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100 Clásicos de la Literatura

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—Si hay algo bien claro, Ana —dijo Marilla—, es que la caída del tejado de los Barry no ha afectado a tu lengua en absoluto.

CAPÍTULO VEINTICUATRO

La señorita Stacy sus alumnos organizan un festival

Era otra vez octubre cuando Ana estuvo nuevamente en condiciones de regresar al colegio; un octubre glorioso, todo rojo y oro, con dulces mañanas en que los valles estaban cubiertos por brumas delicadas, cual si el espíritu del otoño las hubiera puesto allí para que el sol tallara amatistas, perlas, plata y rosas. El rocío era tanto, que los campos parecían cubiertos por un manto de plata y había enormes montones de hojas muertas en las hondonadas, crujientes bajo los pies. El Camino de los Abedules era un amarillo dosel y los helechos lo bordeaban, secos y pardos. El aire tenía un gustillo que inspiraba los corazones de las damitas y las hacía correr, contentas, al colegio. Era tan agradable estar otra vez en el pequeño pupitre junto a Diana, con Ruby Gillis saludando con la cabeza desde el otro lado del pasillo, Carne Sloane mandando notas y Julia Bell enviando goma de mascar desde el pupitre trasero. Ana lanzó un largo suspiro de felicidad al tiempo que sacaba punta al lápiz y arreglaba las ilustraciones sobre su pupitre. La vida era por cierto muy interesante.

En la nueva maestra halló otra amiga servicial y verdadera. La señorita Stacy era una mujer brillante y simpática que poseía el feliz don de ganarse y mantener el afecto de sus alumnos y de sacar a la luz lo mejor que había en ellos, mental y moralmente. Ana se abrió como una flor bajo su múltiple influencia y llevó a casa, al admirado Matthew y a la crítica Marilla, un brillante informe de sus progresos en el colegio.

—Quiero a la señorita Stacy con todo mi corazón, Marilla. ¡Es tan señora y posee una voz tan dulce! Esta tarde tuvimos declamación. Me hubiera gustado que estuvieran allí para oírme recitar «María, reina de Escocia». Puse toda mi alma en ello. Ruby Gillis me dijo, mientras regresábamos, que la forma en que recité el verso: «Ahora para mi padre, digo el adiós de mi corazón femenino», le hizo helar la sangre.

—Bueno, uno de estos días me lo puedes recitar en el granero —sugirió Matthew.

—Desde luego que sí —dijo Ana meditativamente—, pero no podré hacerlo tan bien, lo sé. No será tan excitante como cuando se tiene a todo el colegio pendiente de las palabras. Sé que no podré helarle la sangre.

—La señora Lynde dice que su sangre se le heló al ver a los muchachos subir a la copa de esos altos árboles en la colina de Bell, buscando nidos de cuervos el viernes pasado —dijo Marilla—. Quisiera saber si la señorita Stacy les estimula.

—Es que necesitábamos un nido de cuervo para estudiar historia natural —explicó Ana—. Ése era nuestro día de campo. Las tardes así son espléndidas, Marilla. ¡Y la señorita Stacy lo explica todo bien! Debemos escribir redacciones sobre nuestros días de campo y yo siempre escribo las mejores.

—Es mucha vanidad de tu parte decirlo. Será mejor que lo dejes a cargo de la maestra.

—Pero si lo dijo, Marilla. Y yo no soy vanidosa al decirlo. ¿Cómo puedo serlo si soy tan mala en geometría? Aunque estoy empezando a comprenderla un poco. La señorita Stacy hace que sea muy clara. Sin embargo, nunca seré buena en eso y le aseguro que ésta es una humillante reflexión. Las más de las veces, la señorita Stacy nos deja elegir los temas, pero esta semana debemos escribir una redacción sobre una persona distinguida. Es difícil elegir entre tanta gente interesante que ha existido. Debe ser espléndido ser distinguido y que escriban redacciones sobre uno después de muerto. Oh, me gustaría terriblemente ser enfermera para ir con la Cruz Roja a los campos de batalla como mensajero de la piedad. Eso, si no voy como misionera al extranjero. Sería muy romántico, pero uno debe ser muy bueno para ser misionero y eso sería un pero muy grande. También hacemos gimnasia todos los días. Hace el cuerpo grácil y facilita la digestión.

—Eso está por verse —dijo Marilla, que honestamente creía que era una tontería.

Pero todos los días de campo, recitados y ejercicios físicos palidecieron ante un proyecto que trajo la señorita Stacy en noviembre. Que los escolares de Avonlea debían organizar un festival para el día de Nochebuena, con el laudable fin de obtener fondos para una bandera para la escuela. Los alumnos se apuntaron inmediatamente al plan y comenzó en seguida la preparación de un programa; de todos los ejecutantes electos, ninguno se excitó más que Ana Shirley, que se lanzó a la tarea en cuerpo y alma, trabada como estaba por la desaprobación de Marilla. Ésta lo consideraba como una tontería de marca mayor.

—Te está llenando la cabeza de tonterías y ocupando un tiempo que puedes dedicar a las lecciones —gruñó—. No apruebo que los niños organicen festivales y corran de un lado a otro ensayando. Esto los hace engreídos y amigos de callejear.

—Pero piense en el buen fin, Marilla —rogó Ana—. Una bandera cultivará el espíritu de patriotismo.

—¡Tonterías! Hay muy poco patriotismo en vuestros pensamientos. Lo único que queréis es pasar un buen rato.

—Bueno, ¿no está bien eso de combinar patriotismo con diversión? Cantaremos seis canciones a coro y Diana lo hará sola. Yo estoy en dos diálogos: «La sociedad para la supresión de la maledicencia» y «La reina de las Hadas». Los chicos también interpretarán un diálogo. Y yo recitaré dos poemas, Marilla. Tiemblo cuando pienso en ello, pero es un temblor excitante. Y como final habrá un cuadro vivo: «Fe, Esperanza y Caridad». Diana, Ruby y yo estaremos allí, con blancas vestiduras y los cabellos sueltos. Yo seré la Esperanza, con las manos cogidas así y los ojos elevados al cielo. Practicaré las declamaciones en la buhardilla. No se alarmen si me oyen lanzar quejidos. Debo quejarme terriblemente a una de ellas y es realmente difícil conseguir un quejido artístico. Josie Pye está malhumorada porque no consiguió el personaje que quería en el diálogo. Quería ser la reina de las hadas. Eso hubiera sido ridículo, pues ¿quién supo alguna vez de una reina de las hadas tan gorda como Josie? Las reinas de las hadas deben ser delgadas. Jane Andrews será la reina, y yo una de sus damas de honor. Josie dice que le parece que un hada pelirroja es tan ridícula como una gorda, pero a mí no me preocupa. Llevaré una corona de rosas blancas en los cabellos y Ruby Gillis me prestará sus zapatillas de baile porque yo no tengo. Usted sabe que es necesario que las hadas vayan calzadas así. ¿Se imaginaría usted un hada llevando botas? ¿Especialmente con tacos color cobre? Vamos a decorar el salón con flores y plantas. Y entraremos de a dos en fondo cuando el auditorio esté sentado, mientras Emma White toca una marcha en el órgano. Oh, Marilla, sé que esto no la entusiasma tanto como a mí, ¿pero no espera que su pequeña Ana se distinga?

—Todo cuanto espero es que sepas comportarte. Estaré muy contenta cuando todo ese torbellino haya terminado y te puedas tranquilizar. En estos momentos no sirves para nada, con la cabeza llena de diálogos, quejidos y cuadros vivos. En lo que se refiere a tu lengua, es una maravilla que no se te gaste.

Ana suspiró y se trasladó a la huerta, sobre la cual brillaba la luna creciente a través de las desnudas ramas de los álamos, en un cielo verde manzana, y donde Matthew cortaba astillas. Ana cabalgó sobre un tronco y comentó el concierto con él, segura de tener un interlocutor apreciativo por lo menos esta vez.

—Bueno, creo que será un concierto bastante bueno. Y espero que hagas bien tu parte —dijo éste sonriendo. Ana le devolvió la sonrisa. Eran grandes amigos y Matthew agradecía a menudo no tener nada que ver con la crianza de la niña. Ésa era tarea exclusiva de Marilla; de haber sido suya, más de una vez hubieran entrado en conflicto sus inclinaciones y su deber. Tal como estaban las cosas, se hallaba libre para «echar a perder a Ana», como decía Marilla, tanto como deseara. Pero no era una disposición tan mala de las cosas; un poquito de «aprecio» de vez en cuando hace casi tanto bien como la más consciente crianza del mundo.

CAPÍTULO VEINTICINCO

Matthew insiste en las mangas abollonadas

Matthew estaba en su mal cuarto de hora.

Había entrado en la cocina en un oscuro atardecer de diciembre, frío y gris, se había sentado sobre el banquillo del rincón para sacarse sus pesadas botas, indiferente al hecho de que Ana y un grupo de sus compañeras estaban en la estancia ensayando «La Reina de las Hadas». Repentinamente llegaron corriendo y charlando alegremente. No vieron a Matthew, quien se echó atrás tímidamente, refugiándose en las sombras con una bota en una mano y el sacabotas en la otra. Las observó cautelosamente durante el cuarto de hora de que hablamos antes, que fue cuanto tardaron en ponerse sus gorros y chaquetas y en comentar la comedia y el concierto. Ana se encontraba entre ellas, con los ojos tan brillantes y tan animada como las demás; pero de pronto notó que había algo que la diferenciaba de sus compañeras. Y lo que preocupó a Matthew fue que esta diferencia le impresionaba como algo que no debía existir. Ana tenía el rostro más vivo y los ojos más delicados que las demás; hasta el simple y poco perspicaz Matthew había aprendido a notar esas cosas; pero la diferencia que le perturbaba no consistía en ninguno de estos aspectos. ¿En qué consistía, entonces?

Matthew continuó con este interrogante mucho después de que las niñas se hubieran ido, cogidas del brazo, por la escarchada senda, y Ana se diera a sus libros. No podía recurrir a Marilla, quien, con toda seguridad, bufaría desdeñosamente y diría que la única diferencia entre Ana y las otras niñas era que ellas tenían siempre la lengua quieta y Ana no. Esto, pensaba Matthew, no serviría para mucho.

 

Para disgusto de Marilla, había recurrido a su pipa para que le ayudara a estudiar el asunto. Después de dos horas de fumarla y de ardua reflexión, Matthew llegó a la solución de su problema. ¡Ana no estaba vestida como sus compañeras!

Más pensaba Matthew en el asunto, más se convencía de que Ana nunca había estado vestida como las demás niñas, nunca desde que había llegado a «Tejas Verdes». Marilla la vestía con ropas simples y oscuras, hechas todas con el mismo e invariable modelo. Si Matthew sabía que había algo llamado moda en el vestir, no podemos asegurarlo; pero estaba completamente seguro de que las mangas que usaba Ana no eran como las que usaban las otras niñas. Recordaba al grupo de chiquillas que había visto aquella tarde junto a ella, todas con alegres ropas rojas, azules, rosadas y blancas, y se preguntaba por qué Marilla siempre la tenía vestida sencilla y sobriamente.

Por supuesto, esto debía estar bien. Marilla sabía más y Marilla la estaba criando. Probablemente había algún motivo sensato e inescrutable. Pero seguramente no había mal alguno en dejar que la niña tuviera un vestido bonito, alguno parecido a los que siempre llevaba Diana Barry. Matthew decidió que le regalaría uno; eso no sería considerado como un paso intempestivo de su parte.

Sólo faltaban quince días para Navidad. Un vestido nuevo sería un regalo perfecto. Matthew, con un suspiro de satisfacción, dejó su pipa y se fue a dormir, mientras Marilla abría todas las puertas para airear la casa.

A la tarde siguiente, Matthew se dirigió a Carmody para comprar el vestido, dispuesto a acabar de una vez con el asunto. Estaba seguro de que no sería tarea fácil.

Había algunas casas donde Matthew podía comprar haciendo buen negocio, pero sabía que al ir a comprar un vestido de niña quedaría a merced de los tenderos.

Después de mucho dudar, Matthew decidió ir a la tienda de Samuel Lawson en vez de la de William Blair.

En realidad, los Cuthbert siempre compraban en casa de William Blair; era para ellos una especie de compromiso, como el de asistir a la iglesia y votar por los conservadores. Pero frecuentemente las dos hijas de William Blair atendían el negocio y Matthew sentía por ellas un absoluto pavor. Podía darse maña para tratar con ellas cuando sabía exactamente lo que deseaba y podía indicarlo, pero en un asunto como éste, que requería explicación y consulta, Matthew sentía necesidad de que hubiera un hombre detrás del mostrador. De manera que iría a lo de Lawson, donde Samuel o su hijo le atenderían.

Pero, ¡ay!, Matthew no sabía que Samuel, en la reciente ampliación de su negocio, también había tomado una oficiala; era sobrina de su esposa y una jovencita arrolladora, con una hermosa cabellera, grandes y vivaces ojos castaños y la sonrisa más amplia que había visto. Estaba vestida con elegancia y usaba varias pulseras que centelleaban, sonaban y tintineaban a cada movimiento de sus manos. Matthew se llenó de confusión al encontrarla allí y las pulseras le ponían los nervios de punta.

—¿En qué puedo servirle, señor Cuthbert? —preguntó la señorita Lucilla Harris viva y afablemente, apoyando ambas manos en el mostrador.

—¿Tiene algún… algún… algún… bueno, algún rastrillo para jardín? —murmuró Matthew.

La señorita Harris pareció sorprendida, y con razón, al escuchar que un hombre pedía rastrillos para jardín en pleno mes de diciembre.

—Creo que hay uno o dos guardados, pero están arriba en el cuarto de los trastos. Iré a ver.

Durante la ausencia de la joven, Matthew reunió toda su energía para hacer un nuevo esfuerzo.

Cuando la señorita Harris regresó con el rastrillo y preguntó alegremente: «¿Algo más por hoy, señor Cuthbert?», Matthew reunió todo su valor y replicó:

—Bueno, ya que usted lo sugiere, podía llevar… eso es… mirar algún… comprar… algunas simientes.

La señorita Harris había oído llamar «extraño» al señor Cuthbert. En aquel momento llegó a la conclusión de que estaba completamente loco.

—Sólo tenemos simientes en primavera —explicó altivamente—. No tenemos nada a mano ahora.

—Oh, cierto, cierto… tiene usted razón —balbuceó el infeliz Matthew cogiendo el rastrillo y dirigiéndose hacia la puerta. Al llegar al umbral recordó que no lo había pagado y se volvió miserablemente. Mientras la señorita Harris estaba contando la vuelta, reunió sus fuerzas para hacer un último y desesperado intento.

—Bueno… si no es mucha molestia… quería… eso es… quería ver… un poco de azúcar.

—¿Blanco o moreno? —inquirió la señorita Harris pacientemente.

—Oh… bueno… moreno —dijo Matthew débilmente.

—Allí hay un barril —dijo la señorita Harris al tiempo que sacudía sus pulseras—. Es la única clase que tenemos.

—Querría… querría veinte libras —dijo Matthew con la frente cubierta de sudor.

Matthew había recorrido ya medio camino de vuelta antes que terminara de recobrarse. Había sido una horrible experiencia, pero se lo tenía bien merecido por cometer la herejía de ir a una tienda extraña. Cuando llegó a su casa escondió el rastrillo en el cobertizo de las herramientas, pero el azúcar se lo llevó a Marilla.

—¡Azúcar moreno! —exclamó Marilla—. ¿Cómo te dio por comprar tanto? Sabes que sólo lo uso para el potaje del peón o para mi tarta negra de frutas. Jerry se ha ido y ya hace mucho que hice la tarta. De cualquier modo no es buen azúcar, es grueso y oscuro. William Blair no tiene generalmente azúcar como éste.

—Yo… pensé que podía servir para algo —dijo Matthew saliéndose por la tangente.

Cuando Matthew meditó sobre el asunto, decidió que era necesaria una mujer para solucionar la situación. Marilla quedaba fuera de la cuestión. Matthew estaba seguro de que ella le echaría un balde de agua fría a su proyecto. La única que quedaba era la señora Lynde; a ninguna otra mujer de Avonlea se hubiera atrevido Matthew a pedir consejo. Por consiguiente fue a ver a la señora Lynde, y la buena señora inmediatamente se hizo cargo del asunto.

—¿Que elija un vestido para regalar a Ana? Claro que lo haré. Voy a Carmody mañana y me ocuparé de ello… ¿Ha pensado usted en algo en particular? ¿No? Bueno, entonces lo compraré a mi gusto. Creo que un lindo vestido marrón le vendría muy bien, y William Blair tiene una nueva tela mezcla de lana y seda que es realmente bonita. Quizá también quiere usted que yo se lo haga, en vista de que si se lo hiciera Marilla, Ana probablemente lo descubriría antes de tiempo y estropearía la sorpresa. Bueno, lo haré. No, no es ningún inconveniente. Me gusta la costura. Lo haré con las medidas de mi sobrina, Jenny Gillis, porque ella y Ana son tan parecidas como dos guisantes, hablando figuradamente.

—Bueno, le estoy muy agradecido —dijo Matthew— y… y… no sé… pero me gustaría… me parece que las mangas que se usan ahora son diferentes de las de antes. Si no fuera mucho pedir, me gustaría que fueran como las de ahora.

—¿Abullonadas? Por supuesto. No tiene que preocuparse más del asunto, Matthew. Haré el vestido a la última moda —dijo la señora Lynde. Cuando Matthew se hubo ido agregó para sí—: Realmente sería una gran satisfacción ver a esa pobre niña usar algo decente por una vez. La manera como la viste Marilla es decididamente ridícula, eso es, y he sufrido por decírselo claramente una docena de veces, aunque he cerrado bien la boca, porque me doy cuenta de que Marilla no quiere consejos y cree que sabe más que yo de criar niños sólo porque es más vieja. Las personas que han criado niños saben que no hay un solo método que convenga a todos los niños. Todos creen que criarlos es tan sencillo y fácil como la regla de tres, pero las cosas humanas no se arreglan con aritmética, y allí es donde está el error de Marilla Cuthbert. Supongo que está tratando de cultivar el espíritu de la humildad en Ana al vestirla como lo hace; pero lo más probable es que fomente la envidia y el descontento. Estoy segura de que la niña debe sentir la diferencia entre sus ropas y las de las demás. ¡Pero pensar que Matthew se haya dado cuenta! Ese hombre ha despertado después de dormir sesenta años.

Durante la siguiente quincena, Marilla supo que Matthew tenía algo entre manos, pero no pudo adivinar de qué se trataba hasta la víspera de Navidad, cuando la señora Lynde llevó el vestido. Marilla se comportó con indiferencia, aunque desconfió de la diplomática explicación de la señora Lynde de que ella había hecho el vestido porque Matthew temía que Ana lo hallara antes de tiempo si Marilla trabajaba en él.

—De manera que es por eso por lo que Matthew parecía tan misterioso y sonreía para sí durante estos quince días, ¿no es eso? —dijo algo tiesa pero tolerantemente—. Sabía que andaba en alguna tontería. Bueno, debo decir que no creo que Ana necesitara más vestidos. Este otoño le he hecho tres buenos, abrigados y útiles, y todo lo demás es pura extravagancia. Le aseguro que sólo en esas mangas hay suficiente género como para hacer un corpiño. Fomentarán la vanidad de Ana, que ya es tan presumida como un pavo real. Bueno, espero que por fin estará satisfecha, porque sé que ha ansiado esas tontas mangas desde que aparecieron, aunque nunca volvió a decir una palabra al respecto. Las mangas abullonadas cada vez se hacen más grandes y más ridículas; ahora ya son tan grandes como globos. El año próximo quien las use tendrá que pasar por las puertas de costado.

El día de Navidad el mundo apareció blanco. Diciembre había transcurrido muy apacible y la gente esperaba una Navidad verde; pero la noche anterior había caído nieve suficiente como para transformar a Avonlea. Ana espió por la ventana de su cuarto con ojos encantados. Los pinos del Bosque Embrujado aparecían maravillosos; los abedules y cerezos silvestres estaban bosquejados en perlas; los arados campos parecían cubiertos de hoyuelos; y había en el aire un ondulante sonido que resultaba glorioso. Ana corrió escaleras abajo cantando hasta que su voz repercutió por «Tejas Verdes».

—¡Feliz Navidad, Marilla! ¡Feliz Navidad, Matthew! ¿No es una Navidad maravillosa? ¡Estoy tan contenta de que sea blanca! Cualquier otra clase de Navidad no parece real, ¿no es cierto? No me gustan las Navidades verdes. No son verdes, son sólo pálidos marrones sucios y grises. ¿Por qué la gente las llamará Verdes? Pero… pero… Matthew, ¿eso es para mí? ¡Oh, Matthew!

Matthew tímidamente había desenvuelto el vestido y lo sostenía con una despreciativa mirada a Marilla, quien pretendía estar llenando la tetera desdeñosamente, aunque espiaba la escena con el rabillo del ojo.

Ana cogió el vestido y lo observó en reverente silencio. ¡Oh, qué hermoso era! De una tela encantadora, color tabaco con brillo de seda, la falda con delicados arrequives y fruncidos; el corpiño a la última moda, con un pequeño volante de fino encaje en el cuello. ¡Pero las mangas! ¡Eran la cúspide de la gloria! Largos puños hasta el codo, y sobre ellos, dos hermosos bollos divididos por hileras de frunces y lazos de cinta de seda marrón.

—Es un regalo de Navidad para ti, Ana —dijo Matthew tímidamente—. Pero… pero… Ana, ¿no te gusta? Bueno… bueno. Porque los ojos de Ana se habían llenado de lágrimas.

—¡Gustarme! ¡Oh, Matthew! —Ana dejó el vestido sobre la silla y juntó las manos—. Matthew, es totalmente exquisito. Oh, nunca podré agradecerlo bastante. ¡Qué mangas! Oh, me parece que esto debe ser un sueño feliz.

—Bueno, bueno, tomemos el desayuno —interrumpió Morilla—. Debo decir, Ana, que no creo que necesitaras el vestido, pero ya que Matthew te lo ha regalado, cuídalo bien; aquí está esta cinta para el cabello que la señora Lynde dejó para ti. Es marrón, para que haga juego con el vestido. Ahora ven, siéntate.

—No veo cómo voy a poder tomar el desayuno —dijo Ana, extasiada—. El desayuno parece algo muy vulgar en un momento tan excitante. Prefiero deleitarme la vista en ese vestido. ¡Estoy tan contenta de que las mangas abullonadas estén aún de moda! Me parecía que no iba a poder resistirlo si dejaban de usarse antes de que yo tuviera un vestido con ellas. Nunca podría haber sido feliz del todo. También la señora Lynde fue muy amable al darme esta cinta. Creo que sin duda alguna tengo que ser una niña muy buena. Es en momentos como éste cuando lamento no ser una niña modelo y siempre decido serlo en el futuro. Pero, de cualquier modo, es difícil cumplir las resoluciones cuando se presentan las irresistibles tentaciones. Así y todo, haré realmente un esfuerzo más después de esto.

Cuando hubo concluido el vulgar desayuno, apareció Diana, con su abrigo rojo, cruzando el blanco puente. Ana voló a su encuentro.

 

—Feliz Navidad, Diana. Es una Navidad maravillosa. Tengo algo maravilloso para enseñarte. Matthew me ha regalado el vestido más hermoso, con unas mangas. No puedo ni imaginarme algo más lindo.

—Tengo algo más para ti —dijo Diana, sin aliento—. Aquí, en esta caja. Tía Josephine nos envió una caja inmensa con un montón de cosas dentro, y esto es para ti. Lo hubiera traído anoche, pero llegó tarde y no me gusta mucho pasar por el Bosque Embrujado después del anochecer.

Ana abrió la caja y miró su contenido. Primero halló una tarjeta que decía: «Para Ana, feliz Navidad», y luego, un par de delicados escarpines de cabritilla, con las puntas adornadas con abalorios, lazos de raso y hebillas resplandecientes.

—Oh —dijo Ana—. Diana, esto es demasiado. Debe de ser un sueño.

—Yo diría que es providencial —exclamó Diana—. Ahora no tienes que pedirle prestados los escarpines a Ruby, y eso es una bendición, porque son dos números más grandes de los que tú usas y sería horrible ver a un hada arrastrando los pies. Josie Pye estaría encantada. ¿Sabes que Rob Wright acompañó a Gertie Pye a su casa anteanoche después del ensayo? ¿Has oído alguna vez algo igual?

Todos los escolares de Avonlea se encontraban aquel día presos de excitación, pues el salón debía ser decorado para el ensayo general.

El festival tuvo lugar por la tarde y resultó un rotundo éxito. El pequeño salón estaba a rebosar; todos los actores estuvieron muy bien, pero Ana fue la estrella más brillante de la noche, lo que ni la envidia de Josie Pye se atrevió a negar.

—Oh, ¿no ha sido una velada magnífica? —suspiró Ana cuando todo hubo terminado y Diana y ella volvían juntas a casa bajo un cielo oscuro y estrellado.

—Todo salió muy bien —dijo Diana prácticamente—. Creo que debemos haber hecho mucho más de diez dólares. Imagínate, el señor Alian va a enviar un artículo sobre el festival a los periódicos de Charlottetown.

—Oh, Diana, ¿realmente veremos nuestros nombres en letra de imprenta? Me hace estremecer el solo pensar en ello. Tu «solo» fue de lo más elegante, Diana. Me sentí más orgullosa que tú cuando pidieron que lo repitieras. Me decía a mí misma: «La que así es honrada, es mi querida amiga del alma».

—Bueno, pues lo que tú recitaste provocó grandes aplausos, Ana. El triste resultó simplemente espléndido.

—Oh, estaba tan nerviosa, Diana. Cuando el señor Alian pronunció mi nombre, realmente no podría decir cómo hice para subir al escenario. Sentí como si un millón de ojos me estuvieran mirando, como si me atravesaran, y por un horrible instante tuve la seguridad de que no podría empezar a hablar. Entonces recordé mis hermosas mangas abullonadas y eso me dio valor. Supe que debía actuar de acuerdo a esas mangas, Diana. De manera que comencé, y mi voz parecía llegarme desde muy lejos. Me sentía como una cotorra. Es providencial que ensayara tanto esas poesías en la buhardilla, de lo contrario nunca hubiera podido terminarlas. ¿Gemí bien, Diana?

—Sí, sin duda, gemiste maravillosamente —aseguró Diana.

—Vi a la señora Sloane secarse las lágrimas cuando me senté. Es espléndido pensar que he conmovido el corazón de alguien. Es tan romántico tomar parte en un festival, ¿no te parece? Oh, indudablemente, es una ocasión memorable.

—¿No fue bonito el diálogo de los chicos? Gilbert Blythe estuvo simplemente espléndido. Ana, creo que la forma en que tratas a Gil es atroz. Espera a que te cuente. Cuando tú salías de la plataforma después del diálogo de las hadas, se te cayó una rosa del cabello, y vi a Gil recogerla y guardársela en el bolsillo sobre el pecho. Ahí tienes. Tú eres tan romántica que estoy segura que esto ha de gustarte.

—Lo que haga esa persona no significa nada para mí —dijo Ana—. Simplemente, ni me molesto en pensar en él, Diana.

Esa noche, Marilla y Matthew, que habían ido a un festival por primera vez en veinte años, se sentaron un rato junto al fuego después que Ana se hubo ido a acostar.

—Bueno, creo que nuestra Ana es la que ha estado mejor de todos —dijo Matthew orgullosamente.

—Sí, así es —admitió Marilla—. Es una niña brillante, Matthew. Y estaba realmente guapa. Me he estado oponiendo a este asunto del festival, pero supongo que, después de todo, no hay nada de malo en ellos. De cualquier modo, esta noche me siento orgullosa de Ana, aunque no he de decírselo.

—Bueno, yo estoy orgulloso de ella y se lo dije antes de que subiera —dijo Matthew—. Un día de éstos tenemos que ver qué podemos hacer con Ana, Marilla. Creo que pronto necesitará algo más que la escuela de Avonlea.

—Hay tiempo suficiente para eso —dijo Marilla—. Cumplirá trece años en marzo. Aunque esta noche me sorprendió lo mucho que ha crecido. La señora Lynde le hizo el vestido demasiado largo y eso la hace parecer muy alta. Ana aprende rápido y veo que lo mejor que podemos hacer por ella es enviarla a la Academia de la Reina después de una temporada. Pero no se puede decir nada hasta dentro de un año o dos.

—Bueno, de cualquier modo no vendrá mal ir pensándolo de vez en cuando —dijo Matthew—. Las cosas como ésta es mejor pensarlas despacio y bien.

CAPÍTULO VEINTISÉIS

La fundación del Club de Cuentos

La juventud de Avonlea halló difícil retornar a la monótona existencia cotidiana. Para Ana en particular, las cosas parecían terriblemente chatas, anticuadas y sin valor tras la excitación de que disfrutara durante tantas semanas. ¿Podría regresar a los tranquilos placeres de los lejanos días anteriores al festival? Al principio, tal como le dijera a Diana, le pareció que no.

—Estoy completamente segura, Diana, de que la vida no puede ser otra vez exactamente igual a la de aquellos viejos tiempos —dijo tristemente, cual refiriéndose a un período de por lo menos cincuenta años atrás—. Quizá después de un tiempo me acostumbre, pero temo que los festivales inhiben a la gente para la vida diaria. Supongo que por eso Marilla no los aprueba. Es una mujer sensata. Debe ser mucho mejor serlo, pero no creo que me gustara porque es algo muy poco romántico. La señora Lynde dice que no hay peligro de que llegue a serlo, pero que uno nunca puede afirmarlo. Siento que quizá crezca y lo sea. Pero se debe a que estoy cansada. Anoche no pude dormir. Imaginaba el festival una y otra vez. Es lo bueno de esas cosas. ¡Es tan bonito recordarlas!

Sin embargo, la escuela de Avonlea volvió a su viejo curso. No obstante, el festival había dejado su rastro. Ruby Gillis y Emma White, que riñeran por la precedencia en los asientos de la plataforma, ya no se sentaron en el mismo pupitre y la amistad de tres años se quebró. Josie Pye y Julia Bell no se hablaron durante tres meses, porque Josie le había dicho a Bessie Wright que la reverencia de Julia Bell, antes de recitar, le hizo pensar en un pollo sacudiendo la cabeza y Bessie se lo contó a Julia. Ninguno de los Sloane tenía trato con los Bell, porque éstos habían declarado que aquéllos tenían demasiada participación en el pro grama y los Sloane respondieron que los Bell ni siquiera eran capaces de hacer bien lo poco que les tocó. Finalmente, Charlie Sloane se peleó con Moody Spurgeon MacPherson, porque éste dijo que Ana Shirley recitaba mal, y Moody recibió una buena paliza. Consecuentemente, la hermana de Moody, Ellie May, no le habló a Ana durante el resto del invierno. Con excepción de estas pequeñas fricciones, el trabajo continuó con regularidad en el pequeño reino de la señorita Stacy.