El Risco

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El Risco
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ANA DE JUAN

El RISCO

Editorial Croquis

De Juan, Ana

El risco. - 1a ed. - Buenos Aires : Croquis, 2012.

212 p. ; 15x21 cm.

ISBN 978-987-1527-58-8

1. Narrativa Española. 2. Novela. I. Título

CDD E863

Fecha de catalogación: 17/04/2012

El Risco

Ana de Juan

Primera edición Mayo 2012

750 ejemplares

Queda hecho el depósito que marca la ley Nº11.723

Impreso en Argentina-Printed in Argentina

Impreso en Talleres

Es una edición de Editorial Croquis S.R.L.

Viamonte 947 1° A - Ciudad Autónoma de Buenos Aires

www.editorialcroquis.com info@editorialcroquis.com I.S.B.N 978-987-58-8

A la memoria de mi padre Miguel, que estuvo siempre a mi lado A mi madre querida.

A mis hermanos del alma. A Tenerife, mi isla.

Al sueño de seguir soñando, junto a Rafa, Marina y Martín.

Importante:

La novela “El Risco” transita dos culturas y léxicos diferentes como lo son el de las Islas Canarias (España)y Buenos Aires (Argentina).

A solicitud de la autora, hemos incorporado un Glosario, correspondiente a ciertos términos ycostumbrismos propios, de las regiónes en dónde se desarrolla la acción.

Glosario

CAPÍTULO 1
La vida en El Risco

Gara vivía en una cueva en lo alto del barrio de Valleseco, en Santa Cruz. Su casa, como nuestras vidas, colgaba en débil equilibrio del Risco que miraba al mar. Allí, el paisaje más cercano, se desparramaba caprichoso entre piedras y tuneras regalonas. Regalonas de higos picos, dulces y jugosos, que nos ayudaron a crecer un poco mejor; por lo menos, con algo de sabor en la boca del alma.

Desde que era pequeño me preocupó que Gara, o sus hermanos más chicos, saliesen de su casa-cueva y no tuvieran dónde pisar, dónde apoyar el pie. Pensaba que se iban a desbarrancar pa’ bajo. Muchas veces soñé con eso. Y cuando me pasaba, al día siguiente, subía desesperado hasta su cueva para rescatarlos de la muerte, en caso de que fuera necesario, claro. Reconozco que de chico era un poco exagerado y fatalista.

Yo vivía en el mismo Risco que ellos, pero más abajo. Desde mi casa, caer al vacío no era tan peligroso, y sabía que si alguna vez mi hermano Enrique, mi madre, o yo, pisábamos mal, no nos íbamos a matar. A lo mejor, nos partíamos una pata o un brazo... ¡eso seguro!, pero nada más. Y lo sabía porque de mi cueva al fondo del barranco habría más o menos diez metros... de la de Gara eran más de cien.

Ella se burlaba de mí cuando le pedía que se mudaran aunque sea más abajo; se reía con ganas de mi cara de preocupado y de mi miedo. Y eso me hacía coger unas calenturas de órdago. Gara decía que era un rollo mío y que yo estaba loco por pensar en esas cosas..., después me daba un beso en los mofletes y me aclaraba que nunca se iba a matar desbarrancándose, porque su vida no transcurría en el Risco, sino en un cuento de hadas. ¡Qué mentirosa!, me quería convencer que adentro de su cueva no había más que felicidad y alegría. Entonces era yo quien le decía que la que estaba como una cabra era ella.

Pero ahora que lo pienso y que la conozco casi de toda la vida, creo que el cuento de hadas al que se refería, debió ser el mundo que ella le inventaba a sus hermanos más pequeños, para que no se dieran cuenta de la realidad que los rodeaba. Era como un invento piadoso para los chiquillos. Ellos vivían en la Luna de Valencia, sin ningún problema ante sus ojos, como debe ser... así se les atrasaba, supongo yo, esto de la vida en serio que padecemos los grandes.

Gara fue mi novia de toda la vida; de la infancia, y cuando era chica tenía mucho sentido del humor. Dicen que los de Tenerife somos burlones, y que nos vacilamos de todo. Dicen incluso, que de lo primero que nos reímos al nacer es de nosotros mismos, cuando nos damos cuenta que estamos patas pa’ arriba, y con el culo al aire... Y que por eso lloramos antes de que nos den la nalgada... Son habladurías de la gente, cosas que se dicen por ahí.

Se ve que Gara, con su mirar la vida sonriendo, es una chicharrera de raza, de pura cepa, como el vino de Tacoronte, como el viento en El Médano, aunque su vida fuera un infierno, y su “cueva maravillosa”, a veces se pareciera a la antesala del mismo.

Esta es nuestra historia de amor. Es común y corriente. Sin grandes aventuras ni cosas de película. Nada digno de Antoñita la Fantástica... y menos de Corín Tellado. Pero es la nuestra, y lo que quiero hacer con estos pensamientos y recuerdos es escribir un libro. Un libro que probablemente no le interese a nadie..., probablemente no, estoy seguro, pero me hace ilusión pensar que aunque sea, lo leerán mis hijos. Sería estupendo que algún día encuentren aquí las claves, las pistas, los datos que no sabían; lo que les faltaba de su pasado. De su historia. Aquello que todos buscamos en algún momento, para comprendernos mejor a nosotros mismos.

No sé por qué me dio por hacer esto, pero me gustaría que lo que escribo de nuestras vidas sea donde ellos encuentren los motivos por los que tanto su madre como yo, somos como somos. A veces pienso que si hubiera tenido la suerte de saber qué le pasó a mi padre antes de ser mi padre, a lo mejor podría entender por qué hizo lo que hizo con su vida, y con las nuestras. A veces sólo hace falta la información, los datos, el relato de cómo fueron pasando las cosas para aceptar las decisiones de los demás.

A veces, sólo hace falta saber, para perdonar. Otras veces, hay que conformarse con seguir soñando con lo que a uno le tranquiliza el alma.

La mejor manera de contar nuestra historia de amor es empezar por cualquier sitio. Por hoy, por ejemplo, con casi veinticinco años de convivencia encima. O por el principio, el día de las papas arrugadas...no sé, me da igual.

A nosotros se nos fueron dando las cosas así, sin darnos cuenta. Nuestro amor caminó al mismo tiempo que nosotros. Era como una sombra pícara y criticona que siempre estuvo entre Gara y yo. No recuerdo haberle jurado amor eterno jamás, ni haber planeado nunca un beso. Nuestra historia se escribió sola, natural y de manera espontánea. Ha sido como respirar, no te das cuenta y lo haces cada instante... no lo piensas pero ahí sigues, cogiendo y soltando el aire... ¡y ¿mira?, menos mal que es así la cosa!, ¿no mi niño?

Lo primero que recuerdo es a dos chiquillos que nacieron pobres y que crecieron con algo de vergüenza por serlo; que vivieron en las cuevas de un Risco, en la isla más grande de un archipiélago perdido en el Atlántico...

¡Qué culebrón, muchacho!, no te rías ¿eh? Pero ¿mira?, yo lo que también quiero contar es que aquellos dos desgraciados supieron ser felices con lo que les tocó.

Desde que conocí a Gara, a los cinco años –a lo mejor fue antes, no estoy seguro–, tuve la sensación de que mis días fueron del color de la lava cuando sale del cráter: naranja intenso y brillante, con amarillo fuego corriendo por dentro. Siempre sentí que fui creciendo en el interior de un volcán a punto de despertarse. Vivir así fue apasionante a veces, digo, cuando lo del volcán se parecía a la parte íntima de nuestro amor. Pero en ocasiones, fue un gran problema para mí caminar a los brincos por el filo de aquel cráter en ebullición. Me refiero a la angustia de pensar que en cualquier momento explotaría, y todo se iría al demonio.

Pero también creo que terminé haciéndome amigo de ese estado de alerta, de tanto llevarlo a cuestas. Uno se acostumbra, incluso a vivir de esa manera... y la verdad es que hasta con orgullo ¡oiga! Si lo hicimos a este Risco empinado..., ¿a qué no se acostumbra un pobre?

Ahora que lo pienso, creo que no podría vivir en otro sitio.

Aunque lo más importante de esto que les cuento es que entre desgracias y problemas, tener a Gara a mi lado ha sido lo mejor de todo lo que me pasó. Y no dudaría en vivir otra vez algunos, o todos los malos momentos de mi vida, con tal de seguir teniéndola aquí conmigo.

La verdad es que no sé por dónde empezar a contar esto que hemos vivido. Bueno, lo hago por mi tierra, Tenerife, como dije antes, la mayor de las islas del Archipiélago Canario. Unas islas españolas llamadas Las Afortunadas, que además de ser el hogar de dos millones de habitantes, siempre están llenas de turistas alemanes, ingleses y de los países nórdicos... además de ser hoy el asilo del hambre de África.

Nuestras islas son pequeñas, pero lo son aún más en los mapas, y además, están como torcidas, como cayéndose... Sí, se podría pensar que alguien las dejó caer, y lo hizo tan cerca de la costa de Marruecos que por eso, las tormentas de arena del Sahara, nos cambian el color del cielo azul, a un amarillo caluroso. De chicos llamábamos a esto “La Calima”, pero no sé si es verdad que tiene ese nombre cuando el cielo se pone amarillo y tiene arena en suspensión. Tampoco sé si esto que les cuento es parte de mis recuerdos de niño, o si lo soñé y me lo guardé en la memoria, en el lado de los inventos, a escondidas de la verdad.

 

Decir que éramos jóvenes, niños en realidad, es situarlos en una etapa en la que parecería –desde el punto de vista de los adultos–, que todo se perdona y se olvida. Es como si las barbaridades, los juegos, las maldades y el aprender a sobrevivir estuvieran envueltos en el velo mágico del “son chiquitos, ¡total!, ellos no se dan cuenta, pobrecitos, se adaptan a todo”. Velo que al fin y al cabo resultó ser mágico, porque nos ayudó a ser inocentes un poco más de tiempo.

Nuestra infancia no fue fácil, ni normal. Normal..., no tengo una idea clara de lo que es algo “normal”, pero lo que sí sé es que no fuimos niños con un hogar como el de los otros niños que andaban por ahí, por las calles de Santa Cruz, la capital, o los que veíamos paseando por otros pueblos y ciudades de la isla.

La mayoría de ellos iban de la mano de sus madres o abuelos, comiendo golosinas o viendo la vida desde la ventanilla de un coche, conducido por un padre. Eran niños con uniformes de colegio, o niños extranjeros, rubios, con pelo liso, y en sandalias de cuero con calcetines blancos o de rayas…, estos últimos eran niños felices y sonrientes, colorados como tomates y de vacaciones. Yo antes pensaba que los extranjeros eran siempre los mismos; que se dedicaban a trabajar de “turistas”. Recuerdo que de chico le decía a Gara que cuando fuera grande quería ser “padre de niño turista extranjero”...; ella fastidiaba todos mis planes diciéndome que yo no era rubio ni hablaba en alemán y que por eso, no me iban a dar nunca ese trabajo. Tenía razón.

Nosotros no fuimos mucho al colegio. No conocimos a un solo abuelo. Nuestros días los caminamos siempre a pie –yendo de arriba para abajo entre la infancia y la madurez–, y de aquí para allí, por nuestro horizonte con forma de Risco.

A lo mejor estoy exagerando, pero hoy que ya estoy grande, me doy cuenta que el peor dolor de todos es el que te duele de chico. Es el más cruel, porque no lo entiendes, sólo lo padeces..., además, a nadie se le ocurre explicártelo. Y encima, lo arrastras contigo toda la vida.

Gara y yo éramos víctimas de las penurias –y de los pasados– de nuestras familias y, debió ser eso, las miserias mutuas, lo que nos unió al principio. Después fue el amor. Estoy seguro que fue el amor, y menos mal, porque por lo menos sabíamos que el otro siempre estaba cerca.

Igual no se crean que todo lo que nos pasó en aquellos primeros años fue una calamidad; recuerdo muy bien que los dos decíamos que éramos felices y que nos divertíamos y nos reíamos a carcajadas, con ganas, ¡vamos! , como cualquier otro niño.

Espérate un momento que pienso... momentos felices que recuerde... sí, mira tú qué cosa tan rara, lo primero que me viene a la memoria es cuando corríamos barranco abajo, con todas nuestras fuerzas, para ver si llegábamos vivos al fondo, esquivando tuneras, piedras, tabaibas y cardonales. Hubo veces que casi nos matamos por culpa de algún arritranco olvidado afuera de una casa, o de un perro escuálido que dormía en el medio de nuestra pista de carreras. También me acuerdo cuando escarbamos con las manos hasta el centro de la Tierra en la playa de arena negra de Candelaria... O aquel domingo que nos perdimos en el Monte de las Mercedes... ¡me cagué todo de miedo!, por eso me tuve que poner a rezar bajito para que alguien, por lo menos Dios, nos ayudara a salir de allí. Y cuando iba por “perdona nuestros pecados...”, llegamos a la carretera... ¡Fui tan feliz en aquel momento!, nos abrazamos, saltamos... se me salía el corazón del cuerpo de la alegría, ¡qué miedo muchacho, perderse en el monte... te cagas todo! Y no quisiera ser desagradecido a la mano que me echó El Barbas pero pensándolo bien, ¿qué pecados tendría el Señor que perdonarnos con ocho o diez años que teníamos?

También me acuerdo de lo afortunado que me sentí cada vez que me subía a las higueras, a los ciruelos de fruta bien roja y jugosa, y a los pinos. Lo hacía para mirar desde lo más alto de mi mundo, con la ilusión de sentirme el rey. Tantas veces me sentí poderoso, ágil, imbatible. Y tantas imaginé que subido a aquellos árboles vería aparecer a mi padre por el horizonte...

Tampoco olvido que Gara y yo... una vez... ¡ños!, hasta me da vergüenza contarlo, pero una vez nos meamos de la risa, nos hicimos pis de verdad ¿tú sabes?, ¡un vacilón que nos teníamos con un mago de La Gomera, ¡pobre hombre!, ¡muchacho! Mira, mira... le empezamos a hablar en “alemán inventado” cuando nos quiso enseñar el silbo de su isla a toda costa, y nos gritaba: “Tú pon los dedos aquí y que no se te tupa el gaznate...”–nos decía gritando–. ¡Quería que nos metiéramos las dos manos en la boca! ¡Lo que nos reímos Gara y yo!..., tendríamos doce o trece años... O cuando nos quedamos mudos de la emoción, al ver por primera vez la nieve tan blanca, y esponjosa, sobre el mar de nubes, en el pico de El Teide. Fue como encontrarse con Papá Dios, como estar en el cielo con Él. Ahí ya éramos más grandes, dieciocho, veinte años más o menos.

Sí, Gara y yo tuvimos nuestro propio mundo feliz. Un mundo que existió de verdad, pero que a veces teníamos que esconder dentro del otro, del real... para preservarlo.

CAPÍTULO 2
Seña Juana, una maga de pa’rriba

El padre de Gara no tenía identidad ni historia.

Ese sí que no existía. Ni siquiera tenía nombre. Sólo sabíamos que preguntar por él hacía que la madre, Seña Juana, se pusiera a llorar y el humor se le agriara, como cuando la leche se corta... con lo cual terminaba siempre dándole alguna nalgada al primer hijo que encontraba a geito. Incluso a mí me pegó alguna vez con su mano larga.

Seña Juana era muy buena madre, aunque no lo parezca por lo que les acabo de contar. Digo que fue buena madre porque ella sacó a todos sus hijos adelante y jamás lloró ni les pegó por otro motivo. Los niños habían aprendido desde muy chicos a no preguntar por el padre. Pero claro, a veces se les olvidaba y entonces sí, se llevaban una bofetada o un jalón de pelo.

Me parece que cuando nosotros éramos chicos se pegaba más a los niños. Era así, ni mejor ni peor que ahora. Te pegaban un tortazo en la cara, dejándote la marca de los dedos en la piel por un rato, y “sanseacabó” el problema. Antes era común, y me parece que nos pasaba a todos los hijos. Los psicólogos dicen que no hay que pegarle en la cara o en la cabeza a un niño, porque puede quedar tonto o traumatizado. Ahora que soy padre me doy cuenta que hay más diálogo, pero en el fondo, me parece que un buen coscorrón a tiempo ahorra mucha tontería...

Pero si preguntar por él padre fantasma de mi novia era peligroso para ellos, intentar saber del pasado de su madre era conocer la tristeza en su más nítida expresión. Era ver cómo aquella mujer se enfermaba de pronto, cómo su cuerpo se consumía en segundos.

Se hacía menudita. Se te encogía el alma sólo de verla. Parecía morir. Pero se moría más cuando miraba a su hija mayor, porque lo hacía con culpa, con pesar... Algo había pasado con la niña, algo que a las dos les dolía por dentro. Aunque disimularan.

Gara me contó años después lo que había pasado. Me lo pudo decir una noche de confesiones y de llanto. Me dijo que calló aquel secreto, porque decirlo iba a traer más sufrimiento. Y cuando lo supe se me partió el corazón, me dolió en el alma, me llenó de odio. Pero por ella, y sólo porque me lo rogó, me contuve y callé con ella por el resto de nuestra vida juntos.

Pero es justamente hoy que decido liberar tantos años de silencio, de misterio, y de dolor y aunque no sé muy bien cómo escribir esto, ni cómo explicarle a mis hijos... voy a tener que decirles que cuando su madre era pequeña; cuando tenía apenas once años, una noche despertó en medio de un pesadilla donde la revolcaban, le tapaban la boca, la nariz... y la tocaban y restregaban por todos lados con una violencia que dolía mucho más que una paliza. Y que todo eso lo soportó a pesar del miedo de pensar que se estaba muriendo, Gara aguantó hasta la vejación más asquerosa durante horas, de un hombre sudoroso y borracho al que no le importaba nada..., ni siquiera que pudiera llegar a la cueva su mujer.

Gara pudo confesarme que ella sí conoció al padre de Joaquín y de Ayoze, y que cuando su madre pudo rescatarla de debajo de aquella bestia, sus hermanos se quedaron huérfanos para siempre de él.

Parece ser que Gara y su madre se abrazaron y lloraron, se mimaron y volvieron a llorar, y que las dos soportaron seguir viviendo para no dejar sola con este pesar a la otra. Y que en un pacto mutuo, en realidad Gara me dijo que se le ocurrió a ella, decidieron callar, para no cargar a los niños con el asco y el dolor de ser hijos de aquella bestia. Por eso, los niños de la familia nunca supieron quien era su padre. Por eso Seña Juana a veces se ponía tan malita. Era cuando se le revolvían las tripas sólo de pensar en lo que padeció su hija mayor... la luz de sus ojos. Aquella niña que volvió, como pudo, a su infancia, a su mundo, a su buen humor y a su cueva.

Gara y su madre, trataron de olvidar juntas para poder seguir viviendo. Cuando Gara me contó todo esto, la admiré más.

Seña Juana había sido, hasta entonces, y después lo siguió siendo sólo por el bien de sus hijos, una mujer fuerte. Fuerte, risueña y guapa. Era una auténtica maga del campo, de La Esperanza, uno de los rincones más verdes de la isla, donde la niebla y los pinos huelen a frío y a humedad.

Ella decía que era “una maga de pa´rriba, de pa´llá...onde el diablo perdió los calzones” por eso, según ella, su mirada era agridulce y sus cachetes estaban eternamente colorados (de verlo correr desnudo por el monte, aclaraba siempre, a la vez que se santiguaba).

La madre de mi novia Gara vestía de negro de la cabeza a los pies, a mí me dijo alguien que las magas del campo pasan más de media vida enlutadas y que al final de sus días olvidan cual de sus muertos fue el primero que la vistió así.

Pero Seña Juana era un poco más moderna y por eso llevaba además, un delantal gris o blanco, “asigun” la tarea que tuviera que “jacer”.

Sus manos eran gigantes. Impresionaban por su tamaño, y siempre estaban frías y coloradas. Ella lo sabía y se reía: “¡Oh!, pos de tanto restrigar la arropa ajena. Y ansina, la susidá de la Doña a la que le lavo, me riguelve toito el estógamo ¡Qué cochina que es esa mujer, por Dios!”

Seña Juana era bajita, pero bien puesta, y no se estaba quieta nunca. La madre de Gara trabajaba por horas en lo que fuera.

Por la mañana tempranito le ordeñaba dos o tres cabras flacas a su vecino, Don Felipe, quien le dejaba sacar un poco de leche (ya agria por la edad de los animales), para que los niños tomaran algo caliente. Pobres, me acuerdo que ellos jugaban a ver qué cara era la mas graciosa... El día que por fin se llevaron a la boca un vaso de leche de vaca en buen estado la escupieron al instante, porque no les hacía hacer ninguna mueca.

Seña Juana limpiaba dos casas y una oficina en el centro de Santa Cruz, por la avenida de Anaga y en la Rambla de Pulido, a cambio de unos miserables duros. Antes eran duros, perras chicas y pesetas. Nada de euros ni de multiplicaciones ni equivalencias, menos mal, porque Seña Juana se hubiera vuelto loca... Por la noche cosía ropa para una señora caritativa, y creo que de vez en cuando cuidaba y soportaba el mal carácter de un señor mayor postrado –y odioso– de la zona del Hotel Mencey.

Seña Juana tenía 39 años pero parecía de 50. Las arrugas más profundas y gruesas las llevaba con dignidad en la cara, “pos ende luego, por guapa no mabrán salido. A lo pior son de no ponerme ningún potingue desos que jacen bien bonito el jocico”... Pero las arrugas que sí le molestaban eran las de adentro, las de los sentimientos. Se veía, se notaba, se le marcaban en la mirada. Eran la parte más agria de sus ojos.

Nunca la escuché quejarse de la vida, pero si lo hubiera hecho, estoy seguro que tenía más de mil motivos escondidos en su armario. Alguna vez, cuando era niño, escuché a alguien decir que los cadáveres de cada uno se esconden en los armarios. Durante años creí que el que tenía un armario era un asesino que no había sido descubierto nunca. Por eso no me gustó jamás abrir las puertas de los armarios ajenos. Me daba miedo. Después entendí la frase y su sentido: Los secretos, el pasado, todo lo que no se dice, lo que no se cuenta, lo que solo se piensa..., son los muertos propios que colgamos en perchas ocultas.

 

Pero lo que mas caracterizaba a Seña Juana era su simpático humor de campo. Las cosas qué decía, cómo las decía, los cuentos y critiqueos entre comadres que ella misma inventaba... Mi suegra también tenía su mundo personal, al que sólo dejaba entrar a los niños de la barriada. Con ella la pasábamos bomba, era como ir al cine -al que pocas veces, por no decir nunca, fuimos-. Nada mas verla y escucharla contar algo ya empezábamos a reírnos. Además era medio guanaja y alocada, quería hacer todo a la vez y a veces vivía recogiendo del suelo todo lo que se le iba cayendo de las manos. Me acuerdo del día de los tenedores, ¡muchacho, cómo nos reímos! Resulta que ella se levantó de la mesa con una tonga de platos y cubiertos sucios, a punto de caer. Los llevaba al fregadero de la cocina y mientras avanzaba haciendo equilibrio, pues se le iban cayendo al suelo algunos tenedores y cuchillos. Se agachó a recogerlos como cuatro veces. Hasta que se hartó de su torpeza y decidió sentarse al lado de ellos y tirarlos por el aire desde allí, hasta el fregadero. Nosotros le festejamos la ocurrencia diciéndole que parecía una jugadora de baloncesto y ¡muchacho, para qué!... nos dejó lanzar todos los cubiertos que había en la cueva para que los encestáramos. Eso tenía Seña Juana, era divertida, loca, no rezongaba, no tenía manías; y además quería mucho a los niños, a cualquier niño. Ella decía que los niños éramos ángeles de Dios, enviados a la Tierra para distraer las penas de los mayores. Decía también que los suyos a veces la sacaban de quicio porque eran muy latosos, pero al mismo tiempo presumía y se sentía orgullosa de sus cuatro hijos. Sobre todo de la mayor, Gara, mi novia. Y es ahora, –después de lo que me contó Gara–, que entiendo por qué, y entiendo también que su amor a los niños del Risco, y su afán por estar feliz y compartirlo con ellos, era parte de aquel pacto secreto entre ella y su primogénita. Gara me dijo, aquella noche de confesiones, que esa actitud de su madre la salvó a ella del rencor, del dolor y que por lo menos mientras fue una niña, cree que se llegó a olvidar de lo que le pasó.

Eso tenía Seña Juana, la nobleza pura de hacer sentir bien a todos a su lado. A mí me quería mucho y hasta llegó a decirme que estaba orgullosa de mí.

¿Les conté que fue ella la que me puso mi nombrete? Oso. Me dicen Eloy el Oso. La verdad es que nadie me llama así, sólo ella, por eso le tengo tanto cariño al mote. Pero todos saben en Valleseco que Eloy el Oso soy yo.

Un día que estábamos los dos sentados en la puerta de su cueva, quitando las arvejas de las habichuelas para el potaje, me dijo que yo era “un mentir-oso de los sentimientos” y que por eso debía llamarme Oso. Le pregunté por qué pensaba eso, si yo nunca decía mentiras, y me explicó que yo le mentía a todo el mundo haciéndome pasar por un gandul y por un golfo, y que en el fondo de mi propio barranco –así, con estas palabras me lo dijo– yo no era nada de eso. Me dijo que yo tenía un gran corazón, que era un soñador, y que al nacer, y al vivir en aquel Risco, me convertí en lo mejor que le había pasado a su hija Gara.

De la vergüenza que me dio oírla decir aquellas cosas, me puse a abrir las habichuelas más rápido, y algunas arvejas se me escaparon rodando montaña abajo. Nunca nadie me había hablado así, con tanta claridad, y por eso, de los nervios, creo que me reí y le dije con tono presumido que ella me podía llamar como quisiera, pero que yo a ella soñaba con llamarla suegra. No sé ni cómo me atreví a decir semejante cosa. Y después de hacerlo me puse tan colorado que bajé la cabeza hasta meterla casi en el caldero de las arvejas. Seña Juana se dio cuenta de mi necesidad de que la tierra me tragara y también se rió dándome un empujón (no sé si para que dejara de desperdiciar arvejas, o como gesto cariñoso, ella era un poco bruta).

–Pos claro que voy jacer tu suegra, tu Doña, o como coño se llame ahora, –me dijo– por eso te quiero como a uno de mijijos… pero a mi niña me la cuida vusté por Dios bendito...

–Si Seña Juana, no se preocupe que yo se la voy a cuidar...

–...y déjeme acabar de dicile que yo en el carnés de idintidás de mijija quiero vesla encasada, mi niño, pero ¡como Dios manda!

–...como oro en paño. Sí, por la iglesia y con el traje blanco.

Quédese tranquila –le contesté muy serio.

–Sí, sí, con el traje blanco... ansí que aspere , no se me case ahorita mismo porque mira que yo te mato, ¿eh? Aspere unos añitos más y me jace vusté el fagor de tenémela bien puestita en un pedistal...

Oso. A partir de entonces supe por qué mi futura suegra me llamaba así desde chico. “Un mentiroso del sentir”, un soñador despierto. Ese parecía que era yo, un flaco escuálido y desgarbado que arrastraba los pies y doblaba la espalda, haciendo creer a los demás que vivía cansado y en otro mundo. No tenía la imagen de niño sensible. Más bien parecía de esos esquivos, estilo zorro. De los que miran de reojo y por debajo de los pelos que le caen sobre la frente; de esos que pasan de todo. De esos que te disparan un “¿qué pasa contigo tío?” y se quedan esperando tu “nada, no me pasa nada”. Yo siempre fui un niño raro, solitario, de hablar poco, reconozco que no caía bien a la gente. Pero ¿quieres que te diga la verdad? No me importó nunca. Yo sólo respiraba y me levantaba por la mañana por Gara y su familia, por mi madre y por mi hermano. Bueno, también por mi padre, por las ganas y la ilusión de conocerlo. Ah, se me olvidaba, también vivía por el sueño de escribir mis sueños.