Buch lesen: «Reforma rural integral: ¿Oportunidad que se desvanece?», Seite 2

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En la Tercera Parte. Perspectivas de género y campesinas frente a la Reforma Rural Integral, se incluyen dos capítulos. El capítulo décimo, “¿Oportunidad de las mujeres rurales o nueva frustración?”, que se cimenta en la oportunidad de que lo aprobado en el Punto 1 del Acuerdo sobre RRI y los aspectos relacionados con las mujeres en el Punto 4 logren su cometido. El análisis se hace incluyendo una perspectiva histórica, porque muchas de las acciones y medidas previstas en el Punto 1 hacen parte de las demandas y reclamos que las mujeres han venido presentando, en su ejercicio de sujeto colectivo y considerando que se les adeuda ese reconocimiento.

Finalmente, el capítulo undécimo, intitulado “Del conflicto al posconflicto en Colombia”, con la perspectiva del salto adelante dado por la sociedad, en materia de civilidad política, implícita en el acuerdo firmado, aborda un análisis, desde una visión histórica, para reforzar la idea de avanzar en su cumplimiento, a pesar de los reparos que abierta o solapadamente continúan haciéndosele.

El libro se orienta, principalmente, hacia los responsables de la política pública, los actores de los territorios rurales, los centros de reflexión académica y los profesores, estudiantes y técnicos que trabajan en los temas de paz y posconflicto, desarrollo rural, enfoque territorial, campesinado, la cuestión de género y políticas públicas para el sector agropecuario. Es importante destacar que se recogieron diferentes visiones y puntos de vista, por lo cual el lector puede encontrar disensos entre los planteamientos realizados en los distintos capítulos.

El CPDR ha hecho valiosos aportes académicos al proceso de paz, en particular, acerca de la importancia del medio rural en el desarrollo integral del país. Además, su labor ha conllevado a fortalecer el trabajo de diferentes grupos de investigación y formar estudiantes mediante trabajos de grado de estudiantes de pregrado, tesis a nivel de posgrado y pasantías. Igualmente, ha permitido el fortalecimiento de la actividad docente y la creación de asignaturas. De esta forma, el CPDR y la UN aportan tanto al desarrollo rural y territorial, como a la construcción y, sobre todo, la consolidación de una paz estable y duradera en Colombia.

Fabio Rodrigo Leiva

Editor

Primera parte
Desarrollo rural, tierras y posconflicto



¿Desanda el Punto 1 del Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera?

Carolina Cristancho Zarco

Universidad Nacional de Colombia - Sede Bogotá Miembro del grupo de investigación Espacio, tiempo y territorio

Fabio Rodrigo Leiva

Universidad Nacional de Colombia - Sede Bogotá

Gonzalo Téllez Iregui

Universidad Nacional de Colombia - Sede Bogotá

Maira Judith Contreras Santos

Universidad Nacional de Colombia - Sede Bogotá

Introducción

En noviembre de 2016, luego de un proceso de más de cuatro años, se firmó el Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera [Acuerdo Final], entre el Gobierno colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc-EP). Este acuerdo, que representa un hito político en la historia del país, apunta a resolver uno de sus problemas más graves: un conflicto interno armado de más de medio siglo.

El Punto 1 del Acuerdo Final, denominado “Hacia un nuevo campo colombiano. Reforma rural integral”, “sienta las bases para la transformación estructural del campo, crea condiciones de bienestar para la población rural (hombres y mujeres) y, de esa manera, contribuye a la construcción de una paz estable y duradera”. El compromiso pretende también producir una “gran transformación de la realidad rural colombiana, que integre las regiones, erradique la pobreza, promueva la igualdad y asegure el pleno disfrute de los derechos” y, en consecuencia, garantizar “la no repetición del conflicto y la erradicación de la violencia” (Gobierno de Colombia y Farc-EP, 2016, p. 10).

En el Acuerdo Final, además, se explicita la necesidad de cerrar la brecha entre el campo y la ciudad. Por ello, la reforma rural integral (RRI) busca

asegurar para toda la población rural y urbana en Colombia disponibilidad y acceso suficiente en oportunidad, cantidad, calidad y precio a los alimentos necesarios para una buena nutrición, especialmente, la de los niños y niñas, mujeres gestantes y lactantes y personas adultas mayores, promoviendo prioritariamente la producción de alimentos y la generación de ingresos. (Gobierno de Colombia y Farc-EP, 2016, p. 11)

De otro lado, se plantea que “la RRI reconoce el papel fundamental de la economía campesina, familiar y comunitaria”, cuyo papel es fundamental para “el desarrollo del campo, la erradicación del hambre, la generación de empleo e ingresos, la dignificación y formalización del trabajo, la producción de alimentos” y para “el desarrollo de la nación, en coexistencia y articulación complementaria con otras formas de producción agraria” (Gobierno de Colombia y Farc-EP, 2016, p. 11).

En julio de 2016, mediante el Acto Legislativo 01, el Congreso de Colombia estableció “instrumentos jurídicos para facilitar y asegurar la implementación y el desarrollo normativo del Acuerdo Final”, aprobado en su totalidad por el Congreso en noviembre de 2016. Posteriormente, en 2017, se aprobaron diferentes disposiciones con el fin de blindar el Acuerdo Final y, de ese modo, incorporarlo al denominado “bloque de constitucionalidad”.

En el Plan Nacional de Desarrollo 2014-2018, “Todos por un nuevo país” (Ley 1753 de 2015), cuyos tres pilares fueron paz, equidad y educación, el anterior Gobierno nacional se propuso “construir una paz sostenible bajo un enfoque de goce efectivo de derechos” (art. 2). Por ello, la construcción de paz quedó planteada como política pública, iniciativa del poder ejecutivo (Gobierno nacional), aprobada por el poder legislativo (Congreso de Colombia) y la Corte Constitucional y ratificada, posteriormente, mediante las diferentes normas a las cuales ya se aludió.

De manera institucional, la Universidad Nacional de Colombia (UN) ha apoyado el proceso de paz desde 2013. Así, en su Plan global de desarrollo 2016-2018, aquel compromiso se hizo explícito en los siguientes ejes estratégicos: “Eje 1. Integración de las funciones misionales: un camino hacia la excelencia” y el “Eje 4. La Universidad Nacional de Colombia de cara al posacuerdo: un reto social” (Rectoría de la Universidad Nacional de Colombia, 2015).

Posteriormente, en el Plan global de desarrollo 2019-2021. Proyecto cultural y colectivo de nación, estructurado jerárquicamente en líneas de política, ejes estratégicos, objetivos estratégicos y programas, la UN (2019) ratificó y amplió su compromiso con la paz. Este apoyo y este compromiso se explicitan, particularmente, en las siguientes políticas, ejes estratégicos y programas:

1. La Política número 3: “La Universidad Nacional de Colombia como proyecto cultural y colectivo de Nación, debe promover el trabajo colaborativo e interdisciplinar entre actores de la academia, el Estado, el sector real de la economía y la sociedad civil, con los propósitos de hacer del país una sociedad de conocimiento y de aportar al logro de los objetivos de desarrollo sostenible como instrumentos para la construcción de paz y desarrollo humano” (p. 9).

2. El Eje estratégico 3: “La Universidad, como proyecto cultural de la Nación, se orienta a la construcción, desde el conocimiento, de una sociedad flexible, sostenible y en paz que se transforma y adapta permanentemente” (p. 27).

3. El Eje estratégico 5: “Fortalecer, consolidar y gestionar las capacidades de la comunidad universitaria para responder a los retos de investigación, creación cultural y artística, emprendimiento e innovación social y tecnológica que demandan el desarrollo sostenible y la paz” (p. 25).

4. El Programa 7: “Comunidad Universitaria en nuestras nueve sedes, que aporta a la transformación de la sociedad, a través de la gestión del conocimiento y la cultura, y contribuye a la consolidación de la paz, la democracia, la inclusión social y el desarrollo integral con enfoque territorial, dentro del proyecto general de la nación” (p. 105).

Ahora bien, desde 2015, el Centro de Pensamiento en Desarrollo Rural (CPDR) iniciativa del Departamento de Desarrollo Rural de la Facultad de Ciencias Agrarias de la UN - Sede Bogotá, viene proyectándose como un espacio de reflexión sistémica y permanente acerca de los graves problemas del medio rural, considerando el proceso de paz y la RRI.

Para alcanzar su propósito superior, toda política pública debe ser susceptible de seguimiento, evaluación y sistematización (Subirats, Knoepfel, Larrue, y Varone, 2008). En ese sentido, la política pública derivada del Acuerdo Final no es la excepción. De hecho, en su Punto 6, se plantearon diferentes instrumentos para el seguimiento, incluyendo el Plan Marco de Implementación, con indicadores y metas, para facilitar su seguimiento y verificación. También se creó la “Comisión de Seguimiento, Impulso y Verificación a la Implementación del Acuerdo Final (CSIVI)”, conformada por representantes del Gobierno y las Farc-EP. Esta comisión contempló la creación de un mecanismo de seguimiento de la comunidad internacional, integrado por países que actuaron como garantes y acompañantes del proceso, al tiempo que se confirieron atribuciones al Instituto Kroc de Estudios Internacionales de Paz de la Universidad de Notre Dame, Indiana, EE. UU., para realizar el apoyo técnico correspondiente (Gobierno de Colombia y Farc-EP, 2016).

Habiendo aclarado lo anterior, el objetivo de este capítulo es aportar a la interpretación crítico-propositiva sobre el seguimiento-cumplimiento del Punto 1 (RRI) del Acuerdo Final. Esto se hace considerando que la RRI es una política pública que requiere seguimiento y evaluación, con mecanismos idóneos. En esa dirección, se analizan el alcance, los objetivos y la función del seguimiento al citado punto. Además, se identifican conceptos, métodos y resultados de los ejercicios de seguimiento llevados a cabo por actores sociales e institucionales, con el ánimo de generar reflexiones y aprendizajes acerca de los resultados, de manera que permitan potenciar el seguimiento al cumplimiento de la RRI.

La evaluación de las políticas públicas

De acuerdo con Guba y Lincoln (2001), la evaluación es una forma de indagación que produce construcciones o juicios de mérito o valor. En ese sentido, la evaluación puede indagar sobre la calidad intrínseca de un programa, proceso, organización o persona, independientemente de la configuración en la cual pueda encontrar aplicaciones (juicio de mérito). Así también, la evaluación puede indagar por las construcciones de valor en las que se identifica la utilidad o la aplicabilidad extrínseca del evaluado, en un entorno local específico (juicio de valor).

Perspectivas para la evaluación de las políticas públicas

Actualmente, puede recurrirse a diferentes perspectivas para hacer evaluaciones orientadas al conocimiento del desempeño institucional y a los efectos de las políticas y programas, en el ámbito de la acción pública. Diferentes autores han reconocido estas perspectivas, por ejemplo, Guba y Lincoln (1989), primero, reconocen cuatro “generaciones” y, segundo, han abordado las principales características de cada una. En la tabla 1.1 se presenta un resumen de algunas de estas generaciones de evaluación, donde se incluye una nueva propuesta: la quinta generación.

Tabla 1.1 Generaciones de las formas de evaluación




Fuente: elaboración propia a partir de Guba y Lincoln, 1989, 2001; Muñoz, 2007; Scriven, 2011a; 2011b.

La primera generación de evaluación se orientó, en sus inicios, a la medición del rendimiento escolar de los niños, mediante exámenes y pruebas psicométricas, que fueron bien recibidas, después, también en la industria militar. La evaluación fue llevada luego al escenario de la productividad en los negocios y la industria, a principios del siglo XX, donde se tenía la pretensión de encontrar a los trabajadores mejor calificados y los métodos más productivos de trabajo. Pero, más allá del objetivo inicial del ejercicio evaluativo, puede afirmarse que el fundamento de este tipo de evaluación es la medición matemática de datos considerados verídicos y cuantificables, aplicables en cualquier lugar, independientemente del contexto. En esta metodología, prima el criterio de eficiencia productiva, es decir, la relación de eficiencia entre recursos y resultados (Subirats et al., 2008).

De esta manera, siguiendo con la propuesta de Scriven (2011a), en la primera generación de evaluación aparecieron dos tipos de rol: la población objetivo y el evaluador. Cabe aclarar que el evaluador debe cumplir con el perfil de ser técnico y tener amplio conocimiento en instrumentos de medición, para ser usados en cualquier contexto. Para garantizar la objetividad de la evaluación, el experto debe aplicar el método científico y, dentro de este marco, emplear los instrumentos técnicos adecuados para la recolección, medición y comprobación objetiva de la información, a partir de la cual es posible emitir un diagnóstico igualmente objetivo.

De acuerdo con el enfoque positivista, tales elementos aportan legitimidad a los estudios sociales, ya que este enfoque científico permite a las ciencias sociales extrapolar los métodos utilizados en las “ciencias duras”, los cuales garantizarían precisión en la medición de los fenómenos sociales y, en últimas, el descubrimiento de “la verdad” (Guba y Lincoln, 1989; Muñoz, 2007). Asimismo, los datos cuantitativos procesados a través de la estadística y la matemática proveen soporte al diagnóstico causal-lineal de la evaluación.

La segunda generación surgió de reconocer las graves falencias de la primera, especialmente, porque se tenía a los estudiantes como los objetos de la evaluación y no a las estructuras educativas ni los elementos que las componen (Guba y Lincoln, 1989, p. 27). A partir de esto, se planteó la necesidad de evaluar los planes de estudio en práctica, para determinar si, en efecto, funcionaban para los fines que se pensaba lograr cuando fueron implementados. En otras palabras, la segunda generación de la evaluación introdujo un elemento adicional al proceso: la descripción de un contexto más amplio que el solo objeto focalizado, es decir, esta vez se incluyó un marco referencial. Así pues, en esta generación de la evaluación, se identificaron tres tipos de rol (Scriven 2011a): el evaluador (técnico experto), la organización (objeto de evaluación) y la población objetivo (objeto de evaluación).

El rol del evaluador responde a un doble papel: realizar una caracterización o descripción del marco referencial, para aplicar luego los instrumentos válidos para la medición (Muñoz, 2007). Dentro de este marco referencial, se cuenta la organización de la política o programa, los patrones, estrategias y materiales que los hacen posibles; también el personal encargado. De esta manera, los componentes de la evaluación pasan por 1) la descripción de los objetivos, donde el experto contextualiza la evaluación; 2) la construcción de instrumentos de medición, adecuados según el contexto; y 3) la recolección de la información, la medición y su comprobación.

Con los elementos anteriores, el técnico evaluador puede emitir una evaluación formativa, en la que, gracias a la estadística y la matemática, es posible comparar una situación de fortalezas y debilidades en relación con el logro de los objetivos de la política o programa. En otras palabras, el propósito de la segunda generación de evaluación es medir y valorar, objetivamente, el cumplimiento de los objetivos, identificando fortalezas y debilidades de acuerdo con el mismo criterio principal de la primera generación: la eficiencia productiva.

A pesar de que la segunda generación amplió el panorama de la evaluación, al incluir el contexto interno de la política o programa, es decir, los objetivos, estrategias, materiales y organización que se plantean, no logró garantizar la identificación de la pertinencia. Para superar esta limitación, apareció una tercera generación de evaluación, basada en las críticas que había hecho Michael Scriven en 1967, quien señaló que el proceso evaluativo debe problematizar el valor extrínseco de los objetivos (Guba y Lincoln, 1989).

Para problematizar el valor de tales objetivos es inevitable que el evaluador también tenga un papel como juez, toda vez que, siendo el descriptor y técnico experto, la persona más objetiva posible. De esta manera, los componentes de la evaluación conservan las características de las generaciones anteriores: describir objetivos, construir instrumentos, recolectar información, medir y comprobar y, a partir de esto, evaluar internamente la política. No obstante, a este proceso se suma que la evaluación debe comparar, además, los objetivos con estándares externos a la política. A partir de ello, se debe, primero, emitir juicios de valor internos y externos (contextuales) y, segundo, determinar si la política y sus objetivos son pertinentes o no.

Debido a que el contexto en que surgió esta generación de evaluación fue la Guerra Fría y la competencia entre Estados Unidos y la Unión Soviética, apareció un nuevo actor en la evaluación: el gobierno. Este nuevo actor se refiere a lo que Scriven (2011a) denomina “cliente”, puesto que el Gobierno de Estados Unidos necesitaba evaluar el sistema de educación estadounidense y superar las deficiencias que habían permitido a los soviéticos ir “un paso adelante” en la carrera espacial (Guba y Lincoln, 1989).

En este escenario, la tercera generación de evaluación determinó la existencia de tres roles: el cliente (gobierno), el evaluador (juez, descriptor, técnico experto) y el objeto de la evaluación (la población objetivo y la política misma). Cabe agregar que, en el marco de la carrera por dar respuesta a las supuestas deficiencias en la educación, apareció un nuevo criterio en el proceso evaluativo, pues, además de la objetividad y la eficiencia, resultó necesario tener en cuenta también la oportunidad de la información. Este criterio permitió al evaluador y su cliente disponer de la manera más rápida posible de la información y valoración necesaria para tomar decisiones frente a los ajustes que la política en cuestión requiriera.

De esta manera, la tercera generación de la evaluación planteó que los objetivos de una política en sí mismos pueden ser problematizados por el evaluador y deben serlo. Por tanto, son susceptibles de ser valorados en relación con estándares externos a la política. Así, esta generación permitió ampliar, nuevamente, el panorama de la evaluación, para incluir elementos externos a la política y emitir juicios de valor intrínsecos y extrínsecos a ella. En ese sentido, se reconoció, por primera vez, que el experto evaluador emite juicios de valor, aunque se insista en la pretensión objetivista, incluso sin tener claridad con respecto a cómo establecer los estándares objetivos de juicio en el contexto de sociedades con multiplicidad de valores. Adicionalmente, se reconoció que este tipo de evaluaciones está orientado a la toma de decisiones, por lo que las evaluaciones que brinden información oportuna resultan más valiosas.

Al analizar las tres primeras generaciones, Guba y Lincoln (1989) proponen una cuarta generación que intenta superar los límites de las metodologías positivistas y meramente cuantitativas, a la hora de hacer investigación en ciencias sociales. Así pues, la evaluación constructivista o de cuarta generación se basa en los supuestos básicos del paradigma constructivista, es decir, una ontología del relativismo, donde el conocimiento se concibe como una construcción social y cobra sentido a través del proceso de comprender del ser humano. En otras palabras, no podríamos hablar de la existencia de una verdad “objetiva”, porque la verdad es relativa a la experiencia y la comprensión humanas.

Ello implica que, en términos epistemológicos, la evaluación constructivista puede hacer afirmaciones sobre “realidad” y “verdad”, pero estas “depend solely on the meaning sets (information) and degree of sophistication available to the individuals and audiences engaged in forming those assertions”1 (Guba y Lincoln, 2001, p. 1). En ese sentido, las aseveraciones hechas en la evaluación no pueden ser consideradas absolutamente verdaderas, sino relativas, resultado de un proceso dialéctico y hermenéutico de descubrimiento y asimilación.

Así pues, la evaluación constructivista tiene dos momentos: el momento dialéctico y el de asimilación. El primero tiene lugar cuando el evaluador descubre al evaluado en su contexto. En este momento, es fundamental identificar los significados (información) y el nivel de sofisticación en el proceso de inter-pretación del evaluado. Guba y Lincoln (2001) abren la posibilidad de recurrir a construcciones preexistentes relacionadas con el evaluado, incluso de fuentes externas como las de la literatura profesional, pero advierten que, si estas construcciones tienen bases paradigmáticas disímiles frente a la constructivista, deben revisarse las disyunciones que pueden socavar la esencia de la evaluación. Una manera para resolver este problema consiste en que el evaluador deje clara su posición frente a las construcciones preexistentes, a la luz de su intención evaluativa constructivista.

El segundo momento es el de la asimilación (hermenéutica). En este, el evaluador incorpora nuevos descubrimientos en las construcciones existentes, las pone en conflicto o las reemplaza. Así, el evaluador propone una construcción nueva, más informada y sofisticada, que se ajusta a los significados y permite la explicación de lo que sucede, de manera que se posibilite la resolución de problemas o, por lo menos, mejorar una situación problemática. Cabe aclarar que estos dos momentos de la evaluación constructivista no son necesariamente secuenciales, sino que pueden suceder de manera paralela e incluso superponerse.

Esta cuarta generación identifica los mismos roles de las dos primeras (evaluador, objeto de estudio). Sin embargo, los roles se encuentran en una relación de interacción en la que se reconoce la influencia del uno sobre el otro. A estos roles clásicos, se agrega un tercer rol, denominado “población impactada” por Scriven (2011a). Dentro de este nuevo rol, se cuentan otros expertos, poblaciones beneficiarias y los ejecutores de la política, los cuales se encuentran inmersos en la política de distintas maneras. Reconocer estos actores implica llevar a cabo una evaluación de carácter respondente (Muñoz, 2007), donde el criterio primordial de la evaluación es la participación y la deliberación pública de diferentes audiencias e intereses. Con este nuevo elemento, ya no solo se maneja información cuantitativa, sino también cualitativa, lo que permite evaluar la política a partir de criterios como gobernanza, calidad, relevancia y significación.

Teniendo en cuenta lo anterior, el evaluador pasa a ser un mediador en el proceso de negociación entre las diferentes versiones o visiones de la realidad y, a partir de esta negociación, construir un consenso entre visiones. Así, la evaluación de la cuarta generación no se enfoca en describir la política y su funcionamiento interno, sino que pretende medir y valorar la política como un metadiscurso (consenso sobre la realidad), producto tanto de la interacción y negociación de diferentes visiones de la realidad, como de diferentes intereses puestos en juego.

A partir de este enfoque, la evaluación está orientada a definir el curso de la acción pública, por lo que los resultados no son conclusiones, recomendaciones ni juicios de valor, sino una agenda para la negociación de demandas o temas no resueltos en la política. Cabe agregar que la lógica de la causalidad en este tipo de evaluación es circular, es decir, rompe con la causalidad lineal, donde cada causa tiene un efecto. En otras palabras, en la cuarta generación, prima una lógica circular, donde el efecto de una causa puede explicar el origen de otra causa.

A pesar de reconocer la existencia de las cuatro primeras generaciones de la evaluación de las políticas, existe otra propuesta, explorada por Muñoz (2007) y Lund (2011), basada en un cambio de paradigma. Tanto Muñoz como Lund proponen una quinta generación, esta vez, fundamentada en una epistemología construccionista social, que se acerca a los planteamientos de la teoría de sistemas y la complejidad. En esta nueva generación de la evaluación, la realidad es considerada una totalidad orgánica que trabaja bajo causalidades en forma espiral. Esto equivale a decir, por un lado, que el evaluador no es totalmente ajeno al objeto de estudio, ni al contexto de la evaluación; por otro, que tampoco el objeto de estudio queda intacto después de la aplicación de los instrumentos de medición. En otras palabras, todos los elementos influyen sobre los demás y son influidos con respecto a estos, en ciclos históricos que pueden y tienden a repetirse.

Por otro lado, Scriven (2011a) sugiere que, desde una perspectiva que admita la diversidad, es posible reconocer una gran diversidad de actores o roles durante la evaluación. No solo está el evaluador, el cliente (gobierno), el personal de la política y la población objeto, sino que también se reconocen roles adicionales como 1) la población impactada de manera recurrente, futura y potencial; 2) otros actores interesados (donantes, familiares y amigos de la población impactada, simpatizantes, enemigos, reporteros, políticos e historiadores, entre otros); 3) audiencias reales, futuras y potenciales (como agencias de supervisión); y 4) asesores de evaluación (apoyo para la evaluación).

En este escenario, la evaluación de quinta generación requiere reconocer que el conocimiento puede provenir de diferentes escenarios y esferas. Ello equivale a afirmar que todo conocimiento es válido. En ese sentido, el objetivo del conocimiento (construido) es comprender los comportamientos sistémicos y complejos de la totalidad orgánica del mundo vivo. Para ello, este tipo de evaluación pretende rescatar e integrar algunos elementos del enfoque empíricoanalítico (tercera generación) y del enfoque comprensivo (cuarta generación). Lo anterior, a partir de lo que Muñoz (2007, pp. 163-164) considera “las tres etapas del proceder metódico”:

→ Brindar al ejercicio evaluativo de un piso teórico, por ejemplo, a partir de un análisis documental juicioso y sistemático.

→ Contrastar el piso teórico con las subjetividades de las realidades que van a ser evaluadas, por ejemplo, a través del instrumento de la etnografía.

→ Analizar integralmente la información recopilada a través de la triangulación, con base en saberes de expertos de uso, expertos usuarios y el investigador. Esto con el propósito de resolver acercamientos y diferencias entre paradigmas, posiciones y opiniones.

Así pues, en la quinta generación de la evaluación, lo importante no es la acumulación de saberes segmentados, sino las relaciones y conjuntos que emergen de ellas, lo que permite la interrelación y comunicación entre especialistas y especialidades. Como puede observarse, la interrelación y la intercomunicación de los diversos actores es fundamental para obtener la mayor diversidad posible de información, tanto cualitativa como cuantitativa. Esta información debe servir para ayudar a mejorar las condiciones de vida, puesto que está orientada a mostrar las cualidades y calidades de la política, en función de la satisfacción de las necesidades. En todo caso, la evaluación debe considerarse una investigación social, formulada de manera que permita plantear alternativas sistémicas a problemas sistémicos.