Los esqueletos en el armario

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Los esqueletos en el armario
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Letrame Editorial.

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© Antonella Menoni González

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1114-063-8

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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Wealdford, 8 de agosto de 2017

Cinco amigos, cubiertos de sangre, viajan en un auto robado y llevan un cadáver en el baúl del vehículo. Eso debería resumir bastante bien la situación.

Con cada curva se podía escuchar cómo el cuerpo se sacudía bruscamente y golpeaba contra las paredes del habitáculo. El miedo y la preocupación vagaban en el aire. Yo me dediqué a mirar hacia abajo y a tratar de no ahogarme con mi agitada respiración.

Traté de mantener la calma, pero lo cierto es que no me caracterizo por ser una persona que maneje con tranquilidad las cosas. Y menos en una situación como esta. Miré por la ventana trasera del auto para intentar distraerme con la vista de las calles de Wealdford durante la noche.

Había que admitir que las casas elegantes del pueblo parecen bastante bonitas bajo la luz de la luna. Pero, en el momento en que mi mente lograba concentrarse en ese pensamiento, el ruido proveniente de la parte trasera volvía a interrumpir el silencio y me traía de vuelta a la realidad.

Comencé a restregarme frenéticamente las manos en un intento por limpiarme la sangre, que parecía estar impregnada en mi piel. Era inútil, por más esfuerzo que hiciera seguía sin salir. Finalmente, el auto se detuvo y nos encontramos frente a una mansión abandonada —aunque se mantenía en un estado bastante decente tras haber sufrido un incendio un par de años atrás—.

Sabíamos perfectamente que no había nadie en la calle. Eso hacía las cosas un poco más fáciles, ningún testigo posible. O al menos eso creíamos. Era la noche más importante del año en el pueblo y todos estaban juntos en un mismo lugar. Yo solo esperaba que nadie notara nuestra ausencia.

Una vez que salimos del auto nos dirigimos al baúl. Alcé la mirada y tragué saliva al ver la mansión, era inmensa pero conocía perfectamente cada rincón. Con cuidado levantamos el cuerpo entre todos y lo llevamos hacia el interior de la casa. Traté de concentrar mi mirada y mi mente en otra cosa que no fuera la sábana blanca que cubría el rostro de la persona que estaba cargando.

Al entrar a la casa observé cómo la luz de la luna se filtraba por las ventanas rotas e iluminaba el candelabro de cristal que seguía intacto en la entrada. Sabíamos perfectamente en dónde ocultar el cuerpo, pues ya habíamos dedicado unos intensos diez minutos a discutir ese asunto.

Subimos la escalera con dificultad. Sentía que mis brazos se estaban entumeciendo por el esfuerzo. Llegamos a la habitación principal y allí observé lo que iba a ser «el escondite»: un gigantesco armario de madera que se encontraba en una de las esquinas del cuarto.

—¿Qué vamos a hacer con esto? —preguntó Emma, sosteniendo las llaves del auto.

—Tenemos que deshacernos de eso también —respondí, haciendo cero esfuerzos por esconder la inquietud y el miedo de mi voz.

Una vez que terminamos con lo que debíamos hacer en la mansión nos fuimos a casa de uno de nosotros, ya que serviría como el lugar para nuestra coartada.

***

A la mañana siguiente desperté con las sábanas empapadas en sudor. La noche anterior se había reproducido en mi cabeza sin parar mientras intentaba dormir. Bajé a la cocina y allí estaban sentados los otros tres sin decir una palabra. Como si hubieran visto un fantasma. Bueno, casi, un cadáver.

—¿Dónde está Emma? —pregunté con el presentimiento de que algo no estaba bien.

—Nos despertamos y ya no estaba. Acabo de ver un mensaje que me mandó a la madrugada diciendo que estaba en la mansión —explicó Noah mientras jugaba con su llavero. Hacía eso cada vez que estaba nervioso.

Escuché ruidos en el piso de arriba y pensé que seguramente sería mi familia. Ellos habían regresado del baile después que nosotros, así que ya teníamos testigos que podían confirmar nuestra presencia en la casa la noche anterior. Esperaba que eso fuera suficiente en caso de que precisáramos una coartada.

Volví a concentrarme en el nuevo problema que había surgido. ¿Por qué Emma volvería allí, sola, en el medio de la noche? La conocía lo suficiente como para afirmar que no se iría en el medio de la noche así nomás. O por lo menos no sin avisarme. Definitivamente algo no estaba bien.

Teníamos que encontrarla. Su teléfono estaba apagado, así que fuimos hasta la mansión a ver si encontrábamos algo. Agarramos nuestras bicicletas, que habían quedado en el patio de la casa el día anterior, y pedaleamos hasta allí.

Cuando llegamos, nos aseguramos de que nadie nos viera entrar. Aún había un cadáver allí y no queríamos que nadie nos vinculara con él.

Entramos por la puerta trasera. En cuanto estuve en la sala un pensamiento me cruzó por la cabeza, pero en serio esperaba que solo fueran mi paranoia y mi miedo hablando. Subí las escaleras atropelladamente, saltándome varios escalones. Corrí hasta la habitación del armario y con manos temblorosas lo abrí de par en par.

El cuerpo ya no estaba. Tampoco había rastros de Emma por ningún lado.

Tom

Wealdford, actualidad

Mi hermano me codeó cuando el auto se detuvo. Me obligué a sacar la vista del libro por un segundo para contemplar nuestra nueva casa. Quedé sorprendido por el tamaño, era inmensa para solo tres personas.

La mansión era fascinante. Todo el lugar en sí estaba inmaculado, como si se hubiese terminado de construir apenas unos días atrás. Había un cantero de flores rojas a cada costado del camino de piedras que conducía hasta la entrada.

Tras una de las ventanas del piso de arriba se dejaba entrever un sillón y pensé que ese sería un buen lugar para leer.

—¿Ninguno me piensa ayudar con las cajas? —se quejó mi madre.

Los dos nos habíamos quedado embobados mirando la casa, pero enseguida reaccionamos y fuimos hasta el auto a sacar un par de cajas cada uno. Aaron, mi hermano, luchó con una de las más pesadas. Cuando comprendió que se trataba de la caja en donde estaban algunos de mis libros, puso los ojos en blanco.

Nos llevábamos un año de diferencia, yo era el menor. No nos parecíamos en absoluto. Él tenía el pelo castaño oscuro y un par de ojos tan negros que apenas podías notar dónde estaba su pupila. En cambio, yo tenía el pelo mucho más oscuro, aunque casi ni se notaba de tan corto que lo tenía. El color de mis ojos no era tan importante, porque lo que más llamaba la atención eran los lentes redondos que ocupaban un tercio de mi cara.

Sin embargo, la principal diferencia estaba en nuestras personalidades. Éramos bastante unidos, incluso a pesar de que en los últimos meses no habíamos estado en el mejor lugar. Mudarnos a Wealdford era justamente lo que necesitábamos para comenzar de cero.

Cuando golpeamos la puerta de la mansión nos abrió un hombre viejo. Llevaba puesto un traje y estaba seguro de que tenía una especie de quemadura en una de las manos.

—Ustedes deben de ser los Evans —pronunció con entusiasmo—. Mi nombre es Oscar, bienvenidos a la mansión Howell.

Nos hizo un gesto con la mano, donde efectivamente tenía una enorme quemadura que comenzaba en la punta de los dedos y seguía hasta esconderse por debajo de la manga del traje. Antes de entrar a la casa por detrás de mi madre y de mi hermano, saqué el teléfono del bolsillo porque estaba vibrando. Al ver quién era, lo apagué y lo volví a guardar.

Pasamos por debajo de un candelabro de cristal muy similar al que había en la casa de mis abuelos y llegamos a la sala principal. Había una estufa, aunque no pensaba que fuera muy necesaria con el calor de California.

—Por favor, decime que a vos también te parece que hay algo raro en esta casa —Aaron se acercó con misterio.

—No empieces con tus paranoias, por favor. Necesitamos esto —dije acerándome con preocupación—, sobre todo mamá.

Era verdad, necesitábamos que eso funcionara. Pero mi hermano también tenía razón, había algo raro en esa casa. Sin embargo, no habíamos viajado desde Indiana para meternos en más problemas.

Observé cómo mi madre le decía unas palabras a Oscar, que al parecer iba a vivir en la casa con nosotros. No estaba muy seguro de cómo me sentía al respecto, pero me preocupaba más lo que fuera que estaba escondiendo mi madre.

Sabía que ella había crecido en Wealdford, pero no veníamos desde el funeral de mi abuelo. A veces ella podía ser algo… intensa. Pero en el fondo tenía un buen corazón y todo lo hacía por el bien de mi hermano y el mío.

 

Mudarnos aquí había sido una decisión algo impulsiva, pero tampoco tuvimos muchas alternativas después de lo que había pasado. Lo único que quería era que nadie empezara a hacer preguntas. Había ciertas cosas que prefería dejar atrás.

Subí por la escalera al piso de arriba y dejé la caja con mis libros en el piso de mi nueva habitación. Me gustaba que entrara bastante luz y que había suficiente espacio como para poner un mueble en donde guardar el resto de mis libros cuando llegaran de Indiana.

Los pisos relucían y las paredes desprendían un olor que indicaba que habían sido pintadas no hacía mucho tiempo. Todo parecía nuevo o al menos remodelado, pero la estructura y la decoración de la casa eran bastante viejas, no había sido construida recientemente.

Había algo dentro de la habitación que me pareció extraño. No había ninguna razón en particular, sino que uno de los muebles desentonaba con el resto del mobiliario. Era como si fuera la única pieza que no era nueva. Incluso podía hasta decirse que había estado allí desde la misma construcción de la mansión. En una esquina, un gigantesco armario de madera.

Desconocido

Saqué el teléfono del bolsillo en cuanto comenzó a vibrar. Miré el número en la pantalla. ¿Por qué llamaba? Se suponía que aún tenía tres horas. Apreté los dientes y atendí la llamada.

—Espero que tengas una buena explicación —resoplé mientras seguía caminando. Me molestaba mucho cuando las cosas no iban acorde a lo planeado.

—Yo sabía lo mismo que vos. Pensé que llegaban más tarde, pero se deben haber adelantado —respondió el hombre con la voz algo temblorosa.

—Mantenelos vigilados, no quiero problemas innecesarios.

—No te preocupes, los Evans no van a ser un problema —afirmó con seguridad.

—Eso espero —colgué la llamada y guardé el teléfono de nuevo en el bolsillo.

Admiré el hermoso día de verano que estaba haciendo y contemplé las tranquilas calles de Wealdford. Sonreí por dentro. Sin duda, iba a ser un verano interesante. Pero todavía no quería afirmar nada, aún podía salir todo mal.

Aaron

Por lo general, soy una persona bastante fácil de descifrar. Me gusta hacer deporte, soy muy social y detesto todo lo que tenga que ver con el colegio o estudiar. Mi hermano siempre fue el más complicado de entender, aunque yo, por mi parte, suelo guardarme la mitad de lo que pienso porque muchas veces suena loco. Acepto que soy un desorden y bastante paranoico, pero había algo de esa casa que no me gustaba nada.

Tampoco quería generarle más problemas a mi madre, así que no hice ni un comentario y subí por la escalera hasta encontrar mi habitación. Estaba agotado por el viaje. Mi teléfono se había quedado sin batería a la mitad del trayecto y tuve que entretenerme con la monotonía de la carretera por un par de horas hasta que me dormí.

—¡Tommy! —grité asomando la cabeza por la puerta.

—Mi habitación está al lado, no tenés por qué gritarme como si aún estuviera en Indiana.

—¿Tenés mi cargador? —Lo había perdido y mi teléfono seguía sin batería.

—¿Porque tendría tu cargador? —Me dedicó la clásica mirada que usa cada vez que alguien dice algo sin sentido.

Era un buen punto. Tom apenas usaba su teléfono, con suerte tenía uno. Muchas veces me costaba entenderlo, pero nos llevábamos bien igual. Los últimos meses no habían sido precisamente los mejores en cuanto a nuestro vínculo, pero había una persona responsable de eso. Todo lo de la mudanza nos había sentado bien. Era lo que mi familia necesitaba, comenzar de nuevo.

No tenía nada en contra de mi familia, pero tanto mi madre como mi hermano eran personas bastante especiales y cinco horas de viaje por carretera fueron suficientes como para comenzar a volverme loco. Además, todo el ambiente de la nueva casa me daba una sensación muy extraña. Por eso decidí irme un rato a dar una vuelta por el pueblo y tomar un poco de aire.

—Si te vas a ir —comenzó a decir mi madre mientras me veía bajando a toda velocidad—, ¿podrías pasar por el café y retirar el pedido que dejé encargado para almorzar?

Asentí mientras le daba un beso en la frente. Antes de llegar a la puerta Oscar me interceptó y me miró detenidamente. Estaba algo intimidado, no voy a mentir. Pero en vez de decir algo, simplemente me abrió la puerta y me sonrió. Yo le devolví la sonrisa tímidamente y salí algo incómodo de la casa.

Mi sentido de la orientación no es el mejor, pero aun así llegué sorprendentemente rápido al centro del pueblo. No era nada grande tampoco. Consistía en el café Biartz, el parque y, cruzando la calle que lo rodeaba, un montón de tiendas o locales.

Mi madre creció en Wealdford y nos había contado, más o menos, la historia del pueblo. Wealdford había sido fundado en 1867 por cinco familias: los Allen, los Delany, los Shaw, los Curnell y los Howell. Así es, nuestra nueva casa era la antigua mansión de una de las familias fundadoras. Todas las familias tenían su mansión, la mayoría habitada por los descendientes actuales que eran tratados como la realeza local. En general, el poder adquisitivo promedio de los habitantes de Wealdford era bastante alto.

El verano recién había comenzado y el centro estaba lleno de niños andando en bicicleta, así como de grupos de amigos sentados en el pasto y en el café Biartz, riendo o con una guitarra. Entré al café y me dirigí al mostrador. El lugar estaba más concurrido de lo que había pensado para ser las once de la mañana.

—Buenos días, ¿en qué te puedo ayudar? —se volteó una chica sonriendo. Me quedé una milésima de segundo contemplando las ondas pelirrojas y el salpicón de pecas que le poblaba las mejillas.

—Vengo a retirar un pedido para los Evans.

—Vos debes ser uno de los que se mudaron entonces —comentó antes de entregarme la bolsa, que emanaba un olor a hamburguesa recién hecha.

—Ese soy yo. Aaron —me presenté mientras sostenía el pedido.

—Scarlett —respondió la chica mientras me daba un apretón de manos—. Bienvenido a Wealdford. Nos vemos por ahí.

Caminé hacia la salida contento. Estaba por salir del lugar cuando sentí una mano sobre el hombro. Me volteé enseguida y vi a un chico. Tenía el pelo castaño claro y ojos color miel. Sin embargo, lo que más me llamó la atención fue el reloj de oro que tenía en la muñeca, la remera polo que vestía y el olor de su colonia, pues estaba bastante seguro de que no se trataba de una de esas fragancias que comprás en la farmacia.

—Soy Hank —se presentó simpáticamente—. Apuesto a que sos uno de la familia de Indiana que se ha mudado a la mansión Howell —agregó muy naturalmente.

—Sí, llegamos hace un rato. Aaron… —le extendí una mano y él amablemente aceptó el saludo con una sonrisa.

—Me imagino que debés de estar cansado ahora mismo, pero si alguna vez necesitás un guía me podés encontrar todas las mañanas acá. Si no, también podés pasar por mi casa, solo preguntá por la mansión Delany.

Por supuesto. Delany era una de las familias fundadoras, pero no una cualquiera. Su padre, Caleb Delany, era el alcalde del pueblo. Mi madre me había advertido sobre ellos pero me preguntaba la razón, porque al menos el hijo parecía bastante simpático.

—En realidad estaría precisando un supermercado o algún lugar en el que pueda comprar un cargador para mi teléfono —suspiré.

—El único lugar que se me ocurre es la tienda de Bernie, tiene de todo ese hombre —comentó mientras caminábamos afuera del café—. Pero supongo que a esta hora debe estar cerrada, es su hora del almuerzo. Te puedo dar el mío —dijo sacando un cargador de la mochila.

—Gracias, pero no puedo aceptarlo —dije sorprendido por el gesto.

Hank insistió y terminé aceptando. Lo llamó un pequeño «regalo de bienvenida». Su casa quedaba de camino a la mía, así que caminamos juntos y en el trayecto me fue presentando a las personas con las que nos cruzábamos. Al parecer era bastante popular, además de que el pueblo era pequeño y todos parecían conocerse. Me contó que se había tenido que quedar en el pueblo durante el verano porque su padre le había ofrecido una especie de pasantía trabajando con él y no tuvo más remedio que acceder.

—Vi que ya conociste a Scarlett —lanzó de la nada en un tono algo juguetón.

—Ah, la mesera, sí —respondí tratando de entender por qué el comentario repentino.

—Fue una sorpresa para todos saber que iban a remodelar la mansión y a venderla. Pero supongo que fue lo mejor para seguir adelante —dijo pensativo—. El lugar quedó abandonado después de lo que pasó —continuó al ver que no comprendía muy bien lo que estaba diciendo.

Seguía sin seguirle. ¿Qué había pasado? Fue entonces cuando Hank cayó en la cuenta de que no tenía ni idea de lo que estaba hablando.

—Hace un par de años la mansión se incendió y la familia que vivía allí murió. Todos menos una de las chicas. Después de eso quedó abandonada hasta que hace unos meses comenzaron con la remodelación y la dejaron como nueva para ponerla a la venta —explicó.

Después de todo sí había algo raro en aquel lugar. No podía creer que mi madre nos hubiera ocultado algo así. Pero aún había algo que no me cerraba. Antes de despedirme de Hank, cuando llegamos a la bifurcación de las dos calles en las que quedaban nuestras respectivas mansiones, le pregunté lo que me había estado comiendo el cerebro.

—¿Cuál es el apellido de Scarlett?

—Howell —me respondió mirándome con gracia al ver que recién había entendido su comentario.

Tom

Cuando llegó mi hermano del centro bajé apresuradamente atraído por el olor a comida. Durante el almuerzo Aaron se comportó de manera bastante extraña, estaba muy callado. Eso no era usual en él. Intenté preguntarle si estaba bien, pero él desvió la mirada cuando mi madre notó que algo le pasaba.

—¿Te hiciste algún amigo ya? —intentó saber mi madre.

Demoró un par de segundos en responder y finalmente dijo:

—Conocí a Scarlett Howell.

A juzgar por el tono en el que lo había dicho, seguramente esa chica era en parte la razón por la que mi hermano estaba así o al menos tenía algo que ver. Pero luego reparé en el apellido de la chica. Howell, igual que la mansión en la que me encontraba sentado comiendo una hamburguesa.

Mi madre suspiró como si tuviera algo que confesar.

—Iba a decirles…

—Pero yo le aconsejé antes de que vinieran que no lo hiciera —interrumpió Oscar entrando al comedor—. La historia de lo que sucedió es trágica, sí, pero iba a ser mejor que la escucharan cuando estuvieran aquí.

Bueno, no estaba entendiendo nada en ese momento.

—¿Alguien me explica qué está pasando? —intervine tratando de comprender la situación.

Entonces Oscar se sentó en la mesa y nos contó todo acerca de la familia Howell, una de las fundadoras. Los padres y sus tres hijos, Rhys y las gemelas Lena y Scarlett, tenían todo listo para irse a la costa a vacacionar, pero hubo un incendio la noche anterior a salir mientras dormían. Para cuando la policía y los bomberos llegaron ya era demasiado tarde. Solo pudieron salvar a Scarlett.

Sentí náuseas. El hecho de que aquello tan terrible hubiera pasado en nuestra casa me revolvía el estómago. Dejé la hamburguesa en el plato asqueado. No podía imaginar por lo que había pasado esa pobre chica. Quedarte sin familia de la noche a la mañana siendo tan joven.

—¿Y usted, que vivía también aquí, no vio nada? —le preguntó Aaron a Oscar con preocupación—. Cómo empezó el incendio, no sé… algo.

—Yo justo me había ido ese día de licencia a visitar a mi familia en Texas. Pero en cuanto me llamaron para avisarme lo que había sucedido regresé enseguida —explicó Oscar bajando la cabeza en señal de tristeza.

Nos quedamos un minuto en silencio, reflexionando por lo que nos habían contado. Después, decidí volver a mi habitación. Aún me parecía algo raro aquel armario gigantesco, pero comparado con las cosas que habían pasado en aquellos pasillos parecía un armario común y corriente.

Mi teléfono comenzó a sonar. Ni miré la pantalla, simplemente lo volví a apagar. Me desplomé en la cama y observé el techo. Quería que este verano fuera diferente. Quería recuperar todo el tiempo que había perdido por estresarme por cosas o personas que no valían la pena. Me puse de pie y decidí ir a la biblioteca del pueblo a ver si había algo interesante para leer.

***

Entré a la biblioteca ya sintiendo el olor a libro viejo que tanto amaba. Me tomé un buen rato para pasear por los pasillos y revisar las estanterías. Encontré un libro de historia escrito por un habitante del pueblo y, aunque parecía tener sus años, me pareció que podía ser interesante.

 

—Buena elección —me dijo la anciana detrás del mostrador. Luego le sonrió a una chica que dejaba un libro a su lado—. ¿Cómo estás, nena? Hace tiempo no te veía por aquí.

—He estado bastante ocupada. Ya sabés cómo son mis rutinas en verano —le respondió sonriendo con gentileza.

Me detuve a escanearla por un instante. Tenía un atuendo casual, muy casual. Llevaba unos pantalones algo manchados de pintura y una remera blanca metida a medias por dentro del pantalón. Llevaba su cabello rojizo suelto y algo alborotado, aunque no parecía importarle. Me fije en el libro que llevaba, Salem’s Lot de Stephen King. Los libros que leemos hablan mucho de nosotros.

De repente, la chica se giró hacia mí y me sonrió tímidamente. No sabía qué hacer en esa situación, así que simplemente le devolví una sonrisa algo nerviosa. Luego agarré el libro que me daba la anciana.

—Scarlett Howell —se presentó extendiendo la mano.

Por supuesto, claro que tenía que ser ella. Este pueblo era demasiado chico. Le estaba por aceptar el saludo cuando me di cuenta de que le había extendido la mano con la que sostenía el libro. Dejé el libro por un segundo sobre el mostrador y sacudí su mano.

Supuestamente ahora era mi turno de decir mi nombre.

—Tom Evans —murmuré agarrando de vuelta el libro.

—Es un buen libro. Hay mucha historia en este pueblo, pero ya te irás enterando de ella poco a poco —dijo mirándome de arriba abajo, leyéndome con la mirada como si fuera un escáner.

—Espero que me sirva para ponerme en contexto del lugar en el que voy a estar viviendo —respondí tratando de no hacer mucho contacto visual. Sin embargo, se me hizo un poco más difícil de lo usual, pues sus ojos eran bastante llamativos y bonitos.

—Bueno, ya me contarás qué te parece. Fue un placer conocerte —me sonrió y se fue caminando hasta que la perdí de vista entre las estanterías.

Miré con atención la tapa del libro y salí de la biblioteca. No suelo formar expectativas de la gente, pero esperaba que fuera… diferente. No lucía como la clase de persona que había perdido a toda su familia. Se veía hasta contenta.

Estaba bajando los escalones hacia la calle cuando mi teléfono volvió a sonar. Respiré hondo. Ya algo enojado lo saqué del bolsillo y decidí aceptar la llamada.

—Ya te dije que no llamaras más —dije bruscamente—. No quiero saber más nada de vos y si no te respondo es por algo.

—Solo quiero hablar… —musitó la voz del otro lado de la línea.

—Pero yo no. No vuelvas a llamar. Chau, papá —respondí tratando de mantener el temple y corté la llamada.

Christina

Al día siguiente de la mudanza me desperté con dolor de cabeza. Me costó acostumbrar la vista a las paredes de mi nueva habitación. Mi mente aún seguía en Indiana, pero no estaba mal estar de vuelta en Wealdford. No había cambiado mucho. La mansión se veía bastante similar a como era hace unos veinte años atrás. Eso era algo sorprendente, especialmente considerando todo lo que había pasado.

Aún era temprano, pero Tom seguramente ya estaría despierto. Bajé a la cocina y, efectivamente, allí estaba leyendo un libro que conocía muy bien. Lo había escrito mi antiguo profesor de historia, era acerca de la historia del pueblo.

—Buenos días —dije mientras le daba un beso en la frente.

Tardó en reaccionar, casi como si le hubiera costado unos segundos sacar la mente del libro y poder formular una respuesta.

—Buenos días —repitió sin sacar los ojos de las páginas del libro.

—Christina —murmuró Oscar, apareciendo de la nada en la cocina—, le dejaron este sobre en la puerta.

Al ver el sello enseguida supe lo que era. Se lo arrebaté de las manos y me dirigí a la sala de al lado. Lo abrí con cuidado. Sentía que el temblor de mis manos dificultaba un poco el simple hecho de abrir un sobre. Pero este no era cualquier sobre. Era el sobre que determinaría cómo iba a seguir el asunto de acá en adelante.

Lo enviaba mi abogado. Finalmente, cuando lo pude abrir, leí lo que decía. Tenía que presentar un par de papeles en la corte para el fin de la semana, pero la denuncia había funcionado. Ahora ya podía proseguir con el divorcio.

Agarré las llaves del auto y salí de la casa. Recordé que tenía un compromiso. Llegué al café Biartz y estacioné enfrente. Al entrar en aquel lugar una ola de recuerdos me invadió. Había pasado más de un tercio de mi infancia en aquellas mesas, específicamente en una, la del fondo a la derecha, debajo de la escalera y contra la ventana.

Allí era exactamente donde él estaba esperándome. Me acerqué, no había envejecido ni un poco. Seguía teniendo esa mirada enternecida, con sus ojos verdes y el pelo lacio de color castaño claro perfectamente peinado. Me sonrió en cuanto me vio. Algo dentro de mí se movió. Hacía tiempo que no veía esa sonrisa.

—Chris… —exclamó levantándose de la silla—. ¿Cuánto tiempo ha pasado? —suspiró mientras sonreía.

Demasiado. Después del reencuentro nos acomodamos en la mesa que supuestamente era para seis. Me dediqué unos instantes a mirarlo. Allí sentado, Martin Burt. El sheriff de Wealdford y el amor de mi vida.

***

—¿Te sirvió entonces el abogado que te recomendé? —preguntó mientras bebía su latte.

—Hoy recibí una carta de parte de él. Todo parece ir encaminado —dije antes de meterme un trozo de torta de chocolate en la boca.

—¿Cómo están los chicos?

Cómo puede uno estar cuando sus padres se están divorciando. Aunque, dadas las condiciones en las que había sucedido todo, yo diría que la estaban pasando mejor que cuando estábamos en Indiana.

Había cometido muchos errores en mi vida, la mayoría durante mis años en Wealdford. Sin embargo, cuando por fin decidí irme, cometí el más grande de todos: enamorarme de un hombre que unos años más tarde se transformó en un alcohólico. No me arrepiento de haber tenido a Tom y Aaron. Son lo más valioso que tengo, pero justamente por eso debería haberlos alejado de Simon mucho antes.

En algún momento había pensado en conseguir una orden de alejamiento, pero era un poco exagerado, lo sé. Sin embargo, Simon tenía la costumbre de meterse en todo y tenía miedo de que encontrara la manera de volver a la vida de los chicos, aunque ellos no querían saber nada de él. Decidí que lo mejor era separarnos y mudarnos a otra ciudad. El problema era que aún me importaba. Después de todo, era con quien había estado casada por años y el padre de mis hijos. No quería dejar todo en malos términos, simplemente alejarnos.

—Aún no puedo creer que tuvieras las agallas para mudarte a esa casa. Me da escalofríos de solo pensar en los Howell. Y una pena enorme cuando pienso en lo que tuvo que vivir esa pobre chica —murmuró señalando con la cabeza a la mesera que estaba levantando los platos de una mesa.

—Esa es Scarlett, supongo —deduje—. Es igual a Nicholas —agregué con una sonrisa que escondía dolor detrás.

Nicholas y Johanna habían sido compañeros míos de secundaria. En algún momento supe llamarlos amigos, pero después de una serie de malas decisiones y tragedias tuve que alejarme. No solo de ellos, sino de todos en el pueblo. Fue entonces cuando decidí mudarme a la universidad más lejana que pude encontrar después de graduarme.

Hablé con Martin por un buen rato, teníamos mucho sobre lo que ponernos al día. Él también había sido compañero mío de secundaria. Y algo más que un compañero también. Pero fue una de las cosas que decidí dejar atrás con tal de escapar de todo el drama que envolvía al pueblo.

—Me encantaría seguir hablando, pero sé que tenés que trabajar y yo tengo que visitar a una persona más —comenté para redondear la conversación.