Demonia

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BERNARDO

ESQUINCA

DEMONIA

NARRATIVA

DERECHOS RESERVADOS

© 2011 Bernardo Esquinca

© 2019 Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.

Avenida Patriotismo 165,

Colonia Escandón II Sección,

Alcaldía Miguel Hidalgo,

Ciudad de México,

C.P. 11800

RFC: AED140909BPA

www.almadia.com.mx www.facebook.com/editorialalmadia @Almadia_Edit

Primera edición en Editorial Almadía S.C.: diciembre de 2011

Primera reimpresión: marzo de 2012

Segunda reimpresión: marzo de 2014

Primera edición en Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.: marzo de 2016

Segunda edición: enero de 2020

ISBN: 978-607-8667-54-3

En colaboración con el Fondo Ventura A.C.

y Proveedora Escolar S. de R.L. Para mayor información:

www.fondoventura.com y www.proveedora-escolar.com.mx

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright , bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.


BERNARDO

ESQUINCA

DEMONIA


Cuando todo el mundo está en guerra, un inventor de

fantasías es, el cielo lo sabe, una despreciable criatura.

ARTHUR MACHEN

MOSCAS
CINTA 1

Usted sabe, doctor, para la mayoría de la gente las moscas son sólo eso: moscas. Algo que espantar con la mano cuando ronda nuestra cabeza o un plato de comida. Pero se equivocan. Son seres superiores, capaces de fornicar mientras vuelan, y con decenas de ojos que nos vigilan desde cualquier ángulo. Usted no lo sabe, pero esos bichos han estado en guerra con nuestra especie desde el principio de los tiempos. Con cada nuevo insecticida que pro-mete acabarlas, ellas se vuelven más resistentes. ¿Le doy un dato para contar en la próxima cena de trabajo o con amigos? Aunque, le advierto, no es agradable, y tal vez provoque un silencio incómodo en la mesa. Adoro los silencios incómodos, ¿usted no, doctor? Todo lo que implican. Llenan el vacío con la fuerza de las palabras no di chas. Porque lo que no se dice a veces es más inquietante. Pero me desvío del tema… Este sofá es tan cómodo que permite las divagaciones, debería pensar en cambiarlo. El dato: las moscas han matado más seres humanos que todos los conflictos bélicos juntos. Estamos en guerra, le decía. Y no hay manera de que la podamos ganar: nos llevan millones de años de experiencia. Cuando nuestros ancestros las pintaron en las cuevas de Lascaux, las moscas ya eran dueñas de la Tierra… ¿Sorprendido? Todo el mundo aprecia los bisontes, ciervos y caballos registrados con maestría primigenia en las paredes de la gruta francesa, pero también hay bichos. Eso fue en el paleolítico. Desde entonces no hemos hecho más que mantenerlas a raya. Y eso es un decir, porque en rea-lidad las convocamos permanentemente a nuestro lado. Ochenta por cierto de la población mundial vive en medio de sus propias deyecciones… Me gusta esa palabra: deyecciones. Es magnética, ¿no le parece, doctor?

Lo cierto es que no hemos abandonado la Edad Media. Las moscas aman la mierda, y esta ciudad huele a mierda. No le hablaré de las pilas de basura que amontonamos en cada esquina, ni de los desechos que se acumulan en mercados, parques y aceras. Hablemos de mierda. ¿Me creería si le dijera que una mañana vi correr sobre la Alameda un nauseabundo río de excrementos? Se deslizaba de una alcantarilla interior hacia el arroyo de la calle. Y sólo había dos opciones: sortear los automóviles que pasaban por la avenida Hidalgo o esquivar los mo-jones flotantes. Ésas son las alternativas a las que esta urbe nos orilla, doctor. Las moscas florecen en la mierda y nosotros les hemos sembrado un jardín de veinte millones de intestinos.

CINTA 2

Por supuesto que les doy caza, doctor, incansablemente. Desde niño, aunque entonces no era consciente de su poder y de sus –nunca mejor dicho– negras intenciones. ¿Sabe lo que hacía? Iba por la casa con una pistola de ligas y les daba muerte como un eficaz pistolero del Viejo Oeste. Mis padres veían un insano entretenimiento en ello, pero yo sentía que cumplía una misión. Por fortuna, nunca me lo prohibieron, aunque sospecho que mi conducta era motivo de conversaciones en voz baja en su cama después de que apagaban la luz. Mis hermanos –todos mayores que yo– estaban muy ocupados en sus trabajos o preparando agotadores exámenes universitarios, y no le dieron mayor importancia a la obsesión que crecía en mí. Los hijos menores, los llamados benjamines, estamos más expuestos a las peligrosas fantasías que germinan en la soledad. Eso usted lo sabe bien. Tan poca atención y en cambio demasiadas ocurrencias que se van acumulando… Como un frasco lleno de moscas. Curiosa metáfora, ¿no le parece?

He matado muchas de ellas, más que cualquier otro ser humano que no se dedique a ello de manera profesional. Y sé que mi aportación en esta guerra perdida es inútil. Pero dígame una cosa: si un ejército enemigo invadiera sus tierras y amenazara su propiedad, ¿no combatiría hasta el último aliento? Y aún más: si una horda de asesinos amenazara a sus hijos, ¿se quedaría de brazos cruzados sólo por el simple hecho de que el rival lo supera en número? Yo no tengo hijos, es cierto, y las pocas parejas que he tenido no supieron entender mi cruzada. En la oficina intenté formar un Club de Amigos Exterminadores de Moscas, pero fracasé. Al principio, mis compañeros de trabajo me miraron divertidos, pero cuando comencé a insistir en el tema, me dieron la espalda. Recibí incluso un memorándum del jefe pidiéndome que “pusiera fin de inmediato a una iniciativa tan absurda como perjudicial para el ambiente de trabajo”. Así que estoy solo en esto, ¿se da cuenta, doctor? A veces pienso que es mejor así. Dejar al resto de la humanidad a merced de su propia ignorancia.

CINTA 3

¿Sabía usted, doctor, que en Tuxtla Gutiérrez hay una fábrica de moscas construida por los gringos? No me extraña, es un dato poco difundido. Pero yo estuve ahí, y es un lugar impresionante. Puede visitarse, siempre y cuando se tramite el permiso con anticipación. Hasta ofrecen visitas guiadas, pero no es el paseo con el que sueña la mayoría. Es el único lugar del mundo en el que se cría y se produce industrialmente la llamada mosca gusanera. La fábrica trabaja veinticuatro horas y da de comer a mil familias. ¿Y para qué carajos existe una fábrica de moscas?, se preguntará usted. Para combatirlas, precisamente. Ésa es la genialidad del asunto. Una plaga se erradica al introducir machos estériles en una población de machos silvestres, en proporción de diez a uno, situación que provoca que las hembras tengan muy pocas posibilidades de ser fecundadas en el único apareamiento de su corta vida. Para bien y para mal, las moscas son instantáneas. Es su fortaleza y debilidad al mismo tiempo. En tres generaciones se acabó el problema. Por eso existe la fábrica. De ahí salieron los machos estériles que salvaron millones de vidas en Libia a principios de los años noventa. Moscas mexicanas, doctor. Utilizadas en contra de su propia especie. El lugar es delirante: tone ladas de carne podrida repletas de larvas de mosca. Millones de ellas vuelan en una enorme jaula de vidrio, produciendo un zumbido que compite con la turbina de un avión. Cuando llegué ahí, comprenderá usted, me sentí tan feliz como un peregrino que arriba a la Meca.

CINTA 4

Mentiría si le dijera que no practico ningún deporte. Por supuesto que no se trata de futbol, natación, jogging o cualquiera de esas actividades que hacen sentir a la gente menos culpable por lo que le hacen cotidianamente a su cuerpo. Créamelo, doctor: conozco cocainómanos que van a correr a Chapultepec. El ejercicio que practico, como ya se podrá imaginar, es algo peculiar y, estoy seguro, único en el planeta. Si el Club de Amigos Exterminadores de Moscas hubiera progresado, otra cosa sería, pero como le dije, mi iniciativa fue censurada. Practico este deporte –o pasatiempo, ¿no es lo mismo?– una vez por semana, los viernes, cuando regreso estresado por las tensiones acumuladas a lo largo de la semana. Lo preparo todo temprano, antes de salir de casa. Dejo varios recipientes con carne cruda y sanguinolenta en distintas partes, abro las ventanas y me marcho a la oficina. Cuando vuelvo, mi hogar es un hervidero de moscas. Entonces cierro las ventanas, me aflojo la corbata y me arremango la camisa, saco mi matamoscas favorito y me lanzo sobre ellas. A veces precipitadamente, dando alaridos y golpes a diestra y siniestra; otras con giros delicados, como si interpretara algún ballet sobre hielo. Acepto que si algún extraño me observara en esos momentos le parecería un espectáculo grotesco, pero yo lo disfruto y, sobre todo, me hace mucho bien. Cuando barro la alfombra negra de cadáveres, empapado en sudor y exhausto, el mundo me parece un lugar mejor y lleno de posibilidades. A veces regreso de tirar la bolsa repleta de moscas en el contenedor de la calle y descubro que se me escapó una viva. Ah, doctor, es indescriptible el placer que proporciona esa última cucharada de postre.

 

CINTA 5

Si le parece exagerado todo lo que le he dicho sobre las moscas, hacer un poco de historia nos vendrá bien, doctor. No quiero parecer un presuntuoso ante usted, pero la información es poder. Recuerdo a un maestro de inglés de mi infancia cuya mayor lección fue la siguiente: nunca proporcionaba el nombre de su perro cuando lo llevaba a pasear al parque, para que así nadie pudiera llamarlo y alejarlo de su lado. ¿Entiende lo que le digo? Pero basta de distracciones, vamos a los datos: Belcebú quiere decir “Dios de las moscas” en hebreo. Lutero, por su parte, las consideraba la vanguardia de las legiones infernales. Según otras creencias menos cultas, las moscas son siervas de las brujas, quienes las utilizan en sus hechizos y para espiar a sus enemigos. Por supuesto que yo no creo en esas supercherías: lo comento para ejemplificar el temor atávico del hombre ante este bicho. Lamentablemente, es el miedo equivocado. Cierto día, un vecino llamó a mi puerta horrorizado porque dejó la ventana de su baño abierta y se metió un montón de moscas. Creía en verdad que una amante despechada le había hecho brujería. Su rostro estaba deformado por el pánico, parecía un niño asustado por un programa de televisión nocturno. Me pidió insecticida –él no sabía nada de mis actividades recreativas secretas, curiosamente acudió a mí, ¿nada es casualidad?– pero yo le dije que no era necesario contaminar su casa con químicos. Salí armado con mi matamoscas y me encargué de eliminar la plaga. Tras ese episodio se me ocurrió una idea: arrojar también pedazos de carne putrefacta a las casas de mis vecinos y convertirme en el matamoscas oficial del vecindario; pero no estoy loco, doctor, aunque quizá a estas alturas usted ya tenga su veredicto. ¿Las moscas, enviadas del diablo? Tonterías. Tan sólo es la lucha de las especies, y no hay lugar para todos. A los supersticiosos les tengo una noticia: si las moscas provienen en efecto del infierno, entonces los humanos cometimos la estupidez de mudarnos a su barrio.

CINTA 6

Ésta es la última vez que vengo, doctor. No quiero que mis palabras se conviertan en moscas zumbando en sus oídos. Por otra parte, y no se ofenda, mis encuentros con usted no han servido para mitigar mis inquietudes. Le he dicho antes que la información es poder, pero en el fondo, conocer la verdad no sirve de nada. Mucho menos si se es el único que la posee. En el mejor de los casos, la verdad se convierte en una pesada losa; y en el peor, nos aísla y coloca la etiqueta de raros. Al menos me queda el consuelo de que no moriré ignorante. Le confieso que me siento muy cansado. El cardiólogo –a quien también visito regularmente, y quien se encarga de mi maltrecho corazón– me ha advertido sobre cierto padecimiento que requiere bisturí. Pero no pienso someterme al quirófano. El momento llegará cuando tenga que llegar; aunque parezca ingenuo, creo en los designios. Los últimos viernes me he sentido desfallecer al blandir el matamoscas. Cualquier otro tipo de persona dejaría esa actividad física tan demandante, pero yo no soy –y eso usted ya lo sabe– cualquier tipo de persona. Mañana es viernes. Hoy por la noche dejaré los recipientes con carne y las ventanas abiertas. He comprado el doble de cebo de lo habitual. Y dos matamoscas: uno para cada mano. No intente detenerme. Lo que hemos hablado aquí es secreto profesional, un código inquebrantable. Por eso y no por otra cosa es que acudí a usted, doctor. Los grandes actores mueren en el escenario. Imagine: un millón de moscas y un solo hombre en el centro del espectáculo. ¿Acaso no soy un hombre afortunado?

CUADERNO DE NOTAS

Repasé las cintas de X el fin de semana y me quedé inquieto. Atiendo a muchos pacientes extraños como para que algo me sorprenda, pero en su caso hubo algo que me dejó inmerso en pensamientos sombríos. No sabría explicar qué los provocó, lo único que se me ocurre es que se trató de una especie de premonición. Los psiquiatras no debemos involucrarnos con nuestros pacientes más allá del consultorio, pero con X seguí mis impulsos y rompí las reglas. La primera vez que nos vimos me dejó su tarjeta, así que el lunes por la mañana llamé a su oficina, donde me informaron que aún no había llegado. Le dije la verdad a la secretaria: que era su psiquiatra, que estaba preocupado por él y que me gustaría darme una vuelta por su casa para comprobar que todo estuviera en orden. No sé si me creyó o si sólo quería colgar rápido, pero me dio la dirección.

Conduje mi automóvil hasta una antigua vecindad en la Condesa, extrañado de que X viviera ahí, pues es una colonia invadida por artistas, escritores, extranjeros, oficinistas esforzados y otros trepadores sociales. Él no parecía encajar, aunque ahora que lo pienso, quizá tenía mucho sentido que su neurosis se desarrollara en un barrio tan artificial como ése. La puerta de acceso general estaba abierta y el edificio solitario: seguramente a esa hora los inquilinos trabajaban detrás de un cubículo por un sueldo que se les iba en pagar la renta. Las ventanas de su departamento estaban abiertas, como dijo. Me introduje por una de ellas, cerciorándome que nadie me viera, y recorrí con cautela los pasillos de mosaicos estilo art decó. En el aire flotaba un olor dulzón y desagradable, similar al que produce la fruta cuando se pudre. Recordé lo que X me dijo de sus cebos de carne; había recipientes, pero estaban vacíos.

Al entrar a la sala vi a mi paciente tirado en el suelo, en mangas de camisa y con la corbata aflojada. Tenía los ojos abiertos y fijos en el techo. A su lado yacían los matamoscas. A pesar de la contundencia de los hechos, sentí que algo no encajaba. Todo era demasiado obvio; parecía que X estaba representando una obra de teatro en exclusiva para mí, y que mi llegada marcaba justo la caída del telón. Pensé: ahora se levantará y se reirá a carcajadas. Pero eso no ocurrió, y tampoco fue ése el final de esta historia. Me hinqué junto a X y lo observé de cerca. Lo primero que noté es que tenía el abdomen mucho más abultado de lo que recordaba. Después escuché un ruido extraño que brotaba del interior de su cuerpo, semejante al sonido que hacen los cables de alta tensión. Luego su boca se abrió. No creo en las cosas del cielo ni en las del infierno, pero lo que salió de ella ha puesto en duda mi propia salud mental: un torrente de moscas cubrió el techo como la más negra de las noches, y se reagrupó para desaparecer por la ventana en cuestión de segundos… Una vez que la sorpresa pasó, abandoné el edificio e hice una llamada anónima para reportar el hallazgo del cadáver.

Dos días más tarde, un excompañero de la facultad que trabaja en el Servicio Médico Forense me pasó una copia de la autopsia: infarto fulminante. No conté a nadie lo que había visto aquella mañana en casa de mi paciente, y ése sí fue el final de esta historia. Mencioné antes que dudaba de mi cordura. La locura es peligrosa porque se contagia. Pero esas dudas se disiparon hace unos momentos, en una pausa que hice mientras escribo estas notas. X se equivocó; los bichos son, en verdad, cosa del infierno: sentí un espasmo en el estómago, me puse la mano sobre la boca y eructé. Cuando la retiré, una mosca salió volando.

SAMANÁ

Para Talía,

que me despertó aquella madrugada

1

Ligia desapareció en la madrugada. Cuando desperté por la mañana en el cuarto de hotel, no la encontré a mi lado. Las cortinas estaban abiertas, y a través de la ventana se veían los edificios a medio construir y las palmeras del malecón de Santo Domingo. Desde que llegamos a la isla, hace una semana, las grúas abandonadas que dominan el horizonte de nuestra habitación me parecieron siniestras: dan la impresión de que han sido puestas ahí más para derribar que para construir. Todas las mañanas he contado los edificios esperando que falte alguno. Una obsesión paranoide, porque nadie va a mover esas grúas con ningún propósito, y los cascarones de concreto seguirán siendo parte del paisaje de Santo Domingo y su atmósfera; parece como si el tiempo se hubiera detenido en este lugar. Ligia sabía de mi pequeño ritual matutino y por eso dejó las cortinas abiertas antes de marcharse: un último mensaje, metáfora obvia de las ruinas de nuestra relación.

Volví a contar los edificios antes de decidirme a bus-carla, retrasando el momento de afrontar su partida. Dados los acontecimientos de los últimos meses y la conversación con el taxista que nos llevó del aeropuerto al hotel en días pasados, no podía esperar otra cosa. Tras revisar el baño y buscar alguna nota inexistente, decidí que seguiría cierto “protocolo” antes de comunicar a los organizadores de la Feria del Libro lo que para mí ya era un hecho: que mi mujer había desaparecido. Son las palabras que prefiero utilizar, aunque otros con seguridad considerarían más adecuado decir “se marchó” e incluso “me abandonó”. Ni yo mismo comprendo todo esto, así que lo pongo por escrito. Mis actividades en la Feria terminaron ayer, y mañana debo tomar el avión que hará escala en Panamá y después me devolverá a la Ciudad de México; un avión que, evidentemente, tomaré solo.

Hice el “protocolo” al que me refería; busqué en el lobby y en el restaurante, en la sala de Internet y en la piscina, y después retrasé aún más el momento de dar la noticia a los organizadores y subí a escribir estas páginas a la habitación, donde hay un cómodo escritorio que desde el primer instante de nuestra llegada me hizo despreciar el de mi estudio y desear escribir algún relato en él. Todos los días lo pensé, aunque no tenía alguna idea concreta que me permitiera arrancar, así que me limité a mirar el mueble por el rabillo del ojo mientras leía o intentaba seguir un programa en la televisión. Ahora ese deseo se está cumpliendo, y me pregunto si la voluntad de escribir un cuento, una historia, no echará a andar mecanismos siniestros e insospechados a nuestro alrededor. Nunca he entendido bien de dónde nace un relato, si es que nace o si en realidad está en alguna dimensión paralela, esperando a que el escritor meta la mano en la oscuridad y saque de ella algún conejo muerto. Lo cierto es que escribir historias y libros me ha llevado a algunas partes del mundo, incluida República Dominicana. No creo en la trillada idea de que los viajes y los lugares remotos y exóticos inspiran y proporcionan material a los autores –eso se debe, sobre todo, al esnobismo exacerbado y propio del gremio; generalmente las mejores historias están a la vuelta de la esquina, a veces basta con abrir un periódico, y si es de nota roja, mejor–, pero en este caso, si bien esta historia se originó en México –en Tampico, para ser más exactos–, en realidad encontró su destino inevitable en la isla caribeña.