Trilogía Océano. Maradentro

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Trilogía Océano. Maradentro
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Maradentro

Alberto Vázquez-Figueroa


Categoría: Novelas con valores

Colección: Biblioteca Alberto Vázquez-Figueroa

Título original: Maradentro

Primera edición: 1985

Reedición actualizada y ampliada: Enero 2021

© 2021 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autor: Alberto Vázquez-Figueroa

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Portada: Silvia Vázquez-Figueroa

Maquetación de cubierta: Sergio Santos Palmero

Maquetación: Carolina Hernández Alarcón

Colaboración: Isabel Cascajo Jiménez

ISBN: 978-84-18263-81-1

Impreso en España

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

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Jimmy Angel, Al Williams, McCraken, Dick Curry, Gustavo Henry y Jaime Hudson, Barrabás, existieron realmente y algunos viven aún, o al menos vivían en la época en que se desarrolla este relato.

Alberto Vázquez-Figueroa

La margen derecha aparecía alta, agresiva, recubierta de una vegetación enmarañada que admitía todos los matices y todas las tonalidades de todos los verdes que la Naturaleza fuera capaz de imaginar, violada esa uniformidad únicamente por los destellos que lanzaban a intervalos inmensas orquídeas multicolores, y cuando –muy de tanto en tanto– los altos árboles abrían un hueco en la espesa selva, era tan solo para mostrar los negros farallones de lejanos contrafuertes rocosos que semejaban inmensos castillos de cuyas almenas brotaban gruesos chorros de agua que caían en forma de blancas y hermosas colas de caballo.

La orilla izquierda, sin embargo, se presentaba acogedoramente plana y sin accidentes, salpicada por diminutos bosquecillos de ceibas, caobos, paraguatanes y chaguaramos, porque el Orinoco, el inmenso, oscuro y caudaloso Orinoco, separaba de forma exacta, clara y casi matemática, las agrestes cumbres y la martirizada geografía de piedra negra del Escudo Guayanés de la suave, ilimitada y soporífera monotonía de las planicies venezolanas.

Como un apretado cinturón que quisiera formar casi un circulo, el río aislaba las mesetas de los llanos, y, por lo tanto, al descender por el centro de la caudalosa corriente, podría decirse que la banda de babor de las embarcaciones pertenecía al mundo de los caballos y las vacas, y la de estribor al de los jaguares y los monos, porque nunca, en ninguna otra parte del planeta, tan solo unos cientos de metros de agua sirvieron de tan nítida frontera a universos tan dispares.

Selva y crestas a un lado, pastos sin horizonte al otro, y al frente un agua profunda y lodosa que la proa hendía velozmente, porque un ruidoso y potente motor empujaba con fuerza la ancha y sobrecargada curiara.

Su único tripulante, un hombre alto, enjuto, de piel muy tostada por el sol sobre la que destacaba la inusitada claridad de unos ojos de un azul traslúcido, parecía dormitar con el sombrero echado sobre la frente, pero en realidad su vista permanecía atenta a cada detalle del cauce del río, pues tras haber pasado gran parte de su vida en aquellas regiones, «Musiú» Zoltan Karrás había aprendido por experiencia que, pese a su aparente calma, el Orinoco era en realidad un río traicionero que parecía complacerse en hacerle naufragar en los momentos en que más seguro se sentía.

Los peligros del Orinoco no estaban en sus rápidos de aguas arriba, que un piloto avisado sabía evitar, ni en la intrincada maraña de los mil canales sin salida de su inmenso delta plagado de caimanes, anacondas y pirañas; el mayor y más temido de los peligros del gran río lo constituían las traidoras rocas sumergidas casi a flor de agua, contra las que los cascos estallaban como huevos, o las imprevistas y desconcertantes corrientes que se apoderaban de las embarcaciones y comenzaban a empujarlas de modo inexorable para acabar estrellándolas contra los gruesos árboles o la escarpada orilla de la margen derecha.

Ya eran tres las ocasiones en que los ríos de La Guayana le habían dejado empapado y furioso viendo cómo cuanto poseía iba a parar al limo del fondo o las tripas de los caimanes, y aunque reiniciar una y otra vez la vida partiendo de la nada parecía ser su inexorable destino, el húngaro se sentía demasiado cansado como para naufragar de nuevo y estudiaba por tanto con particular atención los más mínimos detalles que pudieran indicarle que el Orinoco se mostraba dispuesto a cambiar de actitud.

–¡No me cazarás, viejo! –musitó sonriendo apenas mientras introducía la mano en el agua haciendo que se alzara una pequeña cortina en torno a ella–. No dejaré que vuelvas a gastarme una de tus estúpidas bromas.

Y allí aparecía ahora, a unos tres kilómetros de distancia, la más pesada broma del Orinoco; la más temida, la que más hombres y embarcaciones se había tragado a lo largo de su historia: un paso entre dos islotes con aspecto de iguanas dormidas, un estrecho y traicionero canal que en época de crecida se convertía en auténtica pesadilla para quienes osaran aventurarse corriente abajo.

«Comecuriaras» le llamaban las gentes de la región, y era cosa sabida que los habitantes de los ranchitos que se alzaban en la playa de la siguiente curva sobrevivían en parte gracias a los ingresos que les proporcionaba el río depositando frente a sus chozas los restos de innumerables naufragios, e incluso se aseguraba que la diversión predilecta de los lugareños era apostar sobre las posibilidades de éxito o fracaso de las embarcaciones que hacían su aparición aguas arriba.

–¡Tendréis que esperar! –masculló el húngaro–. Si queréis apostar sobre mi pellejo, tendréis que esperar a que me llene las tripas y descanse…

Buscó a su izquierda, descubrio un grupo de ceibas que se alzaban junto a una diminuta ensenada que constituía un perfecto «sesteadero», y viró lentamente a babor trazando una amplia curva para regresar contra corriente y encallar de proa.

Saltó a tierra, sujetó firmemente la larga cadena al grueso tronco de la más cercana de las ceibas y, tras lanzar una última ojeada a los islotes que desde allí no recordaban ya en absoluto a iguanas durmientes, tomó su corta cerbatana y se adentró, silencioso y vigilante, en el bosquecillo.

A los pocos momentos reaparecía en la orilla con un «marimonda» sujeto por el rabo, y de un solo tajo le cortó la cabeza, pues pese a sus años de selva aún no se había acostumbrado a asar los monos con cabeza incluida ya que le asaltaba entonces la sensación de encontrarse a punto de devorar a su primo Alejandro, al que le estalló entre las manos un garrafón de gasolina y quedó exactamente con el mismo aspecto y la misma expresión que un simio sobre las brasas.

Casi medio siglo había transcurrido desde aquella mañana inolvidable, y aún la tenía presente como si continuaran rechinando en sus oídos los gritos de agonía del chicuelo, los llantos de su madre y los rugidos de dolor y desesperación con que su padre se había abalanzado sobre aquella antorcha viviente en un inútil intento por arrancar a su único hijo de las garras de la más espantosa de las muertes.

Infinitos cadáveres e indescriptibles sufrimientos había presenciado desde aquel lejano día de final del verano del primer año del siglo, pero ni tan siquiera los compañeros destrozados en su misma trinchera, o los esqueletos vivientes que había visto surgir como fantasmas de los campos de concentración, le habían impresionado tanto como aquella dantesca escena que parecía haber puesto punto final a sus felices años infantiles.

Lanzó un resoplido y comenzó a tararear una vieja canción como si aquella fuera la única forma de ahuyentar los malos recuerdos, y se disponía a colocar sobre las brasas unos plátanos que sirvieran de acompañamiento al mono, cuando alzó el rostro y descubrió río arriba una extraña embarcación de altas bordas que navegaba por el centro mismo de la corriente.

Jamás, que él recordase, se había echado a la cara un navío semejante, pues parecía un velero pese a que no portaba palo alguno, y su quilla debía navegar tan profunda que constituía un milagro que no hubiera sido arrancada de cuajo por una roca o un árbol sumergido.

–Me parece que hoy los caimanes almuerzan –se dijo–. Ese pendejo se estampa contra el risco como Zoltan que me llamo.

Cuando aún faltaba poco más de quinientos metros para que llegara a su altura, el barco comenzó a ganar velocidad y eso le sorprendió aún más.

–¡Afloja o te la pegas! –comentó en voz alta, como si el desconocido patrón del navío pudiera oírle–. A esa leche no podrás virar a tiempo ni con dos motores…

De improviso le asaltó una idea absurda y poniéndose en pie rebuscó en la piragua hasta encontrar sus viejos prismáticos, con los que pudo comprobar que el estrambótico barco que se aproximaba velozmente no disponía de ningún tipo de motor.

 

Ni motor, ni velas, ni nada que sirviera para gobernarlo; nada, salvo un timón a cuya rueda se aferraba un mozarrón de enormes espaldas y negro cabello ensortijado, cuyos ojos permanecían clavados en las turbias aguas que se abrían ante su proa.

–¡Espero que sepas nadar! –exclamó, y casi al instante comenzó a agitar los brazos tratando de llamar su atención avisándole del peligro que le acechaba, pero el otro se limitó a mover la mano en un gesto amistoso que le obligo a lanzar un reniego.

–¡Será cretino! Pues no va y me saluda…

Tentado estuvo de permitir que se lo llevaran los demonios a lo más profundo de las aguas, pero en ese instante nuevas figuras humanas hicieron su aparición sobre cubierta y le horrorizó advertir que dos eran mujeres que de igual modo respondían a sus señas con un simpático ademán de despedida.

–¡Locos! –fue todo lo que se sintió capaz de murmurar–. Una cuerda de locos que no tiene ni la menor idea de hacia dónde se dirigen.

Regresó junto al fuego advirtiendo que el «marimonda» comenzaba a chamuscarse, le dio la vuelta, y no pudo vencer la tentación de tomar de nuevo los prismáticos y enfocarlos sobre las dos mujeres que a su vez le observaban.

Una de ellas tenía un rostro sereno y hermoso, aunque de expresión fatigada y triste, mientras la otra, muy joven, alta y de majestuoso porte, se le antojó de una belleza tan irreal que tuvo que atribuirla a un efecto óptico motivado por la imperfección de las viejas lentes o su propia imaginación.

¡Maradentro!

El nombre del barco, en popa, destacaba con letras enormes; letras que le obligaban a pensar en el cariño que alguien había puesto al escribirlas; alguien para quien aquel nombre y aquel navío debía poseer sin duda un especial significado.

–Europeos… –comentó para sus adentros–. No tienen aspecto de criollos, ni esa línea de velero es propia del Caribe… –Apartó el mono del fuego y se dispuso a cortarle una pata–. ¿Pero qué demonios hacen unos europeos con semejante trasto en este río…? ¿De dónde vienen y adónde creen que van…?

Le sorprendió descubrir que, sin que su voluntad pareciera intervenir en ello, había recogido su almuerzo aún humeante y se encontraba soltando la cadena, decidido a empujar con todas sus fuerzas y poner a flote la pesada curiara.

Saltó dentro, permitió que la corriente la arrastrara unos metros, cebó el motor que arrancó al primer intento y giró a fondo el mando de modo que la proa se alzó sobre las aguas como un caballo encabritado lanzándose en furiosa persecución de la embarcación que se alejaba.

Minutos después había conseguido ponerse a su altura y arbolándose a su costado apagó el motor para hacerse oír, permitiendo que el río los arrastrase juntos.

–¿Conocen el Paso? –fue lo primero que preguntó.

–¿Qué Paso?

Señaló adelante:

–Aquel entre las islas. Es el más peligroso del Orinoco… Nunca lo atravesarán con ese barco. Se estrellarán contra las rocas.

–¿Usted va a cruzarlo?

–Lo he hecho varias veces, pero yo llevo un motor que me saca del apuro en el momento justo… Ese armatoste no tendrá tiempo de virar…

–Entiendo…

Los dos muchachos, el mozarrón que manejaba el timón y que mostraba un tórax de Hércules, y el otro –tal vez su hermano–, más alto y de aspecto más delicado, estudiaron con atención las islas que parecían venir hacia ellos como amenazantes monstruos dispuestos a devorar su nave, y el segundo pareció tomar una decisión:

–¿Le importaría ir delante y mostrarnos el mejor camino…? –pidió.

–En absoluto –replicó–. Pero les repito que con este barco no van a conseguirlo. No tienen margen de maniobra…

–Ya no podemos hacer otra cosa. Resultaría más peligroso intentar salirnos del centro de la corriente… ¿Qué profundidad tiene el agua en el Paso?

El húngaro enfiló los prismáticos e hizo un rápido cálculo mental:

–Ahora debe tener entre veinte y veinticinco metros. ¿Quiere que ponga a salvo a las mujeres…?

–Nosotras nos quedamos… –fue la firme respuesta de la mayor, y de nuevo le sorprendió la serena belleza de sus facciones, de las que podían encontrarse rasgos en cada uno de los que parecían ser sus hijos.

–Como quiera, señora… –admitió–. Pero creo que corren un riesgo inútil… –Saludó alzándose apenas el manoseado sombrero–. De todos modos estaré esperándoles a la salida del canal. –Hizo una pausa–. Si «trabucan» no traten de nadar hacia la orilla… Manténganse en el centro de la corriente y esperen a que los recoja. ¡Suerte!

–¡Gracias…!

Arrancó de nuevo, metió gas y la proa se elevó una vez más mientras la canoa parecía dar un salto hacia delante.

A partir de ese instante tan solo una vez se volvió a observar el barco, porque toda su atención tenía que centrarse en el cauce del río que había comenzado a murmurar a medida que sus aguas se apretaban buscando precipitarse, cada vez más veloces y peligrosas, por el estrecho y traicionero paso.

Afirmó los pies en los costados, se aferró con fuerza a la borda con la mano izquierda y redujo potencia permitiendo que la corriente lo arrastrara, aunque sin arriesgarse a que el motor se detuviera en el momento más inoportuno.

El sudor le corría por la frente, pero no hizo ademán de intentar enjugárselo, mantuvo hábilmente con el peso de su cuerpo el equilibrio de la frágil piragua de madera de «chonta», y en el momento exacto, segundos antes de que la contracorriente le golpeara por la banda de babor, aceleró a fondo y viró noventa grados a estribor consiguiendo que el traicionero chorro de agua lo empujara por la popa sacándole, casi en volandas, del peligroso pasillo entre las islas.

Al saberse a salvo trazó un amplio círculo y permaneció a la espera, de proa a la corriente, observando cómo el Maradentro enfilaba a su vez el pasadizo, ganaba velocidad convirtiéndose en un juguete de las aguas, y estas amenazaban con arrastrarlo contra la isla de la izquierda, estrellándolo o volteándolo en cuanto la fuerte contracorriente le golpeara el casco.

Pero cuando le faltaban apenas cincuenta metros para alcanzar el punto crítico, advirtió cómo las mujeres arrojaban por cada una de las bordas pesadas rocas sujetadas a fuertes cabos que se fueron al fondo frenando por unos instantes la velocidad de la embarcación. Surgió humo de los toletes sobre los que corrían las maromas, luego el timonel gritó: «¡Larga a babor!», al tiempo que giraba por completo la rueda del timón, y la pesada embarcación, retenida tan solo por su amura de estribor, viró casi en ángulo recto en el lugar exacto en que él mismo lo había hecho y permitió que la contracorriente la empujara por la popa, sacándola a aguas tranquilas mientras el segundo cabo era arrojado también al agua.

–¡Carajo! –exclamó estupefacto–. ¡Si no lo veo, no lo creo!


–Aún no lo entiendo.

–Es como un caballo al que súbitamente le tiran de una de las riendas. Se vuelve hacia ese lado… Además nuestro timón es tres veces mayor que el que normalmente se necesitaría y, aunque resulta muy pesado, le confiere al barco una gran maniobrabilidad…

–Muy astuto.

–De otra forma nunca hubiéramos logrado sortear los bajíos…

Se encontraban los cinco abordo del Maradentro anclado en un tranquilo «sesteadero» a unas cuatro millas aguas abajo del paso, dispuestos a repartirse el mono que el húngaro había cazado.

–¿De dónde vienen?

–De Los Llanos. Allí construimos el barco.

–Es un barco pendejo para andar por estos ríos.

–Es que nosotros vamos al mar. Pronto le pondremos palos y velas…

Era Asdrúbal, el menor de los dos hermanos, el timonel que parecía capaz de alzar en vilo una vaca sin esforzarse, el que había dado la explicación, y fue su madre, Aurelia, que estaba concluyendo de colocar los cubiertos sobre la tosca mesa, la que añadió:

–Somos pescadores, de Canarias, y lo que pretendemos es volver al mar…

–¿Y qué hacían unos pescadores en Los Llanos?

–Es una larga historia… –La sonrisa de la mujer, triste sin duda alguna, conservaba sin embargo una innegable frescura–. Tuvimos que emigrar, luego murió mi esposo y nos establecimos en Caracas, pero no era sitio para nosotros y acabamos sin saber cómo en Los Llanos. –Tomó asiento y acarició la borda de pulida madera–. Pero ahora tenemos un barco y todo volverá a ser como antes… –Le miró directamente a los ojos–. ¿Usted de dónde es?

–Húngaro.

–¿Húngaro? –se asombró ella–. Pues también está bastante lejos de su casa. ¿A qué se dedica?

Él se encogió de hombros:

–Eso depende. A veces busco oro. A veces, diamantes. A veces convivo con los indios, y a veces, las más, me dedico a ir de un lado a otro y no hacer nada.

–¿Un aventurero?

Era Yaiza, la muchacha; aquella fabulosa criatura que de cerca se le antojaba aún más hermosa de lo que le había parecido desde la orilla del río, la que había hecho la pregunta mientras servía la bandeja con el mono ya trinchado y adornado con patatas y tomates, y sonrió levemente al replicar:

–Bueno –dijo–. Eso depende también de lo que considere un aventurero. Yo lo único que pretendo es vivir sin tener que encerrarme ocho horas diarias en una oficina, soportar a un jefe malhumorado, y dormir en una colmena… –Hizo una pausa–. Si a causa de ello en ocasiones me ocurren aventuras, no creo que por eso tenga que ser, necesariamente, un aventurero.

–¿Y en estos momentos adónde va?

–A la «bulla».

–¿La «bulla»?

–Ha estallado una «bomba» en Turpial, a orillas del Curutú, un afluente del Paragua.

–¿Una bomba? –se asombró Aurelia–. ¿Quién la puso?

–Nadie, señora… Nadie. Se dice que ha estallado una «bomba» cuando se descubre un yacimiento de diamantes. Acuden gentes de todas partes y se organiza lo que se llama una «bulla». Yo estaba en Caicara cuando llegó la noticia, cargué mis macundos y me eché al río. A lo que parece aún se puede agarrar la «guiña» y hacerse con unos reales para ir tirando un par de años. La cuestión es llegar antes que los aviones.

–¿Cómo puede llegar en piragua antes que en avión?

–Porque los aviones aún no tienen donde aterrizar, y no podrán hacerlo hasta que se instalen suficientes mineros y cada uno haya registrado su propiedad. Entonces se ponen de acuerdo y en un par de días limpian un claro de selva para que aterricen avionetas que los abastezcan de comida y se lleven los diamantes. Pero entonces llegan gentes de la ciudad y cuando esa «peste» empieza a caer sobre la «bomba» todo se vuelve un «mierdero». Los buscadores suelen ser gente dura, pero respetan el trabajo del vecino. Los aficionados –«La Peste»–, es veneno capaz de robar a su madre o abrirle las tripas a su padre por ver si se tragó una «piedra».

–¿Es que todo el que quiera puede ir a buscar diamantes? –inquirió interesado Sebastián, el mayor de los hermanos–. ¿No hay ninguna ley que lo impida?

«Musiú» Zoltan Karrás tardó en responder, concentrado como estaba en arrancar con los dientes un pedazo de carne de una pata del mono, y con esa misma pata señaló hacia la selva, al otro lado del río.

–En aquella orilla no existe ley capaz de impedir nada. Salvo pequeñas concesiones que se han hecho a tres o cuatro compañías mineras, el resto de La Guayana, desde el Orinoco hasta la frontera con Brasil, está considerada «Zona de Libre Aprovechamiento». Lo que encuentres es tuyo, y ni siquiera tienes que pagar impuestos… –Mordió de nuevo con fuerza y afirmó convencido–: ¡Así es la cosa!

–¿Y alguien se ha hecho rico buscando diamantes?

–Depende de lo que se considere rico –replicó al rato el húngaro–. Yo tengo un amigo al que todos llaman Barrabás, que encontró en la vieja mina de «El Polaco» la piedra de ciento cincuenta y cinco quilates que más tarde sería el famoso «Libertador de Venezuela». Pero esa es una larga historia –añadió–. Hay algo que me gustaría saber antes de irme: ¿Por qué un barco construido en Los Llanos se llama, precisamente, Maradentro? Parece un contrasentido…

–Maradentro es el apodo de nuestra familia…

–Entiendo. –Zoltan Karrás pareció dar por concluido el magro almuerzo y se puso bruscamente en pie. Era muy alto, flaco y casi desgarbado, pero se le advertía fuerte y fibroso, y en la mejilla derecha lucía una larga cicatriz que resaltaba su acusada personalidad–. He de irme –dijo–. El viaje es largo y me gustaría acampar en las bocas del Caura esta misma noche… –Extendió la mano y fue estrechando con fuerza la de todos–. ¡Suerte! –concluyó–. De ahora en adelante, de lo único que tienen que preocuparse es de los bajíos de esta orilla. –Sonrió agradablemente–. Aunque después de lo que he visto, no creo que tengan problemas…

 

Saltó a su embarcación, y tras agitar por última vez la mano, arrancó, y minutos después se perdía de vista en la curva del río.

Aurelia, Yaiza, Asdrúbal y Sebastián Perdomo Maradentro estuvieron observándole hasta que desapareció, y fue Asdrúbal el que expresó en voz alta el sentir general:

–Un tipo simpático.

–Y un aventurero, aunque no quiera admitirlo.

–¿Será verdad eso de que cualquiera puede hacerse rico buscando diamantes…?

Su madre lanzó una larga mirada de reconvención a Sebastián, que era quien había planteado la cuestión aparentando no darle importancia, y advirtió:

–Dejemos el tema… No quiero oír hablar de oro, ni diamantes. El Orinoco es tan solo el río que nos lleva al mar y no pienso poner los pies en aquella orilla bajo ninguna circunstancia.

–No sé a qué viene eso –protestó su hijo–. Tan solo estaba haciendo un comentario.

–Conozco tus comentarios… –Fue la respuesta–. Y conozco el brillo de tus ojos al oír hablar de un lugar donde se pueden encontrar diamantes. En cuanto terminemos de comer quiero ponerme en marcha, y no pienso detenerme hasta llegar al mar.

–Antes de salir al mar, tenemos que aparejar el barco, montar los palos, buscar velas y acoplar un motor.

–De momento podemos pasarnos sin motor –señaló ella–. Tu abuelo y tu padre navegaron treinta años a vela y me gustaría suponer que la aportación de mi sangre no bastó para degenerar la capacidad marinera de los Maradentro. ¿O no es así…?

Los tres alzaron el rostro y la miraron. Podría creerse que desde el momento en que había sentido bajo sus pies la cubierta de la goleta, Aurelia Perdomo había comenzado a recuperar la confianza en sí misma y volvía a convertirse en la mujer corajuda y animosa que había demostrado ser hasta la muerte de su esposo. Venezuela, y más concretamente la desconocida agresividad de sus llanos habían conseguido desmoralizarla momentáneamente, pero ahora, tal vez por la cercana presencia del mar o por el hecho de que el barco le proporcionaba la sensación de poseer nuevamente un hogar del que nadie podía expulsarla, empezaba a retomar el control de su vida.

Pese a ello, Sebastián aún se sintió con ánimos como para aventurar una opinión:

–Si un hombre de esa edad se encuentra con fuerzas como para buscar diamantes, no sé por qué Asdrúbal y yo no podríamos intentarlo.

–«Ese hombre» tiene aproximadamente la edad de vuestro padre –le hizo notar Aurelia–. Y te recuerdo que él se bastaba para zumbaros la badana a los dos juntos con una sola mano… –Sonrió divertida–. Y además se supone que conoce su oficio, mientras que ninguno de vosotros sabría distinguir un diamante de un culo de vaso… ¿O crees que es cuestión de llegar, decir ¡Aquí estoy!, y que te salten a las manos?

–No. Supongo que no será tan fácil…

–Entonces, «zapatero a tus zapatos». Lo vuestro es pescar. En eso sois buenos, y a eso tenéis que dedicaros… –Se volvió a su hija–. ¿Lo has recogido todo…? –quiso saber, y ante la muda afirmación palmeó repetidamente las manos instando a ponerse en movimiento–. ¡En marcha, pues! –concluyó–. El mar nos espera.

Asdrúbal volvió al timón, Sebastián lanzó amarras y empujó con la pértiga, y pronto se encontraron navegando de nuevo y observando cómo por la banda de babor continuaba pastando el ganado, mientras por estribor los árboles se adornaban con miles de loros, guacamayos, garzas y rojos «corocoros» cuyos gritos ahogaban el rumor de la corriente.

Pero en cuanto advirtió que su madre dormitaba a la sombra de la toldilla de proa, Sebastián se deslizó sin ruido hasta donde su hermano permanecía atento a mantener el barco en el centro del cauce y en voz muy baja, inquirió:

–¿Crees que resulta tan fácil eso de encontrar diamantes en La Guayana?

–El tipo parece que hablaba en serio, pero ella tiene razón: ¿Qué carajo sabemos nosotros de diamantes? ¿Tienes idea de cómo se buscan?

–Ni la más mínima…

–Pues debe ser como si a un minero le das un barco y le dices: «¡Ahí está el mar!». No pesca ni una cabrilla.

–Nadie nace aprendido.

–Supongo que no… ¡Pero mira esa selva! Impenetrable como un muro. Tan solo sobrevivir en ella debe ser un problema… Si además hay que buscar diamantes, no te cuento…

–Otros lo hacen.

–¡Otros…! Y tal vez yo mismo lo intentaría si estuviera tan solo como ese húngaro… –Señaló con un ademán de la cabeza hacia su madre–. ¿Pero qué haríamos con ellas?

–Podríamos dejarlas en un lugar tranquilo.

–¿Tranquilo? –se asombró Asdrúbal alzando inconscientemente la voz–. ¿Crees que encontraríamos un sitio donde dejar a Yaiza sin que a los tres días todos los hombres de la región pretendieran violarla, raptarla o casarse con ella? Recuerda lo que sucedió en Caracas, en Los Llanos, y donde quiera que hemos ido en estos últimos tiempos…

El recuerdo de su hermana y de los problemas que su belleza planteaba parecieron tener la virtud de convencer a Sebastián de que resultaba inútil continuar discutiendo sobre el mundo de los diamantes, puesto que la única misión que el destino parecía haberles reservado era convertirse en protectores y eternos guardaespaldas de la extraña y desconcertante criatura que «atraía a los peces, aplacaba a las bestias, aliviaba a los enfermos y agradaba a los muertos».

–¡Olvídalo…!

–Olvidado.

–De todos modos, en algún lugar tendremos que aparejar el barco. Hay que elegir los palos, cortar y coser las velas e instalar el cordaje… Eso nos va a costar tiempo… –Hizo una significativa pausa–. …Y dinero.

Asdrúbal le dirigió una larga y significativa mirada y acabó por mover de un lado a otro la cabeza como si comprendiera que estaban intentando embaucarlo.

–¡Escucha! –dijo–. Sabes que lo único que deseo es volver al mar, porque allí es donde me encuentro más a gusto, pero ya una vez te dije que eres el hermano mayor y que por tanto tú debes tomar las decisiones. Si crees que nos conviene ir a buscar diamantes, nos vamos a buscar diamantes, pero no te andes con rodeos.

–¡Está bien! ¡Olvídalo!

–Por segunda vez, lo olvido. Ahora, quien tiene que olvidarlo eres tú.

Sebastián fue a añadir algo, pero se interrumpió; su hermana había hecho su aparición sobre cubierta surgiendo de la camareta de proa, y tras detenerse un instante a enderezar el toldo que protegía a su madre del temible sol del mediodía guayanés, acudió a popa y se acodó en la borda, a contemplar la alta selva y los impresionantes macizos de oscura roca que se recortaban en el horizonte.

–Conan Doyle situó en una de esas mesetas su Mundo perdido… –dijo–. ¿Os acordáis: aquel libro grande, con tapas marrones y dibujos de diplodocos…? –Se volvió a mirar a sus hermanos, y al advertir que al parecer sabían a qué se estaba refiriendo, añadió–: Aseguraba que por haber estado aislados del resto del mundo durante millones de años, en sus cumbres sobrevivían animales prehistóricos… ¿Podría ser cierto…?

–¡Cualquiera sabe! –replicó Sebastián–. Aunque probablemente si existieran bichos prehistóricos, no serían diplodocos, sino más bien lagartijas.

–Aunque así fuera… –admitió Yaiza–, impresiona saber que están ahí, frente a nosotros, y que si fuéramos capaces de trepar por esas paredes podríamos encontrarlos…

–Yo me conformaría con encontrar diamantes.

–¡Y dale…!

Yaiza giró sobre sí misma, se recostó en la borda y observó alternativamente a sus hermanos. Se diría que no necesitaba hacer preguntas para saber qué era lo que pasaba por sus mentes como si hubiera sido testigo de la conversación que habían mantenido minutos antes.

Por último, dirigiéndose al mayor, inquirió:

–¿Te gustaría intentarlo…? –Ante el significativo silencio, añadió–: ¿Quién te lo impide…? ¿Mamá? ¿Yo? ¿O Asdrúbal, que tiene prisa por llegar al mar…? –Se volvió de nuevo hacia la selva y continuó hablando sin mirarles–. El mar siempre estará en el mismo sitio, mamá acabaría aceptando, y en cuanto a mí, si hay algo que aborrezco es saberme una carga. Si no deseas continuar siendo un pescador muerto de hambre y crees que podrías hacerte rico buscando diamantes, búscalos.