrigo.






Cuatro





Sin secreto alguno ni asomo de solemnidad, de la infancia de mi padre me han llegado tres fotos de un deslustrado color; en una, de enero de 1909, un niño muy serio y algo bizco posa sobre un tosco caballo de cartón con un sombrero enorme, embutido en un abrigo de botonadura dorada, con medias blancas y zapatos de charol. En otra, el mismo niño con enfadada expresión aparece vestido de valenciano, enfundadas las piernas en unas medias de croché muy gruesas y con unas toscas alpargatas de cintas que le llegan a la rodilla, la cabeza bien erguida y con un enorme pañuelo de seda amarillo con flores rojas. La tercera foto es del día de su Comunión y en ella se le ve con un aspecto tremendamente solemne, posando de pie entre infinitos espejos que le reflejan con un pantaloncito corto y una chaqueta oscura rematada con un gran lazo de raso bordado, el pelo muy rapado y las orejas algo despegadas de la cabeza. Yo he heredado esas orejas.






Cinco





Los hijos de Margarita y Mariano fueron naciendo aquí y allá debido a los sucesivos destinos del joven juez, de forma que se puede seguir su carrera profesional en las anotaciones de su Libro de Familia. En Arrecife de Lanzarote nació mi madre en diciembre de 1908.



Aunque fuera canaria solo por designio del Ministerio de Gracia y Justicia y viviera allí poco tiempo, añoraría siempre su isla; aseguraba que un día volvería a Canarias, que iría a Arrecife y buscaría su casa natal, que se pasearía por la playa, montaría en un camello y subiría a un volcán. Incluso, afirmaba con una sonrisa limpia, «freiré un huevo en el suelo».



De pequeña yo confundía las Canarias con las Baleares, lo que le provocaba un gran enf