Buch lesen: «Cómo hicimos el 17 de octubre»
CÓMO HICIMOS EL 17 DE OCTUBRE
Ángel Perelman
CÓMO HICIMOS EL 17 DE OCTUBRE
CABECITA NEGRA
Perelman, Ángel
Cómo hicimos el 17 de octubre / Ángel Perelman. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Punto de Encuentro, 2021.
Libro digital, EPUB - (Cabecita negra)
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-4465-76-4
1. Política Argentina. 2. Historia Política Argentina. 3. Peronismo. I. Título.
CDD 320.0982
© Punto de Encuentro, 2021
Av. de Mayo 1110, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina
(54-11) 4382-1630
www.puntoed.com.ar
Director de la colección: Carlos Zeta
Cuidado de esta edición: Teodoro Boot
Diagramación: Cutral ediciones ¦ M. Victoria Ramírez
Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723.
Libro de edición argentina.
No se permite la reproducción total o parcial, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro en cualquier forma o por cualquier métodos, sin el permiso previo y escrito de la editorial.
ÍNDICE
Portada
Portadilla
Legales
El 17 de octubre como mito fundante del peronismo
El subsuelo de la patria sublevado
Los fabulosos Perelman
Imperialismo y peronismo
Un peso por día, sin horario
El regreso de los oligarcas
Los traidores al socialismo
Industrias y sindicatos 1930-1943
Los cipayos soviéticos
Los comunistas traicionan la huelga metalúrgica
Belicistas y neutrales
El Ejército y la burguesía nacional
El primer contacto con Perón
El carácter histórico de los movimientos nacionales
Estados Unidos bloquea a la Argentina
La aparición de Braden
Perón habla al Ejército sobre la Revolución Rusa
Estalla el complot oligárquico contra Perón
El pícnic de la Plaza San Martín
El gran día
EL 17 DE OCTUBRE COMO MITO FUNDANTE DEL PERONISMO
“Peronistas de alma son (…) esos que siempre se sienten
capaces de volver a hacer un 17 de octubre”
Eva Perón
No es frecuente poder relatar en primera persona, comprendiendo la trascendencia histórica, un hito de la memoria popular de un país. Ver el 17 de Octubre observado, relatado y explicado desde los ojos de un trabajador organizado es sin dudas un testimonio de gran valor, una fuente de primera mano a la hora de construir el relato de la irrupción de la clase trabajadora en la historia política de nuestra Argentina. ¿Quién puede dudar que, de elegirse la perspectiva principal para comprender el significado de la fecha, esta es el punto de vista más sustancial y jugoso a la hora de reconstruir esa particular circunstancia determinante de nuestra historia patria?
Tampoco es frecuente sintetizar un acontecimiento histórico sin traicionarlo un ápice en pleno momento de una resistencia que, para entonces (1962, año en que fue por primera vez publicado este libro), parecía sin fin. Perelman lo hacía siendo consciente de que, con un relato, desde un protagonismo no individual sino de clase, estaba contribuyendo al despliegue de un mito movilizante de las fuerzas de un movimiento que jamás se dio por vencido. Y lo hacía en un momento en que ese movimiento era duramente golpeado por las fuerzas de la reacción oligárquica.
Este texto fue escrito por Ángel Perelman cuando todavía no había pasado una década del nefasto golpe de Estado que derrocó al general Perón. Aquella autodenominada “Revolución Libertadora”, popularmente rebautizada “Revolución Fusiladora”, fue sucedida por gobiernos conducidos por civiles y militares que siguieron proscribiendo, persiguiendo y reprimiendo al peronismo. Las acciones de la restauración oligárquica expresada en los distintos gobiernos de turno estaban encaminadas a que nuestro pueblo no repitiera esa experiencia liberadora con la intención de enterrar para siempre el hecho maldito del país burgués. El intento reaccionario sería inútil, ya que, al decir del poeta Leopoldo Marechal, “el pueblo recoge todas las botellas que se tiran al agua con mensajes de naufragio. El pueblo es una gran memoria colectiva que recuerda todo lo que parece muerto en el olvido. Hay que buscar esas botellas y refrescar esa memoria”.
Sin duda que este escrito de Perelman fue uno de esos mensajes de naufragio…
Presentados los hechos del libro, también en vivo y en directo nada menos que por la exquisita pluma de poeta de Raúl Scalabrini Ortiz, y hecha la contextualización de la vida y obra de ángel Perelman por Teodoro Boot, no me queda más espacio que hacer algunas reflexiones sobre la significación del mito del 17 de Octubre que este texto de Perelman contribuyó a cimentar.
Fundar una concepción política es mucho más que un mero hecho político y los caminos que se abren ante él. Fundar una expresión política que no sea una mera re-presentación —una versión nueva de una vieja receta— es abrir el surco con una serie de categorías políticas originales, con un lenguaje novedoso que da cuenta de la realidad, con una mitología propia que ordena el mundo simbólico donde se actúa. Una nueva tradición política trasciende incluso la idea de acontecimiento (como hecho determinante que bifurca caminos) en tanto implica producir, además, las herramientas para interpretarlo.
El mito en el pensamiento popular americano, como desentrañó Rodolfo Kusch, no es meramente un relato épico con consecuencias en el plano simbólico; el mito se vive mediante ciertos ritos, es una vivencia que estructura al mundo. El filósofo argentino encuentra en el mito la palabra grande que tiene la fuerza de lo poético, al mismo tiempo que se arraiga, echa raíces en la tierra. Se diferencia de la palabra pequeña, no solo de las que se pierden en el viento, sino también de las que encuentran su alojamiento en la ciencia, que desguaza las cosas para explicarlas. Esta palabra pequeña es la que habla del ser, del patio de los objetos. El mito, en cambio, se adentra en la trama de los fundamentos de la realidad que el vano intento de explicarla desde la racionalidad instrumental no llega a percibir, se le escapa, porque se queda en ese mundo de las cosas. Es preciso entender el peronismo como expresión de una geocultura, un suelo de pensamiento, un estar ahí, de la realidad profunda argentina y americana, aunque en el plano estrictamente político. Todo ello, le hace más fácil habitar los silencios que las palabras. Eso, a veces, lo acerca a lo incomprensible.
El mito da fundamento al estar en América del que habla Kusch, también a ese estar político que es el peronismo. La cultura, en última instancia, no es más que investir de símbolos, de sentido, al domicilio existencial, la tierra en la que se habita. Ni la ciencia, ni los relatos objetivos construyen el específico horizonte simbólico del mito. Por eso es que el peronismo ha sabido nutrirse de sus propios mitos.
El peronismo sabe navegar por este mar que le es, por lo menos, esquivo a la política tradicional y restringida de los partidos demoliberales. Estamos hablando del plano de lo mítico. No nos referimos en aquel plano simbólico que habitan las marcas, las consignas, las efemérides y las estatuas. Por el contrario, se trata de un mar subterráneo que fundamenta lo inexplicable y sobre ese flujo profundo constituye sentidos. Los significantes del fenómeno peronismo están ahí, sobre la mesa, con una fuerza inusitada de explicación no necesariamente racionalista de la realidad. Y están al alcance de todos —porque tiene planos distintos de interpretación—, lo que constituye su mayor virtud y su contundente fuerza simbólica.
Todo en el peronismo remite y se explica en su mitología. No estamos hablando de un mito como relato desprovisto de marcas concretas. Nos referimos a lo mítico como sustancia política y de sentido de justicia (por eso justicialismo) en la piel, en el cuerpo. Ese mito se hace sustancia de valores que inunda el espacio de nuestra historia.
Uno de los mitos constituyentes del peronismo es, sin duda, el 17 de Octubre. De hecho, se trata de su mito fundacional. Sin comprenderlo, es muy difícil ya no encarnar sino también comprender el peronismo. Es el mito fundante de la lealtad y se complementa con otros, como el del 17 de noviembre que es mito del retorno triunfal.
Es a través de este tipo de significaciones que el peronismo construye en el plano mítico su propia épica, que le es consustancial. Sin épica no hay peronismo. Por eso es que su partida de nacimiento no podía ser un golpe de Estado o una revolución militar (según cómo se interprete) (1) como el 4 de junio, (2) ni tampoco unos comicios impecablemente democráticos como los del 24 de febrero. (3) El mito fundacional del peronismo se ubica en el 17 de Octubre, una movilización de masas sin precedentes en Argentina, una irrupción de la clase trabajadora en la historia, una invasión de la periferia al centro, un protagonismo popular que cambia el rumbo histórico, un acontecimiento que, al construir un nuevo escenario, requiere también de una explicación propia en el plano simbólico.
Sostiene Carlos Astrada en El mito gaucho, que “para un pueblo siempre existe el momento para un gran comienzo. Un impulso inicial, una tensión”. Sin ese “gran comienzo” es imposible fundar una épica. Se trata de una acción heroica, que el fundante realiza para darle sentido a la historia. De ahí su importancia en la constitución del relato de su propia identidad. En tanto heroico y fundante, el mito del gran comienzo nunca puede carecer de una poética (4) propia, que le da transmisibilidad, que embellece los actos concretos y los significa como acontecimiento. Así el 17 de Octubre como título poético es, como lo puso en palabras Scalabrini Ortiz: “el subsuelo de la patria sublevado”.
El mito fundante del 17 de Octubre es bautismal. Por eso interviene el agua. Primero para cruzar las aguas impuras de un Jordán criollo que es el Riachuelo. No importa que muchos de los manifestantes vinieran como dice Scalabrini “de los talleres de Chacarita y Villa Crespo, de las manufacturas de San Martín y Vicente López”. La impronta del mito la ponen los que vienen del sur y tienen que cruzar el Riachuelo. Un río sucio y contaminado, pero que purifica a los que asumen el tránsito heroico por sus aguas. Pero el Riachuelo es al mismo tiempo como el Rubicón de Julio César: una vez cruzado no hay vuelta atrás en la historia. En tanto el río siempre es un límite, cruzarlo siempre implica una transgresión. Mucho más si esa frontera es demarcatoria de la diferencia entre la ciudad blanca y pulcra, y los talleres industriales, con sus manchas de grasa, su hedor a curtiembre, y sus tonos opacos. Atravesando esas aguas oscuras del Riachuelo se produjo la irrupción de los trabajadores en el centro del poder de la historia argentina. Se trata de una sustancia del subsuelo que fluye, que no se queda quieto en su recipiente, en su contención, en su destino prefigurado. Y que inunda todo, dejando su mancha indeleble.
Aunque les levanten los puentes para impedir su llegada, la multitud atraviesa las aguas putrefactas del río que divide, plenas de los desechos de una incipiente Argentina industrial que fue pariendo a esos “invasores” que permanecían en el cono de sombra de la argentinidad europea, prolija, la que gozaba de los beneficios de las vacas y los trigales. (5) Ese río que tienen que cruzar se encuentra contaminado por la producción industrial del otro país, el que disputa su proyecto, por eso es el que marca el límite entre la ciudad blanca, pulcra y eurocéntrica, y el territorio de los hijos de la tierra, aun de los asimilados inmigrantes en permanente mestizaje. Se trata acaso del límite establecido, impuesto y custodiado entre la civilización y la barbarie. Porque se lo piensa entre los que tienen derecho a mandar y los que supuestamente nacieron para ser mandados, sin salir jamás de su cono de sombra y sumisión.
Mirada desde la ciudad blanca, la París de Sudamérica, esa movilización es percibida, sin dudas, como una invasión. En contraposición, desde los trabajadores de la periferia es apreciada como una marcha hacia la tierra prometida, en el complejo posesionarse en su carácter de protagonistas de la historia. Se trata de un territorio que les era ajeno, en la medida que estaba reservado para los hombres de traje y corbata, para las señoras de misa dominical y, en todo caso y como excepción, para el tránsito eventual y vigilado de los que realizaban tareas para ellos. Con la invasión, la ciudad europea y sus pretensiones de pulcritud definitivamente se quiebran con la fragilidad de un cristal, estalla en mil pedazos, se transforma, deviene en un territorio que también es disputado. Aparece un nuevo actor, hasta entonces olvidado, negado, vilipendiado, despreciado. Un actor que no estaba en los papeles de la política atildada de la época que lo trata de “aluvión zoológico” (6) o “lumpenproletariat agitado por la policía”. (7) Con el cruce del Riachuelo ese país profundo ya jamás podrá ser ignorado. Está ahí, en el cuadrilátero, en el centro del “ring” y ya no hay banquillo. Es parte de la pelea, aunque esta siga siendo desigual y amañada.
No obstante, el verdadero ejercicio de bautismo sagrado en el 17 de Octubre se da en las aguas de la fuente de la Plaza. Y no es sumergiendo la cabeza como en el antiguo rito cristiano, sino “las patas”. Sumergir los pies en la fuente es lo que provoca en el pueblo su conversión al peronismo. Así como el Jesús de los milagros se develó a partir de su bautismo en las aguas purificadoras del Jordán, esos cabecitas negras se muestran como un pueblo organizado con voluntad propia a partir de su incursión en las aguas de la fuente. Por eso es que el ícono consagrado de esa jornada, no son las fotos de los tranvías llenos de gente yendo hacia la Plaza, ni las impresionantes multitudes con antorchas encendidas en la noche. La estampita del 17 son los hombres y mujeres que meten sus pies en la fuente.
Así como para (Carlos) Astrada el mito fundante de la argentinidad es el Martín Fierro y en su análisis político existencial Hernández le otorga significaciones trascendentes para la construcción de un suelo simbólico de nuestra tierra; será el mito del 17 de Octubre el fundador del hombre/mujer del peronismo (porque los protagonistas de aquella fecha no fueron los hombres, a pesar del machismo de la época, sino hombres y mujeres indistintamente como da cuenta de ello la icónica foto de la fuente donde encontramos unos y otras). Se trata de una iluminación mítica de la “peronidad”, da a luz al peronismo, donde se capta lo esencial de lo argentino de mediados del siglo XX. Así como la premisa de Astrada en el mito gaucho es la figura de la infinita llanura que ensancha los horizontes, el peronismo tiene su figura fundante en el protagonismo popular para cambiar el sentido de la historia y nada menos que en la Plaza del poder. Allí desde donde se manejaron y manejan los destinos de la patria. Y todo esto, como en todo mito fundacional, resulta determinante histórica y proyectivamente. A diferencia del mito gaucho, ya no se trata del hombre que se había hecho infinitamente libre en la extensión interminable de la llanura, sino del trabajador y la trabajadora urbanos que, en su irrupción en la historia, meten sus patas en la fuente. Es decir, el laburante de a pie, el curtidor y la obrera de la textil, que se hacen impensadamente presentes en el núcleo del poder argentino simbolizado en la Plaza de Mayo. Ya no será el marginal, chúcaro y perseguido por el Estado, que relata José Hernández, sino el trabajador con sus manos y su “overol” manchado de aceite que se hace cargo del Estado, y le impone su impronta y su proyecto. También es un mestizo, como esa mezcla híbrida entre “indios” y “moros andaluces” (que, según la particular interpretación de Astrada, vinieron con Garay), dándole entidad al gaucho. Este mestizaje es múltiple como describe en su magistral relato del 17 de Octubre, Raúl Scalabrini Ortiz:
No era esa muchedumbre un poco envarada que los domingos invade los parques de diversiones con hábitos de burgués barato. Frente a mis ojos desfilaban rostros atezados, brazos membrudos, torsos fornidos, con las greñas al aire y las vestiduras escasas cubiertas de pringues, de restos de brea y de aceites. Llegaban cantando y vociferando unidos en una sola fe. Era la muchedumbre más heteróclita que la imaginación puede concebir. Los rostros de sus orígenes se traslucían en sus fisonomías. Descendientes de meridionales europeos iban junto al rubio de trazos nórdicos y al trigueño de pelo duro en que la sangre de un indio lejano sobrevivía aún.
John William Cooke también hará su contribución a la comprensión de la dimensión histórica del 17 de Octubre:
La montonera derrotada por el plomo de los civilizadores, el hijo del gringo proletarizado por el régimen, la multitud que había asistido al entierro de Yrigoyen como ciudadanía impotente, ocupaba la ciudad puerto de la oligarquía rapaz y parasitaria. Ya no eran ciudadanos de la democracia liberal, sino seres de carne y hueso, con su hambre, con su necesidad, con sus sueños, con sus cantos y sus bombos.
En la memoria histórica, el 17 de Octubre ha quedado como una verdadera invasión del conurbano. Una apropiación, para algunos indebida, para otros legítima, de “la Capital”. Los relatos de la época, como el de Scalabrini, mencionan que también los manifestantes venían de La Paternal, y Perelman habla de Barracas, pero la simbología del cruce del Riachuelo como límite, de la irrupción en la ciudadela sagrada, se constituyó como la parte más fuerte de este relato épico.
Los contemporáneos gorilas la ven claramente como una invasión, es el pánico de que los negros les ocupen barrio norte, como en el relato de Martínez Estrada. Este escritor, que había recibido dos veces el premio nacional de literatura, dejó plasmado el temor del “invadido”: “esos demonios salieron a pedir cuentas de su cautiverio, a exigir un lugar al sol, y aparecieron con sus cuchillos de matarifes en la cintura, amenazando con una San Bartolomé del barrio norte”. Como subraya en su lectura Horacio González (Perón, reflejos de una vida), no le preocupa de dónde vienen, como detalla Scalabrini, sino su objetivo: el barrio norte (el único lugar que nombra), su lugar en el mundo. Allí parecen pasearse irreverentes e impunes esos bárbaros, los “demonios de la llanura” de los que hablaba Sarmiento en el Facundo.
Esos nadies provienen del interior profundo en algunos casos, como lo acusan sus rostros, pero insoslayablemente el inicio de su marcha es ese gran Buenos Aires, hábitat natural del “cabecita negra”. Allí se radicaron las grandes masas de la migración interna, lo que siguió ocurriendo con el tiempo. El conurbano es siempre, y a pesar de la clase media que vive allí, la zona de transición entre la civilización y la barbarie. Allí brota lo profundo de la argentinidad, y de la patria grande, engarzado con costumbres urbanas, aunque siempre en modos ásperos y formalmente incorrectos. Es el sitio de lo irresuelto, lo que la historia sigue aun demandando para hacer real la justicia. Es el cono de sombra, donde no se quiere ver que la frazada no alcanzó para todos. Esa es la fuerza simbólica del 17 de Octubre, cuando ese gran Buenos Aires repleto de cabecitas entró de modo contundente, digno, altanero, voraz, irredento, en la ciudad que mira eternamente a Europa. Y esa irrupción fue para disputarle quién manda: si las luminosas minorías de privilegio o las mayorías oscuras.
Sin embargo, hay que decir que esta incursión no fue un saqueo de respuesta al prolongado despojo, como perfectamente podría haber sido. Tampoco es una invasión anárquica, de zombies deambulantes, como los imaginan los vecinos de los barrios opulentos. Y aunque se hayan paseado por las aristocráticas calles de Barrio Note, tiene finalmente un horizonte concreto: la Plaza. Hacia allí se dirigen las masas incontrolables pero dotadas de sentido. Los grasas, los cabecitas, los descamisados, con sus patas en la fuente del privilegio de la oligarquía vendepatria, a su vez se convierten, se empoderan, se hacen dueños de la Plaza, es decir, del centro del poder.
La Plaza, como hemos dicho, es el núcleo simbólico del poder en nuestra tierra. Allí se libraron combates por la reconquista frente a la invasión inglesa. Su espacio fue el escenario en el cual los chisperos de French y Beruti amedrentaron a los partidarios del virrey en mayo de 1810, para hacer factible la revolución. Fue allí también donde los caudillos cansados de la prepotencia porteña ataron sus monturas en abierto desafío. Fue el escenario de los primeros bombos utilizados por la chusma yrigoyenista. Todo transcurrió frente a su escenografía dominada, por un lado, por el Cabildo, que con cada modificación arquitectónica era menos fiel a sí mismo. Y, por el otro, por la Casa Rosada. El gran símbolo del poder de la Argentina oligárquica constructora del Estado moderno. Según el relato de la historia oficial, el color rosado se debe a Sarmiento, en su deseo de representar simbólicamente la fusión de los partidos que protagonizaron las cruentas guerras civiles de principios del siglo XIX. Se trataría entonces de una mezcla entre el rojo de los federales y el blanco, supuestamente usado por los unitarios. Pero, pequeño detalle, el color propio de los unitarios no fue el blanco sino el celeste. Con lo cual se cae todo ese relato construido ad hoc. El color rosado, en realidad, proviene de la mezcla entre la pintura a la cal y la sangre de vaca. Hay aquí todo un símbolo de la oligarquía terrateniente y la base bovina de sustentación de su riqueza. Es un color fundado en este modelo agropecuario exportador, es el color de la sangre del poder real.
En cierta medida, podemos decir que el mito del 17 de Octubre constituye y complementa al relato mítico de los hijos de Fierro, que se dispersaron a los cuatro puntos cardinales, llevando a cuestas el sentido de libertad, nacionalidad y dignidad, y que vuelven a confluir en la Plaza, en tanto centro del poder nacional. Los hijos de Fierro finalmente dejan de huir para hacerse cargo de la situación. Su antagonista sigue siendo la oligarquía que se apropió del Estado e impulsó desde allí la matanza de los gauchos y los pueblos originarios para apoderarse de la tierra como fuente de riqueza relacionada con la producción para el extranjero. Con la irrupción obrera en la Plaza se rompe la cajita de cristal de la ciudad blanca construida por esa oligarquía que le dio forma, a imagen y semejanza de Europa, y cruzada por sus propios intereses.
Hay también, en este mito fundante, la contradicción y el juego entre el hedor y la pulcritud como categorías propias de Rodolfo Kusch. El peronismo, en este plano, es —sin duda— la encarnación de lo Otro, la corporización concreta del hedor americano. Pero hay algo de este bañarse en las aguas cristalinas de la fuente, de la ciudad blanca, de la pureza, que es una concesión a la pulcritud. El peronismo no se restringe a esa encarnación del hedor, sino también de esa necesidad de lavarse las patas en la fuente. Por cierto, nunca lo hace desde los buenos modales. Estos parecen ser siempre ajenos al peronismo. Aun cuando muchas veces los practica, parecen impostados, forzados. Así pasa cuando se apega a un estricto institucionalismo. Sin embargo, el peronismo siempre está tratando de dar la prueba de la pulcritud. Aunque sus manchas de grasa sean indelebles, y no puedan ser borradas con nada.
Meterse en las fuentes de la Plaza de Mayo fue solo el principio de la apropiación de las aguas. Esto se reproduce, como marca Daniel Santoro, en las aguas de Mar del Plata (hasta entonces ciudad elitista, negada a los sectores populares) y después en las grandes piletas populares, donde una enorme cantidad de cabecitas negras contaminados de la huella del conurbano pueden disfrutar del agua, que antes estaba únicamente reservada para solaz de los ricos. Que los pobres tengan acceso al agua como disfrute genera odios. La imagen que prefieren, aun los progresistas, es el pobre dando lastima yendo a buscar con un raído y sucio balde una miserable cantidad de agua a una goteante canilla única en el barrio.
El peronismo trae, una y otra vez, la imagen insoportable de las mayorías haciendo uso del goce de la felicidad. Y el agua es parte de ella, en las fuentes, en los inmensos piletones o en las aguas y arenas de la playa Bristol en Mar del Plata. Hay todo un símbolo en la reconversión de la ciudad de veraneo oligárquico, a través de la instalación de cientos de hoteles sindicales, en el punto de contacto de las mayorías con el mar. Es por eso que las clases medias y altas, terminaron huyendo de ahí y “acaban construyendo la ciudad de Punta del Este, por fuera de la amenaza peronista. Lo hacen para evitar encontrarse con los negros gozando del agua al lado suyo”, insiste Santoro.
Otra cuestión interesante que plantea el mito del 17 de Octubre es que muestra al peronismo como una irrupción. Esto es una impronta particular que eligió expresamente como partida de nacimiento. En este sentido el peronismo es una anomalía, en la forma que usa esa palabra Ricardo Forster para el kirchnerismo, (8) no una continuidad evolutiva. La llegada del peronismo es un escándalo o una epifanía, según el lado en que se lo mire. O bien una epifanía escandalosa, que generó desconcierto entre los sectores oligárquicos que manejaban el poder a mediados de los cuarenta de la misma forma en que manejaban sus estancias.
El 17 de Octubre en la liturgia peronista es el día de la lealtad. Alguien dijo alguna vez con sarcasmo que únicamente un movimiento tan cruzado por la traición puede establecer un día de la lealtad. El peronismo es un movimiento en el que sobreabundan las deslealtades. Quizá porque tildar de traidor a otro, lo pone fuera de los valores peronistas y, además, es gratis. Sin embargo, esta liviandad de acusaciones se borra con la misma facilidad con que se pronuncia. En otras fuerzas políticas de la acusación de traidor prácticamente es imposible volver. Pero también la sobreabundancia de acusaciones de traición hace el clima del peronismo insoportable.
El filósofo Darío Sztajnszrajber planteó en una entrevista radial que la lealtad es aneconómica, es decir, que no se rige por las lógicas del intercambio, del mercado, de los beneficios que se sacan individualmente de esa lealtad. No obstante, el propio Perón parece contradecirlo cuando establece que hay distintos tipos de lealtad: “Hay dos clases de lealtades: la que nace del corazón, que es la que más vale y la de los que son leales cuando no les conviene ser desleales”.
Teodoro Boot hace una aguda observación en relación a la lealtad y el 17 de Octubre:
Este 17 el pueblo volvió a mostrar dos cosas. Una, que no es una suma de personas sino un sujeto único y viviente, lo que no significa que uniforme (¿o acaso ninguno se ha sentido en desacuerdo o disconforme con uno mismo en algún momento de su vida?). Y dos, que, en esas circunstancias, vuelve a estar por delante de todos los que pretenden ser sus dirigentes. (…) no sé quién ni por qué inventó lo del Día de la Lealtad. En mi opinión lo que merece conmemorarse no es la lealtad del pueblo a Perón (¿a quién se le puede ocurrir celebrar algo tan usual como que el pueblo nunca abandone a quienes pelean por él?) sino el insólito caso de que un dirigente se haya mantenido leal a los intereses y necesidades del pueblo. Y ese sí fue un acontecimiento extraordinario.
Marcelo Koenig
1. Como aporte a la interpretación dejamos aquí las palabras del entonces embajador norteamericano Spruille Braden haciendo su propia calificación: “El gobierno es débil, inescrupuloso y fundamentalmente antinorteamericano (…) El peligro nazi fascista estará presente mientras persista la actual situación. Sus venenos se desparramarán a otros países y tendremos que confrontarnos, en un futuro no demasiado distante con una amenaza mayor hacia toda la estructura de la seguridad internacional de la posguerra (…) El derrocamiento del gobierno argentino es posible y deseable a cualquier costo”.
2. El 4 de junio de 1943 fue la revolución militar que puso fin al régimen de la llamada Década Infame, iniciada por el golpe militar del 6 de septiembre de 1930. La revolución encabezada sucesivamente por los generales Rawson, Ramírez y Farrell fue llevada a cabo por militares nacionalistas e industrialistas (en esto confrontaban con el poder de la oligarquía terrateniente) y Perón fue parte de ellos, llegando a tener durante su transcurso cuatro cargos de importancia: vicepresidente de la Nación, secretario de Trabajo y Previsión, ministro de Guerra y presidente del Consejo Nacional de Posguerra. En el régimen militar juniano ya se encontraban como contradicción muchos de los elementos del peronismo, pero el peronismo no era más que una parte de esa contradicción entre un nacionalismo popular e incluyente y un nacionalismo elitista y conservador. Estas contradicciones terminaron con Juan Perón preso, primero en Martín García y luego en el Hospital Militar desde donde fue rescatado por las masas.
3. El 24 de febrero de 1946 se produjeron en Argentina las primeras elecciones libres desde 1928, dado que después del derrocamiento de Hipólito Yrigoyen en 1930, todo fue fraude y manipulación electoral, cuando no irrupciones militares. En esas elecciones libres, concertadas después del 17 de octubre y garantizadas en su limpieza por el propio Ejército, se impuso el peronismo (a través, fundamentalmente, del Partido Laborista) ante una enorme coalición de partidos (que incluía a casi todos los tradicionales) denominada Unión Democrática.