Francisco Solano López

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Francisco Solano López
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Bernardo Neri Farina

francisco solano lópez

El sino trágico

colección

protagonistas de la guerra guasu

grupo editorial atlas

Prólogo

El mariscal Francisco Solano López es una de las personalidades históricas paraguayas que aún hoy, un siglo y medio después de su muerte, genera todo tipo de reacciones; reacciones que constituyen un abanico muy diverso de posturas que van desde quienes se alinean con la inaugurada por su reivindicador Juan E. O’Leary hasta la de los que lo consideran el único responsable de los males acaecidos como consecuencia del conflicto.

Este libro, escrito por Bernardo Neri Farina, presenta a un Francisco Solano López resultado de unas circunstancias vitales muy bien identificadas. A lo largo de la obra va describiendo aquellos momentos que fueron conformando lo que el autor denomina “el sino trágico” de Solano López. Consultando una rica y diversa bibliografía, al igual que fuentes documentales, el lector tendrá la posibilidad de acercarse a una versión desapasionada a la vida de quien fuera el jefe del Estado paraguayo durante los años dolorosos de la guerra.

Solano López por mucho tiempo seguirá originando polémicas, pero no queda duda de que este libro aporta una perspectiva equilibrada sobre el paraguayo condenado al infierno para posteriormente ser glorificado en el Olimpo paraguayo, siendo sin duda el protagonista por excelencia de la Guerra Guasu.

Herib Caballero Campos

Mayo de 2020

Experimenté el estremecimiento de una revelación que anula de golpe todas nuestras dudas e incredulidades. Comprendí el inconcebible misterio —el de Solano López— de un alma sin freno, sin fe, sin ley, sin miedo, y que sin embargo luchaba ciegamente consigo misma más allá de los límites humanos. Luchó hasta el último aliento para evitar su caída en la degradación extrema de la cobardía o del miedo.

Augusto Roa Bastos

En su novela El fiscal

Introducción

Muchas veces la leyenda germinada a lo largo del tiempo, la idealización romántica de la memoria, la identificación extática con el dolor colectivo hacen que perdamos de vista la realidad integral de las tragedias.

En el caso de las guerras, nos solemos quedar con la admiración del heroísmo, la entrega a la causa, la exaltación patriótica, el valor desmesurado, la temeridad asombrosa, el sacrificio extremo. Y olvidamos al sujeto doliente con su carne desgarrada, su espíritu lacerado, su voluntad extenuada, su juventud arrebatada, su futuro clausurado por una herida horrenda a través de la cual su vida se va abriendo camino rumbo a una eternidad las más de las veces de triste olvido. El ser humano pleno disminuido hasta la categoría de “baja” de una batalla. Una mera anotación cuantitativa que la crueldad soterrada oculta en la estadística.

Lo mismo ocurre con los hombres que marcaron la historia de una nación con su impronta propia: su integridad humana se difumina tras la idea que quedó acerca de ellos. Y cuando se lo recuerda, la sentencia atañe más a la percepción particular que cada individuo o cada grupo se hizo respecto a su vida y su acción a partir de una visión utilitaria al servicio de una causa ideológica, política o de simple devoción personal o de un resentimiento que no amaina nunca.

Los individuos que en un pasaje de la vida de una nación consumaron hazañas prodigiosas o perpetraron atrocidades inhumanas, que la tradición recarga de manera infatigable, fueron invariablemente hombres de carnaduras mortales y no sombras de bronce o mármoles sin tripas. Hombres a los que hay que enfocar con la perspectiva certeramente humana para tratar de descifrarlos, aunque no siempre podamos entenderlos. Para acercarnos lo más posible a su ser, aunque no llegaran a ser aquello que quizá en lo íntimo hubiéramos deseado que fueran.

Los hombres trascendentes están a merced de esa tentación tan pedestre que en algún momento ataca a los mortales comunes: un juicio de valor fulminante para desvalorizarlos o valorizarlos. Para gloria o escarnio.

El Paraguay vive, desde 1870, la vigilia interminable de un dolor que no se vació jamás. Que habita en cientos de miles de páginas que exhuman recurrentemente los huesos de aquel país al que le arrancaron la carne. Al que solo le dejaron colgajos con los que apenas logró cubrir sus heridas extendidas. Al que le profanaron sus sepulcros y le saquearon hasta los sudarios. Al que le dejaron la humillación de sentirse culpable de su propia destrucción y de la matanza en que se consumió. Al que le vejaron en nombre de la civilización, de la manera más innoble en que se puede vejar a un vencido.

Ese dolor que no se apagó en 150 años, que vuelve sin irse, que revolotea entre tantas preguntas de difícil respuesta, nutre también otro motivo más de división entre paraguayos: el sentimiento ante la figura del protagonista cumbre de aquella catástrofe: Francisco Solano López, mariscal y presidente de la República del Paraguay.

Entre sujeto de la memoria y objeto de la historia se abalanzan sobre él los ditirambos para el mito y las diatribas por el duelo.

Su nombre se columpia entre el Olimpo y el Averno, según quien lo pronuncie. Cima y sima, sigue cabalgando conduciendo a su legión de espectros hacia los abismos de la malaventura inacabable. La historia no le alcanza por entero porque choca con las obsesiones que impiden un acercamiento con ciencia y sin prejuicios fatuos. Habita más en las leyendas, en la mitología patria, en el martirologio seductor o en la crítica acrítica.

El rumor del calvario-nigui tiende una sordina sobre el crepitar de aquella diagonal de sangre y fuego que recorre avasallante nuestra memoria nacional. Solo queda una triunfadora viva: la muerte. Ante ella sucumben los ditirambos al héroe o los improperios al tirano.

Francisco Solano López, el del sino trágico. ¿Quién se atreve a proferir la última sentencia, la definitiva, sobre el hombre sepultado en la leyenda?

capítulo i

1936.

La entronización del mariscal y la era nacionalista

El 12 de octubre de 1936 es una fecha de inflexión en la historia del Paraguay: culminó, física y oficialmente, el proceso de reivindicación total de la figura del mariscal Francisco Solano López y, a la vez, se instaló la era del nacionalismo con tinte militarista en los Gobiernos de nuestro país, de la mano del corto régimen del coronel Rafael Franco (1936-1937).

Ese día, ante una multitud y en medio de una emoción inocultable y una solemnidad plena, fueron depositados en el Panteón Nacional de los Héroes y Oratorio de la Virgen de la Asunción los restos simbólicos del mariscal, traídos desde Cerro Corá.

La construcción de ese oratorio, donde quedaría para siempre como héroe máximo de la nacionalidad, había sido ordenada por el propio Solano López, en 1863, cuando era presidente de la República, para honrar a la Virgen de la Asunción. La obra se inició en 1864 y quedó inconclusa por la guerra. Se reanudó en la era del presidente José P. Guggiari (1928-1932), durante la intendencia municipal de Bruno Guggiari, y fue culminada con Franco. El edificio fue inaugurado tras un largo litigio con la Iglesia, que no quería que el oratorio original fuera convertido en panteón laico.

Antes de aquel acto pleno de fervor patriótico, según crónicas de la época, el 1 de marzo de 1936 el coronel Franco firmó un decreto que cerraba la etapa del López maldito oficialmente:

Art. 1. Quedan cancelados para siempre de los archivos nacionales, reputándoselos como no existentes, todos los decretos-libelos dictados contra el mariscal presidente de la República, don Francisco Solano López, por los primeros gobiernos establecidos en la república a raíz de la conclusión de la guerra de 1865.

Art. 2. Declárase Héroe Nacional sin ejemplar al mariscal presidente de la República, don Francisco Solano López, inmolado en representación del idealismo paraguayo con sus últimos soldados en la batalla de Cerro Corá, el 1 de marzo de 1870.

Art. 3. Eríjase en glorificación de la memoria del Héroe Nacional mariscal presidente de la República, don Francisco Solano López, un gran monumento conmemorativo sobre la más alta colina sita a orillas del río Paraguay a la entrada de la ciudad de la Asunción.

Quedaba cerrada la “ignominia” del decreto del 17 de agosto de 1869 firmado por el triunvirato instalado como nuevo gobierno nacional bajo el imperio de los aliados invasores de Asunción. Ese documento había sido dado a conocer apenas al día siguiente de la masacre de Acosta Ñu:

Considerando: Que la presencia de Francisco Solano López en el suelo paraguayo es un sangriento sarcasmo a la civilización y patriotismo de los paraguayos; que este monstruo de impiedad ha perpetrado el orden y aniquilado nuestra patria con los crímenes que ha perpetrado, bañándola de sangre y atentado contra todas las leyes divinas y humanas con espanto y horror; excediendo a los mayores tiranos y bárbaros de que da cuenta la historia de todos los tiempos, ha acordado y decreta:

Art. 1.o. El desnaturalizado paraguayo Francisco Solano López queda fuera de la ley y, para siempre, arrojado del suelo paraguayo, como asesino de su patria y enemigo del género humano.

Art. 2.o. Publíquese por bando, e insértese en el registro nacional a 17 del mes de agosto de 1869. Año 1.o de la libertad de la República del Paraguay. Cirilo Antonio Rivarola, Carlos Loizaga, José Díaz de Bedoya.

Este decreto se convirtió luego en ley aprobada por el Congreso Nacional el 22 de julio de 1871.

 

El 15 de agosto de 1869, poco después de la aniquilación de una contrahecha masa de militares y civiles paraguayos en Piribebuy y un día antes de la infeliz carnicería de Acosta Ñu, se había instalado en Asunción el llamado Gobierno Provisorio, un triunvirato integrado por Rivarola, Loizaga y Díaz de Bedoya. En el acto de instalación hablaron los representantes de Argentina y Brasil, cuyas fuerzas ocupaban la capital paraguaya. En respuesta a aquellas palabras, Cirilo Antonio Rivarola dio un largo discurso, en una de cuyas partes señaló:

Esta época, señores ministros, es una época de dolor y de gloria; de dolor, porque la patria agoniza al borde de un precipicio, vertiendo lágrimas de sangre por la pérdida de tantos hijos ilustres, inmolados horrorosamente por el bárbaro Caín americano, Nerón de nuestros días, abriendo las entrañas de su madre patria.

Terminaba el discurso con este párrafo:

Séanos, por tanto, permitido manifestar de nuevo a los señores ministros de los Gobiernos aliados la satisfacción que sentimos vivamente nosotros los miembros del Gobierno Provisorio nacional, por los votos que hacen por la felicidad del pueblo paraguayo, cuyos altos destinos tenemos la honra de presidir desde este día, en que comienza el año de la libertad de la República del Paraguay, declarando bien alto, en nombre de nuestra desgraciada patria, que lo aceptamos como un testimonio irrefragable de la leal y generosa amistad de los Gobiernos aliados.

Al día siguiente, la “leal y generosa amistad de los Gobiernos aliados” se demostraría lúgubremente en los campos de Acosta Ñu.

El nacionalismo instituido con el mariscal

El final de la Guerra del Chaco (1932-1935) marcó en nuestro país el inicio de lo que se dio en llamar la era nacionalista, con un fuerte componente totalitario importado de las nuevas ideas florecientes en países de Europa. Los militares paraguayos, triunfantes en la guerra y actuando como eco de las inquietudes sociales desatadas tras la contienda chaqueña (quizá ya antes y asordinadas por la guerra) y del descontento frente al liberalismo (en términos de partido y de doctrina), tomaron las riendas del poder.

En Europa se vivía la efervescencia totalitaria, en especial en la Unión Soviética, Italia y Alemania. Eso se reflejó aquí con la aparición de adherentes de alguna de esas corrientes tanto en la política como en la milicia. Más aún cuando existía una creciente tendencia contra todo lo que sonara a liberal. La gran crisis económica mundial de 1929 contribuyó en sumo grado a desprestigiar al liberalismo y a expandir el pensamiento de que su ciclo había terminado definitivamente.

El golpe militar de 1936, comandado por el entonces teniente coronel Federico Wenman Smith, instalaría en el gobierno al coronel Rafael Franco, quien tuvo un gabinete políticamente variopinto con la inclusión de filonazis y filocomunistas.

Franco puso mano dura a la usanza de los regímenes emergentes en Europa. El célebre Decreto n.º 152 del 10 de marzo de 1936, si bien no entró en vigencia, demostró el cariz totalitario (por lo menos en las intenciones) de su gobierno y fue muy explícito en cuanto a la influencia de los totalitarismos europeos. En sus considerandos expresaba:

Que la magnitud del cambio de situación consumado, a la vista de esos antecedentes, excusa toda tarea de interpretación por cuanto es evidente impuso soluciones históricas intergiversables, que demuestran que el advenimiento de la Revolución Libertadora en el Paraguay revista la misma índole de las transformaciones sociales totalitarias de la Europa contemporánea, en el sentido de que la Revolución Libertadora y el Estado son ya una misma e idéntica cosa.

Franco identificaba “la Revolución Libertadora del 17 de febrero de 1936 con el Estado de la República del Paraguay”. De esto se infiere que estar en contra de la revolución era ir contra el Estado. Ese era el tipo de pensamiento que regía en aquel contexto mundial en que los movimientos antiliberales, colectivistas y corporativistas irrumpían con fuerza en países centrales y se expandían en buena parte del planeta.

Harris Gaylord Warren, refiriéndose al panorama paraguayo de entonces, sostiene que “los liberales, que habían hecho relativamente poco para solucionar los graves problemas económicos y sociales en sus tres décadas en el poder, eran un fácil blanco para la crítica en aquella era de depresión de posguerra”.

Franco no derogó la Constitución de 1870, elaborada poco después de la inmolación de López en Cerro Corá y bajo la atenta mirada de las fuerzas de ocupación aliadas, sino simplemente la arrinconó. Su Gobierno comenzó a estructurar una nueva Carta acorde con su forma de pensar. Días después de que se diera a conocer el Decreto n.º 152, el presidente hizo unas declaraciones a la agencia noticiosa internacional United Press. Esas declaraciones, entregadas por escrito a la agencia, señalaban taxativamente el deseo de elaborar una nueva Constitución al expresar que el Paraguay era una “democracia natural” cuya estabilidad económica, espiritual y moral reposaba esencialmente sobre la gran masa campesina y obrera. Agregaba que “la nueva Constitución respetará en primer término estas realidades y les dará la forma política”.

Seguidamente, sentó postura frente a los partidos políticos tradicionales, de los cuales dijo que “han cumplido su misión y deben ser sustituidos por organismos que respondan a la nueva estructura estatal”. Aclaraba, sin embargo, que el Gobierno no pretendía “imponer por la fuerza o la violencia esta convicción” y que no disolvería por decreto los partidos ni les impondría el silencio colectivo.

No lo dijo explícitamente, pero se estaba ante el deseo de demoler todo lo que se había erigido luego de la Guerra contra la Triple Alianza. Expresa Warren que “el gobierno de Franco procedió rápida pero confusamente a establecer un régimen totalitario: cerró periódicos el 18 de febrero e impuso una rígida censura”. Agrega el historiador estadounidense que “seis días después Franco, imitando a Mussolini, anunció desde el balcón del Palacio de Gobierno que había nacido una era nueva”.

Un signo crucial de la instalación del nacionalismo con sólido componente militar fue la entronización del mariscal Francisco Solano López en el Panteón Nacional de los Héroes aquel 12 de octubre de 1936.

En su libro El Paraguay bajo el nacionalismo - 1936-1947, José Carlos Rodríguez señala:

El mariscal López fue evocado desde la memoria colectiva y resignificado para llegar a ser el espejo de los ideales del tiempo y del poder recién inaugurados. López era militar y no civil; autoritario y no democrático; estatista y no privatista; guerrero y no pacifista; patriota y no invasor ni legionario.

Agregaba Rodríguez que López llegó a ser también “el símbolo de la lucha contra el liberalismo y contra lo foráneo, porque los liberales y los invasores lo habían declarado traidor a la patria. El antihéroe liberal se convirtió en el héroe de los antiliberales”.

El propio Rafael Franco recordaría, 30 años después de aquella reavivación, según lo consigna Erasmo González en su libro Rafael Franco el revolucionario (2014, p. 59):

Aquella reivindicación revolucionaria, cumplida en el tiempo histórico, es la que da carácter fundamental al movimiento febrerista: mentalidad paraguaya, corazón paraguayo para vivir nuestra historia, nuestras aventuras y nuestras desventuras, para plantear y resolver nuestros problemas, amar y soñar con señorío en la felicidad de este gran pueblo nuestro [...].

Ese 12 de octubre de 1936, en medio de la efervescencia nacionalista, quedó fundado también lo que alguien llamó el “lopismo de Estado”.

El gran ausente en el acto del Panteón

En el multitudinario acto del 12 de octubre de 1936 en el Panteón estuvo ausente el hombre que en la primera alborada del siglo xx había tomado la bandera de la reivindicación de Francisco Solano López, en un ambiente totalmente hostil para su pensamiento: Juan Emiliano O’Leary (1879-1969).

O’Leary, quien según Liliana Brezzo fue “el más controvertido e influyente historiador paraguayo del siglo xx”, se hallaba en ese momento en París, en espera de poder llegar a Madrid. El gobierno de Rafael Franco lo había designado encargado de Negocios en España, que vivía su terrible guerra civil. O’Leary aprovechó aquella holganza parisina para expresar su sentimiento respecto a la entronización de López en el Panteón, aquel 12 de octubre, acto que —aun con su ausencia— él consideró un triunfo personal y de su doctrina. Ese pensamiento hecho texto lo dejaría plasmado posteriormente en su nutrido diario íntimo (Brezzo 2011, pp. 15-16):

¡Coronamiento de mi obra! Pero es muy posible que no me hayan recordado siquiera. ¡No importa! No soy yo el triunfador, es mi ideal. Yo puedo ser olvidado, por ahora, pero eso queda. Y es lección para esa misma juventud envenenada de comunismo, podrida de pies a cabeza, que pretende desconocerme. Ella, estéril como tierra salitrera, está en presencia de la obra de un hombre, que en treinta y seis años de lucha y sacrificio reforzó el alma nacional, devolvió la dignidad y el orgullo a su pueblo vencido, le dio esperanza, le inyectó optimismo y lo hizo andar de nuevo por el camino del heroísmo, para ser el heredero y continuador de una gloriosa tradición. Los que hablan de “imperialismos” no saben que yo rompí esa coyunda, la del imperialismo argentino-brasileño, imperialismo político que hacía del Paraguay una factoría. ¡No conocieron al Paraguay de Egusquiza y Emilio Aceval! Y hablan de no sé qué imperialismo capitalista actual. ¡No hay tal! El otro era el imperialismo real, el de los gobiernos vecinos pesando sobre la satrapía legionarista, que se prolongó, más atenuada con mi compañía, durante el régimen cívico y agonizó y murió con el radicalismo traidor. Contra esa ignominia luché solo. López fue mi bandera, porque López representa nuestra soberanía atropellada y la resolución de ser paraguayos solamente. Podrán olvidarme, pero ahí están mis obras y ahí está mi propaganda que llena, desde 1900, la prensa nacional. Y ahí está el mariscal López vindicado oficialmente, traído de Cerro Corá y colocado como perenne llama de patriotismo en el corazón de la capital de su patria. ¡Pigmeos, infusorios, enanos con alma de serpientes, no pueden comprenderme! Pero yo no necesito del reconocimiento de ellos. Me basta el de los extraños que me aclaman, y el de una generación anterior, más comprensiva y justa, que me ha hecho ya cumplida justicia en verdaderas apoteosis. Quedan allí mi obra y mi doctrina. Sí, mi doctrina. Porque no he sido polemista solamente. He formulado una doctrina, que es la que da sus frutos y la única que hará la grandeza nacional. Esta es hora de anarquía, de dislocación espiritual, de subversión de valores. Vendrá la normalidad, el reajuste moral, pasará la locura actual, la ofuscación y el predominio de los malos instintos […]. ¡Y nadie me sacará lo que es mío!

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