Pretérito imperfecto

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Pretérito imperfecto
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Letrame Editorial.

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© Ángel José García Moreno

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1386-862-2

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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Desde que comienza a ser de noche, vuestra impresión sobre los objetos familiares se transforma.

Por un lado el viento, que me rodea como por caminos vedados, murmurando como si buscase algo y se enojara por no encontrarlo.

Por otra parte la luz de las lámparas, con sus turbios rayos rojizos, su claridad pálida, cansada, luchando pesadamente, de mala gana, con la noche, esclava impaciente del hombre que vela.

Friedrich Nietzsche

Cualquiera que despierto se comportase como lo hiciera en sueños, sería tomado por loco.

Sigmund Freud

Solo aquello que se ha ido es lo que nos pertenece.

Jorge Luis Borges

PRÓLOGO

La literatura, en cada uno de sus modos, puede adquirir formas diversas que atienden a la propia diversidad del pensamiento humano, de ahí que pueda entenderse como una de las necesidades elementales del Hombre. Desde tiempos inmemoriales, tal vez ya en aquellos en que intuimos que la vida en comunidad nos supondría la continuidad como especie, sentimos la necesidad de contar y de escuchar historias —en el fondo son la misma necesidad— y así inventamos la manera de trasmitir lo que soñamos, lo que nos había pasado y lo que imaginábamos que nos iba a pasar.

También de aquel entonces nos queda el placer de volver, de vez en cuando, a las grietas de la memoria, a la ventana por la cual se adivinan los paisajes antiguos de la infancia, a esa toma a tierra que nos sostiene en forma de raíz. Hay músicas, olores, imágenes recreadas y moldeadas a nuestro gusto que quedarán perpetuamente en el ADN del ser adulto y extraño en que nos convertimos, y en esas sensaciones provenientes del desconocimiento, de la falta de experiencia, del no saber, en esas sensaciones, digo, está el miedo, el más ancestral de los sistemas de defensa, el más implacable de los sentimientos.

Cuando escuchamos o leemos una historia de terror o de misterio se nos vuelve a inflamar esa glándula invisible que funciona perfectamente solo cuando eres niño, y que luego pierde su función empírica de deseo del descubrimiento como unos dientes de leche. Así se presenta este recopilatorio de cuentos, como una caja vieja donde descubrimos, de pronto, en una tarde gris de limpieza, aquellos viejos juguetes y artilugios que nos acompañaron en la niñez, y nos devuelve a las sombras cimbreantes de la hoguera, a la linterna bajo la manta o al lastimoso quejido del perro entre la noche, arrancándonos por un instante la conciencia de ser adultos.

A modo de paralelismo vital o experiencial, los cuentos nos acompañan desde la infancia y luego nos retrotraen a ella de vuelta, al igual que nos trasladan a la verdad primaria de la tribu. Los cuentos nos mantienen sujetos a lo que somos a través de lo que fuimos, de lo que soñamos o anhelamos cuando aún no éramos nosotros. Por eso, después de siglos, siguen haciéndonos temblar de terror o de incertidumbre, las visiones de lo inexplicable, la posibilidad de una existencia alterna y paralela, la sombra que no pertenece a cuerpo alguno. Shelley, Stocker, Lovecraft, Conrad, Poe seguirán contagiando nuestras certidumbres muchas generaciones después, y muchas y muchos que aún no han nacido tomarán sus testigos y seguirán demostrándonos que necesitamos continuamente volver a encontrarnos con aquel que fuimos una vez, aquel que nos vela y observa en cada acto que acometemos.

En este libro Ángel nos muestra que es uno de ellos, uno de esos que saben que contar es algo más que explicar, porque no trata de convencernos de una verdad, simplemente nos abre la puerta e invita a pasar, conocedor de que lo que nos presentará el interior es más emocionante que la seguridad de no adentrarse en lo desconocido.

Experto en introducirse en el interior de lo más profundo de las personas, y analizar con deleite cualquier mínimo detalle, a mi querido amigo Ángel García le cuesta mucho mentir, quizás por eso nunca sabes si escribe de sí mismo o se reinventa en cada relato un fantasma, pero siempre tienes la sensación de que si levantaras esa sábana blanca aparecería él. Unas veces con diez años, otras de adolescente, otras de ese adulto inválido de adultez que debería ser todo escritor.

Atmósferas agobiantes, seres desvalidos, existencialismo, tramas complejas, misterios inesperados, aventura, inquietud constante, amor hacia la profundidad psicológica, imágenes impactantes que nos harán mirar detrás y a nuestro lado… Juega consigo mismo y con nosotros, los lectores… Si nos sumergimos adecuadamente en su lectura, esta colección de relatos es mejor no abordarla por las noches, sobre todo en aquellas que llueve, hace frío, o ulula el viento contra las ventanas.

El caso es que mienta o no, sea introscópica o ajena, su lectura nunca nos deja indiferentes, nos obliga a tomar parte, a decidir una posición, a observar la realidad como un interrogatorio, incluso a veces, a decidir el final. Nos obliga a revertirnos sobre nosotros mismos y descalzarnos de la verdad aprehendida, como si al abrir el libro, en una nota de advertencia, se pudiera adivinar una obligación: dejen fuera su equipaje. Desnúdense. Tiemblen. Y ahora, pónganse cómodos.

Víctor Filgueira

PRETÉRITO IMPERFECTO

I

La consulta del médico está pintada de blanco. Suele ser lo habitual. La gran mayoría de estas estancias adolecen de un trato cercano. Se impone la asepsia, el aspecto higiénico, la ausencia emocional, la máxima racionalidad clínica y científica, y cómo no, el impersonalismo.

Observo la parte trasera del monitor; se oye el ronroneo eléctrico del aparato. Un zumbido aterrador. Hay una pegatina plateada con la referencia del modelo de la pantalla y el sello de Calidad Europea.

Sobre la mesa hay papeles, un par de bolígrafos y detrás del facultativo, descubro partes de aparatos técnicos que parecen emanar, amenazantes, de las paredes.

El médico está circunspecto y nos mira sin mover un músculo de su cara. Está rígido. Nos comunica que mi madre tiene cáncer.

La noticia provoca un vacío entre nosotros. El silencio inunda la habitación. Mi padre agacha la cabeza y clava sus ojos entre el suelo y la mesa, a mitad de camino; se mesa el pelo con los dedos.

Mi madre mira por la ventana, que da a un patio cerrado en donde únicamente se albergan objetos inútiles, deshechos inutilizables ya pero, provenientes de todo aquello que rodea a la industria médica y farmacéutica, permanecen rodeados de un halo entre benefactor e inescrutable, y a causa de esto, nadie se decide a depositarlos en el contenedor adecuado. Ahí están, inmóviles y enigmáticos.

Todos —los cuatro—, a duras penas renovamos la conversación. Yo me vuelvo pequeño en la habitación, diminuto, casi un niño pero con cuarenta años. Me encojo. Mis padres; mi madre. Llega un instante en que me recupero y pienso en dios y en las religiones. No obstante he empequeñecido y soy tan débil que parecen colgarme las piernas por la silla, como cuando mi madre me llevaba al dentista y allí estábamos los dos, en una sala de espera. Con zapatillas deportivas, mirándola y tomando su mano; seguro de estar a salvo con ella si acechaba algún peligro.

Ahora nos ha comunicado el médico, que ella se va.

En una empresa que va a la deriva, trabajo de administrativo, pagan cuando pueden o quieren. Mi existencia es anodina, si bien tengo mujer e hijos, trabajo, algunas aficiones, mis padres y, además, la adolescencia mal curada en forma de deseo que me ha impuesto comprar una moto, casco, camiseta de ACDC, y la chaqueta de cuero. Estoy delgado, tengo el pelo claro, los ojos azules, y no he aprendido a mentir en mis cuarenta años de vida. Me llamo Raúl, y esta mañana estoy muy asustado, tengo miedo, y muchas ganas de llorar; me acaba de invadir una desazón que, como cuesta tanto medirla, no creo que con palabras lograse definirla claramente ya que se trata de sentimientos y estos, como leí cierta vez, son más amplios que cualquier término que los defina. Después de la mala noticia que he tenido que escuchar, si sufro una regresión, no sé quién vendrá a resguardarme en mitad de la noche, si sufro una pesadilla. Quién me consolará y me dará a mi peluche, mi viejo Spiderman, para que me acurruque junto a él.

II

Salimos de la clínica, fuera hacía un día estupendo. Los tres, en el más absoluto silencio, subimos al coche.

 

No hemos comprendido nada, no creemos que sea posible. ¿Se habrán equivocado? Debe de haber algún error en alguna prueba del diagnóstico. Esto habrá que contrastarlo con otros médicos, con otros oncólogos…

El sol resulta molesto. Las gafas negras que llevo las ha doblado cien veces mi hija y no sé ni por qué sigo poniéndomelas. Creo que compraré otras.

Tras desviar la atención con mil excusas internas, y de forma externa hacia mis padres, que van callados en los asientos del Jeep. Cambio la música por las noticias, pero no sirve de nada.

Los dejo en su casa, y temblando le cuento a Rebeca, mi mujer, la noticia por teléfono. A ver cómo se lo decimos a los niños. Bueno, mejor no les diremos nada, que pase el tiempo; ya improvisaremos con algo. Pero no, ¿qué digo? Nosotros no hemos improvisado desde el año antes en que nos casamos. Todo lo planificamos al límite, el control de cualquier acontecimiento procuramos no dejarlo al antojo casual de las circunstancias.

Espero cruzar pronto la puerta de mi casa y abandonar la calle; mi mujer sabrá qué hacer conmigo.

Llego a casa, y lloro como aquel día en que un chiquillo mayor que yo, en un callejón de mi pueblo, me dio una bofetada, me quito un globo de color verde, y encima se rio de mí.

Cerrados los ojos, vuelvo al presente y noto que no tengo fuerzas para nada; no me salen lágrimas, solo gemidos y desconsuelo. Rebeca me trae un tranquilizante con un vaso de zumo ecológico de piña.

Duermo un par de horas soporíferas; mi lengua trata de humedecer mi garganta que está seca y pastosa. Me despiertan los chiquillos que, alegres, rebotan por el sofá de casa. Me animo un poco influido por mi mujer, y jugamos. Llega un momento en que salgo al jardín muy rápido. Ahí respiro el aire y algunos vecinos, mirando a mi derecha a través de las rejas que separan nuestras parcelas, observo que están cómodamente sentados en las puertas de sus casas, su propiedad, ajenos a los problemas de lo demás. Cada uno que cargue con lo suyo.

Los niños juegan por la plaza. Saludo a los que están más cerca. El mundo se empeña en seguir. Parece que no pase nada a mi alrededor; todo funciona como siempre, sin embargo estoy asustado, y triste. No entiendo cómo ellos pueden estar ahí, tan tranquilos, mientras tanto yo me ahogo por dentro, y algo —una garra— aprieta mi cuello desde no sé dónde y una angustia me atenaza y aunque me molesta cualquier alegría, no evito observar a todas las personas de esta escena, felices y sin problemas. De los otros externos a uno mismo es lo que se ve, y creo que mi limitación emocional, y más aún la de hoy, me impide considerar como algo normal el hecho de que todos sonrían, jueguen, o charlen sin preocupaciones.

III

Pasan unos días que la verdad, se han hecho largos, monótonos, y ha sido casi imposible poder separar los pensamientos y sentimientos repetitivos de lo que es una rutina diaria. No obstante, nos hemos empeñado en racionalizar mejor la situación… La perspectiva ha cambiado. El primer golpe ya nos lo han dado. En adelante, según he contemplado en otros casos, vendrán noticias con sorpresas, unas veces malas, otras esperanzadoras. Suele seguir este proceso.

Me obliga Rebeca —casi por la fuerza— a visitar a una psicóloga, para realizar terapia con la especialista.

Tuve que ir, ya que estaba tremendamente acelerado y terminaba el día exhausto. La terapeuta me recomendó entre otras cosas que saliese a correr, pues de este modo cansaría al organismo, al tiempo que haría crecer un mayor grado de autoconfianza.

Mi mujer, cargando con mi habitual distanciamiento de todo lo que no sea leer, trabajar, hacer deporte, o escribir, se empeñó en comprarme ropa deportiva para mí, de colores azules y verdes. Fue una forma de decirme que aparcase los colores negros y oscuros, por otros más vivos y eléctricos.

IV

Comencé a salir a correr. Costó un poco al principio, pues el sentido de la marcha de un punto a otro a buen ritmo, la puse en la balanza del raciocinio y de los porqués, y me aburría sobremanera.

En cambio, tras unos días de rutas y de entrenamientos, me era imposible quedarme en casa quieto, y sin escuchar el paso de mis zapatillas verdes por los caminos. La tranquilidad de los parajes es máxima a determinadas horas, y de ese modo observaba cómo la vida se acercaba a cada zancada. Corriendo entre diversidad de árboles y sembrados, podía apreciar los saltos de las liebres a mi paso; el agua de los regadíos se deslizaba entre las tierras tras desembocar de acequias repletas, el sol de invierno iluminaba medianamente los naranjos que, atestados de frutas, rozaban con sus ramas más bajas el suelo; la suave y transparente brisa resbalaba sobre mi superficie —cubierta de un chándal ajustado—, dándome energía para seguir descubriendo aspectos nuevos de recorridos viejos.

V

El 31 de diciembre, poco antes de ensombrecerse totalmente el día, casi de noche, y aunque desaconsejado por Rebeca, salí a quemar calorías y nervios por una ruta acostumbrada, y que pasa junto al Júcar. Doy una vuelta de algo más de ocho kilómetros. Esta tarde llevaba quince minutos, cuando a mi derecha, en una casa abandonada, a unos treinta metros del camino principal, divisé una figura saltando entre los huertos de alrededor.

Me quedé muy sorprendido: fue un instante fugaz, pero al mismo tiempo tuve una certeza de lo ilógico de la situación. Vestía de blanco y lucía una morena cabellera que se le derrumbaba por la espalda. Dudé si debía parar o no. Y no, no me detuve. Influyó el miedo ya que, cerca del lugar, según sabíamos todos los vecinos, prácticamente de la comarca, operaba una red de prostitución obligando a comerciar a las chicas con su cuerpo, por muy poco precio. Esto pasó por mi pensamiento rápidamente y asocié —equivocadamente tal vez—, el escaso importe económico a cambio de la transacción sexual, con una mayor bajeza de instintos. Esta idea me fue bloqueando y aceleré el ritmo; sin mirar atrás.

Continué corriendo, pero pensando en la chica que había visto de espaldas. Hacía frío, y no solo por las cercanas sombras de la noche, además de ello, en esta época del año, y con la humedad de todos los terrenos cercanos al Júcar, apenas si calientan los rayos de sol cuando es mediodía. Así que, pensando en Rebeca y en mis hijos, apreté un poco el paso.

Me sentí mal, con remordimientos recurrentes, puesto que estaba educado en valores éticos, todos relativos a aquello de hacer el bien, defender la justicia, solidarizarme, y ayudar a los más débiles. Desde pequeño me hicieron vivir de este modo; procuré seguir en esta línea. Pero lo cierto es que sí, hoy puedo decir que no me paré con la chica y seguí con mi carrera, traicionándome; no obstante, al cabo de un kilómetro fui conteniendo mi ritmo de carrera, y pensé en volver. Los perros, cercados tras una valla metálica que rodeaba unos terrenos, no dejaban de ladrar golpeándose, enrabietados, contra la alambrada. Mi fantasía —incendiada— me decía que tal vez ella estaba huyendo por alguna causa y yo, irresponsable, había seguido mi camino dejándola a merced de su suerte, o de la voluntad de otra persona que, a saber con qué intenciones estaría persiguiéndola…

Se instaló en mi interior un sentimiento de culpabilidad que, acrecentado por mi actual inestabilidad emocional, me provocó tal inquietud que podía oír los latidos de mi corazón a través de todo mi cuerpo. Articulaciones, músculos, huesos, las sienes de mi frente bombeando la sangre. Todo comenzó a temblar y notaba un hormigueo creciente en mis dedos, pero aun así, lo único que recordé claramente de las pautas de mi psicóloga fue que siguiese adelante y la verdad que lo hice, si bien con más pausa. Y pese a mi sensación de culpabilidad, por lo que creí que había sido abandonar a una inocente, pudo más el pánico a sufrir un infarto o a que me atrapasen los perros, y no logré detenerme, y menos aún, volver sobre mis pasos.

VI

Al llegar a casa y tras reconfortarme con una ducha, Rebeca me dijo que mis padres habían estado en casa. Los notó muy nerviosos, fuera de sí y atolondrados. Querían comentarme unos aspectos en referencia a papeles del testamento. Mi mujer no se había podido aclarar: los niños sin parar, y sus suegros hiperexcitados.

Intentó explicarme que hablase con ellos pronto, pues mi madre no estaba nada bien y había que tomar decisiones y cómo no, metidos ya de lleno en el barro, tratar de aclarar varias preocupaciones que ellos tenían.

Pensé: aclarar. No entendía qué debía aclarar. Percibía, eso sí, como una evidencia interna que afloraba a mi comportamiento externo, que todo lo que decían o hacían —ahora— mis padres me estaba molestando. En mi egoísmo pensaba que mi madre aprovechaba las circunstancias, para decir lo que le daba la gana o le apetecía, sin tener en cuenta que esto siempre acarreaba consecuencias y daños colaterales. Me enojaba con ella, y cuando pasaban los días tras el enfado, me sentía culpable. Creo que, en mi fuero interno y en esa parte tan amplia que todos conservamos de niño, o niña, le estaba echando la responsabilidad de morirse dejándome tirado. Me sentía en guerra con ella por marcharse sin explicaciones.

Hablé con ellos y aclaramos sus dudas respecto a testamentos, seguros de defunción, y previsiones de ese tipo. Les expliqué que yo, ahora, perdía con facilidad los nervios a causa de la situación, y que fallaban mis dotes de comprensión respecto a las actuales circunstancias. Mi ración de tranquilizantes —soldados contra las bajadas del nivel de serotonina— me llevaba a ser diestro en el tacto y a flotar entre algodones de azúcar.

Logré callarme para no discutir más veces, así evité decir lo que pensaba, pero les observaba: tenían preocupaciones que yo encontraba irritantes y simples; llenas de un utilitarismo lejano a mi forma de pensamiento egocéntrico y hedonista. Para mí, lo mío era lo más grave, lo más preciso y lo más importante del mundo. Como si ellos no estuviesen asustados, yo me dedicaba a desatender obligaciones y a centrarme en mi dolor.

Apenas si escuchaba, y pensaba: menuda jugada me están haciendo. Mira que marcharse. ¿Dónde quedarán los sábados viendo la televisión a mediados de los ochenta? Fatal. Muy mal. Se borraría parte del pasado animado y quedaría un recuerdo descolgado de una realidad cierta y evidente, sólida, dura. Gigantesca; realidad que cubriría toda luz, tal como una oscura tormenta de mitades de otoño.

Me sentía culpable por todo. La antigua educación había logrado internalizar dentro de los que habíamos nacido antes de los años ochenta sentimientos de culpa sin existir ninguna razón lógica. Todos aquellos años de catecismo, cruces, silencios, esperas de sorpresas y milagros, parábolas, y cómo no, los deseables comportamientos católicos, señalaban mi camino de forma en que, la lógica imponía en mí una culpabilidad sin base, y un atosigamiento y distorsión que impedían un mínimo de bienestar. Y lo peor es que mi estado se reflejaba en mi Rebeca y en los niños, dificultándoles el día a día, a causa de mi temperamento excitado, y de mi ánimo decaído.

Así, me fui retorciendo por dentro, desde la casa de mis padres hasta la nuestra.

Mis ideas y pensamientos giraban en torno a mí y a mis sufrimientos que, cuanto más los experimentaba más me costaba apartarme de ellos. Eran como reptiles que se arrastraban en mi interior y lograban hacer que mi cuerpo vibrase igual que un cachorro de gato recién nacido.

Después de hablar con mis padres y tratar de aclarar todos los asuntos que les preocupaban, me fui a casa. Me puse a jugar con los niños con unas enormes fichas de ajedrez, pero ausente y distraído.

Pienso en la chica; vuelven en oleadas sentimientos de culpa. ¿Estaré así, aun recién empezado el año nuevo? Menudo comienzo.

Lo peor es que a cada momento que pasa, me encuentro más decepcionado con el mundo.

VII

En mi pueblo, administrado por varias personas, disfrutan de un blog de noticias en el que publican anécdotas y sucesos; y en una de las entradas, explico el caso de la chica que vi en una de mis carreras por los caminos cercanos. No tardan en contestar varios blogueros; cada uno con su discurso.

Uno de ellos, por privado responde que vio a la misma chica, pero que hace veinte años de eso.

Picado por la curiosidad, y en parte incrédulo, puesto que no tenía claro qué quería decirme, ni cuál era su intención, al día siguiente quedamos para vernos en su casa.

Amaneció un cielo gris plomizo, sin viento pero con una temperatura baja. Hacía frío.

 

Tras dejar a los niños en casa de mis padres y aguantar sus preguntas y observaciones acerca de las diversas etapas del cáncer, me largué a toda prisa a casa del bloguero con el que había quedado para charlar.

Llovía finamente cuando entré en su apartamento. Juan era su nombre, tenía buen aspecto y rozaba los cincuenta años. Trabajaba en una tienda de zapatos.

Me hizo una taza de café y sacó unos polvorones sevillanos. Su conversación era mordaz y muy amena, se soltó sin problemas. Observé que le gustaba charlar y escuchar. Era una persona de diálogo y tomó en consideración lo que yo había escrito en el blog del pueblo.

Después de ir contándole por encima lo que yo había visto, Juan me fue ratificando que también él sabía algo del caso. Reconozco que me sentí cómodo al tratar el tema. Juan, al ver que yo no tenía problemas de sinceridad, tomó más confianza y me confesó —sin yo preguntarle— su condición sexual. Decía que años atrás, se tenía que esconder de la gente para poder tener relaciones sexuales con otras personas; además, contaba con la oposición de sus padres. Me dio explicaciones reivindicando su alternativa libremente escogida, ante las cuales yo asentí y percibí que Juan era una persona sensible y que según lo que me contó, lo había pasado mal —y bien, también, claro— en la vida hasta poder haber expresado su forma de ser o de pensar como él quería.

—Cierta noche —comenzó Juan concretando cada vez más— conocí en un pub a un chico andaluz, no te diré el nombre por si acaso, pero sí que trabajaba como temporero por la zona, en la época de recolectar naranja. Después de unas copas nos liamos dentro del Seat, y nos fuimos a buscar mayor intimidad en un sitio tranquilo donde poder estar juntos. Encontramos una caseta abandonada y nos dejamos llevar. Estando sin ropa apareció una chica por delante del coche. —Juan seguía hablando sin parar. Sabía cómo explicar la historia. Pensé que por la claridad con que la contaba, era difícil que no le hubiese ocurrido—. Yo, sobresaltado me vestí rápidamente y grité a mi acompañante que se diese prisa. Hacía un frío tremendo…

»Ya sabes, Raúl, la humedad en estas tierras nunca se va del todo —puntualizó—. El chico este, el andaluz, dijo haber notado algo extraño, pero que no había visto nada. La cuestión es que nos largamos a tomar un par de copas de más. No me lo podía creer.

Juan, al final de su historia, fue bajando sus ojos en dirección a la mesa mientras hablaba, evitando de este modo mi mirada.

—Al cabo del tiempo —continuó—, volví por la zona con otra persona y no vi nada. Pero me informé con un amigo que es policía nacional, y me estuvo explicando que en mil novecientos ochenta y tres mataron en esa misma zona a una chica que había venido a trabajar a Valencia como auxiliar de clínica; me dijo mi amigo que en los informes estaba registrado que ella era de Menorca y que vivía sola en una casa de dos habitaciones, cerca del Port de Catarroja. La encontraron muerta después de las Fallas, ahorcada. —Juan fumaba nervioso un cigarrillo tras otro. Era difícil perder la atención de todo lo que me estaba contando Juan, no obstante, como una flecha lanzada desde lejos, apareció ante mí un pensamiento que surgía de mi miedo. Pensé que si este chico no dejaba el tabaco, aparecería frente a él un cáncer de pulmón, de garganta, o de lo que fuese.

»Desde que bajaron su cuerpo del árbol en que fue hallada, parece que ya no ha podido descansar. —Dicho esto, Juan sonrió y buscó complicidad en mí. Yo asentí con la cabeza.

Nos despedimos y fue muy cordial. Pareció surgir un conato de amistad. Por mi parte, ya que no lo conocía casi, me ocupé de romper el hielo llevándole una botella de vino dulce, a lo que me agradeció cortésmente el regalo. Hizo hincapié varias veces en que por favor, no contase nada de lo que me había relatado.

Meditabundo, entré en casa. Estaba vacía y oscura.

Rebeca, de guardia todo el día en el hospital, había dejado nuestro hogar ordenado y en una simetría perfecta. Me preparé un té verde con limón, procurando no ensuciar nada de la cocina. Puse música —System Of A Down— y me tumbé en el sofá esperando un poco de inspiración, alguna cosa, lo que fuese menos meterme en un centro comercial a comprar regalos para el día de Reyes.

Miré absorto entre mis pensamientos, a través del inmenso ventanal. Por la calle y un poco más lejos, en la plaza, no se veía a nadie. Estaba todo tranquilo. «¡Los niños!» recordé. «¡Han pasado varias horas desde que los dejé y yo aquí, tan tranquilo!». Seguramente habrían agotado la paciencia que quedaba en mis padres. Me puse la chaqueta y me fui rápidamente a recogerlos.

VIII

Cuando no estaban los niños, mis padres lloraban a todas horas. Lo sabía porque una vecina me había preguntado qué era lo que ocurría; yo se lo dije y esta agachó la cabeza y se lamentó.

Destiné a los niños con mis padres… Así, como Rebeca estaba de guardia, yo tenía todo el tiempo para danzar libremente sin guía. Cogí el todoterreno y me dejé caer por donde había visto a la chica.

Instigado por la charla con Juan, y con lo que yo había contemplado con mis propios ojos, notaba un palpitar acelerado de mi corazón. Golpes que me predisponían para continuar con una aventura adolescente, en un mundo y en una realidad de adultos.

Aparqué el Jeep junto a la ruinosa casa de campo.

El camino estaba abandonado, sin embargo, los huertos circundantes, bien labrados, dejaban en evidencia la dejadez y el deterioro extremo de la caseta. Caía una lluvia fina y persistente que pesaba aún más mezclada con el color profundo y grisáceo del día. Con el paraguas en la mano me adentré por el sendero que conducía a la casa. Salté la valla oxidada que estaba rodeada de inmensas pilas de hojas secas de frutales, caquis y naranjos pude reconocer. Permanecía con la puerta atrancada pero abierta, unos cinco centímetros dejaban ver un interior sombrío y húmedo. Las ventanas estaban cerradas menos la que daba enfrente del camino. Se hallaba completamente rota. Decidí entrar —con la imaginación disparada— después de haberme asomado previamente a través de la ventana.

Había una parra de uva seca y muerta que rodeaba y cubría toda la casa por encima de las ventanas, parecía una araña atrapada en una roca marina. La aparté para penetrar en la estancia; la puerta crujió y se abrió, pero se desconchó por la parte de arriba e hice el esfuerzo de dejarla apoyada en la pared.

En el interior solo había una sala, de unos cuarenta metros cuadrados. Cuatro paredes. El olor era insoportable; me llevé la mano a la nariz y a la boca. Mucha humedad… La llovizna que caía suavemente sobre el techo emparrado era el único sonido que, lleno de vida, acompañaba mis pisadas que parecían tener miedo de lastimar el suelo. El frío era horroroso; pensé que lo mejor sería terminar pronto pues no se oía nada que no fuesen las gotas de la lluvia. Los sentidos los tenía alerta, y todo rumor era sordo. Permanecía a la espera de cualquier sobresalto que, al final, es la mejor forma de que todo te pueda provocar un desequilibrio, por pequeño que sea el estímulo.

Me acerqué a una de las paredes de la casa y encontré una taza de aseo tirada de lado. Con el móvil alumbré las zonas más oscuras y en otro lateral del interior, hallé dos sacos llenos de conchas marinas de distintos tamaños. Junto a ellas quedaban restos de cenizas de hacía mucho tiempo pues predominaba un gris blanquecino que formaba una pila de unos quince centímetros en el centro, pero que se diseminaba por toda la superficie del suelo de la casa. Me estaba cansando de estar allí dentro, además, comenzaba a golpear con fuerza la lluvia sobre las hojas secas de los árboles y encima de mi cabeza, en el emparrado y en el techo. La hojarasca y las ramas se movían a causa de las gotas, si bien apenas, pero lo hacían, y si no, yo así lo imaginaba y podía ver cómo tomaban algo de vida, un movimiento de arrastre, un levantarse hacia mí observándome desde sus filamentosos nervios de hojas.

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