Buch lesen: «Hermanito»

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La perrita Blackie siempre fue consciente de la suerte que tenía.

Y ni un solo día de todos los años que vivió con esa suerte

permitió que se le olvidase.


Índice

Cubierta

Hermanito

Créditos

Primera parte

Segunda parte

Tercera parte

Epílogo


IBRAHIMA BALDE nació en Guinea Conakry en 1994. En la actualidad estudia mecánica en Madrid.

En su país era aprendiz de conductor de camión. Hasta el día en que su madre le anunció que su hermano pequeño, su miñán, no estaba en casa. Ibrahima salió a buscarlo. Y para encontrarlo atravesó el Sáhara, cruzó el Estrecho, sufrió hambre y sed, sufrió dolor, y padeció los abusos de las mafias que actúan impunemente. Tres años después llegó al fin a Europa. Llegó hasta Irún.

AMETS ARZALLUS nació en Saint Jean-de-Luz (Francia) en 1983, aunque ha vivido toda su vida en Hendaya.

De formación periodista, bertsolari desde la infancia. Como periodista ha trabajado en medios de comunicación como la revista Argia, el periódico Egunkaria y la radio Euskadi Irratia; como bertsolari ha ganado varios campeonatos a un lado y otro de la frontera.

Amets es voluntario en la asociación Irungo Harrera Sarea (Red de acogida de Irún) donde orientan a personas migrantes que llegan hasta Irún con la intención de seguir su camino hacia otros países de Europa.

Sus destinos se cruzaron a finales de octubre de 2018.

Amets quiso poner por escrito el relato de Ibrahima, parecido y a la vez diferente, a la historia de tantos miles de personas que dejan atrás su casa en busca de otra vida. Esta es su historia.

Título original: Miñan

Diseño de colección y cubierta: Setanta

www.setanta.es

© de la fotografía de los autores: Susa Argitaletxea


La traducción de este libro ha sido subvencionada por el Instituto Vasco Etxepare

© del texto: Amets Arzallus Antia e Ibrahima Balde

© de la traducción: Ander Izagirre Olaizola, 2019

© de la edición: Blackie Books S.L.U.

Calle Església, 4-10

08024 Barcelona

www.blackiebooks.org

info@blackiebooks.org

Maquetación: Newcomlab

Primera edición: octubre de 2021

ISBN: 978-84-18733-58-1

Todos los derechos están reservados.

Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación sin el permiso expreso de los titulares del copyright.

Miñán,

te contaré mi vida

este libro lo ha escrito Ibrahima Balde con la voz

y Amets Arzallus Antia con la mano

Muchas gracias a los amigos, a la familia, a

todos los que nos ayudaron por el camino

No tuve tiempo de aprender a escribir. Si me dices Aminata, yo sé que empieza con la A, y si me dices Mamadou, con la M. Pero no me pidas que monte una frase completa, porque me atascaré. Eso sí: tráeme una herramienta, por ejemplo una llave para arreglar camiones, y déjala sobre la mesa. Enseguida te diré: «Esta es una trece, esa es una catorce». Y si llenas toda la mesa de llaves y me tapas los ojos, en cuanto coja una te diré: «Esta es una ocho».

Primera parte

1

Yo nací en Guinea, pero no en Guinea Bissau, ni en Guinea Ecuatorial. Hay otra Guinea; capital: Conakri. Tiene fronteras con seis países. Te diré tres: Senegal, Sierra Leona y Mali. Allí me tocó nacer.

Soy de la etnia fula, nuestra lengua es el pular, pero también puedo hablar en malinké. Y me arreglo con el susu. En Guinea se hablan veinticinco idiomas. Y el francés: veintiséis. El francés sí, el francés lo aprendí en la escuela. Pero yo soy fula, me sé todas las palabras en pular. En susu, más de mil. Y en malinké, un poco menos que en susu. En francés no sé cuántas palabras conozco.

En susu, pan se dice tami; y padre, baba. En malinké, madre se dice na; y dolor, dimin. Mi madre estuvo a punto de morir cuando me trajo al mundo, porque yo era demasiado gordo, y perdió mucha sangre. En pular, sangre se dice yiyan; y mundo, aduna.

Nací en Conakri porque mi padre vivía allí, pero enseguida volvimos a la aldea, a Thiankoi. Thiankoi está lejos del mar y cerca de Kankalabé. La región se llama Mamu; la prefectura, Dalaba. Viví allí hasta los cinco años con mi madre. Mi padre venía en la temporada de lluvias, en marzo, para ayudar a mi madre a labrar la tierra. Después de mí nacieron un hermano y dos hermanas.

En casa teníamos doce o trece vacas, yo ayudaba a mi madre a cuidarlas. Otras veces ella me mandaba a por agua y yo iba al pozo, puiser de l’eau. También hacía otros trabajos, lavaba la ropa y estaba a su lado para lo que hiciera falta. Estos son, más o menos, los recuerdos que tengo de mi madre. Cuando tenía cinco años, mi padre vino a buscarme.

II

Mi padre vendía zapatos. Los vendía en la calle pero eran zapatillas de casa, des repose-pieds. La casa no es lugar para correr. Tenía un puesto de venta a quinientos metros de nuestra casa, una mesa pequeña junto a la carretera. Allí se pasaba el día entero. A veces venía alguien y se ponían a hablar, primero sobre las zapatillas de casa y luego sobre el dinero. Mi padre se ponía muy contento. Pero la alegría no es algo que dure mucho. Sacaba de debajo de la mesa dos pedazos de bambú y les hacía un agujerito a cada uno. Un pedazo se lo quedaba él y el otro se lo daba al comprador. El tamaño del agujero indicaba el tamaño de la deuda. Mi padre guardaba muchos bambús así, bajo la mesa. Decía que un día iba a dejar los zapatos y que iba a dedicarse a tocar la flauta, pero seguía vendiendo zapatos.

A veces se iba a rezar y yo me quedaba solo con la mesita. La gente se acercaba y miraba los zapatos. Pero yo les decía: «No te los puedo vender, mi viejo no está, tengo que esperarle aquí». Yo no conocía bien los colores del dinero y no sabía cuánto valía cada billete. Era muy pequeño. Entonces nos quedábamos todos esperando al viejo. El viejo es mi padre, se llama Mamadou Bobo Balde.

Entre los cinco y los trece años viví con mi padre en Conakri. De cinco a trece hay ocho números, pero de Conakri a nuestro pueblo hay algunos más, cuatrocientos treinta aproximadamente. Demasiados, para ir solo. Con las zapatillas de casa no se puede caminar tanto. Eso me decía mi padre, que no llegaría. Así que seguí a su lado, en la mesita junto al camino, sin ver a mi madre.

Tenía un amigo, mayor que yo, que me quería mucho. Me decía que le pidiera cualquier cosa que necesitara. A veces le pedía zapatos y me los daba. Otras veces le pedía algo de comer y me lo traía. Me cuidaba como a un hermano pequeño. Se llamaba Muhtar. Un día le pedí que escribiera una carta a mi madre, y lo hizo. Fuimos los dos juntos a la estación de Conakri y se la dimos a alguien para que la llevara a Thiankoi. No sé si fue en bicicleta o en autobús, pero sé que llegó. La distancia no es un problema para una carta.

Me acuerdo mucho de mi madre. Se llama Fatimatu Diallo, y hace meses que no he hablado con ella. Ni siquiera sabe que he llegado a Europa.

III

No me gusta decirlo pero yo le tenía miedo a mi padre. Me decía: «Ibrahima, no hagas eso», y yo no lo hacía. A veces se me olvidaba y lo hacía. Entonces mi padre tenía una costumbre. Se sacaba el cinturón y me mandaba: «Ibrahima, túmbate en el suelo». Yo le decía «dakor», y él me daba cinco golpes. O diez. Comprendía bien por qué me pegaba, así que intentaba no hacerlo de nuevo.

Mi padre nunca fue a la escuela, por eso se enfadaba tanto cuando yo no iba. Todas las noches me preguntaba: «Ibrahima, ¿hoy has ido a la escuela?». Y yo le contaba la verdad: «Sí, he ido»; o: «No, papá, no he ido, me he quedado jugando al fútbol con mis amigos». Para entonces mi padre ya se había dado cuenta, porque me veía volver con los pantalones sucios. Entonces, cuando él llegaba del rezo nocturno, entraba en casa y me decía: «Ibrahima, ya sabes». Yo me tumbaba en el suelo y él se soltaba el cinturón. Me daba cinco golpes. O diez. Hasta calentarme el lomo. Luego se ponía de nuevo el cinturón, rezábamos y nos íbamos a dormir.

Yo quería a mi padre. Y mi padre me quería a mí.

Venía todas las mañanas y me decía: «Ibrahima, es hora de levantarse». Yo me levantaba, rezaba y me iba a la escuela. La escuela no era fácil, lo único que nos enseñaban era francés. Francés y otras tres cosas. Uno, cómo cruzar un camino. «Primero miras a la izquierda, luego a la derecha, luego cruzas». Dos, nos enseñaban a respetar a las personas. A una persona hay que respetarla, parce que c’est comme ça. Y tres... se me ha olvidado, no me acuerdo, pero creo que era importante. Esas fueron las tres cosas que aprendí en la escuela.

La escuela era pública. La abandoné antes de pasar al sexto año porque no tenía apoyo. El apoyo es el dinero, el dinero siempre es necesario. Yo quería seguir, pero fue imposible.

IV

Mi padre era un buen hombre, pero tenía una enfermedad, la diabetes. Íbamos al hospital a menudo, así que no podíamos atender nuestra mesita. Las ventas bajaron mucho. Y nos quedamos sin dinero.

Empezó a hacerme preguntas difíciles: «Ibrahima, ¿cómo nos vamos a arreglar ahora? Yo no tengo buena salud y tú eres un niño todavía». Yo le respondía: «Viejo, dejaré los estudios y me iré a buscar dinero». Pero él me decía que ni hablar. «Tú todavía eres muy joven, es muy pronto para ti, ya trabajarás después». Lo que pasa es que después no siempre llega.

Una tarde volví de la escuela a las dieciséis cero cero. Entré en casa, me lavé un poco y bajé a la calle a buscar a mi padre. Pero ese día mi padre no se parecía a mi padre. «Ibrahima, tengo frío», me dijo. «Dakor», le respondí, «voy a casa a por un abrigo, dame tres minutos». «Date prisa». Bajé con un abrigo y una silla para que descansara. Empecé a recoger las mercancías, porque aquel día mi padre no se parecía a mi padre.

En casa me preguntó si tenía hambre. «No, estoy bien», le respondí. «Entonces me voy un momento a la mezquita, rezo y vuelvo enseguida». «Dakor, aquí te espero». Cuando volvió, me preguntó si yo había rezado. Le dije que sí, pero era mentira.

Me acuerdo mucho de aquella mentira. No le dije la verdad, porque la verdad era muy triste. Mientras él rezaba, yo había estado pensando: «Si me quedo sin padre, se acabó. Él es el único que me puede ayudar, el único que tiene un poco de dinero para pagarme los estudios». Eso es lo que pensé. Pero no se lo dije. Rezamos otra vez y nos fuimos a dormir. Serían las veintiuno cero cero.

A las veintitrés cero cero, mi padre se despertó. Yo no me había dormido aún. «Me duele mucho la cabeza», me dijo. Me dio un billete de mil francos y me mandó a comprar una medicina: «Paracetamol». Cuando bajé a la calle todo estaba oscuro, las tiendas ya habían cerrado. Recorrí toda la avenida hasta el final, más o menos unos tres kilós. En balde. Volví a casa sin el paracetamol. «No importa», me dijo mi padre, «ya se me pasará», pero le toqué el cuerpo y noté que ardía. Me quedé un rato a su lado. Y me dormí.

Me desperté a las seis de la mañana. Vi que mi padre dormía. «Papá», le dije, «ya ha amanecido, normalmente me despiertas tú a mí, pero hoy no me has despertado». No me contestó. Le hablé tres veces y siguió sin contestar. Después moví un poco la cama para ver si reaccionaba, pero nada. Le agarré la barbilla y fue como tocar hielo. Le pasé la mano por el cuerpo. Todo hielo. «Papá», le dije de nuevo, «ya ha amanecido, normalmente me despiertas tú a mí, pero hoy no me has despertado». No contestó y yo me asusté.

No sé lo que hay que hacer en una situación así. Bajé de casa gritando «faabo, faabo», que significa «necesito ayuda». Vinieron los vecinos y me preguntaron: «Ibrahima, ¿qué pasa?». «Mi padre tiene problemas», les dije, «venid y veréis».

Un vecino llamó a otro, ese a otro y ese a otro más. De pronto había mucho movimiento en nuestra casa. Alguien fue a buscar al imán. Cuando llegó, primero miró a mi padre y luego a mí. Luego otra vez a mi padre. Entonces se me acercó y me dijo: «Ibrahima, ven conmigo». «No puedo», le contesté, «me tengo que quedar aquí». «No, Ibrahima, vas a venir conmigo, no puedes quedarte aquí». «Me da igual, pase lo que pase yo me tengo que quedar con mi padre».

Me di cuenta de que me estaban ocultando algo y les dije: «He sido yo el que ha salido de casa a pedir ayuda, si hay algún problema creo que debo saberlo». Me dijeron que mi padre había perdido la vida.

V

Ahora ya sé que cuando alguien muere se queda congelado. O primero se congela y luego se muere, tengo dudas con eso. Quería ir a explicárselo a mi madre y a pedirle algunos consejos. Por ejemplo: «Mamá, ¿qué hago ahora con mi vida?».

Tenía un tío viejo en Conakri, el hermano mayor de mi padre, y fui a buscarlo. Le dije que mi padre había muerto y que quería regresar al pueblo con mi madre, pero me respondió que no tenía dinero. «Oke», le dije, y volví a casa.

Nuestra casa era pequeña, de una sola habitación. No tenía ni cocina. Un rincón para rezar y una cama para dormir. Yo solía dormir en el suelo, sobre la alfombra.

Mi padre pagaba cien mil francos guineanos al mes de alquiler. Cien mil francos guineanos son diez euros. Sí, diez. Dicho así parece fácil, pero para mí no era nada fácil. ¿Cómo iba a pagar yo la casa? ¿Y cómo iba a pagar el bus para ir adonde mi madre? Me senté en las escaleras y me puse a pensar estas dos cosas. Sobre todo la segunda. Y también me vino un tercer pensamiento que no podía quitarme de encima: papá y su muerte helada. Me eché a llorar.

Al final apareció un vecino. Y luego otro. Y otro más. No eran ricos, todos vivíamos en un bloque grande, dans la haute banlieue de Conakri. Pero tenían buen corazón. Me pusieron la mano en la cabeza y entre todos reunieron el dinero para que me fuera adonde mi madre. «Yaarama buy», les dije. En nuestro idioma, yaarama buy quiere decir «muchas gracias». «De nada», me respondieron, «y buena suerte». Respiré toda la suerte que pude y bajé a la calle.

VI

En Conakri hay una estación grande, la llamamos garevoitures, gare-voitures de Bambetto. Los autobuses que van a nuestro pueblo salen los lunes y los jueves a las seis de la tarde. En realidad no llegan hasta el pueblo, solo hasta Kankalabé. Desde allí hasta Thiankoi hay que seguir a pie. Otros nueve kilós. Salí un jueves de Conakri y llegué a Thiankoi el viernes por la tarde, ya anocheciendo.

Al entrar en casa no fui capaz de decir ni palabra, y mi madre, en cuanto me vio, pensó que algo iba mal. «Ibrahima, ¿qué te pasa?». «No estoy bien, mamá», y me callé. Nos quedamos mirándonos un rato. «Me parece que estás ocultándome algo», dijo.

Tomó una silla y se sentó a mi lado. Empezamos a charlar. Hablamos mucho sobre la diabetes de mi padre y luego sobre mis estudios. «Ibrahima, si papá ha perdido la vida, me lo tienes que contar», me dijo. «Claro», respondí, y entonces lo entendió todo. Se echó a llorar, sollozando, y al rato empezó a contar historias de papá. Me arrepentí un poco. Yo no quería decirle esa noche que papá había muerto, sabía que iba a llorar mucho y que despertaríamos a los demás. Pero no supe esconder las palabras. Así que nos quedamos los dos, cada uno en una silla, hablando hasta el amanecer.

Primero se despertaron mis hermanas pequeñas, Fatumata Binta y Rouguiatou. Luego mi hermano pequeño, Alhassane. Cuando los vi, se me cayó el alma a los pies. Me di cuenta de que éramos una casa sin esperanza. Y yo, el mayor de la casa. Ya sabes lo que eso significa.

Mi madre me enseñó una foto antigua de mi padre. «Papá», dije, y no respondió. «Mamá», dije luego, «ya no podré seguir estudiando». Tampoco respondió.

VII

Mi madre tiene mucha paciencia pero poca fuerza. Cuando digo fuerza, quiero decir poder, y cuando digo poder, quiero decir dinero. Mi madre es una campesina humilde, cría unos pocos animales. Tiene unas vacas, unas cabras y un pequeño huerto. Nada más.

Cuando le conté que papá había muerto, me dijo: «Ibrahima, venderé dos vacas, con eso podrás empezar a hacer algo». Le respondí que no, que las vacas eran necesarias en casa porque detrás de mí venían otros tres niños, pero no me hizo caso.

A los tres días me dijo: «Ibrahima, toma el dinero: novecientos mil francos». Novecientos mil francos son noventa euros. «Este dinero es para invertirlo», me explicó, y yo ya sabía lo que quería decir. «Mamá, el comercio no es lo mío. Mira, lo he pensado un poco y creo que lo mejor es que me vaya a otro país, aquí no hay posibilidades de nada». Se agarró la cabeza con las manos y se echó a llorar. Me preguntó si quería escaparme de casa. «No, mamá, no es eso».

Al final entendió mis explicaciones y me dijo «dakor». «Dakor» y otras dos cosas. Uno, «Ibrahima, cuídate mucho». Dos, «rezaré todos los días para que Dios te cuide». «Yaarama buy», le contesté, muchas gracias. Y me marché a Conakri.

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