Calles de ida

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© Antonio Pardines y Manyo Moreira

Diseño de edición: Letrame Editorial.

ISBN: 978-84-18398-81-0

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00

—Señoras y señores pasajeros, les habla el comandante. En breves momentos aterrizaremos en el aeropuerto de Santiago de Compostela. La temperatura en... —El repentino movimiento del pasajero de su derecha, y su posterior comentario, al que Miguel apenas prestó atención, apartaron sus ojos de la lectura—. La tripulación espera que el vuelo haya resultado de su agrado...

«La última vez que vine, no era más que un crío. ¿Qué edad tendría? ¿Ocho? ¿Diez años? ¿Importa? No guardo buenos recuerdos de aquellos días en la aldea de mi padre. Rodeado de nada y de extraños que han desaparecido. Pero el más extraño de todos... Era él. Quizá no entonces, aunque sí después del divorcio. ¿A qué he venido? ¿A ofrecer mi adiós a un desconocido? No, no puede ser eso. Me motiva resolver el asunto de la herencia».

Cuando Miguel se apeó del autobús, que le condujo desde el aeropuerto de Lavacolla hasta la estación de autobuses compostelana, vio el cielo urbano encapotado. Aunque no le sorprendió. Allí estaba, de nuevo en Galicia, después de veinticinco años de ausencia, con la lluvia dándole la bienvenida.

«Seguramente, la ciudad habrá cambiado; también yo lo he hecho», pensó mientras subía las escaleras rumbo al puesto de información donde pretendía enterarse de los horarios de los transportes a Vedra, el municipio donde su padre había sido enterrado, y donde se encontraba la finca que le había legado.

Abandonó la central de autobuses por una de las puertas que daban a la rúa Anxo Casal. A su derecha, vio un conjunto de edificios al que apenas prestó atención. Era el complejo administrativo de la Xunta de Galicia, el órgano autonómico gallego. Pero en aquel momento sus preocupaciones principales no eran administrativas, eran mojarse lo menos posible, en la calle, y hacer lo contrario en la ducha, al llegar al hotel. Se acercó al plano callejero que había en el exterior de la estación. Lo consultó y supo que no estaba lejos de la calle Santa Clara. Su destino estaba a la vuelta de la esquina. Así, pues, sin perder tiempo, emprendió la marcha. Caminó por Anxo Casal hasta girar a la izquierda, dejando a su derecha el complejo de San Caetano. Apuró el paso por la rúa de Pastoriza e hizo lo propio a lo largo de la calle Basquiños. En realidad, ambas se unían en una alargada, que hacía lo propio con la de San Roque, aunque, a él, nada le decían aquellos nombres. Justo antes de llegar a esta, se detuvo y, debajo de una cornisa, observó alrededor. Descubrió el pequeño hotel a una distancia de apenas veinte metros de su posición. Allí había reservado la habitación para una semana, tiempo más que suficiente para arreglar el papeleo de la herencia.

Recordó la llamada recibida la semana anterior e hizo lo propio con la voz que le había dejado sin palabras. Perplejidad y sorpresa fueron las respuestas que obtuvo el abogado, después de notificarle el deceso paterno. Miguel ni siquiera podía precisar cuándo había sido la última vez que había hablado con su padre. Y le extrañó ser el heredero de sus bienes, pero, sin trabajo, sin ataduras y sin nada que valiera la pena, ser heredero no podía ser peor que no serlo. Estaba cansado de su apatía, soledad e irresponsabilidad, de vivir en una especie de limbo que lo situaba entre el final de una época y el inicio de la incertidumbre, que se le antojaba infinita, pues era incapaz de dejarla atrás. Desde aquel día, con frecuencia, había pensado en su padre. ¿Qué sabía de él? Nada, respondía. Desde que desapareció de su vida, poco antes de que su madre se casara con Juan, hombre que nunca llenó el vacío generado por la separación de sus padres, la palabra nada se había convertido en sinónimo de papá.

De nuevo, se preguntó qué le había empujado a viajar a Galicia. ¿Su conciencia, que le obligaba a presentar sus respetos a quien le había dejado en propiedad una finca de más de dos hectáreas? No tenía respuestas, o no quería encontrarlas o enfrentarse a ellas. Dejó que el optimismo venciese, pues, ante sí, se abrían nuevas posibilidades. Era consciente de ello y también lo era de que por mucho o poco que fuera la herencia, siempre sería más de lo que poseía en aquel momento. Aunque, al pensar en su padre, no podía evitar sentir cierta amargura, quizá tristeza. Para él, aquel era el extraño que le había dado la vida, pero de quien apenas guardaba un vago recuerdo.

Calmaba sus remordimientos con la idea de que se trataba de un desconocido. Sin embargo, sabía que no era así. No podía negar sus primeros años al lado de aquel hombre; había recibido sus atenciones, el cariño y la complicidad que nunca encontró en su padrastro.

«Entonces, ¿por qué me abandonó?», se preguntó mientras el agua de la ducha descendía sobre su metro setenta y seis en su carrera hacia el desagüe. No era la primera vez que se planteaba aquel interrogante. Lo había hecho antes. No una, sino muchas veces, y siempre con la misma respuesta. «La ruptura. Sí, claro, pero otros padres se separan y no desaparecen de la vida de sus hijos». Se consideraba testigo y víctima del olvido y, en determinados momentos, aún sentía el dolor de los primeros tiempos, cuando la ausencia paterna se llenó con dosis de extrañeza y tristeza.

Su madre volvió a casarse, apenas trascurridos tres meses desde el divorcio. Miguel nada dijo al respecto, ni la premura del enlace le resultó extraña, tampoco se detuvo a reflexionar sobre el asunto. En aquel momento, solo podía pensar en sí mismo, era un niño, pensaba en la soledad que antes ocupaba su padre. Pero, tiempo después, empezó a sospechar que el matrimonio entre Juan y su madre había sido precipitado, sobre todo para dos personas que apenas se conocían.

Aseado y vestido, salió de la habitación. Dejó la llave en recepción y, ya en el en exterior, observó su reloj. Marcaba las doce y media. «Buena hora para pasear por la ciudad», se dijo, sin olvidar su intención de viajar a Vedra ese mismo día. Sabía que Santiago no era una ciudad de grandes distancias, así que tenía tiempo para una visita rápida a la famosa catedral donde, según la leyenda, descansaban los restos del apóstol Santiago. Él lo dudaba, como también dudaba de otras muchas cuestiones.

Avanzó por San Roque hasta dar de narices con la antigua puerta de la Algalia, la cual, por circunstancias humanas y temporales solo era el recuerdo imaginario de una de las siete aperturas de la muralla urbana, también desaparecida tiempo atrás. Miguel traspasó aquel marco ya inexistente y entró en la «zona vieja». Con paso firme y apurado, caminó aquella calle estrecha hasta el fondo, según el sentido de su marcha, y descendió la pendiente, que lo condujo directamente a la plaza de Cervantes. Allí sintió ser uno más entre las decenas de transeúntes que se desplazaban en alguna de las cuatro direcciones que partían o llegaban a la fuente cervantina. Según caminaba hacia ella, giró a su derecha y paseó la Azabachería, que, en otra época, la ocupaba el gremio de artesanos que trabajaba el azabache.

Sabía que la plaza del Obradoiro se encontraba a pocos metros de distancia, pero, antes de llegar, se detuvo frente a la fachada norte de la catedral. Pensó que era una cara pétrea sombría y fría, pero no negó su hermosa, ni su armonía con el entorno. Fugazmente, desvío su atención hacia la pared blanca del palacio de Gelmírez, cuyo nombre remitía al apellido del arzobispo que ordenó su construcción, antes de centrarla sobre el edificio al que previamente había dado la espalda. Reconoció el monasterio de San Martín Pinario, igual que reconocía que se había equivocado respecto a Santiago. La ciudad no había sufrido cambio alguno, al menos, no en su corazón de piedra. Aceptó la inmutabilidad de aquel lugar, mientras, a su alrededor, varios turistas se dedicaban a tomar fotos. Miguel supuso que en los meses estivales el número de visitantes se triplicaría o cuadruplicaría, pues, en el ahora de aquel noviembre, era minoritario. Miró al cielo y el gris continuaba dominando en el firmamento. Sin demasiada convicción, pues estaba convencido de que no tardaría en llover, descendió por las escaleras del túnel bajo Gelmírez, oscuro, de buena acústica y también esperanzador. Descendiendo las escaleras, Miguel entrevió un mínimo insignificante de la grandeza de la plaza más representativa de la localidad. Durante aquel breve interludio, las notas musicales de una gaita lo acompañaron. Eran sonidos que rebotaban contra las paredes del túnel, produciendo la emotiva melodía que dejó de escuchar en cuanto dio sus tres primeros pasos sobre la piedra del Obradoiro, sobre la cual, turistas y vecinos se confundían en su ir y venir y se distinguían por las cámaras, las mochilas y las ropas.

 

En su intento de recordar la última vez que había estado en aquella joya arquitectónica, donde todavía cohabitan estilos y épocas pretéritas, se encontró frente al Pazo de Raxoi, sede del ayuntamiento compostelano, edificado por mandato del arzobispo que le dio nombre. Construido durante el apogeo neoclásico del siglo xviii, como residencia de los niños del coro y del seminario, el edificio lucía formas geométricas y columnas que emulaban las cinceladas por los arquitectos de la Grecia clásica. «No desentona», pensó, antes de descubrir, en la parte superior, la figura de Santiago sobre su caballo blanco. Ladeó su cabeza hacia su izquierda y descubrió un vehículo turístico disfrazado de tren, alrededor del cual se concentraba un grupo, que supuso a la espera de subir y recorrer las calles de la ciudad, pero para Miguel el encanto urbano merecía ser descubierto a pie.

Sin prisa y sin rumbo, sin saber qué hacer, si quedarse o salir de allí para volver en otro momento, se movió por la plaza, observando y escuchando piedras que le hablaban de aquellos días que solo existían en su memoria, cuando su madre y su padre lo guiaban por ese espacio que, en su ahora, apreciaba de forma distinta. Era consciente de que la diferencia entre el ayer y el hoy no estribaba en su mirada adulta, sino en la impresión de dos instantes íntimos tan diferentes y distantes, aunque ambos se igualarían cuando se perdiesen en el tiempo que no parecía afectar al espacio donde se hallaba.

Después de su reflexión y de no tumbarse sobre el piso mojado, abandonó el Obradoiro, acompañado a su derecha por el pazo de San Xerome. La despedida fue rápida, apenas una mirada que le permitió ver una mínima parte del claustro, y encaró la ligera pendiente de la rúa do Franco, calle estrecha, bulliciosa y salpicada de locales, en su mayoría restaurantes, vinotecas o bares de tapas que nada tenían que ver con las tascas que, años atrás, ocupaban aquellos mismos bajos. También observó varias tiendas de productos típicos. Quiso pasar desapercibido, pero una muchacha salió a su encuentro y le comentó las excelencias de la tarta de almendra de Santiago y de las piedras dulces recubiertas de chocolate colocadas sobre la bandeja que le acercó, por si gustaba probar. Aquellas artesanías culinarias, a Miguel poco o nada le interesaban. Por su mente le rondaba una opción menos dulce, la de disfrutar de una buena mariscada, aunque, consecuente con el horario y con el vacío de su bolsillo, decidió dejarla para cualquier otro día.

01

La finca

El autobús se detuvo en Vedra, municipio a quince kilómetros de Santiago y a dos de su destino final. El terreno heredado se encontraba al sureste, aunque, más allá de este dato geográfico, Miguel ignoraba qué encontraría allí, salvo una extensión de poco más de dos hectáreas de superficie. Además, ni siquiera tenía en su poder las llaves de la finca, cuya ubicación conocía por las referencias que le habían dado. Su idea contemplaba venderla y con el dinero recibido alcanzar desahogo económico. Hasta ese momento había vivido al día, apurado por la falta de liquidez, su fiel compañera desde que decidió independizarse, aunque dudaba que esto fuese totalmente posible. Era consciente de que la época no era la más adecuada para llevar a cabo una transacción beneficiosa, aun así, tenía la esperanza de encontrar comprador y pactar un precio satisfactorio.

«¿Y si no logro venderla o me ofrecen una mierda? Entonces, ¿qué coño hago». Las dudas lo asaltaron mientras caminaba por el arcén de la solitaria carretera, pero estaba acostumbrado a preguntarse y no responder.

Era viernes y la reunión con el abogado la había concertado para el lunes, día que también aprovecharía para acercarse hasta una inmobiliaria y consultar las opciones de venta. En realidad, fue el abogado quien la propuso, con el fin de detallar a Miguel cuestiones que este ignoraba. Pero, hasta entonces, le quedaba todo el fin de semana por delante. «Y es todo para mí», se dijo, «quizás para perderme», o quizás para olvidar el desencanto que últimamente se empeñaba en hacerle compañía.

En aquel momento tenía clara su intención. Quería echar un vistazo al terreno y regresar a Santiago. Y, una vez en la ciudad, entrar en alguna tapería, bar o restaurante con encanto, o sin él, y darse un homenaje culinario. Luego pasearía por la nocturnidad, quizá tomaría una o dos copas en algún local y, ya saciada su curiosidad y su sed, intentaría dormir, ajeno a preocupaciones. Solo eran ideas que, de camino, barajaba. La realidad la encontró frente a él. Era la finca de su padre, la finca que le abriría las puertas al nuevo comienzo que aún estaba por decidir.

A pesar de las referencias del albacea, Miguel había consultado su teléfono para localizar la ubicación exacta. Tras conseguirla, se detuvo a pensar en las posibilidades e imposibilidades que ofrecían los adelantos tecnológicos. Reflexionó sobre si formaba parte de un todo que amenazaba su individualidad, a la par que potenciaba la pérdida de identidad de cada miembro del conjunto. A veces, lo sospechaba. Y también sospechaba que él mismo la había perdido en algún punto de su recorrido, aunque tiempo antes de la aparición de móviles, redes sociales y rollos virales.

Irregular en su perímetro, la finca prácticamente formaba un rectángulo. Delimitado al sur por la carretera, al norte por un muro, y al este y oeste por caminos de tierra que la separaban de los terrenos vecinos. Observó varios soportes de piedra. Calculó que rondarían el metro ochenta de altura. Por ellos se extendían alambres y ramas que parecían querer abrazar cada centímetro del metal que las soportaban. El espacio carecía de cerca, así que el acceso le resultó sencillo, aunque, probablemente, ninguna barrera le hubiese impedido entrar, pues su curiosidad y la emoción de conocer lo habrían impulsado a saltar cualquier muro o valla. Puso los pies sobre el terreno y comprobó cómo este se hundía suavemente bajo su peso. Observó sus zapatillas deportivas cubiertas de barro. No le preocupó, ya las limpiaría en la habitación del hotel.

«¿A qué huele?». Era un olor intenso, aunque nada desagradable, más bien lo contrario. Miguel no tardó en atribuirlo a la tierra húmeda sobre la cual avanzaba, entre indeciso y desorientado. Lentamente, se adentró bajo el emparrado, que le devolvía la sensación experimentada en el túnel de piedra por donde había caminado apenas tres horas antes. Pero en ese instante, el material que le cobijaba era un ser vivo que dormía sin prestarle atención y descuidando sus hojas, entonces de color pajizo, y similares a las desparramadas sobre el suelo.

El pasadizo vegetal tocó a su fin y, frente a sí, Miguel descubrió un edificio de base circular, cuyo aspecto, más que descuidado, era lamentable. «Posiblemente —observó la parte superior, salpicada de pequeños arcos—, por ahí saldrían y entrarían las palomas». Aquella sensación de abandono no era exclusividad del palomar. A pocos metros de allí se encontró con una especie de cobertizo de piedra. Accedió a su interior después de pisar la alfombra de erizos y de castañas que cubría el suelo, y que corroboraba que el otoño y la naturaleza se habían adueñado del lugar.

Habían transcurrido dos meses desde el fallecimiento paterno, en septiembre, tiempo más que suficiente para que hojas y frutos arbóreos se extendieran por la superficie que, segundos atrás, soportaron su paso. Una vez dentro, el sonido de ramas húmedas y en descomposición, menos sonoro y estimulante que el de las secas, no desapareció, varió. El suelo del interior estaba salpicado de hojas de diversas variedades, de helechos, de paja y de viejos aperos de labranza conquistados por la oxidación. Se detuvo y suspiró. «¿Y este desorden? No recordaba que mi padre fuese tan descuidado» murmuró sin prestar oído a otro sonido de hojas pisadas.

—Buenas —saludó una voz a su espalda—. ¿Qué? ¿Dando una vuelta?

Miguel se sobresaltó, aunque, al instante recobró el aplomó necesario para girarse. Ante él, un desconocido, cuya edad aproximó entre sesenta y setenta años, simuló una sonrisa. El rostro no mostraba sorpresa ni hostilidad, pero sí curiosidad. Su complexión robusta evidenciaba la de alguien curtido en trabajos de campo o de otro medio donde la exigencia física y el constante contacto con los caprichos meteorológicos fuesen parte de la cotidianidad laboral. La figura, inmóvil y expectante, lo incomodó, aunque Miguel no rehuyó la mirada. Observó al extraño y vio que, en cada una de sus manos, sujetaba una botella.

—Sí, algo así —contestó Miguel, sin intención de entrar en detalles.

—Pertenece a un amigo. Bueno, ya no... Ahora es del hijo, del único que tuvo; aunque es muy probable que el muchacho no venga por aquí. Es de fuera, ¿sabe? ¿También es de fuera?

Miguel asintió, sintiéndose estudiado por aquel desconocido. Por un breve instante, en el esbozo de sonrisa, creyó ver una mueca burlona. También tuvo la sensación de que el extraño iba a decir algo, pero guardó silencio y, durante los siguientes segundos, el viento, golpeando las hojas, fue lo único que se dejó escuchar. Fue una brevedad que desconcertó al joven, quizá también a quien tenía enfrente.

—Bueno, pues nada. Hasta otra y que usted tenga un buen día —dijo el desconocido, rompiendo el silencio.

—¡Soy el hijo de Paco! —gritó, sin saber por qué.

—¿Miguelín? ¿Miguelín? ¿Tú eres Miguelín? —repitió Miguelín como si albergase dudas—. ¡Manda Carallo! ¡Menuda sorpresa se llevaría tu padre! —exclamó mientras se aproximaba—. Ya decía yo, que había algo familiar en ti. ¡Y tanto! ¡Si eres igualito, pero en fino! —bromeó con el parecido, a un metro de distancia—. Pero ¿qué haces aquí? ¿Cómo no avisaste de tu llegada? Pero... ¡Miña nai querida! ¡Ahora mismo vienes a casa y tomamos un vino a la salud del viejo!

—Muchas gracias —agradeció la cortesía, aunque sin poder disimular su perplejidad—. Pero me gustaría echar un vistazo a la finca.

—Por mí no hay problema. Me es lo mismo tomarlo aquí que allí. —Desvió su mirada hacia las botellas, previo a posarlas sobre una caja de madera—. Es más, no me marcho hasta que tengas esto. Seguro que te harán falta —dijo con un juego de llaves que había extraído del bolsillo de la chaqueta.

Miguel intentó reflexionar con rapidez. Supuso que aquellas llaves serían las del caserón que había visto antes, hacia el fondo de la finca. Por tanto, si se deshacía de aquel rostro ajado y de barba de tres días, no podría acceder a la casa de piedra —«a buen seguro, húmeda y gris» había pensado al verla a lo lejos—, que se encontraba próxima al muro de cantería que cercaba el terreno por su parte norte, salvo el portalón que había descubierto poco antes de entrar en el cobertizo. Así, sin nada que perder, aparte de su tiempo, decidió ser práctico y aceptó la propuesta.

—Antes de tomar ese vino, puedes aclararme el porqué de este descuido.

—¿Qué quieres que te diga? Supongo que tu padre no necesitaba esto y lo dejó como estaba.

—Entiendo —aceptó Miguel, consciente de que la respuesta de aquel individuo no le aportaba demasiado.

—Olvidaba que no me conoces. Suso, me llamo Suso. En cambio, yo a ti como si te conociese de toda la vida. Tu padre me hablaba de ti, que si Miguel es un mozo de catorce años, que si un hombre hecho y derecho... Ya sabes, los padres. A nuestros hijos ni mu y por ahí vamos soltando nuestro orgullo paterno.

Miguel estuvo a punto de responder que no tenía ni idea de cómo eran los padres, sin embargo, se limitó a guardarse la respuesta.

—Encantado —mintió lo mejor que supo, antes de preguntar qué función tenía la construcción donde se encontraban.

—Hace tiempo la usaban como cuadra para los caballos. Esta finca pertenecía a gente de mucho dinero, pero, ya ves, ahora no sirve para nada. Hoy en día muchas cosas ya no sirven para nada, vamos, digo yo.

Suso estiró el brazo izquierdo hacia las botellas. Sujetó una y, antes de recoger la otra, ofreció su mano derecha al muchacho. Era una mano fuerte, callosa, venosa, salpicada de manchas oscuras, que descubría el trabajo de muchos inviernos y veranos. Miguel la estrechó y notó su rugosidad y su firmeza, que respondía a la de aquel hombre que le aseguró estar encantado de ayudarle.

—Perdona mi curiosidad, pero ¿por qué tienes las llaves de la casa?

—Eso habría que preguntárselo a Paco. Aunque imagino que sería porque confiaba en mí. Fuimos grandes amigos.

Caminaron en dirección a la casa, mientras Suso hablaba de esto y de aquello y, en ocasiones, preguntaba cuestiones que el interrogado eludía, prestando atención a la finca.

 

—Aquello —señaló hacia el túnel—, me llamó la atención. No recuerdo haber visto algo parecido. No hasta hoy, que he visto varias por el camino.

—Son parras, muy típicas aquí —respondió Suso, sin concederle mayor importancia.

—Sí. Las hay por todas partes, pero ¿por qué tienen esa forma?

—Muy sencillo. Así se alejan las ramas del suelo y, según palabras de un experto que conozco muy bien, se mejoran las condiciones de desarrollo de la viña. —Sonrió el paisano—. Por lo visto no sabes a qué se dedicaba tu señor padre. No te preocupes, eso lo arreglamos en casa, tomando el vino, un poco de queso de Arzúa y chorizo de Lalín.

02

Familia

Miguel consiguió su objetivo, al menos en parte, puesto que solo echó un vistazo fugaz, que le permitió una idea inexacta del interior de la vivienda. Suso le había advertido que pronto anochecería y le aconsejó que regresara a la mañana siguiente y, con todo el día por delante, investigase cuanto quisiera. «Sí, será lo mejor. Mañana vendré sin “mochila”» y asumió que un vino en compañía de quien acababa de comparar con una mochila no le supondría mayor inconveniente.

Caminaba detrás de su guía, que avanzaba hacia una casa que apenas distaba quinientos metros. Cuando llegaron a la finca de Suso, Miguel comprobó que era de características similares a la suya, salvo que ocupaba menor superficie y, aunque también tenía cepas, estas se enredaban de manera vertical para huir del suelo.

—¿No tienes parras? —preguntó.

—Las tuve, pero uno de mis hijos, el mediano, me convenció y las cambié por las espalderas.

—¿Espalderas? ¿Lo dices porque están erguidas?

—Supongo que será por eso. Como puedes ver —separó ambos brazos de su cuerpo y los posicionó horizontales—, soy tradicional, pero Carlos, no. —Sonrió al recordar a su hijo—. Y es mejor no discutir con él. Umm... Supongo que las dos son válidas. A mí me valen ambas. Pero si te interesa el tema y si coincidís, te lo presento y le preguntas.

—Eso depende. Depende del tiempo que me quede por aquí —aclaró, pensando en que si sus asuntos marchaban como deseaba, no tendría que volver a ver a Suso, y menos aún a su hijo, a quien nunca conocería.

—¡Marisaaa! —vociferó el anfitrión tras abrir la puerta—. ¡Me acompaña un invitado sorpresa! ¡Y qué sorpresa!

Por el corredor de la izquierda asomó una mujer de edad pareja a la de Suso. Su cabello dejaba entrever que en el pasado había sido completamente oscuro, aunque en aquel momento las hebras plateadas ganaban la batalla del tiempo. Su rostro, agradable y ligeramente sonrosado, no carecía de cierta complicidad, que a Miguel le hizo sentir más cómodo.

—¿Sabes quién es? —preguntó Suso empleando un tono alegre, al tiempo que posaba su brazo derecho sobre el hombro del invitado.

—¿Y cómo quieres que lo sepa? ¡Se te ocurre cada cosa! ¡Mi madriña, cómo andamos! —contestó Marisa.

Miguel dudaba si saludar, si sonreír, si salir de allí por piernas... E ignoraba cómo enfocar la situación. Por saber, ni sabía definir el momento, salvo que era desconcertante y que, por mucha fantasía que le hubiera echado, nunca habría imaginado que iba a ser el centro de atención de dos desconocidos que, al parecer, lo conocían. No obstante, allí estaba, prisionero sorpresa de dos sexagenarios que disfrutaban retándose a un juego de acertijos que él no encontraba divertido, o quizá sí, pues, a medida que observaba, atribuyó cierta gracia a las muecas y a los gestos de la caótica pareja.

—Venga, mujer... Sé buena y esfuérzate. Di lo primero que se te ocurra —suplicó su marido.

—Pero si acabo de decir diez nombres... Está bien —cedió ante el ruego en la mirada de Suso—. Si tan importante es para ti que suponga, lo hago y se acabó. Y supongo que será alguien que conociste en la taberna de Lois. No, eso ya lo pensé. Puede que sea algún vendedor, que a ti te ven cara de... Bueno. Alguien será, digo yo.

Miguel pensó que aquella mujer no andaba desencaminada. Él era alguien y tenía la intención de vender, y le daba igual quiénes fueran los compradores. Bien podría ser la pareja o cualquiera que pagase la cantidad que consideraba adecuada. En ese instante supo que no se había equivocado al aceptar la invitación. De presentarse la ocasión, les hablaría de la venta. «Con un poco de suerte, quién sabe, quizá me hagan una oferta».

Sin olvidarse del juego, el matrimonio lo guio hasta la cocina, amplia y de paredes de piedra, donde se descubría una mezcla de pasado y presente. Igual aceptaba en su superficie la tradicional lareira, como la inducción o el lavavajillas, que se encontraba bajo el enorme ventanal que permitía ver la parte posterior de la finca.

—Siéntate. —Más que ofrecimiento, fue una orden de Marisa.

—Gracias —titubeó el aludido y tomó asiento.

—¿Qué? ¿Te rindes? —insistió Suso.

—¡No me loquees! ¡Que hoy no estoy para tus bromas! ¡Hazlas mañana! ¡Que es tu cumpleaños y tus hijos vienen a comer!

—¡Pues vaya! ¡Qué memoria la mía! —exclamó el hombre, igualando el tono de su mujer y palmeándose la frente—. ¿Qué le vamos a hacer? Cosas de la vejez. —Hizo un guiño a su invitado.

—Si no es buen momento, puedo volver más tarde o quizá otro día.

—¡De eso nada! ¡Tú te quedas! ¡Eres como de la familia! —exclamó el anfitrión ante la incrédula mirada de Marisa.

—Ahora me vas a salir con que tenemos un nuevo hijo, pues será tuyo, que yo no lo parí. —Y se dejó dominar por la risa.

—No andas desencaminada, no, señora. —Tamborileó sus dedos sobre la superficie de la mesa—. Tan-Tata-Chán... ¡Es el hijo de Paco!

Marisa desvió su mirada de su marido a las facciones del desconocido. Algo en aquellos rasgos le habían recordado a alguien. Pero, en un primer momento, no supo decir a quién y cedió en el intento. Ahora no tenía la menor duda, aquella cara había heredado rasgos de Paco. Tez morena, cejas pobladas, aunque bien perfiladas, labios carnosos, orejas tirando a redondeadas y unos ojos grandes y oscuros, que brillaban incapaces de ocultar las emociones que fluían tras ellos.

—¡Bienvenido, mi niño! ¡Eres el vivo retrato de tu padre! ¡Dame un abrazo! —exclamó la dueña de la casa.

Miguel no daba crédito a la escena. Sin más, le decían que formaba parte de una familia, aunque sabía que su familia se reducía a su madre, con quien apenas mantenía relación, y a su hermanastra, diez años más joven que él y fruto del segundo matrimonio materno.

Suso no reparó en el rictus de sorpresa de Miguel. Se levantó y se dirigió a uno de los muebles. De allí sacó tres copas de cristal y las puso sobre la mesa. Sin preguntar si querían o no, descorchó una botella. Llenó las copas y una la acercó a su invitado, otra a su mujer y la tercera se la quedó.

—Prueba. Lo elaboraba tu padre. Verás qué maña se daba. De hecho, el muy jodido tenía un don especial para esto.

Miguel se sentía apabullado ante la familiaridad del desconocido, pero su sensación de incomodidad fue menguando y, gracias a ello, se dejó guiar por el sabor del vino, que si bien no sabía cómo definir, sí podía decir que le resultaba agradable al paladar. Suso rellenó las copas, una, dos, tres veces, mientras hablaba y recordaba a Paco.

—¿Sabes? Tu padre anduvo embarcado antes de dedicarse a vender uvas.

—No, no lo sabía. Pero esto está bueno —dijo señalando la copa.

—¡Pero hombre! Come un poco de queso, que el estómago vacío es más falso que judas. Aunque a decir verdad, es una falsedad gustosa, de esas que no tienes en cuenta.