Los cuadros de la muerte

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Los cuadros de la muerte
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Alcides Bertran

Los cuadros de la muerte


Bertran, Alcides

Los cuadros de la muerte / Alcides Bertran. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-2516-1

1. Novelas. I. Título.

CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA

www.autoresdeargentina.com info@autoresdeargentina.com

Índice

1  Prólogo

2  CAPÍTULO I

3  CAPÍTULO II

4  CAPÍTULO III

5  CAPÍTULO IV

6  CAPÍTULO V

7  CAPÍTULO VI

8  CAPÍTULO VII

9  CAPÍTULO VIII

A mis amigos,

a todos aquellos

que me acompañan

y me han acompañado siempre.

En especial,

a los que buscan, sin temor,

explorar sus ideas y, en lo posible,

convertirlas en realidad.

Y por sobre todos

a la correctora Andrea Melamud.

Prólogo

Inicialmente pensé esta historia como cuento, pero con­cluyó siendo una novela. Una vez como tal, fui incorporándole nu­dos en una sucesión de hechos violentos, policiales, que re­querían de alguien apto para dilucidarlos. Al respecto, me pa­reció oportuno entrelazar capacidad y perspicacia, pero contra­ponerlas con cualidades abstractas del inconsciente en un juego que rebuscara conceptos psicológicos surgidos de las escuelas de grandes maestros. Y allí Freud, Jung, acunando algunas ideas. La precognición y la retrocognición afloran, dan frutos que permiten sellar los acontecimientos fatales.

No quise sumergirme en el centro del padecimiento, por este motivo opté por un modo omnisciente de relato y en pa­sado. Preferí seguir apren­diendo de uno de mis maestros pre­dilectos: Dostoievski.

Concluyo diciendo que el arte, la pintura, no son solo una mezcla o conjunción de colores, son también la expresión cabal de la mente de quien lo realiza: canalizarla a través de ellos es una manera de colorear la más sutil inteligencia, y a esta novela la teñí de pintura y sangre y la enmarqué con un título simbó­lico: Los cuadros de la muerte.

La he escrito en Buenos Aires, en 1996, y la sustenté en la ficción, ya que no se ajusta a derecho y ninguna realidad la obliga; por el contrario, se permite, se licencia adrede. En lo personal, conforme con lo que he escrito y con igual énfasis, considero que ha llegado el momento de ofrecerla para su lec­tura. Espero que les agrade o, al menos, que les entretenga.

Buenos Aires, 2022

A. B.

CAPÍTULO I

—¡No puede ser! ¡No puede ser!

Gruñó el comisario Kesman en su despacho cuando ob­servó el titular del diario Ecos de mi pueblo, único diario de Tulumba, departamento al norte de la provincia de Córdoba. El encabezamiento con letras gi­gantescas daba im­pre­sión: Un nuevo asesi­nato en el pueblo, sentenciaba. La tez blanca del hombre pronto se fue tornando de un rojo in­tenso hasta que, al final de la columna, estalló de bronca. El hallazgo del cuerpo de la joven trajo aparejado la sospecha de que fuera a conver­tirse en parte de la serie horrenda de críme­nes que venían suce­diendo, y bastó que el matu­tino lo afirmara para que no queda­ran dudas.

—¡Son todos unos imbéciles! ¡Ignorar el sacrificio que estoy haciendo, carajo! —gritó enfurecido.

Ecos de mi pueblo, que asiduamente venía acompañán­dolo, dejó un día de hacerlo y sus críticas fueron incisi­vas, áspe­ras, ya no escatimaba vituperios, es más, de­jaba deslizar comentarios iró­nicos y descalificaba su actuar. Eso lo irri­taba y comprendía que, mientras no hallara al asesino, iba a seguir siendo blanco predilecto de tantas diatribas; temía, incluso, que se tomara ese fracaso para desacreditarlo definiti­vamente.

—¡Hola! ¡Hola! —exclamó luego de conectarse por telé­fono con Quintana—. Soy el comisario Kes­man.

A su rostro adusto parecía agravarlo el oscuro bigote, y las hendiduras que pronto fueron acentuándose producto del ner­viosismo. Se pasó una mano por sus ensortija­dos cabellos y casi ni escuchó el saludo del editor, que en tono amable le dijo:

—¿Cómo está usted?

No hubo respuesta, su irascibilidad no lo permitía y, tras esquivar buenos modales, le respondió tajante:

—¡Mire, Quintana, su impertinencia me desagrada!

—¿A qué se refiere? —interrumpió su interlocutor casi con ironía.

—¿Cómo puede ser que publique una cosa así?

—Comisario, vea, los hechos suceden y el pueblo quiere soluciones.

—¡¿Vea?! ¡Las pelotas! ¿Qué se cree usted? ¿Cómo va a poner una cosa así? ¿O es que pasa algo entre usted y yo, eh? ¡Dígame!

—Comprendo su estado de ánimo, comisario, pero us­ted también debe comprenderme, el pueblo, la so­ciedad, to­dos ne­cesitamos alguna respuesta y es de su incumbencia dárnosla.

—¡Bien! ¡Sé perfectamente lo que tengo que hacer; le pido encarecidamente que no se meta más en lo que no le importa y no se haga el pelotudo conmigo, eh, se lo pido por su bien! —le respondió antes de cortar la comu­nicación de modo abrupto.

Al otro día, el cortejo fúnebre llegaba a la puerta de la igle­sia y al ser bajado el ataúd del vehículo que lo trans­portaba, el llanto de los deudos se tornó desgarra­dor; pa­radójicamente, los claveles rojos depositados sobre él pa­recían querer coronar aún la belleza de la joven muerta. Se supo que el cuerpo poseía dos heridas de un puñal que no se había encontrado aún.

En la escalinata de la iglesia, el párroco Agustín es­pe­raba con un viejo rosario entrelazando sus manos, y desde las gra­das, con pesadumbre, acompañó el féretro hasta que fue ubi­cado sobre unas tarimas circundadas por intermiten­tes velas. Una vez aquietados los sollo­zos, dijo el responso con voz en­trecortada. En tanto, afuera, frente a la plaza, el pueblo agol­pado y con gran tribulación acompa­ñaba la ceremonia; había silencio y cada rostro compungido enseñaba dolor y bronca. Nadie podía comprender lo que estaba su­ce­diendo. La Villa era pequeña y todos se conocían, sin embargo, era la tercera víctima y el repudio ya se de­jaba oír, a la par de una descon­fianza que se iba en­gendrando en la entraña misma de la socie­dad. ¿Quién era el asesino? Se preguntaban, pero no halla­ban respuesta y esto hacía que la sospecha se trasladara de uno a otro; consecuencia des­agradable que co­menzaba a afectar la cotidiana relación. La primera de las víctimas, y que produjo una increíble con­goja, había sido Natalia, sobrina de Quintana. Su cuerpo nunca apareció, por lo que este ya conservaba ínfi­mas espe­ran­zas de hallarla y podría decirse que fue desde el mo­mento de la desaparición de la joven, al que se sumaron luego las otras víctimas, que su tío comenzó a cuestionar deci­didamente al comisario Kesman.

Luego de la misa de cuerpo presente y de que de nuevo fuera ubicado el féretro en el coche fúnebre, el párroco, desde el umbral y frente a tantas mantillas y pañuelos oscuros con que se cubr­ían las mujeres, inmersas en mares de lágrimas, dijo para sí:

—¡Que Dios te bendiga, hija mía!

Acongojado por el dolor, no alcanzó a ver a Kesman —quien se hallaba a un costado del atrio— ni la gorra in­quieta en sus manos que evidenciaba nerviosismo; solo pudo darse cuenta de su presencia cuando, enjugando sus lágrimas en un pañuelo, vio a un niño desprenderse de las faldas de su madre y, tras correr en dirección a este, enfrentarlo y de­cirle:

—¿Va a encontrar al asesino de mi hermanita, se­ñor?

Recién entonces pudo verlo y enfrentar su mi­rada llena de impotencia. Luego dio media vuelta y, sin decir pala­bra, in­gresó en la iglesia.

El pueblo era centro de una región de pocos habi­tantes, no más de doscientas manzanas lo componían; y po­seía un bello centro comercial que se ex­tendía a lo largo de la calle principal para finalizar en la plaza. Las oficinas públicas distri­buidas alrededor del paseo entregaban sus fa­chadas blancas con solem­nidad y señorío; la mayoría poseía en su arquitec­tura un marcado estilo de la España co­lonial. La más discreta era la municipal, en cuyo frente, restablecido hacía poco tiempo, re­salta­ban las rejas oscuras de los am­plios ventanales que cir­cunda­ban la pesada puerta de madera. Recobrada su importan­cia, resguardaba el afán in­tachable del intendente, quien, con asom­brosa capa­cidad, cuidaba y diseñaba el urbanismo; además, no había quejas y todos estaban orgullosos de su ad­minis­tra­ción.

La región era hermosa, prados verdes con lánguidas arbo­ledas absorbían las callecitas que se extendían ador­mecidas bajo las sombras asoleadas de los álamos; el creci­miento de estos obligaba a que los chañares y los algarrobos quedaran como siluetas indo­mables vigilando la periferia árida, donde, además, las manos de los habitan­tes simulaban res­petar los en­marañados árboles que trepaban por las laderas de los cerros. Uno de los caminos que había, denomi­nado Camino Real, era el más transitado, casi alcanzaba la mar­gen apacible de un arroyo que desapa­recía en el ondular lejano del hori­zonte. Este camino, en viejas épocas, había sido un escabroso sendero que permitía unir las postas con diligencias y galeras que llegaban cargadas de de­safíos cuando la región era admi­nistrada por el Marqués de Sobremonte; por allí, muy cerca, tam­bién había intentado pasar Facundo Quiroga cuando iba obsti­nada­mente hacia su muerte.

 

La primavera embellecía toda la región debido a que la flora, im­po­nente, conservaba la más agreste virginidad. Los sembra­dos crecían en el pequeño valle con fuerza, ajenos aún a cuan­tos fertilizantes y químicos comen­zaban a emplearse en otras regiones. Pero las muertes de las jóvenes lle­gaban arras­tradas por la brisa primaveral.

Por el Camino Real, un hombre se acercaba al pue­blo, traía en su andar lentitud y sensación de cansancio; im­posible saber su edad, parecía ocultarse tras una barba es­pesa. Vestía con humildad y cubría su cabellera con una gorra negra que usaba con sus tapa orejas abrochadas por sobre su ca­beza; poseía pocos enseres, nada más que una valija antigua y un caballete de pintura. Al ir transitando, daba la sensación de que se exta­siaba con el abundante paisaje, observaba la distancia con eterna placidez.

En las afueras del pueblo, se detuvo frente a una casa que mostraba un tejado enmohecido y unos ventanales casi ocultos por unas tupidas madreselvas. Allí se quedó por un instante observando la chimenea empotrada en uno de los mo­jinetes y el palomar que se hallaba en un sector de orondo césped; la casa parecía estar deshabitada. Luego continuó ca­minando cuando ya la tarde se moría y el sol era solo una línea sangrante detrás de los cerros mortecinos.

Habrá hecho tres cuadras desde el arco que daba la bien­venida cuando vio el vehículo policial que transitaba a toda velocidad por la calle principal, para luego girar brusca­mente por una adyacente y detenerse frente a una persiana oxidada de garaje. De él bajó Kesman, acompañado de dos agentes, quie­nes golpearon la puerta con energía y espera­ron. La sor­presa del hombre moreno que salió a atenderlos fue enorme porque se vio inmovilizado de improviso; lo tomaron de los brazos y lo obligaron a subir al auto­móvil; luego, en veloz marcha, se dirigieron de nuevo hacia el centro.

El hombre de la gorra giró la vista en el instante en que el vehículo pasaba a su lado ahogándolo con monóxido de car­bono y produciéndole increíble tos. Luego, el silencio volvió a reinar.

Más tarde, en el interior del despacho, el comisario in­da­gaba:

—¿Por qué la mató?

—No soy ningún asesino —respondió el hombre frente a él, sentado en un banquillo. Kesman lo observaba acusato­ria­mente asentándose el bigote.

—Fue usted la última persona que estuvo con ella. Dígame, ¿por qué la mató?

—Estuve con ella…, pero eso no le da derecho a pensar que soy un asesino.

—¡Maldita sea! ¡Usted debe confesar! —gritó le­vantán­dose del sillón y rodeándolo.

El moreno, sorprendido por la exaltación del unifor­mado, se mantuvo en silencio; aunque luego, observándole de reojo la mirada hosca, creyó que era necesario defen­derse.

—¿Por qué habría de matarla, comisario?

—Por varios motivos, pero fundamentalmente por­que... porque se comenta que usted...

Cuando intuyó la intención tendenciosa de ese comen­tario, sus ojos se desorbitaron.

—¿Qué? ¿Que yo qué?... —exclamó.

—¿Se sorprende? —Reaccionó Kesman, luego agregó—: Se dice que usted...

—¡Bueno, bueno! ¡Lo que le faltaba! —interrumpió en­tonces el moreno, mirándolo fijo—. ¿Y eso le da de­recho a pensar que yo la asesiné? —dicho esto, ondeó sus brazos y con­cluyó amenazante—: No vamos a sacar los tra­pitos al sol.

Kesman enrojeció, asombrado, y, atisbándole la mi­rada —pues sabía del poder de los se­cretos— preguntó dubitativo:

—¿A qué se refiere con eso de... de los trapitos al sol?

—Mariana también era su amante, comisario. ¿O lo va a negar? —aseveró el moreno, ahora sin regodeos, plantándosele exultante pese a estar sentado.

—¡¿Qué dijo?! —gritó Kesman como un demonio, zama­rreándolo; no podía creer lo que acababa de escuchar.

Los dos agentes presentes en la sala se miraron y Kes­man descargó su ira en ellos; de inmediato comprendie­ron que deb­ían salir de allí porque los ojos del jefe apu­ñalaban. Se fueron casi haciendo estallar los cristales a sus espaldas, y ni que hablar de la campanilla que pendía del marco: entró en oscila­ciones de locura.

Una vez a solas, y abrumando al moreno con la mirada, susurró:

—No quiero que esto sea algo personal, ¿me entiende? —le dijo por lo bajo como intentando que nadie lo escu­chara, y luego aseveró enérgico—: ¡Por hoy, sabe, y solo por hoy, usted queda en libertad, pero no se olvide de que tiene muchas cosas que explicar a la Justicia!

—Como usted diga, comisario, estaré a su disposición —respondió el demorado, levantándose y saliendo del des­pacho. Nuevamente la campanilla sonó, aunque esta vez más acompa­sada.

Kesman, una vez en la soledad de su despacho, tomán­dose el rostro con las manos, pareció comprender su situa­ción. No podía imaginar el final de su carrera. No, no podía permitir que eso sucediera. En su interior, presentía que los hechos iban acorralándolo; es más, el estrés y las pre­ocupaciones lo hacían sentirse incoherente e intuía que al otro día la calle estaría llena de ru­mores. La detención del moreno, a pesar de las dudas que le quedaron, no logró darle funda­mentos de que fuera el ase­sino; de todos modos, precavi­do, ordenó que uno de sus agen­tes le vigilara todos los movimientos. No quería sorpresas como la que le había causado que aquel supiera de su secreto; además, tenía la seguridad de que las críticas y los prejuicios resaltarían una vez más en Ecos de mi pueblo.

—Martina —dijo consumido por la desesperación—, es­toy confundido, necesito tus consejos, quiero verte esta noche.

A medida que transcurría ese diálogo telefónico, su sem­blante iba adquiriendo una suave tonalidad; su voz áspera fue acen­tuán­dose y terminó siendo serena y mezquina. Apoyó el pulgar en la sien y se frotó la frente con los dedos, una y otra vez. Su nerviosismo fue atenuándose; ya no había rigidez en su mirada cuando por lo bajo dijo:

—Esperame, voy a visitarte.

Las semanas transcurrían y sus investigaciones no iban a buen puerto; no había encontrado ningún indicio para dar con el asesino o los asesinos y el desconcierto lo invadía. Muchos veci­nos fue­ron citados. Kesman era guiado por una intuición equívoca que hacía que de él se tuviera la irritante sensación de no res­peto. Aunque, amparándose en los hechos suscitados, ar­gumentara que cada habitante era virtualmente sospechoso y no menguara avasa­llamiento en el momento de indagarlos; estos hechos le valieron —y no se equivocaban— de otro increí­ble titular en Ecos de mi pue­blo, que esta vez decía: El pueblo sospechado. Esto lo llevó a incre­mentar sus visitas a la psicó­loga Martina, que vivía en las afueras, lejos del con­sultorio donde ejercía y que se hallaba sobre la calle principal del pue­blo; allí, la joven analista, que cobraba aranceles bajos, orien­taba y ase­soraba psicológicamente a personas que atrave­saban problemas la­borales, conflictos de familia y conductas de vio­lencia, y los trataba con métodos de terapias grupales dos veces a la semana. Su bella casa era el lugar de relax que usaba para escaparse de las extenuantes atenciones que demanda­ban sus clientes. Kesman visitaba dicha casa, era el lugar apropiado porque con su dueña podía intimar y sincerar todas sus preocu­pacio­nes. No hallaba la misma actitud de parte del párroco que, siempre que lo veía, ahondaba sus sermones en prédicas de mo­ral y espiritualidad y no le concedía nada; inclusive hasta llegó a decirle que la infi­delidad le traería inconvenientes. De esas pa­labras se guardó la incógnita de saber cómo Agustín se enteró de su relación con Mariana, la última víctima. Y sobre la infi­deli­dad, nada le preocupaba: estaba separado de su mujer desde hacía mucho tiempo. Su juventud y su buen as­pecto im­peraban dándole réditos amorosos. Aun así, notó en los últi­mos tiempos que la joven psicóloga se molestaba cuando hablaba con suma libertad de sus andanzas. Le restó importancia, pues la sabía comprensiva, incluso sumisa; aunque muchas veces, indescifrable. De todos modos y, a pesar de ser soca­vado con las preguntas que esta le enmarcaba para los tests de la terapia, en su interior sabía que, de esas reuniones pri­vadas, no era bueno que la sociedad se enterara.

En una de sus visitas, le comentó que tenía intención de pedir colaboración a los federales, pero la joven psicóloga in­tentó, por todos sus medios, disuadirlo argumentando que pondría en juego su prestigio. Sin embargo, le hizo caso omiso; pretendía, con buena relación, lograr apaciguar los co­menta­rios antes de que llegaran a los funcionarios gubernamen­tales y ellos tomaran cartas en el asunto. Pero vaya suerte, esqui­vando mensajes y documentaciones que a posterior atesti­guar­ían di­cho pedido, un agente federal respondió a su lla­mado di­cién­dole que el inspector Güaita se hallaba comi­sionado desde hacía más de un mes y que su ausencia de­pendería de la inves­tigación que había ido a realizar.

Cierta sensación de alivio sintió al cortar la comunica­ción; quizá por el prejuicio de la joven profesional de que fuera a perder su prestigio. Aunque comprendió, y más que nunca, que esto lo dejaba solo.

El pueblo, preocupado por los crímenes, parecía sumer­girse en el silencio. Dudas y sospechas se per­cibían en las ca­lles, en los cafés, en las oficinas públi­cas y en todo lugar de trabajo o de reuniones que hacía que cada indivi­duo se reclu­yera en su propia conciencia. A causa de la extrañeza, nadie reparaba en el hombre que todos los días to­maba la calle prin­cipal con la gorra hundida hasta las orejas, con su maletín y con su caballete de pintura y salía del pueblo; es más, nadie había notado su presen­cia. Con pasos lentos caminaba las seis cuadras que lo sepa­raban desde donde se había instalado hasta la calle principal, para desviarse luego hacia el Camino Real, donde obligada­mente debía pasar frente a la casa que a su lle­gada pareció llamarle la atención. Ahí se quedaba por algunos instantes y luego sí se dirigía al arroyo. Una vez allí, instalaba su caballete, desplegaba su banqueta y abría la caja de pintu­ras. Tras un cuarto de hora, atento al bello paisaje, su aten­ción se centraba en el hori­zonte que, frente a él, era un calmo tránsito de aguas con somno­lientas caricias de sauces llorones. Pero, antes de sentarse, cami­naba por la orilla del arroyo hasta un risco de piedras basálti­cas, lugar donde el cauce se estrechaba. Con ese paisaje era imposi­ble imaginar que un artista no lo­grara sellar en el lienzo una buena obra; aunque el hombre bus­caba perspectivas dife­rentes, porque su minuciosa mirada solo podía atribuírsele a quienes domi­naban la materia con holgura. Se trasladaba caminando por la margen del arroyo hasta lejanas ubicaciones y, luego, cuando guardaba en sus retinas retazos de la mágica naturaleza, bosquejaba en la tela, con ágiles trazos, añosos troncos de árboles y brumosos cúmulos que emergían de entre los cerros. Proyectaba en las telas imágenes de puro realismo y tenía el ocre como tonalidad predilecta; en cada imagen elegida, lo combinaba con una in­creí­ble lumi­nosidad de estación. Lo hacía con una extraña parti­cularidad, dado que, en algún lugar, unos inusuales pince­lazos hacían que la vista se fuera hacia allí. Ese escape de ge­nialidad, en la mayoría de los casos, era de un rojo in­tenso, igual a man­chas de sangre.

Se pasaba horas y horas ensimismado en su arte, pero luego, cuando la noche se extendía mortalmente oscura y el fresco de la madrugada se tornaba apacible, se quedaba dor­mido. Más tarde se despertaba de ese letargo y se descubría sor­prendido observando la paleta reseca y la tela a la espera de los últimos retoques. Pero algo sorpren­dente ocurría de vez en cuando al estar la pintura a la es­pera de halagos: se acercaba a las aguas y, con un puñado de arena y arcilla, la refregaba una y otra vez como queriendo bo­rrar cada trazo; o tal vez guardándose el derecho de ser el único observador de su crea­ción; o, quizá, estando discon­forme con lo que solo su mente podía calificar.

Recogía luego sus elementos y, cabizbajo, regresaba a su morada. Hasta que un día, y vaya a saber por qué mo­tivo, tras dirigirse hasta el centro de la Villa y detenerse por mo­mentos en lugares en donde nada había de interés para obser­var, im­previstamente su retraimiento pareció obs­truido cuando pasaba frente al conservatorio de música; quizá por las melo­días gra­ves de una obra de Chopin que se oía a través de la ven­tana. Alguna alumna avezada dejaba deslizar sus manos sobre las teclas gastadas de un piano de cola que se resistía a la osada intención de asemejarse al ma­estro: su resonancia de­nunciaba que era principiante. Es­cuchó por un instante en si­lencio ese cóctel de notas que mansamente le llegaban a los oídos y, sin darse vuelta, le­vantó una de sus manos y simuló acompañarlas con alguna batuta imaginaria cristalizada en su mente. Algunos vecinos comenzaron a observarlo; su extraño aspecto llamaba la atención. Pigmentadas alfombras, vanos púrpura, arañas en­cendi­das en lo alto de una acústica sala quizá hayan confor­mado su virtual escenario. Sin embargo, hubo comentarios re­ales de un público selecto que co­menzaba a juzgarlo. Ajustó su levita y abrió los brazos a la espera de aplausos. Pero estos nunca llegaron. Y, tras ese telón que era la noche, se escuchó: “¿Quién es ese hombre? ¿Es el que llegó hace poco?”, pregun­tas que se hacían a es­condidas los vecinos, sorprendidos de la opacidad y de la actitud extraña que lle­vaba consigo.

 

Luego continuó caminando sin detenerse y, al pasar frente a la parroquia, pareció ignorarla, no así al puesto de diarios que ostentaba con cierto sarcasmo una edición vieja de Ecos de mi pueblo; su titular decía: El pueblo sospechado. Se detuvo sin ver al viejo alemán que desbordaba de abdomen y que estaba mirándolo. Tampoco es­cuchó al grupo de chicas que salía en ese preciso instante del magisterio; avanza­ban jo­viales y son­rientes ganando toda la vereda. Pareció ni oírlas y, apoyando el cuadro en el quiosco de diarios, siguió observando el periódico, seriamente. De pronto, al levantar la vista, se encontró con los expectantes ojos de Miguel, quien esperaba que le hiciera al­guna pregunta. Pero nada le dijo, giró sobre sí con actitud vio­lenta y fue a dar contra el cuerpo de una futura ma­estra, que trastrabilló y, por milagro, esquivó un pequeño cactus de es­pinas filosas.

—¡Perdón, señor! —dijo la joven, extendiéndole la mano por lo que le cupo de culpa. Pero nada le con­testó; se esca­bulló entre el resto de las chicas, que le dieron paso sorprendi­das.

—¡Señor! —gritó Miguel cuando vio recostada la pintura; pero, tras doblar por la esquina, se esfumó en la noche.

—¡Ah, qué hermoso cuadro! —exclamó entonces Isa­bel, asombrada y ya respuesta del susto—. ¡Chicas! ¡Chicas! ¡Ven­gan a ver esto! —llamó a sus amigas.

De inmediato, todas se le reunieron y, entusiasmadas, se quedaron observando el increíble paisaje. De pronto, Isabel reaccionó.

—Don Miguel, ¿qué va a hacer con él?

Por primera vez, el rostro simpático del quiosquero adoptó seriedad; aunque parecía imposible que tan buen hombre tu­viera algo de qué preocuparse.

—No sé, no sé... ¿Qué se puede hacer? Se lo olvidó —res­pondió.

—¡Es hermoso! ¿Me lo puedo quedar? —dijo entonces la joven tomando el cuadro.

Miguel no tuvo respuesta, lo tomó de sorpresa y una vez más miró hacia la oscura esquina por donde se había ido el ex­traño, luego dijo:

—Conozco a Kesman, puedo llevárselo para que se lo en­tregue.

—Yo también lo conozco —respondió la joven.

—Sí, ya lo sé… —aseveró Miguel—. Te vi el otro día en su auto.

—¿Me vio?... —reaccionó sonriente la joven, sin pu­dor, a la vez que sus hermosos ojos se almendraban más aún.

—Sí... te he visto —reiteró el quiosquero mirándola, y luego agregó—: Sos una pícara, es un hombre casado.

—¡Ay, don Miguel! En el amor nada importa, usted es muy antiguo, me parece.

—Es verdad —acotó el alemán recobrando la son­risa—. En mi juventud, las chicas eran más recatadas; pero bueno, te deseo suerte antes de que el padre Agustín se entere y co­mience con sus sermones.

—¡Oh, no me haga acordar, tengo que ir a confesarme! —respondió la joven, a la vez que todas sus amigas, riéndose, le decían a coro:

—¡Sos una pecadora!

Vencido Miguel, Isabel y sus amigas llevaron el cua­dro hasta la comisaría para que el comisario Kesman ubicara al hombre o mandara a uno de sus agentes a que se lo hiciera lle­gar.

Al ingresar en el despacho, este salía acompañado por la jo­ven psicóloga —Martina— quien, al observar el cuadro, adoptó una expre­sión de júbilo y, tomándose el rostro absolu­tamente impre­sionada, corrió hacia ellas.

—¡Increíble! ¡Increíble! ¿Quién es el artista que logró esto? —exclamó deslumbrada.

—Un hombre extraño —respondió Julieta ensenándole la pintura en el instante en que Isabel se alejaba con Kes­man hacia un sector menos concurrido del despacho. Ambos parec­ían ence­rrarse en un diálogo privativo en el que ella dibujaba una son­risa agradable, quizá como retribución a los halagos que en todo momento este le ofrecía, porque era evidente que se sentía afectado por su belleza, y vaya, las virtudes juveniles del cuerpo de la joven no eran para menos. Cómplices miradas intercambiaban cuando Martina, inoportunamente, los inte­rrumpió diciendo:

—¿Viste esto, Ignacio?

Pero la joven, al instante de decirlo, se dio cuenta de su grave error.

—¡Perdón! —se corrigió—. ¿Vio esto, comisario?

Las chicas se miraron entre sí y se rieron.

Al no hallar respuesta, levantó la vista y vio la espalda de Isabel protegida por los brazos cariñosos de Kesman.

—¡Ignacio! —exclamó entonces, súbitamente, arro­jando la pintura sobre el escritorio y ya sin importarle la ma­nera de di­rigirse. Su voz fue grave.

Recién entonces Kesman reaccionó, pero la analista, fijos los ojos en los de Isabel, recibió la retribución de ella: una son­risa desagradable.

—¡Sí... sí! —atinó a decir Kesman, como dándose cuenta de la situación—. ¿Quién... quién ha pintado esto?

No tuvo respuesta, entonces, con parquedad, fue acercán­dose al grupo de alumnas que se mostraban sorprendidas por las in­esperadas actitudes.

—Un señor se lo olvidó en el quiosco de don Miguel —respondió una de las jóvenes, luego agregó—: Un señor forá­neo que no conocemos y pensamos que usted podría de­volvér­selo.

—Sí, claro, cómo no —contestó, tratando de ocultar sus nervios.

Martina, que estaba alejada, se les reunió; aunque con ros­tro grave. Volvió a observar el lienzo para luego decir con voz pausada:

—Me gustaría conocer a esa persona, hay algo en su pin­tura que es excitante.

—¿Cómo qué? —preguntó Isabel, observándola, pues había hecho una tregua en su enojo.

El cuadro poseía una tonalidad penetrante de rojo púrpura que de manera extraña contrastaba con un sol que se hundía en un horizonte de extrema languidez. La armonía se quebraba con ese entorno desgarrado que caía como san­gre coagulada.

—Esto —dijo pasando los dedos sobre las extrañas pince­ladas.

—Me inquieta el análisis de una psicóloga —dijo en­tonces la joven, insultante, y luego agregó—: Me encantaría tener la posibilidad de descubrir una obra de arte desde su perspectiva, ¡doctora!...

La joven analista pareció no amilanarse e incorporando ironía, que se evidenció aún más por la vivacidad de sus ojos, le res­pondió con increíble frialdad:

—Deberías visitarme uno de estos días. —Al decir esto giró la vista hacia Kesman, que se hallaba alejado apo­yando una de sus manos en la barbilla.

Concluido este episodio, una de las chicas, oportuna y sen­sata, dijo mirando a sus compañeras:

—¿Nos vamos?

Fueron saliendo del despacho, instante en que Isabel apro­vechó para encarar a la joven psicóloga; se le acercó y le dijo con vehemencia al oído:

—¿Nos vemos?

Esta retiró su rostro de al lado del de la joven y, con ani­mosidad, efectuó un movimiento pre­ciso de cabeza que causó que su oxigenado flequillo se ubicara correctamente sobre su frente y dejara al descubierto sus ojos irritados y hundidos en sus cuencas; si no fuera por el preciso delineado de sus cejas y por la tonalidad de sus pómulos salientes, más se asemejaría a un ser sin vida que a una bella mujer que recién se aproximaba a los treinta y cinco años.

Cuando quedaron a solas en el despacho, un absoluto si­lencio reinó.

—Yo también me voy... Ignacio —dijo Martina, dubi­ta­tiva, como esperando a que Kesman la detuviera.