La chica del grajo y los duendes de Bierzo

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La chica del grajo y los duendes de Bierzo
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© Allan G. Morales

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

Correcciones: Laura Madrigal Corrales

Revisión de estilo: Jhonatan Quiros Maroto

ISBN: 978-84-1386-361-0

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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En dedicatoria a todas aquellas

personas soñadoras, promovedoras de

un universo diferente, introvertidas y

atrapadas en un mundo interior

lleno de imaginación, y, por supuesto,

a quienes cuidan de ellos.

Introducción

En un lugar lejano, a orillas del bosque de Gawron y avanzados algunos años en la segunda mitad del siglo XX, se encuentra la Mansión de los Alfar, colmada de callejuelas rústicas, bordeadas de lagos y pastizales; piedra con piedra forman las rutas de aquellos bellos jardines, algunos de sus árboles parecen nacidos de cuentos ilusorios, cordones de olivos que dan sombra a los intensos días de sol y pinos altos que abrazan el frío de las montañas, lugar de intenso misterio y desolación. En el centro de la propiedad se logra ver el hermoso Lago Verde Alfar, con bancas de acero en color negro que permiten sentarse alrededor para apreciar los días más bellos mientras algunos cisnes disfrutan del agua, que por su efecto de luz y mineral tornan su color majestuoso.

A través del bosque cruza un río que baja las montañas nevadas formando cascadas, una de las cuales está ubicada a pocas millas de adentrarse en Gawron; los pueblerinos han considerado que es un lugar encantado por una leyenda pretérita de nubes que bajaron a las montañas a petición de una doncella enamorada que aún llora la partida de un guerrero, el cual subió a la cima para nunca más volver. Hasta la fecha es solo una leyenda en un lugar inusitado donde las plantas no dejan de florecer y las mariposas disfrutan con magia el aire puro.

La fortuna de Robert Alfar fue dada por herencia familiar y compartida con su esposa Eva, ambos padres de una chica no muy sagaz como sí inteligente, hija única, que decidieron darle a la niña el nombre de Nora. A sus seis años, Amelia, la psicóloga, quien había sido contratada por tratar el habla y la incapacidad de socializar con otros niños de su edad, les advirtió acerca de su posible autismo. Nora creció y a sus catorce años aún mantiene severas limitaciones de comunicación y concentración, parece vivir en un mundo interior, es pasiva y tiene miedo al universo que le rodea. La chica y sus padres han vivido en la mansión desde su nacimiento, y conviven en el lugar junto con dos mozas sirvientas, un jardinero y el chófer, todos a disposición de la familia.

Nora es visitada todas las semanas por Brenda, la maestra personal que trata de educar las virtudes potencializadas de la niña; casi se podría decir que es un esfuerzo algo en vano, pues el trastorno neurobiológico de Nora la ha llevado a refugiarse en solitario en la lectura por su propia cuenta, es su mayor pasatiempo. A la chica le encanta merodear por el jardín, sentarse a leer y luego jugar sola cerca de los árboles de olivo de la propiedad. Nora se desentiende por completo de su verdadero cosmos para transportarse al interior de cada historia, cada poema, cada cuento, ella traslada su mente y su cuerpo a otra dimensión cada vez que palpita su corazón al abrir una obra literaria.

Robert, al descubrir la pasión de su hija, y aceptando el padecimiento, envió a construir una biblioteca del tamaño de cuatro habitaciones, suplida con grandes anaqueles abarrotados de cientos de libros que Nora podría utilizar, la mayoría comprados por sus padres y algunos otros tantos que fueron obsequiados por visitantes de la familia. La biblioteca se encontraba en el segundo piso de la mansión, junto a la habitación de la chica, esta a su vez era iluminada por una ventana circular cubierta por persianas color rosa que solamente eran abiertas cuando se quería contemplar a la lejanía el fastuoso Lago Verde Alfar.

Los abuelos de Nora, antes de morir, le obsequiaron un afable perro a su nieta cuando era una niña, con el fin de provocar empatía y afecto en la relación; no obstante, aunque el animal envejece en la mansión desde hace varios años, la chica no logró dar tan siquiera un nombre a su mascota, su distracción con el entorno y su mirada fija la ha hecho desentenderse también del can.

Por recomendación de Amelia, ha llegado a visitarlos el psiquiatra Willman, quien desde que escuchó del caso en el pueblo se encontraba dudoso, temía de una posible esquizofrenia en la joven, para lo cual le realizó un diagnóstico diferencial, era una enfermedad poco explorada en aquel entonces, sin embargo el doctor concluyó que la niña presentaba una condición de autismo, acompañado con algunos traumas paralelos desde su gestación, que le impiden desarrollar algunas habilidades comunes para la edad de Nora.

Esta novela presenta la historia de la vida de una chica autista, apasionada por un cuento literario de fantasía y acompañada de su grajo, un duende y el Libro de Gublinduf. Descubre su mágico mundo paralelo y la capacidad de traer a su realidad los personajes de las lecturas, introducirse en el libro para ser parte de las vivencias literarias y navegar por una dimensión llena de aventura más allá de la Mansión Alfar, haciendo de su padecimiento la virtud que su familia desconoce.

capÍtulo i

FIESTA DE HADAS

Una chica de ojos claros y cabello tornasol rizado, su piel blanca lucía algunos lunares que resaltaban su belleza, de contextura delgada y en su cuello siempre portaba un dije de oro. Esa era Nora, de apariencia seria y pomposa, una joven introvertida que aún a sus catorce años jugaba por el jardín de la Mansión Alfar solitariamente, se le miraba con ojos de niña, se dirigía a sus padres cuando expresaba al mundo sus pocas palabras y, casi siempre lucía vestidos opacos de un solo tono con volados que su propia madre le había confeccionado. Entre la estela de un almohadón que desprende sus plumas a través de la costura rota, ha recibido la visita del doctor Willman, en combinación con uno de esos días soleados de verano, una mañana cálida y excelsa.

Nora, viendo fijamente cara a cara con el doctor Willman, parecía estar observando más allá del rostro del hombre, e incluso de la pared de su habitación. Mientras tanto, Robert y Eva, con su apariencia usual de lujo burgués, dos personas de negocios encasilladas en trajes anchos, a él le gustaba lucir su chaqueta de doble botonera, desabrochada para resaltar su corbata y camisa blanca de algodón, combinado con los pantalones grises a raya diplomática que tanto le gustaban, y sobre su cabeza no podía faltar el sombrero Homburg, todo un caballero apuesto, de ojos claros como los de su hija, ese era el mayor rasgo físico heredado hacia Nora, como también lo era para la madre el cabello rizado en la genética de la chica, espirales casi perfectos pero con tonalidad más oscura. La delgada madre enrojecía sus labios con lápiz Turén, como si no fuera suficiente lo glamuroso del vestido formal rompevientos ajustado a su cintura, su coqueto lunar en la mejilla y el casquete sobre su cabeza, así esperaban inquietos cerca de la puerta, como dos buenos padres que mantienen la ilusión de ver prosperar la salud de su hija en condiciones de angustia, todos queriendo una mejoría o al menos la esperanza de reducir lo que en los últimos días había agravado la condición de la joven. En ese momento un grajo que provenía del bosque se posó al borde de la ventana, voló con una hoja blanca en el pico que dejó caer dentro de la habitación, huyendo inmediatamente.

El doctor Willman no le prestó atención al grajo, se levantó de la silla y le solicitó a Eva que lo llevara a la biblioteca de Nora para platicar junto con Robert.

—Doctor Willman, ¿pasa algo malo? —Mientras, se dirigían a la biblioteca—. Noto su cara de preocupación.

Fueron las primeras palabras de Robert, anticipándose a llegar al centro de la biblioteca. Una vez allí el doctor contestó:

—Como ustedes saben, ella padece de autismo, es un espectro con el cual deben saber convivir, pues, ante su intensa concentración, su propio mundo interior, y su dificultad de comunicación; deben aprovechar la escasa confianza que les muestre para darle afecto y dejar que potencialice sus virtudes, la terapia es importante pero no lo suficiente, es una persona con dotes extraordinarios. —Queriendo complementar la explicación, el doctor dio un vistazo a la biblioteca y dijo—. Desde que adquirió el gusto por la lectura, hay algo en ella que le mantiene su mente en vilo.

El doctor tomó sus lentes y los enfundó en su estuche algo arcaico, luego miró a Eva y Robert quienes se habían mantenido callados, hasta que la primera reacciona:

 

—¿Y qué tal si le suspendemos los libros por un tiempo? —preguntó Eva mientras veían a Nora a unos cuantos metros de distancia; la chica ya estaba sentada sobre la alfombra que cubría el suelo del pasillo, tomando consigo un pequeño libro viejo de aves.

—No me parece buena idea —respondió el doctor, y luego de un silencio sugirió—: Por el contrario, para su próximo cumpleaños podrían intentarlo a través de una fiesta con niños y jóvenes cercanos a su edad; no socializará mucho, pero podrían optar por decorar con una temática literaria que atraiga su atención, traten que su fiesta de cumpleaños sea como un libro, vistan a sus invitados y llenen su día de fantasía.

Convencidos de hacer lo que sugirió Willman, los padres de Nora planearon una fiesta de hadas a falta de escasas semanas para su celebración de cumpleaños, comienzan a avisar a las tías de la chica para que programen la visita con sus hijas, primas de Nora, así como algunos parientes de Robert y vecinos cercanos a los Alfar; en total esperaban alrededor de cuarenta niños.

Un día, mientras Julia y Olivia, mozas sirvientas de los Alfar, preparaban el almuerzo y la limpieza de la mansión, respectivamente, vieron pasar a Nora rumbo al jardín, las espantó un poco ya que la chica se movilizaba sin mucho aspaviento y aparecía a sus espaldas cuando menos lo esperaban, también era fácil que se les perdiera de vista mientras jugaba, pero una vez afuera de la mansión las sirvientas se despreocupaban, el peligro quedaba en manos de Rubén, el jardinero; le encantaba ver de lejos el comportamiento de la joven, no se acercaba porque temía de ella, para Rubén no era más que una loca mujer que podría explotar de histeria en cualquier momento.

Ya en el jardín, cerca de su árbol de olivo favorito, Nora tomó una regadera que se encontraba tirada en el césped, la miró sin desdén, cortejando raramente el objeto, parecía que se concentraba fijamente en el agua; esto llamó la atención de Rubén, quien se detuvo por un instante, dejando de podar y poniendo las tijeras al suelo para secarse la frente tapada en sudor, y en un parpadear de ojos la joven no estaba en el lugar. Suspicazmente Rubén aceleró el paso para bordear el Lago Verde Alfar y llegar al punto donde estuvo sentada la chica, con angustia tomó la regadera que estaba tirada en el suelo y vuelve a ver a su alrededor: ahí estaba Nora, subida en el árbol de olivo.

—¿Cómo subiste tan rápido? —preguntó el jardinero.

En un silencio sepulcral de la joven, tan siquiera volvía a ver a Rubén, este replicó a la afonía:

—Ya sé, quieres que me vaya. ¿Eso quieres? —dirigió sus palabras a la chica como si estuviera hablando con el árbol de olivo.

La joven portaba en ese momento un vestido no usual para su costumbre, era de color blanco, como de cuento de hadas, movió un poco su acicalado atuendo y de su calcetín sacó un pequeño libro, tan diminuto que lo sujetaba con dos dedos; comenzó a leer mientras Rubén dio la media vuelta y regresó a podar los arbustos al otro lado del lago.

Dentro de la mansión, Eva se acercó al cuarto de su hija, miró la veladora y sobre ella notó como una hoja blanca seca servía de separador en un viejo libro de aves. La madre miró por la ventana y ahí afuera se encontraba su hija subida en el árbol de olivo leyendo aquel libro diminuto, mientras el jardinero hacía sus quehaceres. Volviendo nuevamente su mirada hacia la veladora se acercó y tomó el libro que estaba allí, lo abrió y encontró una pluma de grajo muy fresca, la tomó con su mano derecha y la olió, inmediatamente después de hacerlo se dio la vuelta y ahí estaba su hija a sus espaldas; como pocas veces había atemorizado a su madre, Eva gritó del susto y dejó caer el libro al suelo. La joven recogió el libro del piso y lo cerró colocando el separador de lectura.

—Perdón, hija, solo me dio curiosidad saber qué libro has estado leyendo —dijo Eva, aún nerviosa al ver lo impredecible de la reacción.

—Mamá, se te cayó el libro —respondió Nora, quien no prestó mucha atención a las disculpas de su madre.

—Nora, tu padre y yo te queremos hacer una fiesta de cumpleaños, pensamos que podría ser sorpresa, pero elegimos decirte porque queremos que bajes y nos acompañes a recibir las visitas, ellos se quedarán por unos días con nosotros, pronto estarán aquí y debemos ser buenos anfitriones —argumentó la madre, y al ver la fría reacción de su hija complementa diciendo—: También estarán aquí tus primas, Andrea y Paula.

—Madre, ¿sabes dónde está nuestro perro? —preguntó la chica sin mayor cuidado a lo que platicaba Eva, complementando con tono más bajo y en apariencia solapado—. Hace mucho que no lo veo.

—Tienes razón… No lo sé, preguntaré a Rubén y Tomas, ellos pueden saber.

—Trataré de buscarlo, a partir de ahora le llamaré Bruno —respondió la chica, puso su libro sobre el velador al lado de la cama y salió del cuarto apresurada para buscar al perro.

Nora sabía que buscar a su mascota sería una forma de distracción para poder acercarse al bosque de Gawron, donde su padre le tenía prohibido jugar, tan solo podía aproximarse al límite de la propiedad de la mansión que colindaba con el boscaje. Nora marchó libremente sobre las callejuelas de piedra del jardín pasando con los brazos abiertos y girando una que otra vez mientras corría, apreciando el aire, las mariposas, los rayos del sol sobre su rostro y las aves en un solo cantor que amenizaban la mañana.

Al llegar al límite de la propiedad de los Alfar y donde comenzaba el solemne bosque de Gawron, Nora detuvo su paso para contemplar la belleza; la vista era impresionante, el lugar adornado con mariposas de todos los colores, las hojas y el sendero cautivaban con música celta, el viento besaba los grandes árboles de roble y la luz atravesaba intermitentemente entre las ramas, hasta las rocas brillaban con su funda forestal, no había nada imperfecto y era solo el comienzo del inmenso lugar.

Nora dio algunos pasos más y lentamente fue adentrándose a Gawron. Ni la Mansión de los Alfar, aún con sus ostentaciones, podría superar los prodigios de un bosque encantado, porque eso era ese sitio, un lugar inigualable que arrastraba una serie de leyendas pueblerinas contadas con misterio y temor, asociadas con desapariciones misteriosas, pero eso no le importaba a la chica, que solo disfrutaba por un momento la oportunidad de transcribir a sus ojos el más lindo y mágico momento.

En cuanto la chica continuó por el camino pudo ver cómo cambiaba el color de las flores de amarillo a azul, y las rosas de rojo a violeta, el agua que bajaba de las montañas entreveía un celeste intenso. Nora dejó atrás sus temores y siguió su camino dentro del bosque, tomó confianza y fue entonces cuando escuchó unos ladridos; era Bruno, estaba tratando de desenterrar algo que brillaba, por más que lo intentaba era difícil porque el objeto estaba atorado entre las raíces de uno de los árboles más grandes de roble.

La chica sujetó con fuerza halando de un extremo, pero no lo logró, debió regresar donde estaba el jardinero y este, en su despiste, no vio que Nora extrajo una pequeña hacha que estaba en una bodega donde se almacenaban herramientas. Nora volvió al bosque, apartó a Bruno a un costado y con tan solo tres golpes a la raíz del roble, logró aflojar la cubierta que estaba atorada y extrajo el objeto brillante: era una especie de caja de metal que contenía un libro, que en apariencia podría tener cientos de años esperando un lector, su título decía El Libro de Gublinduf.

Nora no tuvo mucho tiempo para dar un vistazo a la lectura, cuando escuchó que alguien se acercaba, era el ruido como de un carruaje o una carreta de las que cargaban costales de cosechas y carbón, tomó a Bruno y el libro, subió a ambos con ella hasta la primera rama del roble y esperó que pasara el carruaje. Sin embargo, a pesar de que el sonido se escuchaba cada vez más fuerte, Nora nunca vio pasar a nadie, el sonido se alejó lentamente y, después de unos minutos se bajó y salió rápidamente del bosque. Ese día la chica regresó emocionada a casa, limpió el libro y lo guardó en un lugar especial de la biblioteca.

Eva subió a la habitación de su hija para pedirle que bajara a almorzar, encontrándose con ella en la biblioteca mientras Nora observaba fijamente la solapa del Libro de Gublinduf.

—Es momento de almorzar, estuvimos buscándote, ya llegaron tu tía Lía y sus hijas gemelas, Paula y Andrea, te estamos esperando, ¡vamos! —exclamó la madre mientras Nora guardaba el libro en aquella cubierta entre aluminio y metal algo pesada.

—Bajaré enseguida, madre —dijo la joven.

Eva miró extrañada la forma cuidadosa con que su hija colocaba aquel nuevo libro en los anaqueles de la biblioteca, pero al haber tanta literatura en aquel gran salón no habría forma de reconocer con certeza la proveniencia de cada uno de ellos, aunque este último cautivaba a primera impresión por su estilo.

Una de las gradas en espiral que bajaban de la biblioteca daban a las habitaciones para huéspedes, zona de cordialidad y decencia, de clase como la familia. Ya instalados los equipajes, Tomas se encontró con Eva y conversaron:

—Ya los invitados han conocido sus habitaciones, señora Eva —dijo Tomas refiriéndose a la tía Lía y sus hijas gemelas.

—Gracias Tomas, asegúrate de hacer lo mismo mañana para quienes necesiten quedarse a dormir —respondió Eva con tono gentil.

—¡Claro! Señora, así será. —Una vez hecho su inclinación de reverencia, Tomas se dirigió hacia el jardín.

Enseguida, la tía Lía y sus hijas, de personalidad complemente extrovertidas, venían hacia Eva sonrientes y gustosas de la visita, traían consigo tres regalos para Nora, uno con cada una de ellas, la primera sujetaba un baúl pequeño de madera, con la pluma más antigua mejor valorada del Oriente, la segunda llevaba la tinta más indeleble con la que podría permanecer intacta una escritura por cientos de años y la tercera traía un hermoso candelero bañado en oro y titanio, tres fastuosos regalos con la connotación mejor enfocada para los gustos y necesidades de una chica que podría tener todo lo material que su familia quisiera.

—Esperamos que le guste —fueron las palabras de Lía.

—Estoy segura que le encantará —dijo Eva a su hermana y sobrinas, manteniendo una mirada complaciente.

En ese instante bajaba Nora por las escaleras y se dirigía al comedor. Su madre la llamó por su nombre:

—Nora, ¡ven! Tus primas tienen algo para ti.

—Estos obsequios son para ti, un baúl con una pluma muy valiosa; queremos que la conserves, tus primas trajeron una tinta y un candelero para que no solo leas, sino que también puedas escribir lo que quieras —complementó Lía mientras ponía en las manos de Nora los obsequios que no eran para nada voluminosos, pero sí muy suntuosos.

—Podrías escribir tus propias historias —dijo Paula.

—Si quieres podemos leer y escribir juntas —mencionó su otra prima.

Aún con los obsequios en sus brazos, Nora no dio mayor respuesta verbal, tampoco algún gesto de desaprobación, fue simplemente un silencio neutral que podría percibirse como un gracias conociendo su personalidad, o bien interpretarse como un disgusto, todo dependería de la compasión hacia su carácter. Eva y Lía se miraron, en ese momento la sirvienta irrumpió el salón:

—Disculpen, señoras, la mesa está servida, ya pueden venir —fueron las palabras de Olivia, un poco convulsiva.

—Vamos al comedor, seguiremos conversando. —La voz de Eva para hacerse creer que la interacción entre todos y Nora podría mejorar.

Caminaron al comedor y esa tarde fueron muy pocas las palabras de la chica, su familia reía con las ocurrencias contadas por los distintos miembros, pero ella en su mayoría no les correspondía, pues le afectó su déficit atencional: algunas otras cosas sí eran de su esmero, pero rápido perdía el hilo de la conversación, la mayor parte del tiempo no dejaba de mirar los obsequios que le habían dado su tía y primas, los colocó sobre la mesa y comió con ellos al frente del plato.

Llegó el día de la fiesta de hadas en homenaje al aniversario de Nora, era una mañana de sol radiante pero muy ventosa, las sirvientas colocaron las sábanas blancas de las habitaciones en los tendederos a un costado de la mansión; sin embargo, la gran brisa dificultaba la labor de Julia, aunado al correr de los niños por todo sitio del jardín que avasallaban unos con otros persiguiéndose y ocultándose entre las sábanas, evidentemente el molestar de Julia se hizo notar, y cuando alguno se acercaba los trataba de espantar.

 

Las decenas de niños y jóvenes disfrazados de personajes de cuentos de hadas y figuras medievales, una de las temáticas favoritas de Nora, se podían apreciar entre los invitados, algunos enmascarados con antifaces de princesa, armaduras de caballeros, engalanando con cotas de malla y espadas falsas, túnicas de diferentes colores con cruces blancas en sus escudos, damas con vestidos largos y en su mano una varita mágica para representar su personaje, hasta Tomas y Rubén fueron identificados con algún distintivo.

Robert regaló a su hija un hermoso caballo blanco muy educado y dócil, tanto así que entre todos los invitados ayudaron a decorarlo para que pareciera un unicornio. Eva, por su parte, coordinó con un grupo teatral para que llegara a hacer una obra para divertir a los invitados, eso sí, le solicitó dar por nombre a la obra El Libro de Gublinduf, con el fin de llamar la atención de Nora. Eva había ido horas antes a consultar el nombre de aquel libro que su hija estaba limpiando y guardando en la biblioteca.

Nora estuvo allí siempre, al lado de sus padres, y cuando llegaba el momento de jugar se iba al árbol de olivo, sus primos y otros niños se acercaban para invitarla a jugar, pero ella no aceptaba. Al llegar otro segmento de la obra teatral le generaba intriga y bajaba del árbol para continuar observando la función, algunos creían que la chica estaba ahí por ellos, pero su mente no dejaba de pensar en el Libro de Gublinduf y la magia del bosque de Gawron.

—Madre, me siento muy cansada —con voz turbia interrumpió Nora a Eva en lo que observaban la función que aún no llegaba a su final.

—¿Te sientes bien, hija? Viene la mejor parte —le habló Eva a su hija mientras las fuertes carcajadas alrededor de la chica, provocadas por todos los invitados, le aturdían.

Nora se desmayó, cayendo inmediatamente y golpeando su cabeza contra el suelo, dejando perplejos a todos los invitados. Robert tomó a su hija en brazos y la llevó a la habitación, muchos se pusieron a las órdenes de la familia Alfar, pero Eva los tranquilizó. «Parece que en otras ocasiones Nora ha presentado sofocaciones que le han provocado náuseas y desmayos», decían algunos. Lo cierto del caso es que ella se encontraba dormida, soñando, necesitaba de un largo descanso.

La chica estaba en un espectro de luz multicolor que se dejaba ver poco a poco hasta notar una gran cascada completamente celeste, posada sobre una piedra resbaladiza, de las tantas que son cubiertas por el verde vegetal producida con el musgo que había en los ríos de Gawron. Una música de viento entonaba una fascinante melodía gótica que podía purificar el alma, los árboles parecían tener magia y las mariposas volaban en centenares hasta posarse sobre los brazos de Nora, como si se tratara de una fuente de atracción entre un mundo desconocido y su realidad, aunque para ella su don de percibir una dimensión distinta era un mismo universo, no imaginaba personajes, no era esquizofrenia, solo vivía alejada de la multitud y tiene la virtud de adentrarse en una obra literaria que podía ser parte de ella.

Unas horas más tarde y luego del despertar de Nora, los parientes y vecinos comenzaban la retirada emocionados al saber que la chica ya se encontraba mejor, se comenzaron a despedir uno a uno. Robert, al escuchar los murmullos de la gente afuera, cerró las persianas de la ventana de la habitación y luego salió de ella cerrando la puerta del cuarto de Nora para que su hija siguiera descansando mientras en el jardín solo quedaban los recuerdos de un cumpleaños que tuvo un inconcluso final, como si aún no estuviera escrito.

La chica se levantó y cruzó a la biblioteca, tomó el Libro de Gublinduf, lo abrió y descubrió que tenía en blanco las últimas páginas, la historia estaba inconclusa, no entendió el porqué, pero tomó el libro en brazos y se dirigió a la habitación, ahí abrió las persianas, cerró de nuevo la puerta del cuarto y sentándose en la cama comenzó a dar lectura.

Ya quedaban pocas personas en la casa y los padres de Nora despedían a sus últimos invitados:

—Gracias por venir, espero que nos encontremos pronto —muy afablemente Robert agradecía a sus últimos parientes mientras le daba un fuerte abrazo.

—Es un placer para nosotros, son unos grandes anfitriones —respondió a Robert uno de ellos.

En ese momento, mientras Robert daba el último abrazo, quedando su vista en dirección al jardín, logró ver a Nora calada y completamente húmeda de pies a cabeza; ella estaba contemplando el Lago Verde Alfar, que estaba a varios pies de distancia de donde se ubicaban las escaleras. Robert salió corriendo hacia su hija y en lo que continuaba su camino dirigió su mirada hacia la ventana de la habitación de Nora; la misma estaba cerrada, pero dejando entrar la luz, tal y le gustaba a su hija para leer. La mansión tenía una serie de compuertas con la cual Nora podía evadir la salida principal, pero era inimaginable pensar la forma en el lapso que lo logró hacer.

—¡Nora! ¡Nora! ¡Hija! —gritaba Robert mientras Eva atrás de él también aceleraba el paso.

—No te preocupes, papá, solo caí al lago, pero estoy bien —respondió su hija y luego lució una sonrisa algo inusual.

—Nos vas a matar del susto, hija, no te acerques tanto al lago —fueron las palabras de Eva, que llegaba trémula y palpitante a tomar la mano de Nora.

—¿Qué tienes en el pecho? —preguntó su padre al ver la cubierta de metal solitaria del Libro de Gublinduf que Nora abrazaba rígidamente.

—Es mi dije de oro, papá —respondió ingenuamente la joven.

—Me refiero al libro. ¿Cuál libro es? —replicó el padre.

—Es un libro que recién comienzo a leer, no sé de qué trata —respondió Nora con la mirada siempre fija en el lago.

Desde ese día la chica le dio un gusto distinto a aquel libro mágico encontrado en aquel extraño, pero encantador bosque de Gawron.

capÍtulo iI

DEL SOMBRERO

Meses más tarde, ya cuando las hojas de los árboles comenzaron a caer y las constantes lluvias enturbiaban la ventana de la habitación de Nora, los días pasaron a ser más fríos dentro y fuera de la Mansión Alfar, el olivo parecía prepararse para un nuevo invierno cambiando su color; en fin, todo el entorno tenía una tonalidad más opaca, excepto un sitio que lograba conservar su magia: el Lago Verde Alfar; su esplendor no distinguía el sol, las nubes o la lluvia. Un poco más allá del jardín, donde ya el camino de piedra llegaba a su fin, se encontraban los pastizales que después de varios minutos de camino colindaban con el bosque de Gawron.

Una noche en la que el jardinero lucía una toga negra impermeable y portaba en su mano izquierda una lámpara de querosén, caminó hasta el final del jardín para recoger un saco de fertilizante que había olvidado al sembrar por la mañana algunos robles cerca del lugar. A pesar de la lluvia y que era de noche, Rubén aprovechó para mirar uno de los árboles recién sembrados, con asombro divisó que una de las pocas hojas del pequeño arbusto estaba deslizando ocasionalmente unas gotas de color verde resplandeciente. Pensativo, Rubén colocó la palma de su mano permitiendo que la próxima gota no cayera al suelo sino más bien en su mano. La incandescente chispa lacónica perdió su color al tener contacto con la mano del hombre y luego sintió algo de ardor.

Rubén tomó el fertilizante y la lámpara en dirección hacia la mansión, debía escalar una colina para dejar en una pequeña bodega el costal que cargaba consigo; así lo hizo, aún suspicaz por lo observado y con estado jadeante, el jardinero se apresuró a la mansión, pues sumado a ello comenzó una tormenta muy fuerte que estremecía al horizonte con constantes relámpagos. Rubén, apresurando el paso, logró enrumbarse sobre el camino de piedra bordeando el lago, la fuerte lluvia no le permitía ver bien, pero le pareció observar con el rabillo del ojo una serie de haces de luz que nacían al fondo del lago, pero, cuando volteó su mirada desaparecieron, así que Rubén arribó a la mansión sumamente conmocionado.