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Indígenas en la ciudad

La storia è sempre storia contemporánea6.

Benedetto Croce

El mundo al que refiere esta investigación tiene su centro en la ciudad de Arica, en el extremo norte de Chile. Fundada en 1541 como San Marcos de Arica, su historia colonial la sitúa primero como parte del virreinato del Perú, luego fue la frontera sur de Perú con Bolivia y más tarde la frontera norte de Chile con Perú, tras ser anexada a Chile a través de los acuerdos del fin de la Guerra del Pacífico (1879). Ciudad frontera, Arica ha sido desde tiempos precolombinos lugar de intercambio entre varios pueblos y etnias que encontraron en sus costas ricos materiales para confirmar lo que John Murra describe como la complementariedad ecológica que caracteriza a los pueblos andinos (1972). A varios kilómetros de la actual ciudad, las tierras originarias de los antiguos señoríos aymaras se asentaron en el altiplano de la cordillera de los Andes desde tiempos precedentes al imperio Tiwanaku (Hidalgo y Focacci, 1986). A partir de ahí, los aymaras establecieron constantes flujos simbólicos y comerciales que imprimen un fuerte componente de movilidad a su cultura (Canales, 1926; González H., 1996a, 1996b). Con ellos, entre trabajadores de semilleras de los valles de Lluta y Azapa, entre comerciantes del mercado el Agro, entre usuarios/as y equipos de los Centros de Salud Mental (en adelante CSM) de la zona norte y sur de la ciudad, entre juguerías y ferias del centro, se realizó el trabajo etnográfico que aquí presento.

Los paisajes que irán apareciendo a lo largo del relato surgen de los distintos itinerarios que fueron trazando curanderos, parteras, integrantes de asociaciones indígenas y familias aymaras en general, en el curso de sus actividades cotidianas, demostrando la vitalidad que mantiene la condición móvil y translocal del mundo aymara contemporáneo (Gundermann, 2001; Carrasco y González, 2014; Cerna y Muñoz, 2019). A pesar de la fuerza de la presencia aymara y del esfuerzo cotidiano que hacen por unir sus mundos de pertenencia a la ciudad de Arica, su presencia es a menudo negada por sus habitantes no indígenas. De hecho, cuando presenté la intención de realizar el estudio con usuarios/as aymaras, una de las respuestas que recibí fue: “Aquí los aymaras no se ven; si quieres hacer una investigación con ellos tienes que ir al altiplano, de Putre para arriba”. ¿Cómo es posible esta invisibilidad?

A mi parecer, la mirada esencialista que se ha tendido a tener sobre el mundo aymara, junto a la negación de la propia narración con que los pueblos indígenas se han dirigido al mundo mestizo, ha creado una especie de ceguera respecto a la complejidad de su condición contemporánea, permitiéndoles emerger solo desde la condición de víctimas. El sufrimiento psíquico, traducido en diagnósticos como los que emergerán en estas páginas, es solo una de las formas de traducir en la propia biografía las contradicciones y conflictos históricos existentes que se encarnan en la condición poscolonial (Moro, 2005). De hecho, estudiar estos temas entre poblaciones que han vivido varios desplazamientos, así como con cualquier migrante, no significa abandonar la posibilidad de ver las potencialidades. Las posibilidades de transformación que guarda cualquier sujeto y cualquier cultura, las afirmaciones identitarias urbanas que hoy los aymaras hacen en estos nuevos territorios, a través de las expresiones diversas que iremos recorriendo a lo largo del texto, son huellas visibles de las estrategias de continuidad (Chandler y Lalonde, 1998) que este pueblo está poniendo en acto y que nos obliga a comprender su historia más allá del paradigma de la subalternidad.

La dificultad de reconocer la presencia indígena en las ciudades y el desafío que pone a todas las instituciones y a todas las ciencias, provienen, en parte, de los apremios que surgen al tratar de superar una idea ya presente en el indigenismo, de la que habla Marisol de la Cadena: si no son sufrientes y víctimas, no son indígenas. Así, cuando Lucrecia dice que sufrir es cosa de indios, no quiere decir que ella no haya sufrido ni que solo los indígenas sufren, sino que como indígena y mestiza, prefiere refutar el estereotipo del indígena como víctima. En los relatos de vida y en los testimonios de usuarios/as y agentes de salud que nutren este trabajo, encontraremos diálogos similares al de Lucrecia y Marisol que, con sus varias contradicciones, develan la complejidad de las experiencias de sufrimiento psíquico y la forma en los elementos históricos que han confinado el mundo indígena en un régimen de invisibilidad; habitan también sus formas de significar y tratar los trastornos afectivos.


Fig. 1. Territorios de la investigación. Ilustradora Carmen Cañizares.

Tres capítulos

El libro se articula entre tres secciones que tratan de responder, a través de un proceso etnográfico y teórico, las tres ausencias antes evocadas. En el primer capítulo, asumiendo una perspectiva que entiende que cualquier exploración en el campo de la salud se traza sobre un sustrato político, se indaga en la relación entre Estado y pueblo aymara y la forma en la que el primero ha trazado sus estrategias de gobierno de la etnicidad a través del diseño de campo de salud intercultural. Recorrer el dispositivo gubernamental implica abrir el presente etnográfico (Fabian, 2002) hacia los fundamentos de la construcción del individuo moderno, basado en el control de su salud y su cuerpo (Foucault, 1978, 1996, 2004). Sin embargo, restringirse solo a entender el campo médico intercultural como dispositivo de control sería una traición a las nociones indígenas del poder y a las enormes destrezas que los aymaras han demostrado en administrarlo, toda vez que imperios, reinos y Estados han entrado en sus territorios. En esta verdadera lucha epistémica, simbólica y material por el desplazamiento de las fronteras entre salud y enfermedad, lo que emerge son las imágenes que adopta el Estado posdictatorial frente a los pueblos indígenas, evidenciando cómo el ámbito sanitario está al centro de lo que llamaremos la composición de una democracia imaginaria (Carreño y Freddi, 2020).

Al describir el espesor político de la salud intercultural, he tratado de probar cómo estas tecnologías ponen la memoria al centro de una disputa histórica, a través de la cual se trata de controlar las heridas que hacen de cada rasgo del presente, un teatro de conflictos del pasado. La memoria en la democracia chilena contemporánea debe ser controlada, dado que toda vez que es evocada llega colmada de contradicciones, frente a las cuales el modelo de salud intercultural resulta una respuesta exigua, a ratos incapaz de administrar sus propias promesas (Bolados, 2017). En el curso del capítulo, he tratado de mostrar cómo los juegos políticos de la salud (Fassin, 2000a) ponen en una encrucijada a los elementos retóricos propios de esta democracia: la participación, la ciudadanía, lo comunitario. Todos estos elementos, parte del lenguaje usado en la recomposición del Chile posdictatorial, y a su vez son parte de un diálogo interno a las propias comunidades, respecto a su forma de entender la memoria y de performativizarla también dentro del campo médico intercultural (Carreño y Freddi, 2020). Desde las discusiones con las autoridades hasta la estructura de los diversos ritos de curación de enfermedades tan extremas como la locura, el presente indígena está lleno de referencias a las formas de vivir y recordar el territorio, la violencia y la necesidad de recomponer el cuerpo social aymara. He tratado, entonces, de retratar la composición del campo de salud intercultural a través de lo que entiendo como una etnografía indígena del Estado, un relato de las formas de experimentar, imaginar y narrar el poder del Estado a partir de las luchas que se dan en el campo de la salud intercultural. Este proceso implica no solo reconocer las estrategias de control que se están poniendo en acto a través de la retórica de la interculturalidad, sino también las estrategias que los aymaras están utilizando para negociar con estas formas de poder externo, a partir de un diálogo sobre sus propios imaginarios del territorio, de su historia y de los procesos que hoy son metáforas del malestar del cuerpo indígena.

El segundo capítulo recorre los senderos que configuran las omisiones de la antropología y de la historia, ocupándose de la diferencia aymara y su intento por ponerla en diálogo con la cuestión del mestizaje, de la migración y de las fronteras. Estas dimensiones son evocadas dada su presencia en el imaginario indígena donde, además, hacen comprensible el rol que la violencia sufrida por estos pueblos adquiere en la configuración de una pertenencia común en los nuevos territorios ocupados por ellos. Solo a la luz de estos elementos que configuran el imaginario indígena y mestizo es posible situar el sufrimiento psíquico y los itinerarios terapéuticos seguidos por estos sujetos, dentro de un panorama que evidencia tanto en su vulnerabilidad como en sus estrategias para recomponer su subjetividad.

El tercer capítulo se centra en la cuestión de la subjetividad y de los desórdenes que experimentan los aymaras migrantes en la ciudad de Arica. Los itinerarios terapéuticos de las familias y pacientes de los centros psiquiátricos que he encontrado durante el trabajo de campo, permiten esbozar los diversos dispositivos puestos en acción para el control de una subjetividad indígena desbordada. La noción de orden y desorden sale a la luz tanto por parte de las instituciones psiquiátricas como de las familias que recorren diversas alternativas terapéuticas en búsqueda de curación para sus familiares. El capítulo está dividido en los distintos circuitos en los cuales el dolor y el desorden son vividos, controlados e interpretados. En primer lugar, se recorren los espacios de la medicina tradicional andina, entendida como lo que llamaremos una formación transnacional, resultado del imaginario indígena y mestizo recorrido a lo largo del capítulo anterior. En segundo lugar, se explora en la metáfora de la pérdida del animu, con la que a menudo se explica, en el mundo andino, el desorden y el emerger de trastornos afectivos. Frente a la continuidad de la metáfora, nos dedicamos a indagar en las categorías de persona a las que hace referencia, junto a los materiales –objetos, paisajes, memorias– evocados para su cura. La incerteza, la precariedad, la necesidad de encontrar una continuidad territorial dentro de un paisaje cada vez más fracturado, parecen señalar la presencia de la pérdida del animu como metáfora del sufrimiento andino. Estas interpretaciones reafirman la hipótesis de que las etiologías locales son capaces de poner en acto estrategias para decir lo indecible, para controlar el desorden una vez que este se encarna en el sufrimiento de quien ve perder su propia alma o perderse en sí (Ashforth, 2001).

Por último, la tercera sección recorre algunos de los casos más emblemáticos de los sujetos con quienes he compartido parte de las delicadas y arduas experiencias que marcan la vida de quien sufre un trastorno psiquiátrico. Las narraciones de hombres y mujeres aymaras, habitantes de barrios periféricos de la ciudad de Arica, sobre sus experiencias de enfermedad psíquica o de sus familiares, se vuelven objeto de observación privilegiada en el interrogar, lo que configura el objetivo de un diálogo estrecho y serio entre antropología y psiquiatría: “Los matrices de la inteligibilidad de un síntoma, de un saber, de un gesto de cura, pero también los procesos institucionales que orientan y gobiernan el destino y el uso social de la enfermedad: sus nombres y su producción” (Beneduce, 2007: 16).

Al comprender los itinerarios terapéuticos de mis interlocutores, los significados otorgados al desorden, las genealogías familiares implicadas y la historia migratoria que a menudo acompaña sus relatos, lo que he tratado de hacer es trazar no solo la pluralidad de elementos puestos en acto una vez que urge la búsqueda de un sentido a la enfermedad, sino también las formas históricamente definidas de la subjetividad y las puestas en juego profundamente políticas que estos sujetos migrantes representan tanto para las ciencias como para instituciones, que no pueden seguir sustrayéndose de las obligaciones propias de un mundo mestizo.

Las referencias a trabajos de la antropología médica o de la salud en esta investigación son evidentes. Hábil en describir y analizar la pluralidad de elementos que entran en movimiento toda vez que la enfermedad se presenta con su voz profundamente humana (Menéndez, 1988a), esta subdisciplina es puesta en diálogo con los desafíos propuestos por la etnopsiquiatría contemporánea y por la antropología de la violencia, como respuesta a la necesidad de ampliar su campo original de interés –el proceso de salud, enfermedad, atención–, para examinar de cerca la presencia de otras epistemologías puestas en juego para la gestión del sufrimiento de quienes pertenecen a mundos e historias múltiples y sobrepuestos: mestizos e indígenas a la vez.

No son pocos los riesgos que trataré de superar al explorar el mundo andino desde una perspectiva teórica lejana como lo es la etnopsiquiatría, nacida entre las culpas de la Europa poscolonial y el teatro de las contradicciones que representa la cuestión migratoria. Consciente de los riesgos que anuncian los excesos del comparativismo, considero que la etnopsiquiatría, al entrar en diálogo con la antropología, se vuelve una aproximación valiosa para la interpretación de un escenario igualmente poscolonial como el que vive el mundo andino, en tanto nos advierte sobre los peligros de hacer de la pertenencia cultural una prisión para los sujetos (Fassin, 2000b). El viaje en la memoria y en el imaginario andino que representa esta investigación, el recorrido por las violencias históricas y cotidianas que trazan el contexto en el cual surge el sufrimiento psíquico, así como las formas de control y negociación que los pueblos indígenas ponen en acto como prácticas de soberanía sobre sus propios cuerpos, fueron las premisas para arriesgar una elección teórica y metodológica que, sin duda, implica límites. La esperanza permanece en que los riesgos y errores cometidos en el curso de la investigación y la escritura, no sean más que senderos de comprensión de los desafíos políticos e históricos que circundan la gestión del sufrimiento psíquico y de la diversidad cultural.

PRIMERA PARTE

ESTADOS IMAGINARIOS

La invención del campo médico intercultural

Gouverner c’est structurer le champ de action éventuel des autres 7.

Michel Foucault

Comprender la acción que el Estado chileno está realizando en el campo de la salud indígena implica recorrer tanto el proceso de instauración de la racionalidad gubernamental como la historia de los pueblos andinos. Ambos procesos no pueden escindirse de la necesidad de problematizar el presente etnográfico, el tiempo en el cual se realiza el encuentro con mis interlocutores y los escenarios de tensión, mutua desconfianza y curiosidad que marcan cualquier encuentro en nuestra disciplina, tomando consciencia del hecho de que cualquier representación del encuentro es posible solo a partir del exilio del momento, de la palabra desvanecida en el intento escritural del presente (De Certeau, 1977). Tratando de evitar el exilio del otro en un tiempo sin historia y asumiendo los peligros del presente etnográfico (Fabian, 2002; Wolf, 1982) es necesario “tratar el presente como un específico momento histórico y usar la comprensión de esta dimensión para iluminar y guiar la formulación de los problemas antropológicos como problemas históricos” (Appadurai, 2001: 91). En este ejercicio, la ampliación de las funciones del Estado hacia los territorios del cuerpo y la salud indígena, configura un nuevo tiempo caracterizado por la reinvención de la alteridad. Desde una perspectiva histórica, la construcción de servicios de salud aptos para la atención de la salud indígena tiene un dejo de modernidad: una modernidad que se dirige a la producción de diferencias y a la promoción de igualdad, reconociendo que lo que está en juego son las desiguales posibilidades de vivir o de morir que tienen ciertos grupos en desmedro de otros.

En términos concretos, el Programa Especial Salud y Pueblos Indígenas (desde ahora pespi) representa una respuesta de parte del Estado chileno a la atención de las “necesidades especiales” de los cuerpos indígenas. Estos programas, instalados en todo el país, son el resultado de dos procesos paralelos. En primer lugar, de la aplicación en el ámbito sanitario de la Ley Indígena 1993, que ha incorporado nociones como reconocimiento y reparación a través de la práctica médica frente a las graves inequidades que afectan a la población indígena (Pedrero y Oyarce, 2006) y, en segundo lugar, de las estrategias gubernamentales de la posdictadura chilena, que han sido descritas como “marketing democracy” por autores como Julia Paley (2002), dada la necesidad de garantizar las condiciones para mantener el modelo económico neoliberal y, al mismo tiempo, encontrar las estrategias para hacer de la democracia un objeto de consumo (Albó, 2010). La democracia debe llegar a ser un deseo y un orgullo entre todos los chilenos, especialmente entre aquellos que habitan los márgenes de la nación.

El pespi tiene funciones vinculadas con la incorporación del paradigma de las determinantes sociales en salud8, buscando disminuir las desigualdades evitables e injustas entre poblaciones social, económica y geográficamente diversas (Frenz, 2006). Para ello se ha buscado introducir la figura de los facilitadores interculturales en hospitales y consultorios, dedicados a la atención de las necesidades de la población indígena, especialmente en torno a la búsqueda de acceso, la consulta y coordinación de horas, la resolución de dudas, etcétera. Si bien cada servicio de salud tiene libertad de elegir qué áreas del Programa serán fortalecidas en relación a las necesidades de la población local, los facilitadores interculturales son una de las más reconocidas y extendidas a lo largo del territorio. Igualmente, el fortalecimiento de la medicina tradicional indígena es otro foco en el que se han concentrado las acciones del pespi, ya sea a través de la creación de asociaciones de médicos tradicionales (machis, yatires, qollires, lawentuchefes y otras figuras terapéuticas indígenas), la organización de prestaciones de medicina tradicional en servicios biomédicos, como consultorios, hospitales y postas rurales, además de la creación de huertas comunitarias para el cultivo de herbolaria, usada por las medicinas populares, tradicionales e indígenas. En particular, en el caso del Servicio de Salud de Arica, las principales acciones han sido direccionadas a los primeros aspectos, incorporando la atención de agentes médicos indígenas en la atención del embarazo y puerperio, en la atención de las rondas de salud rural de la provincia de Parinacota y en algunos consultorios de la ciudad de Arica y Putre. Los facilitadores interculturales también están presentes en el Hospital Juan Noé.

El presente capítulo se propone revelar el cuadro político que funciona como trasfondo de la vida de los aymaras contemporáneos, sometidos a aquel tipo de poder característico del Estado moderno, un poder microfísico y epidérmico como ha sido caracterizado por los autores más clásicos (Foucault, 1977; Gramsci, 1975; Fanon, 2000). Este tipo de poder, una vez introducido en los cuerpos, actúa desplazando nuevas fronteras conceptuales y materiales: indio, no-indio, tradicional y moderno, propio y extranjero, normal y patológico. En el intento de demostrar la politicidad inscrita en la estructura de los servicios sanitarios aptos a las necesidades de la población indígena, se recurrirá a nociones de la actual antropología del Estado, en la que los procesos de reconocimiento y legitimación pasan tanto a través de una acción enfocada en la subjetividad y la corporalidad del sujeto indígena, como en la construcción de una etnicidad entendida como un campo de acción de la maquinaria política del Estado.

La observación etnográfica de la acción de la democracia contemporánea resulta clave no solo porque la etnogubernamentalidad es una política propia del Estado posdicatadura, sino porque también en la medida en que sus acciones se vuelven una experiencia que admite significados diversos para los sujetos que la encarnan, la modifican o la asimilan a través de sus interacciones cotidianas. Así, examinar la democracia a través de la interacción del Estado con los cuerpos de la diferencia, implica prácticas estatales como formas específicas de acción del poder. Considerando estudios precedentes (Paley, 2001; Boccara, 2007; Schild, 2000; Greenhouse, 2010; Hansen y Stepputat, 2001), la etnografía del Estado permite comprender las diversas formas y significados adquiridos por la democracia en países que, como Chile, han desarrollado un modelo de liberalismo avanzado en períodos históricos de “transición” o “recomposición”, que se caracterizan por la necesidad de sustituir las formas represivas de la acción del Estado por estrategias “más democráticas”, capaces de disuadir a la población a entrar en los mecanismos propios de la acción de este tipo de sistema, a través de procesos de subjetivación y sujeción.

La invención del campo médico intercultural apela al uso de estos procesos en la medida en que producen tanto una subjetividad –irrumpiendo en la conformación de la existencia del sujeto– como una subordinación, vinculando al sujeto a relaciones de poder que se reproducen en él (Foucault, 1988). Sin embargo, el uso que se hace de estos conceptos teóricos es consciente de sus límites en cuanto fueron creados para analizar el devenir histórico de subjetividades situadas en un espacio radicalmente distinto al paisaje andino, como el de la formación de la república francesa. La utilización que hago de estas ideas, en el contexto de la formación de un campo de poder para gobernar el cuerpo y la salud de la alteridad, la realizo considerando la riqueza de la oposición de fuerzas que suponen, permitiendo cruzar los límites históricos de la construcción del sujeto. Desde esta perspectiva, incorporar los procesos de subjetivación y sujeción implica entender que el sujeto “se presenta en tanto campo de fuerzas atravesado por dos tensiones en oposición, una dirigida hacia la subjetivación y otra que actúa en sentido contrario. El sujeto no es otra cosa que el resto, la imposible coincidencia de este doble movimiento” (Agamben, 2003: 17).

La política de los pequeños detalles

Cultural rights, when carefully delimited, not only pose little challenges to the forward of neoliberal project but also induce the bearers of these rights to join in the march 9.

(Hale, 2005: 13)

Son los últimos días de mi estadía en Arica del año 2010. Encuentro a Felipe10, que sale de su reunión con la nueva directora del Servicio de Salud. Él es asesor del pespi. Me había contado que estaba muy nervioso por este encuentro, temía perder su trabajo, porque se decía que el cambio de Gobierno habría cerrado muchos de los programas del Gobierno anterior. Cuando nos vemos, viene a mi encuentro con una sonrisa:

Me fue bien, aunque yo estaba tan nervioso, ya había empezado a buscar en otro lado, estaba seguro de que me iban a echar. Estaba tan nervioso que me sudaban las manos antes de conocer a la directora. Me di cuenta antes de entrar y pensaba, cómo la voy a saludar con estas manos sudadas, ella es una señora de bien, cómo voy a saludarla así, ella es blanquita, viene de las familias ricas de aquí, cómo voy a apretarla con mis manos negras y todas transpiradas, a ella, que usa un sombrero para cuidar su piel blanca. Menos mal que cuando entramos no me dio la mano, no más nos sentamos. Yo estaba tan nervioso que tiritaba. Ella no, estaba tranquila y nos dijo que el programa iba a seguir con pequeños cambios, detalles dijo, que van a mejorar la comunicación con nosotros. Yo no hablé, habló no más el director (antropólogo) y cuando nos despedimos ahí sí me dio la mano, y a mí me daba tanta, tanta vergüenza11.

El relato de Felipe sucede cuatro años después del inicio de la instalación del pespi en Arica. En el programa, Felipe trabaja junto a antropólogos, periodistas, kinesiólogos y otros profesionales tanto aymaras como q’aras12, portando a una dimensión local una política sanitaria nacional. El origen de esta política se remonta a varios procesos paralelos: por una parte, esta se entiende como la aplicación en el ámbito sanitario de la ley indígena de 199313, respuesta de los gobiernos posdictatoriales chilenos a las reivindicaciones indígenas que surgen en todo el mundo a partir de los últimos años ochenta (Assies, 2007). El intento por llevar estos procesos al ámbito sanitario se traduce en la creación de acciones de cooperación centradas principalmente en el área mapuche, que llegan más tarde a las regiones norte del país a partir de la creación del primer pespi de Iquique. La creación de los programas se transforma más tarde en una política sanitaria nacional que se replica en Arica, una vez que su servicio de salud inicia la inclusión de médicos aymaras en algunos de sus centros asistenciales como atención complementaria, en el año 2005. El entramado de estas acciones se cumple a partir de las siempre conflictivas relaciones entre el Estado y los pueblos indígenas. Estos, por su parte, asumieron el retorno a la democracia y la confluencia de movimientos sociales que pusieron la cuestión indígena en el debate público, como una oportunidad para el logro de algunas de sus reivindicaciones históricas. Entre ellas, la salud no figuraba como un objeto de reivindicación en sí mismo, sino que se presentaba envuelta en aspectos más amplios y profundos vinculados estrechamente con concepciones locales de lo que hoy se entiende como “buen vivir”: el control del territorio, de sus recursos naturales y de los derechos políticos que apuntan hacia la autodeterminación14.

Por lo demás, durante el inicio de los años noventa, las aspiraciones de estos grupos encontraron no pocas contradicciones, engaños y ambigüedades en los gobiernos democráticos, situación que ha vuelto profundamente débiles las confianzas respecto al cumplimiento de las promesas de la posdictadura. La desconfianza se profundiza a fines de la década de los noventa, momento en el cual se constata que las reivindicaciones que están en la base del diálogo con el Estado están subyugadas a las posibilidades que ofrece el modelo de desarrollo económico, considerado prioridad absoluta para los gobiernos posdictatoriales. En consecuencia, la inauguración del pespi en Arica se hace sobre un escenario contradictorio. Por una parte, el mejoramiento de las condiciones de vida de estos grupos se inserta en un proceso de reconocimiento caracterizado por una presunta búsqueda de verdad histórica y la promesa de un nuevo trato, mientras que, por otra parte, dicho mejoramiento está condicionado por la perpetuación de una racionalidad gubernamental que nunca ha incluido a estos grupos, salvo bajo la condición de subalternos, cuya pobreza es entendida como la carencia de capacidades para insertarse en los modelos de desarrollo nacional.

No obstante, en Chile se tiende a observar los procesos de recomposición de la memoria desde un prisma que diferencia el trabajo con grupos indígenas de aquellos vinculados con violaciones a derechos humanos15. El lenguaje de la reconciliación, la reparación y el diálogo siembra sus raíces justamente en este período, a partir de mecanismos similares como son los ejercicios de memoria histórica. Esta comparación es posible también conociendo el desenlace de estas convocatorias, que si bien permitieron alzar momentáneamente los tupidos velos de las varias tragedias políticas de nuestra historia, al mismo tiempo parecen haber reforzado la incapacidad colectiva de asumirlas como propias, produciendo un efecto inverso al promovido diálogo, que pasó del reconocimiento efímero a la individualización de las responsabilidades, obteniendo como resultado final el confín de estas memorias en el olvido (Bustamante y Carreño, 2020). De hecho, la política que caracteriza la producción de un programa “especial” para pueblos indígenas, ha sido caracterizada como la política del “bastón o la zanahoria” (Aylwin, 2007: 25), es decir, una política centrada en el otorgamiento de beneficios económicos y territoriales para quienes no pongan en cuestión las decisiones del poder gubernamental, aplicando, en cambio, poder coercitivo en forma de represión y encarcelamiento para quienes vayan más allá de este límite. El surgimiento de este programa se sitúa, entonces, en el momento mismo en que se están trazando los límites de lo políticamente autorizado para los pueblos indígenas que, en palabras de Rivera Cusicanqui, forma parte de la versión chilena del “indio permitido” (Hale, 2004).

En este cuadro, la salud intercultural sería parte de la zanahoria ofrecida por el Estado, en cuanto se articula económicamente también a través del programa Orígenes, cuyo carácter de consolidación de la aproximación corporativa y clientelar a los temas planteados por pueblos indígenas ha sido ampliamente demostrado, tanto para el caso mapuche como el de los pueblos andinos (Bello, 2007; Boccara, 2007; Bolados, 2017). En el ámbito sanitario, el interés de esta articulación radicó, por una parte, en la necesidad de aumentar la afiliación de los pueblos indígenas a los fondos de aseguración sanitaria (Fonasa, principalmente) y, por otra parte, de insertar las medicinas tradicionales en el ámbito de la protección y la conservación, propia del incipiente paradigma de la patrimonialización que se instalaba a nivel global respecto a los saberes y prácticas médicas de los pueblos indígenas (Carreño, 2013; Carreño y Freddi, 2020). Frente a esta doble narrativa, el mundo andino presenta una reacción vinculada profundamente a la complejidad de la historia de esta población. La respuesta al llamado implícito en la convocación de la Comisión Verdad Histórica y Nuevo Trato (2009) (en adelante, CVHNT), implicó la configuración de diversos relatos que componen aquello que la historiadora Claudia Zapata (2003: 8) llama “documentos intertextuales”, es decir, un cuerpo de discursos sobre la propia historia, nacido desde las variadas posiciones en las que se encuentran las subjetividades andinas. En particular, en el caso aymara, existe aún antes de la constitución de la comisión, consciencia sobre las varias contradicciones internas del mundo andino y sobre las dificultades de crear una narración única de la propia historia (Van Kessel, 1990, 1991). Naturalmente, estas diferencias e incoherencias no son propias ni mucho menos exclusivas del intento del pueblo andino de crear una versión consensuada de su historia. Sin embargo, en términos generales, la reacción a la solicitud planteada por la CVHNT oscila entre la “consciencia campesina” y la “consciencia étnica”, develando la importancia que tienen las categorías con que el Estado ha clasificado a estas poblaciones en la definición de su propia historia. La consciencia campesina refiere a la tendencia –nacida en el período de chilenización, luego de la anexión de Arica al territorio chileno (1929)– de definir a los pueblos indígenas andinos a partir de una narrativa que los sitúa en una identidad campesina, vinculada a la tierra y a las formas de producción agrícola, desvinculada de las especificidades históricas y culturales propias de su pertenencia a un pueblo de origen precolombino. La consciencia étnica, en cambio, se describe como un despertar a partir de los años 80, influido por la acción de la cooperación internacional y de la antropología de la época, de un reconocimiento interno sobre la propia condición indígena, especialmente promovido entre los grupos jóvenes de aymaras inmigrados en las ciudades, que alcanzaron ciertos grados de educación media y superior y que más tarde se convertirían en líderes de asociaciones indígenas urbanas, algunas de las cuales han sido protagonistas de las negociaciones con el Estado posdictadura (Gebe, 1986; Arriaza, 2004; Cerna y Muñoz, 2019). La historia aymara, que se presenta en la CVHNT, fluctúa entre ambas consciencias y no está exenta, como antes mencionamos, de contradicciones.

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