La trinidad del tiempo

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La trinidad del tiempo
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Letrame Editorial.

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© Alejandro Prado Jatar

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1386-097-8

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

AGRADECIMIENTO

A Mariana Torrealba Sosa, Juan Diego Prado, María Eugenia Prado, María Elisa Villamizar, María Lucía Prado, Iván González Olivares, Rubén Ortiz, Jorge Rodríguez Grau, Enrique Gajardo, Henry Tovar, Mario Torrealba, María del Pilar Quiroga, William López Linarez, José Amalio Graterol, María Cristina Manrique, José Jatar Senior, Gustavo Pisani Castillo, Francisco Guerra, María Alejandra Bravo, Braulio Jatar Senior, Marielis Vargas, Renate Stenftenagel, Ana Gabriela Rodríguez, Adriana Graterol, Elvira Cuevas, Clara Hernández, Ana Graciela Angulo, Grisseld Lecuna, Iliana Padrón, María Alejandra Graterol, Eddy Barrios Orozco, Mireya Montilla I y Mireya Montilla II.

Cada uno de ellos aportó datos y consejos que fueron determinantes y valiosos para dar forma a esta novela. A todos los nombrados les reitero mi agradecimiento.

DEDICATORIA

Las dictaduras producen solo dos cosas, víctimas y victimarios. Las páginas siguientes las escribí para honrar al primer grupo.

LA TRINIDAD DEL TIEMPO

Parte 1. ¿Y CÓMO LO EXPLICO?

Las vacaciones en Timotes estaban llegando a su final. Durante los días de asueto en esa población de los Andes venezolanos, Ibrahím había experimentado, por primera vez en su vida, la sensación del frío natural y sin ruidos de fondo. A su edad, las temperaturas más bajas que él recordaba procedían de ambientes cerrados y refrescados con aires acondicionados.

No solo el gélido entorno era excitante para Ibrahím, también lo era el paisaje de esas elevadas cumbres, el sonido de los torrentes, la fragancia de cipreses y, sobre todo, el aroma a leña encendida.

El momento del regreso a su hogar, en Puerto La Cruz, se inició con la movilización de las maletas y su colocación ordenada en la parte trasera de la camioneta. Él, junto con los cuatro miembros de su familia, la abordaron a las siete de la mañana y emprendieron su retorno a casa.

Una fascinante bitácora atravesando cerros, ríos, valles, llanos y playas fue anunciada oportunamente para que los pasajeros estuvieran pendientes de los panoramas del camino.

Muchas horas y novecientos kilómetros de vía terrestre había que recorrer, desde esa montañosa población, hasta la cálida ciudad de Puerto La Cruz, ubicada en el litoral nororiental de Venezuela. Dos sitios contrastantes en lo cultural, ecológico, culinario y climático.

Cubiertas las dos primeras horas en tránsito, la Cordillera de los Andes apenas era una distante barrera azul que se divisaba a través del vidrio trasero de la camioneta. Las curvas en la vía fueron desapareciendo. Daba la impresión de que a la carretera la hubiesen estirado y tensado en prolongadas rectas, ahora bordeadas por unos árboles frondosos que emergían como islotes sobre un océano verde de sembradíos de maíz, sorgo y caña de azúcar.

La escena del cruce entre los pastizales se ajustaba a la figura que toda persona imagina cuando lee el libro del Éxodo, del Antiguo Testamento, en el versículo de la división de las aguas, pero que en esta ocasión era el asfalto del camino lo que partía en dos el mar de hierbas y cultivos.

Adaptados a tanta neblina durante los días previos en Timotes, el sol de esa mañana lucía muchísimo más brillante de lo normal. Quizás porque esa estrella ascendía como protagonista casi único en un teatro azul con escasa nubosidad.

A esa hora del viaje, la circulación consistía en unos pocos transportes familiares y eventuales carros de uso agrícola. Nada que sorprendiese para ser un domingo temprano y festivo de julio.

Ese era el ambiente que veía Ibrahím desde su ventana. Un valle rural abierto, atravesado por un camino lineal y monótono. Algo frustrante y aburrido para lo que él esperaba ver en el trayecto.

Contemplando una nube fortuita que se atrevió a tapar el sol, él recibió, de manera súbita, una serie de imágenes consecutivas, en donde observaba el auto de ellos girando de forma brusca y en el medio del asfalto.

Esa visión sucedió en un lapso extremadamente corto y sin explicación. A Ibrahím no le quedó otra opción, sino la de agitar su cabeza para sacudir y arrojar esas imágenes que le invadieron y lo asustaron.

Echó una ojeada a todos los ocupantes del vehículo para tantear si alguno de ellos experimentó lo mismo, pero los demás tenían puesta su atención en la recta del camino. Ninguno le devolvió la mirada. Lo más elocuente que el resto de la familia mostraba eran semblantes retraídos y de personas en aislamiento absoluto.

No habían transcurrido ni cinco minutos de la revelación, cuando sobre esa carretera seca y solitaria, la camioneta comenzó a deslizarse y a dar vueltas como un trompo, pero sin salirse del plano de la vía.

Emilio Jordán, el padre de Ibrahím, pudo controlar la situación, agarrando firmemente el volante y acelerando el vehículo para lograr mayor fuerza centrífuga y, así, salir del momento de giro.

Luego de asegurar el dominio de la camioneta, Emilio la orilló retirada de la calzada y bajó de ella. Lo hizo como un acto de terapia, para respirar con profundidad y pasar el susto.

Fabián y Andreina, los hermanos mayores de Ibrahím, se apearon del carro y, de inmediato, fueron a acompañar a su padre en el borde del camino.

Dentro del auto quedaron Elisa e Ibrahím. Este último, queriendo averiguar acerca de lo ocurrido, preguntaba con ansiedad:

—¿Qué pasó?… ¿Dime, qué pasó?

Elisa le tomó las dos manos y respondió:

—Tranquilo, mi amor. No te preocupes, lo que sucedió fue que el carro se coleó.

Ella, viendo que su hijo seguía nervioso, insistió en calmarlo:

—Ya te dije. No te preocupes, todo está bien. Tu papá y tus hermanos vienen ahorita para continuar el viaje.

Superado el desagradable incidente y tomando de nuevo el trayecto hacia Puerto La Cruz, Ibrahím seguía desconcertado. No tanto por lo del deslizamiento del automóvil, sino más bien por el reto que significaba describir a los demás lo que vio adelantadamente.

Es que tan solo con cinco años de edad eran muy pocas las palabras que él conocía para relatar una vivencia extrasensorial.

Ante ese desafío narrativo, Ibrahím prefirió elegir el atrevimiento de dormir.

CAPÍTULO 1.

UNA NOCHE DE JUNIO DE 2019

Parte 2. LA EPIFANÍA.

Dio toda la vuelta al grifo de la regadera y el agua salió con brío. Un abanico de chorros estremeció la puerta de cristal y los ventanales del cubículo de la ducha. Ibrahím tuvo que reducir el caudal para evitar que el torrente sacudiera las pantallas de vidrio de ese espacio reservado para el aseo personal.

Un minuto después, cuando la temperatura de la lluvia artificial alcanzó treinta y siete grados centígrados, Ibrahím, finalmente, se aventuró a entrar.

Era sábado en la noche. La fecha correspondía al 22 de junio de 2019 y la aguja pequeña en su reloj se acercaba a la figura del ocho romano. Para ese momento, él no tenía apuro en salir del chubasco. Su agenda social y la de su familia estaban libres de compromisos.

En medio de esa cámara de riego, Ibrahím empezó a escribir con un dedo sobre uno de los ventanales empañados. Se hallaba concentrado en unas cuentas de sus finanzas, sumando y restando sobre esa pizarra provisional de vapor y rocío.

De forma repentina, un cúmulo de eventos premonitorios ocurridos a lo largo de su vida, junto a varias imágenes sin sentido y desperdigadas en el teatro de su existencia, comenzaron a enlazarse perfectamente.

Esa descarga sucedía con una celeridad vertiginosa. Algo así como un río furioso de recuerdos inundando la memoria central de Ibrahím. Lo más sorprendente era que el aluvión de evocaciones se ensamblaba como un rompecabezas de miles de piezas, acoplándose con un orden riguroso. Muchos olvidos se unían al guion consciente de sus sesenta y un años, dejándolo absorto frente al cristal, en donde todavía estaban inconclusas sus cuentas bancarias.

Al cerrar el grifo de la ducha, se apresuró a decir:

—¡Vaya!, ahora lo comprendo todo.

Parte 3. TENGO PERMISO PARA CONTÁRTELO.

Ángela, su esposa, estaba en el vestier del cuarto principal. A ella le extrañó que Ibrahím hubiese tardado más de lo normal dentro de la regadera. Incluso, pensó usar esa larga estadía del marido como argumento de protesta, dado que él jamás perdía la ocasión para reclamarle por sus prolongados lapsos bajo el rociador o cuando rebosaba la tina.

 

Prefirió mantener un compás de tregua. Todavía estaba fresca la última discusión por ese motivo. Esa vez, su esposo dejó escapar un irónico comentario mientras ella disfrutaba de una estancia metida en la bañera.

«Ángela, con toda esa agua que has usado pudiera haberse cubierto la superficie del planeta Marte».

Esa irreverencia de Ibrahím había sido la chispa detonante del más reciente altercado entre ellos.

Aunque sus polémicas eran pocas, lo esporádico de esas trifulcas se desencadenaba casi siempre por dos razones: el dispendio de agua en la ducha y la renuencia de Ángela para añadir ciruelas pasas en sus recetas. Muy en particular, las veces cuando ella se dedicaba a cocinar para celebraciones familiares.

Ángela detestaba esa drupa obscura y deshidratada. Ibrahím, por el contrario, podía ser capaz de usar las ciruelas pasas hasta para acompañar a una paella valenciana. Aparte de esos incompatibles puntos de vista y de gusto, la unión conyugal entre ambos se encontraba dentro de ese cuadrante estadístico identificado como: … pareja feliz.

Apenas cerró la puerta de la ducha y, sin secarse bien, su esposo la llamó para conversar. Destilando agua por las extremidades, pidió a Ángela que se sentara en la cama matrimonial.

—Cariño, voy a contar algo que es muy importante. Antes que nada, te invito a que hagas algo que para ti no va a ser fácil de cumplir, pero estoy convencido de que si te esfuerzas lo vas a lograr.

Ibrahím se detuvo para así insertar una pausa de suspenso y luego agregó:

—Necesito de tu atención y silencio. Quizás me lleve cuarenta y cinco minutos confesar lo que debo exponerte, de tal manera que, por favor, no vayas a interrumpir… tanto.

Ella abrió aún más sus grandes ojos color avellana y puso la mirada firme sobre él. Con la seguridad que siempre le había caracterizado para enfrentar sus retos, indicó:

—No te frenes. Di lo que tengas que decir.

Ibrahím se sentó al lado, posó una mano sobre la espalda de su esposa e inició el relato con una pregunta:

—¿Recuerdas alguna visión o predicción que yo haya recibido bruscamente?… Hablo de esas que me han venido de la nada y sin ningún tipo de lógica.

—Por supuesto. ¿Cómo crees tú que voy a olvidar la oportuna venta de nuestras acciones en la empresa Xenront?… ¿Quién iba imaginar que ese emporio financiero colapsaría en tan poco tiempo? —respondió Ángela. Y luego anexó: —Al principio, ninguno de tus colegas te hizo caso y todos rieron. Al final, se lamentaron y ninguno recuperó su dinero.

Surgió un breve mutis entre los dos, lo que permitió a Ángela rastrear en su memoria otros indicios hechos por él.

Trajo a la conversación el instante cuando Ibrahím le anticipó el sitio en donde iban a contraer matrimonio. Un sorpresivo anuncio sin que todavía fuesen novios formales.

—Aparte del vaticinio que dijiste el día de nuestro primer encuentro, también recuerdo el momento de nuestra excursión hacia Barinas y que me mostraste la serranía de los Andes. Sin apartar la mirada sobre esa cordillera nevada, aseguraste que: … «en algún pueblo localizado detrás de aquellas montañas, tú y yo vamos a celebrar nuestra boda». Quizás para mí, es el más sorprendente de tus aciertos —apuntó Ángela, dejando escapar una nostálgica sonrisa.

Sin pronunciar palabras, Ibrahím se apartó de ella, porque estaba empapando la cama. Erguido como un militar y frente a su mujer, él comenzó a pasarse la toalla alrededor del cuerpo.

Su esposa lo escudriñaba de pie a cabeza, esperando saber, de una vez y por todas, de qué se trataba ese preludio misterioso.

Concluida su respuesta a la pregunta inicial, Ángela aguardaba por el testimonio de su marido.

—Debo confesarte que esas revelaciones han sido más frecuentes de las que yo te he hecho saber. Me han acompañado desde hace mucho tiempo —mencionó Ibrahím, al instante que se colocaba la ropa interior.

Al rato, agregó:

—Las visiones son numerosas y dispersas a lo largo de mi vida. Algunas de ellas, pensaba yo, no tenían sentido y las metí en el cajón del olvido. Otras han sido diáfanas, las cuales no dejaron dudas acerca de lo que se avecinaba. Las intuiciones han ido, desde cosas intrascendentes, tales como adelantarme a un resultado de béisbol totalmente imprevisible, hasta eventos insólitos, como los que te voy a contar.

Abotonándose la camisa, añadió:

—Las veces que ocurren, esos presagios se muestran de forma apresurada sobre el contorno de un árbol, al borde de una cascada o alrededor de cualquier figura de la naturaleza que yo esté mirando. Por ejemplo, las recientes han sucedido observando la silueta de una montaña, la orilla de una playa o transitando por el medio de un parque.

Hizo un largo suspiro y siguió con su explicación:

—Incluso, en algunas ocasiones ha sido percibiendo un aroma o escuchando una canción. Además, esas puertas al futuro son como películas o escenas que se abren y se cierran en intervalos fugaces, pero, aun cuando el tiempo transcurrido sea de menos de un segundo, los detalles visuales son captados por mi consciente.

Ya vestido, Ibrahím se sentó de nuevo al lado de Ángela y comentó:

—Lo que para mí todavía no tiene explicación es que… varias de esas escenas las he captado sin colores. Son acontecimientos que se ven solo en tonos grises. Para decírtelo en dos platos: son como videos en blanco y negro.

La curiosidad de la mujer pudo más que su compromiso de silencio e interrumpió:

—¿Son tantas las visiones que has tenido?… ¿Cuántas han sido?

—Son muchas. No te las he revelado, porque alguien dentro de mí no me había dado el permiso para compartirlas —respondió su esposo.

Y luego indicó:

—Hasta hoy, que he recibido la aprobación para dártelas.

En ese momento, Ibrahím se percató de algo intrínseco y, evitando hacer otro paréntesis, sin dilación concluyó:

—Pero no todas. Quedan algunas retenidas, hasta un próximo aviso.

CAPÍTULO 2.

DEL ORIGEN A LA INQUIETUD

Parte 4. DE DOS A CINCO.

Elisa Zamora y Emilio Jordán se conocieron de manera fortuita. Los dos estaban contiguos haciendo una fila dentro de la oficina del Registro Principal de Caracas. La otra casualidad era que ambos acudieron a esa dependencia, con la intención de protocolizar sus respectivos títulos académicos.

Elisa se había licenciado en la carrera de Filosofía y Letras, en tanto que Emilio se había graduado como Odontólogo hacía apenas tres meses. Aun cuando ellos estudiaron en la misma universidad, ninguno de los recién egresados tenía amigos comunes. Además, residían en zonas opuestas de Caracas. Sin embargo, el destino les tenía asignados sus correspondientes nuevos sitios de trabajo a una distancia menor de quinientos metros.

La otra providencia de ese día fue que la persona encargada del trámite de registro llegó tarde a su despacho. Eso les permitió prolongar la agradable conversación. En uno de esos mensajes que se cruzaron y, como un acto inocente de cortesía, se dejó saber el número telefónico del consultorio dental en donde iba a ejercer el doctor Emilio Jordán.

Por conveniencia lógica y práctica, la licenciada Elisa Zamora también escogería a esa clínica para su control médico-bucal y, por consiguiente, convertirse en una de las primeras pacientes del joven odontólogo.

Luego de varias citas, la relación con esa misma paciente avanzaría, satisfactoriamente, a algo más.

Elisa y Emilio se casaron en 1949. A los tres años de esa unión, la pareja Jordán Zamora había incorporado a dos herederos en su nómina familiar. Fabián, el primogénito, y Andreina, la fotocopia de Elisa.

Varios meses después del nacimiento de la niña, Emilio estuvo negociando y, sobre todo, convenciendo a su esposa para irse a trabajar y vivir en Puerto La Cruz, puesto que la familia de él era originaria del estado Anzoátegui y, en particular, los Jordán eran muy apreciados en esa población. Elisa dio el visto bueno a ese cambio cuando ella también consiguió una opción laboral, ejerciendo como profesora de Castellano y Literatura en un colegio de secundaria, localizado en esa misma ciudad costera.

Con respecto al tamaño familiar de los Jordán Zamora, la idea inicial de ambos fue tener tres hijos. Por otra parte, su estrategia de planificación estuvo enfocada a concebirlos con un año de por medio. Esto casi lo logran, pero posterior a un quinquenio de búsqueda luego de la llegada de Andreina, la cuenta se detuvo en dos descendientes.

Siendo tan matemáticamente fértil durante los primeros años de su matrimonio, Elisa llegó a pensar que, debido a su largo ciclo sin quedar embarazada, su potencial de concepción se estancó en un inexplicable o misterioso estado de infertilidad.

En el primer trimestre del año 1957, Fabián y Andreina se contagiaron en secuencia y en simultáneo de gripe, lechina, y hasta de un virus estomacal. Nada serio para unos muchachos fuertes, acostumbrados a ir al mar todos los fines de semana, pero sí lo suficientemente de cuidado para que Elisa estuviera pendiente de ellos, pero no de su propia contabilidad menstrual.

Vuelta la normalidad en casa, guardado los remedios en la despensa y enviados los hijos a trastornar la paz en la casa de los abuelos paternos, Elisa se tomó un par de horas libres para disfrutar de una cena con Emilio en un elegante restaurante de la ciudad.

No solo se tomó un par de horas libres, también hizo lo mismo con las copas de vino y, cuando iba por la tercera, ella se levantó repentinamente de la silla y, con un tono de voz muy alto, exclamó a su esposo:

—¡Coño!, ahorita es cuando me doy cuenta de que no he tenido regla en más de ocho semanas.

Los meseros y comensales cercanos o a media distancia de donde se encontraba la distinguida profesora de Castellano y Literatura, junto al reconocido doctor Jordán, trataron de ser prudentes, pero al final no pudieron contener la hilaridad.

Parte 5. RÍO SAGRADO Y PROFETA.

El tercer hijo de la pareja Jordán Zamora nació en un momento político convulsionado. Para ser más preciso, a cuatro semanas exactas antes del derribo de la larga dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Luego del alumbramiento del niño, transcurrieron unos pocos y agitados días para que, el 23 de enero de 1958, el país entero también viera la luz de la voluntad de sus ciudadanos.

El sábado 22 de febrero de ese nuevo año, dos meses después del nacimiento del último heredero, se decidió organizar un festejo por partida múltiple en la casa de los padres de Emilio. No solo para darle la bienvenida al hermano de Fabián y Andreina, sino también por el afortunado hecho de la apertura de un espacio de libertad democrática en Venezuela y por el regreso de la clandestinidad de varios hermanos y primos de Emilio y Elisa, quienes estuvieron forzadamente ausentes del contacto con ellos.

Más de cuarenta personas congestionaron esa vivienda en el instante cúspide de la celebración. Entre el alboroto de los menores de edad que jugaban en el patio y los vozarrones de los adultos que se mezclaban en la sala, los pasillos y la cocina, Elisa resolvió llevar a su hijo, de ocho semanas de nacido, a una habitación retirada, con la intención de dormirlo en un sitio aislado del ruido.

En esa alcoba estaban dos sobrinos y una hermana de Emilio. El más joven de ellos aprovechó la ocasión para preguntarle a la tía por el nombre del nuevo primo.

—Se llama Ibrahím —contestó ella.

—Yo no conozco a nadie que se llame así. ¿Ustedes inventaron ese nombre tan raro? —respondió e interrogó el sobrino, quien tendría alrededor de nueve años.

Elisa pidió el favor al otro muchacho presente en el cuarto para que buscara un diccionario enciclopédico que se encontraba en la biblioteca de la casa.

Un libro pesado fue traído y colocado en una de las camas de esa habitación. La madre del recién nacido lo abrió y buscó las páginas exclusivas que contenían las palabras que comenzaban por la letra J.

 

Sobre una de ellas, totalmente ilustrada, la educadora empezó a dar una explicación:

—El río que ven en esta foto se llama Jordán. En idioma hebreo significa «desciende». Atraviesa la Tierra Santa de norte a sur. En esas aguas bautizaron a Jesucristo y en la costa oriental de ese río hay un país que se llama Jordania.

Entusiasmada por la lección, ella continuó con la historia, pero ahora hojeando las páginas dominadas por las palabras que iniciaban con la vocal A.

—Este señor de barbas en el dibujo se llama Abraham y fue el padre de las tres religiones más importantes del mundo, que incluye a la nuestra.

Elisa finalizó su exposición para indicar que, como el apellido del niño era una referencia bíblica y geográfica en lengua hebrea, buscaron de balance el nombre árabe del primer patriarca de esa Tierra Santa. Es decir, Ibrahím, que significa Abraham en idioma árabe.

—¿Y cuál es el segundo nombre del primo? —contrapunteó, curiosamente, el otro sobrino.

—No tiene. Lo decidimos así para protegerlo de nosotros mismos. Los segundos nombres solo se pronuncian cuando se va a regañar a los hijos.

En ese momento, la hermana de Emilio, tía de Ibrahím y madre de los chavales dentro del cuarto, interrumpió el relato para indicar:

—Ahora ya saben que su nuevo primo tiene nombre de profeta y apellido de río sagrado.

Los sobrinos de Elisa jamás olvidarían los detalles de la conversación. Esos inocentes muchachitos y testigos de la historia se convertirían, años más tarde, en unos auténticos socarrones. La naturaleza burlesca de ellos iba a encontrar en Ibrahím a una de sus víctimas predilectas.

Parte 6. EL REMEDIO DE ESCULAPIO.

Desde los días de pañales, hasta la entrada en el kínder, el benjamín de los Jordán pasó principalmente su infancia temprana con la persona que atendía las labores de la casa, mientras que Emilio, Elisa, Fabián y Andreina asistían a sus respectivos quehaceres profesionales o escolares.

El claustro de lunes a viernes durante los primeros años de su vida hizo de Ibrahím una persona distante en lo social. Por otro lado, la brecha de más de un quinquenio, con respecto a sus hermanos, hacía que Fabián o Andreina no tuvieran los mismos intereses para compartir los extras de tiempo con el menor de los Jordán.

Eso llevó a Ibrahím a refugiarse mucho más en los misterios que guardaban los habitantes de la extensa parcela trasera de su casa o en el jardín interior de la vivienda colonial de los abuelos. Las otras fascinantes experiencias para él eran los paseos playeros hacia las islas ubicadas al frente del puerto. Eso significaba descubrir muchos secretos de la naturaleza a través del contacto con las especies silvestres que vivían en esos lugares apartados de tierra firme.

Al comenzar su etapa escolar primaria, Ibrahím no dejó el interés por los insectos, arácnidos, sapos, pájaros, culebras o rabopelados que se filtraban o entraban al patio procedentes de un amplio terreno baldío y adjunto a la propiedad de su familia.

En una noche de fin de semana, Emilio vio que su hijo menor conversaba con unos murciélagos que se comían unos mangos todavía colgando de la mata.

Al instante, le contó a su esposa:

—Ese carajito parece que es discípulo de san Francisco de Asís.

Las habilidades estudiantiles, sociales y de comunicación del hermano de Fabián y Andreina iban en pródigo ascenso, pero su adoración por cualquier tipo de alimañas se multiplicaba por diez. De hecho, Ibrahím recibió su primer castigo severo a los siete años, cuando la señora que laboraba en su casa descubrió en la despensa que él guardaba una cucaracha viva dentro de una lata de café. La reprimenda fue tal, que no lo dejaron salir al patio por el lapso de una semana.

Finalizando sexto grado de primaria, Ibrahím había tenido tanta exposición a la fauna silvestre de su región que él mismo se consideraba experto en especies representativas de la zona nororiental venezolana. Podía distinguir, con suficiente distancia, los insectos, reptiles y arácnidos ponzoñosos para los seres humanos.

Hasta unos terrarios con serpientes y cajas con gusanos tenía en su casa, lo que molestaba al resto de la familia.

El carácter apacible lo hacía más observador que la mayoría de sus coetáneos, pero cuando sucedía algo que no le gustaba, su reclamo era directo y tampoco se ahorraba tiempo para indicar su posición.

Entre las cosas que lo enfurecían estaban las bromas pesadas que le jugaban sus primos mayores. En particular, se irritaba todas las veces que lo llamaban por el apodo que le inventaron esos familiares, al recordar la historia contada por la mamá de Ibrahím y su relación con el origen del nombre.

Esos rufianes, ya adultos, le decían «Profeto» a su primo menor. Una expresión con un doble sentido que Ibrahím entendía bien.

El día del ascenso presidencial de Rafael Caldera, el 11 marzo de 1969, se llevó a cabo una fiesta en la casa de los abuelos paternos, con el propósito de celebrar el cambio de gobierno. Sus primos, ahora unos jóvenes activistas del principal partido socialcristiano del país, convertido en la nueva entidad gobernante, formaron parte de los organizadores de la reunión. En las pocas oportunidades que se cruzaron en la fiesta lo estuvieron llamando Profeto. Incluso, esos parientes les habían endosado unos espantosos apodos a los tres amigos que el hijo de Elisa y Emilio trajo a esa casa.

Ibrahím les advirtió:

—Ya les he dicho varias veces que esa burla no me gusta.

El reclamo fue tratado con displicencia y olvido. Un total desdén por parte de sus primos mayores, pero de firme recordación para su primo menor.

«Ya tendré el momento para convencerlos» pensó él, al ellos marcharse para otra farra con sus respectivas novias y otros activistas políticos.

Solo pasaron dos meses para que Ibrahím les devolviera el golpe.

Andreina había sido invitada por esos primos para que asistiera a un espectáculo deportivo a efectuarse en la población vecina de Barcelona. Debido a que ella no iba a estar en casa, le pidió al hermano menor el favor para que estuviera pendiente cuando esos familiares le llevaran el sobre con la entrada.

Petición que fue aceptada con un suspicaz gusto por Ibrahím, quien se encargó de esperarlos pacientemente con dos bolsas y que él sostenía en sus manos cubiertas con unos guantes de jardinero.

Los primos llegaron en su carro y se adentraron al estacionamiento a cielo abierto, ubicado al frente de la casa de los Jordán Zamora.

Ibrahím salió al encuentro con ellos y, viendo que uno de esos parientes tenía la ventanilla del puesto de copiloto totalmente abierta, se acercó lo suficiente y, sin intercambiar saludos, extrajo de una de las bolsas a dos inmensas serpientes y se las arrojó dentro del vehículo, entre los asientos de adelante.

Ninguno de ellos estaba al tanto de que esos reptiles, que venían de uno de los terrarios de su joven primo, eran inofensivos. Solo atinaron a ver que se trataba de dos culebras grandes con bandas de colores negro, rojo y blanco, parecidas a unas corales.

—¡Nojoda!… ¿Ibrahím, tú estás demente? ¿Cómo te atreves a lanzarnos esas vainas dentro del carro? —clamó el primo mayor, mientras salía corriendo y se alejaba del vehículo.

—¡Ah!… O sea que ahora sí me llamo Ibrahím… ¿Verdad? —respondió el hijo de Elisa y Emilio, al momento que metía la mano en la otra bolsa, haciendo el amague de sacar más reptiles.

El otro primo, escapado del auto y ahora refugiado en el depósito de las bombonas de gas, daba chillidos a manera de súplica:

—Ibrahím, primito lindo, por favor, no vayas a mostrar nada de lo que tienes ahí guardado.