Arena y viento

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Así estaba, embelesado y pensativo, con el mar a mis pies y el pueblo y el desierto al frente, cuando de pronto vi, surcando el agua tranquila y azul, una enorme aleta negra, que se deslizaba con gracia y armonía, como había visto hacerlo a los patinadores sobre hielo.

Pero al instante acudió a mi mente la imagen de los tiburones que había visto en libros y grabados, y creo que el espanto hizo que se me erizasen los cabellos y que las piernas me temblaran, hasta el punto que, de no haber estado apoyado en la baranda, hubiera caído al suelo.

Recordé la sombra que me había parecido ver pasar por debajo de mí cuando nadaba, y sentí más miedo por lo que me podía haber sucedido por mi imprudencia que por lo que me pudiera suceder en adelante, porque, sin darme cuenta y sin que mi voluntad influyera para nada, había decidido que no regresaría si no iban a buscarme.

La aleta se acercó, y pude ver perfectamente lo que había debajo, una enorme figura negra y gruesa, de unos dos metros y medio o tres de largo, rechoncha y poderosa, sin esas líneas estilizadas de los tiburones, pero con un aspecto mucho más amenazador y desagradable.

Al aproximarse vi cómo otras sombras de pequeños peces que había cerca se desperdigaban vertiginosamente, huyendo despavoridos ante la presencia del enorme monstruo negro.

La aleta dejó de deslizarse cansinamente y aceleró su marcha hasta alcanzar velocidades insospechadas; giró, hizo eses, se sumergió para tornar a aparecer, y se aproximó tanto que distinguí la cola, los ojillos separados, las aletas laterales, y el pobre pez que huía ante él. Nunca llegué a saber si le dio alcance, porque se alejaron uno en pos del otro, y yo me quedé contemplando el mar y buscando una solución a mi problema.

Pero por más que miré a mi alrededor no divisé ninguna embarcación; y si bien en el centro, a media distancia de la playa y yo, se mecían dos falúas, no me sentí con ánimos suficientes para llegarme hasta ellas, porque a mi mente acudió la imagen del enorme tiburón y la velocidad que era capaz de desarrollar en la persecución de un simple pececillo.

Decidí hacer señas a los de tierra para que me vinieran a buscar, y comencé a agitar los brazos y a gritar; pero pronto me di cuenta de que mis gritos no llegarían hasta allí.

Comprendí entonces lo que mi tía había querido decir al calificar aquel mar de peligroso, y pensé para mis adentros que debería tener más cuidado en lo sucesivo, al menos hasta que me hubiera acostumbrado a aquella clase de vida, para no verme en tan comprometidas situaciones.

Aún continué un buen rato agitando los brazos, e incluso me quité el bañador para poder llamar con él más fácilmente la atención, pero nadie pareció darse cuenta de mi existencia.

Comenzaron a asaltarme extraños temores, y me vi allí sitiado para siempre, o al menos por un par de días, sin nada que comer, pasando las noches en aquel enorme caserón, que en la oscuridad debía de parecer fantasmal, acompañado de los gemidos de las almas en pena de los condenados que en él habían sufrido prisión y que habían muerto en las mazmorras, y sentí entonces que el miedo a lo desconocido, a la oscuridad y a la noche se iba imponiendo incluso sobre el miedo al agua por la que se deslizaban a sus anchas los tiburones.

Pensé en el faro, que estaba allí mismo, a mis espaldas, y me pregunté cuántos días faltarían para que Luis, el torrero, acudiera a inspeccionarlo, sacándome así de allí.

Me pareció que la casa comenzaba a poblarse de extraños crujidos, que bien pudieran ser de asesinos escondidos que hubiesen buscado refugio en cualquiera de los muchos rincones, recovecos y habitaciones en penumbras del enorme edificio, y me arrepentí, mucho más profundamente que lo había hecho hasta entonces, de haber ido; porque sabido es que el miedo a lo desconocido es superior a cualquier otro y que una mente asustada es capaz de forjar inexistentes peligros y monstruos quiméricos.

Renové con más ímpetu mis gritos, agitando sin cesar los brazos, pero todo parecía inútil. Traté entonces de consolarme con la idea de que al salir de la oficina e ir a buscarme mi tío me vería; pero en el fondo temía también aquello, porque no resultaría nada agradable tener que esperar a que me recogiese, y unir mi desobediencia a lo poco airoso de mi situación.

Un hombre con unas cañas de pescar apareció en la puerta del fuerte; cruzó la calle y comenzó a caminar por la playa, hacia el mar. Traté de llamar su atención, pero no conseguí que me viera. El hombre llegó hasta una barca encallada en la arena, dejó en ella las cañas y la arrastró hasta el agua.

Después subió y comenzó a bogar, de espaldas a mí.

Me saltaron las lágrimas ante mi mala suerte, pero me detuve al pensar que si aquel hombre iba a algún sitio, este no podía ser otro que Casa-Mar.

No era probable que intentase desembarcar en alguno de los escollos de la barra que la marea baja había dejado al descubierto.

Recordé también que mi tío me había dicho que en aquel lugar abundaba la pesca, y tuve el convencimiento de que la barca se dirigía allí.

El hombre remaba pausadamente, pero poco a poco se fue acercando, y cuando ya no me cupo duda de que venía a mí me apresuré a descender las escaleras y le esperé en el desembarcadero.

Cuando llegó y, soltando los remos, se volvió a atar la barca a una de las argollas que allí había, quedó sorprendido al verme. Miró a su alrededor, buscando sin duda una embarcación que pudiera haberme traído. Después saludó:

–¡Hola! –fue todo lo que dijo.

–¡Hola! –respondí–. Menos mal que ha venido usted... No sabía cómo volver a tierra.

El hombre me tendió las cañas para que las sujetara y subió al embarcadero.

–¿Quién te trajo? –preguntó.

–Vine solo...

Volvió a mirar a su alrededor.

–¿Qué le ha pasado a tu barca? ¿La hundiste como Hernán Cortés?

Negué con la cabeza.

–He venido nadando.

Me miró perplejo. Hizo un gesto ambiguo, señalando el mar.

–Pero...

–Los vi después –respondí–. No sabía que hubiera...

–¡Vaya, hijo! Has vuelto a nacer...

Comenzó a preparar sus cañas y sus anzuelos.

–No cabe duda de que Dios protege la inocencia –dijo sin mirarme.

–¿Me llevará usted a tierra? –pregunté, ansioso.

–Por supuesto. Luego..., cuando haya pescado.

–Me echarán de menos –dije.

–No te preocupes. Tu tío aún tardará en salir de la oficina, y para entonces ya estaremos de vuelta.

–¿Cómo sabe quién es mi tío? –pregunté, sorprendido.

–Es mi mejor amigo. He estado de caza y no sabía que habías llegado; pero como te esperaban por estas fechas, he supuesto que serías tú. Me llamo Lorca.

Intenté bromear:

–¿Me creerá si le digo que me alegra mucho haberle conocido?

–Lo supongo –dijo, sonriente.

Señalé al mar.

–¿Son tiburones?

–Marrajos.

–¿Y eso qué es?

–Casi lo mismo: menos bonitos, pero más sanguinarios. También hay cazones: una especie de tiburón pequeño.

–¿Muchos?

–Los suficientes para que les hubieras tocado a bocadito por barba –respondió.

Sentí que me atragantaba.

–¡Vaya! –fue todo lo que pude decir.

El hombre había cebado su primera caña y la lanzó; luego, dejándola sujeta entre dos rocas, comenzó a poner carnada a la segunda.

Casi inmediatamente comenzó a aparecer y desaparecer la boya en la quieta superficie del agua. No le prestó atención.

–Parece que pican –dije.

–Es morralla –respondió–. Ya vendrán los grandes...

Estaba a punto de lanzar la segunda caña cuando la primera se curvó peligrosamente y el hilo se tensó, hundiéndose la boya hasta desaparecer por completo bajo el agua.

Lorca se abalanzó a ella y la sujetó con fuerza, comenzando entonces la lucha entre el hombre y el pez, con el tira y afloja de la caña, mientras el hilo de nylon cortaba el agua de un lado a otro, indicando en cada momento la posición del pescado.

En la cara del pescador se advertía la emoción, y un gesto de placer demostraba la satisfacción que le producía la lucha.

Me miró y guiñó un ojo, sonriente.

–Parece grande –dijo.

Siguió batallando durante un par de minutos; por fin el pez, cansado, se dejó arrastrar hasta la orilla junto a la escalera del embarcadero.

–Cógelo con el salabardo –me dijo.

Por lo que pude ver el salabardo era una especie de red para cazar mariposas; hice lo que me pedía, cautivado también por la excitación de la pesca.

Al fin la pieza cayó saltando sobre los enormes bloques de piedra del desembarcadero, y Lorca sonrió satisfecho.

–Un bonito sargo –dijo–. Ha de pesar casi dos kilos...

El pescado era bastante grande, más alto que ancho, cruzado su plateado lomo por oscuras rayas verticales; daba gozo verlo saltar y moverse, dotado aún de inmensa vitalidad y pugnando por librarse del anzuelo y volver a su elemento, del que había sido violentamente arrancado.

Cuando Lorca, tras soltar el pez del anzuelo, lo hubo guardado en un cesto, volvió a cebar la caña y la lanzó.

–¿Te gustaría pescar? –me preguntó.

–No lo he hecho nunca –dije tímidamente.

–Es sencillo –afirmó–. Prueba con esa caña, si quieres.

Aquello era más de lo que yo esperaba. La caña estaba en el suelo, cebado el anzuelo con una especie de gamba de color verdoso, semitransparente, que aún movía las antenas. Me dio pena el animalito, pero mi excitación hizo que no me detuviera a pensar en él. Levanté la pesada caña, larga y gruesa, y la lancé como había visto que Lorca lo hacía.

 

No resultaba tan sencillo como a primera vista parecía y el anzuelo se me enganchó en uno de los garfios de la vieja ancla; pero a la tercera o cuarta intentona, anzuelo, plomo, gamba y boya cayeron al agua.

Satisfecho, me dispuse a esperar las subidas y bajadas de la boya, pero esta quedó indiferente, torcida de medio lazo, inmóvil, y no parecía dispuesta a cumplir con su obligación.

Extrañado, miré a Lorca.

–No sé qué esperas pescar ahí –me dijo–. ¿No ves que no hay ni una cuarta de agua? Échala más lejos, hombre.

Avergonzado, hice lo que me indicaba, y de nuevo tuve que luchar con la enorme y pesada caña hasta lograr que la boya cayera aproximadamente donde yo quería.

Lorca había observado mis apuros.

–Es demasiada caña para ti –dijo sonriendo–. Ya te buscaré una más liviana.

Efectivamente: yo tenía que sujetar mi caña con las dos manos, apoyándomela en la cadera, mientras que él manejaba la suya con soltura, dando la impresión de que no pesaba en absoluto.

Mi boya comenzó a subir y bajar, apareciendo y desapareciendo, y yo ardía en impaciencia por tirar, pero veía que la de Lorca también oscilaba y que él seguía indiferente.

Lorca pescó otro sargo, este mucho más pequeño, y volvió a cebar, sin dar importancia al hecho, mientras yo continuaba con la vista fija en mi boya, esperando que se hundiera violentamente, para tirar de ella y conseguir así mi primera pieza.

Pero pasó el tiempo y la boya, dejando de moverse, permaneció extrañamente quieta, mecida tan solo por el suave oleaje.

Miré a Lorca.

–No me pican –dije.

–Te han comido la carnada –me respondió–. Ponle más.

Tiré de la caña. El anzuelo estaba limpio por completo, sin restos de la gamba.

–Ha sido la morralla –me aclaró Lorca–. Son una plaga.

Dejé la caña en el suelo y me dirigí al cesto de las gambas. Estaban vivas y daban saltos, moviendo las patas y las antenas al aire. Cogí una y me quedé indeciso, con ella en una mano y el anzuelo en la otra.

Lorca me observaba con atención.

–¿Qué hago? –le pregunté.

Encajó la caña entre dos rocas, como lo había hecho la otra vez, y vino a mi lado. Cogió la gamba y el anzuelo y me enseñó lo que debía hacer para que el cebo quedara bien sujeto.

Volví a echar la boya al agua.

Estuvimos pescando casi una hora, y en ese tiempo conseguimos cerca de veinte piezas, entre sargos, bailas y alguna corvina. Conforme las sacábamos, Lorca me iba explicando lo que eran y me indicaba los lugares en que resultaba más o menos sencillo encontrarlas, e incluso la clase de carnada con que pican más a gusto.

Yo no había conseguido más que cuatro peces, pero, lejos de desanimarme, eso me había entusiasmado, y cuando Lorca dijo que ya era hora de irnos, yo ya no me preocupaba de que mi tío me esperaba o no y volví de golpe a la realidad, desilusionado de que aquella diversión maravillosa concluyera.

–Mañana, si hace buen tiempo, volveremos –me dijo, y eso bastó para contentarme.

Embarcamos las cañas en el bote y subimos nosotros también; él cogió los remos mientras yo desataba la cuerda que lo sujetaba a la orilla.

Nos dirigimos a la playa remando pausadamente, y yo, en proa, miraba al agua y aún tenía en los ojos la imagen de la boya roja que se hundía una y otra vez, y sentía en la mano el peso de la caña y su vibración cuando un buen pez había picado y se debatía tratando de conseguir la libertad.

Metí los pies en el agua, sacándolos por encima de la borda; pero de pronto me acordé de la oscura sombra de la aleta negra y los volví a su sitio muy aprisa: no me agradaba la idea de que uno de aquellos monstruos surgiera de las profundidades y, agarrándome por un pie, me llevara consigo.

Llegados a la playa desembarcamos, y ayudé a Lorca a varar el bote.

Estábamos recogiendo las cañas y el pescado cuando vimos desde lejos que mi tío se acercaba.

Lorca me miró con insistencia.

–¿Piensas decirle que estuviste en Casa-Mar conmigo?

Me encogí de hombros y asentí con la cabeza.

–¿Le contarás la verdad?

De nuevo dije que sí con la cabeza.

–Se enfadará –comentó Lorca.

–¿Qué quiere que haga? No voy a mentirle, encima.

–¿Y si le dijéramos que yo te llevé? –preguntó.

–No es verdad.

–Bueno, ya lo arreglaré. No quiero que se enfade contigo desde el principio. Tú cállate –me dijo.

Mi tío estaba muy cerca, y nosotros, que habíamos recogido todo, fuimos a su encuentro.

Lorca fue el primero en hablar, incluso antes de que nos hubiésemos aproximado lo bastante.

–¡Hola! –saludó–. Hemos estado pescando en Casa-Mar. –Me señaló con un ademán–. Creo que le ha gustado.

Dije que sí con la cabeza, pero no quise hablar, como me había ordenado Lorca.

–¿Cómo le has conocido? –le preguntó mi tío.

–No era difícil. Estaba solo y no sabía qué hacer. Hace años que no veo una cara nueva en Cabo Juby.

Mi tío me miró.

–¿Te agradó el paseo? –preguntó.

–Mucho –respondí tímidamente–. Hemos estado pescando; me prestó una caña.

–¿Cogiste algo?

Revolví en el cesto del pescado y le mostré con orgullo mis capturas.

No eran gran cosa, pero a mí me lo parecían.

–¡Vaya! –comentó–. Ya somos dos a alimentar a la familia. Tú has puesto hoy la cena.

Me hinché como un globo, aunque no supe qué responder.

Lorca tenía prisa y se despidió, pero prometió ir por casa aquella misma noche. Mi tío se quitó la camisa y se dirigió a la orilla.

–Vamos –dijo.

–¿Al agua? –pregunté, asombrado.

–Sí. ¿Acaso no te gusta nadar?

–Pero... ¿y los marrajos?

–No te preocupes –respondió–. Nunca se acercan a la orilla. Temen encallar.

Me quedé indeciso, y a mi mente acudió la negra aleta y el enorme bicho que había visto; pero ya mi tío estaba en el agua y no podía hacerle creer que tenía miedo.

Miré a mi alrededor: en todo lo que alcanzaba mi vista no logré distinguir ninguna aleta, y me metí en el agua.

Cuando ya me cubría hasta el pecho me volví a acordar de lo que había visto y sentí enormes deseos de gritar y volverme a la playa; pero mi tío seguía nadando, y cuando se puso en pie el agua también le llegaba al pecho, y era bastante más alto que yo.

No puedo negar que me consoló un poco la idea de que si un marrajo venía se encontraría con mi tío en primer lugar, pero lo cierto es que no me sentí tranquilo hasta que el baño hubo concluido y me encontré en la arena, a más de tres metros de la orilla.

El aire y el sol del desierto nos secaron al instante y echamos a andar por la playa hacia casa.

Mi tía nos esperaba, y cuando me hube duchado me dio para vestirme otra especie de bañador y una camisa.

–Cuando estés más moreno –dijo– podrás ir sin camisa: es más cómodo y más fresco, y a tu edad no tiene importancia.

Después me entregó unas sandalias de cuero muy sencillas que me habían mandado hacer.

–Lo que no quiero es que te acostumbres a ir descalzo. Aquí todos los chicos van así, y se les hace una costra en la planta de los pies, de tal forma que después les resulta imposible ponerse zapatos. Parecen morillos.

Cuando hube acabado me senté a la mesa, en espera de la comida. Frente a mí, por los anchos ventanales, veía Casa-Mar, grande, gris y maciza.

Me quedé absorto pensando en todo lo que me había ocurrido aquella mañana y me pareció maravilloso y fascinante.

Si cerraba los ojos, veía de nuevo la boya que se hundía al impulso de las picadas de los peces, o la negra aleta del marrajo que se deslizaba cortando el agua como un gigantesco cuchillo, ágil y majestuoso.

Pensé en Lorca y en lo que me había enseñado sobre la pesca; en los grandes anzuelos y las pesadas cañas; en las quisquillas, que así me había dicho que se llamaban las pequeñas gambas; en los sargos, las bailas y corvinas, y me pareció todo irreal, emocionante y magnífico.

Sin darme cuenta llegué a la conclusión de que había descubierto un aspecto de Cabo Juby que me gustaba.

Era el principio.

Después vendrían otras cosas.

Había tiempo... Mucho tiempo...

Aquella noche, después de cenar, Lorca vino a casa como había prometido. Según supe más tarde, solía hacerlo casi todos los días.

Pero esta vez no venía solo: traía su escopeta de caza y su perro, Toby, al que no había podido dejar.

Toby era un perro cazador, grande, de orejas gachas y hocico fino, y cuando veía a su amo preparar la escopeta prorrumpía en tales demostraciones de entusiasmo que no paraba de correr y saltar hasta quedar agotado.

En esta ocasión Lorca trató de salir solo, pero el perro, creyendo que se iba a cazar y no quería llevarlo, había organizado tal algarabía de ladridos que, para dejar dormir al vecindario, tuvo que traérselo a casa, pese a lo avanzado de la hora.

A mí también me extrañó que Lorca fuese por el mundo con una escopeta al hombro, pero pronto pude enterarme de que él y mi tío llevaban varias noches intentando dar caza a un gato salvaje que con frecuencia subía a la azotea y mataba a las palomas, o entraba en la granja que teníamos junto a la casa y se llevaba gallinas y conejos.

En los tres días que Lorca estuvo cazando, el gato salvaje había vuelto a subir a la azotea, y esta vez fue una de las mejores palomas la que se llevó, por lo cual mi tío estaba indignado y dispuesto a acabar de una vez con las rapiñas.

Continuaron en casa hasta las once, tomando el té, y charlando, y entonces –cuando apagaron un instante la luz desde la central, aviso de que al cuarto de hora la apagarían definitivamente, como cada noche– se dispusieron a subir a la azotea.

En un principio pensaron en mandarme a la cama, pero me vieron tan entusiasmado con la idea del acecho nocturno y una posible cacería, que Lorca intercedió en mi favor y fui con ellos.

Para subir a la azotea no había más que una simple escalera de mano, por lo que Toby tuvo que ser llevado en brazos.

Cuando estuvimos arriba mi tío se escondió en el torreón, entre las almenas: la casa era del más clásico estilo árabe y toda la azotea estaba guarnecida por blancas almenas escalonadas.

Lorca, el perro y yo nos agazapamos al otro extremo, desde donde se dominaba perfectamente la granja y su alto muro, uno de los dos únicos caminos que el gato había de seguir para llegar a la azotea. El otro, el tejado de la casa vecina, cuartel de la «policía del desierto», era más improbable, y quedaba a tiro desde el torreón.

Permanecimos en silencio largo rato, atentos a lo que a nuestro alrededor sucedía, y la luna –una luna grande, redonda blanca, de una blancura plateada como jamás había visto– comenzó a ganar espacio en su carrera por el cielo, rumbo al horizonte en que se había de ocultar.

Creo que hasta aquella noche no me había dado cuenta de la compañía que representa la luna en la oscuridad.

Parecía tan cerca, tan luminosa y alegre, que desde donde estaba podía ver perfectamente Casa-Mar, el mar tranquilo, la playa y las sombras de las barcas; y todo tenía una nueva tonalidad, distinta, indescriptible, pero indudablemente hermosa y fascinante.

No sé cuánto tiempo estuvimos en silencio. Yo me agitaba, nervioso, deseando ver el gato salvaje, que a los ojos de mi fabulosa imaginación de adolescente aparecía grande y temible.

Procuraba estarme quieto, como Lorca y el perro, que permanecían inmóviles, o como mi tío, al que me era imposible ver, pese a que sabía su situación.

La escopeta de Lorca, limpia, reluciente, de dos cañones, descansaba sobre sus rodillas. Yo la contemplaba fascinado. Siempre me han gustado las armas de fuego y sentía unos incontenibles impulsos de tocarla, de acariciarla, como si de algo vivo se tratase.

En un susurro, acercando mi boca a su oído, pregunté a Lorca:

–¿De qué calibre es?

–Del doce –me respondió de igual manera.

De nuevo quedé en silencio, como si aquello hubiera sido una revelación importante y digna de ser considerada.

Al cabo de un rato fue él quien habló.

–¿Sabes disparar? –preguntó.

Asentí.

–¿Dónde lo has hecho? –insistió.

–Tengo una escopeta de balines –respondí–. Además mi primo, el militar, me enseñó a disparar un mosquetón del Ejército –añadí, con orgullo.

 

–¡Ah, vaya!

Lorca pareció haberse impresionado mucho. Después volvió a hablarme.

–¿Te atreverías a matar tú al gato? –preguntó.

–No lo sé –respondí–. ¿Es muy grande?

Lorca se encogió de hombros.

–No lo he visto nunca –dijo–, pero no creo que sea muy grande.

–¿Por qué?

–Cuanto más grande sea, más fácilmente le daría –dije.

Lorca meditó mi respuesta.

–Eso es cierto... –Después se hundió de nuevo en su mutismo.

Pasó el tiempo y todo seguía en silencio: nada rompía la quietud y la paz infinita del lugar. El rumor de las olas en la playa llegaba hasta nosotros como un lejano murmullo.

De pronto Toby, que hasta entonces había permanecido inmóvil, alzó las orejas y prestó atención. Un instante después empujó con el hocico el brazo de Lorca y miró fijamente a un punto. Su amo siguió la dirección de su mirada.

Nada se veía; aunque forzamos la vista hasta dolernos los ojos, y llegué a creer que el perro se había equivocado, pero al poco vimos al otro lado de la granja, sobre el muro, una sombra que avanzaba lentamente, en silencio, hacia nosotros.

Nos separaban de ella unos quince metros cuando se detuvo y miró a su alrededor. Los ojos brillaron como dos puntos verdes, fosforescentes, y un escalofrío me recorrió la espalda al pensar que aquello era un gato salvaje, una fiera del desierto.

El bicho parecía presentir el peligro y se mostraba indeciso. Lorca no se atrevía a disparar por miedo a que el movimiento lo espantara, ahora que estaba alerta, y así permanecimos, gato, perro, hombre y yo, totalmente rígidos, con los nervios en tensión, esperando.

Al fin el gato se decidió y avanzó de nuevo. Salió de la sombra, y entonces se recortó, perfectamente visible, contra las dunas de la playa.

Andaba despacio, atento a todo lo que le rodeaba, con movimientos felinos, que la luz de la luna y la emoción le hacían parecer mucho más suaves y amenazadores.

A mi lado Lorca levantó la escopeta lentamente y se la apoyó en el hombro.

El perro, muy quieto, temblaba de emoción y su piel parecía la de un caballo cuando espanta las moscas, mientras yo apretaba los puños y contenía a duras penas las ganas de gritar.

Esperaba oír el disparo, y este no llegaba; el gato seguía aproximándose y pronto saldría de nuestro ángulo visual, al que no volvería hasta que hubiese saltado a la azotea, ya a menos de cuatro metros de nosotros.

Lorca, que seguía apuntando, le tenía perfectamente enfilado; el blanco era seguro, y sin embargo no disparaba.

Paso a paso el gato siguió su camino. Estuve a punto de gritarle a Lorca que disparase, pero no lo hice, y creo que aunque hubiera querido el grito no me habría salido de la garganta. Impotente, vi cómo el gato desaparecía de nuestra vista, y horrorizado pensé que dentro de un momento saltaría y lo tendría tan cerca que en otro salto podría llegar hasta mí.

Pero fue entonces cuando Lorca me puso la escopeta en la mano y, en un susurro, dijo:

–Dispárale en cuanto asome. ¡Rápido! No le des tiempo a reaccionar.

Creo que jamás podré saber lo que pensé en aquel instante. Fueron segundos en los que pareció que soñaba, que todo aquello era demasiado fantástico para ser realidad, y no podía creer que yo, precisamente yo, me encontrara en aquella situación, con una enorme escopeta de dos cañones en la mano y esperando ver aparecer un gato salvaje, al que tenía que matar.

Sin embargo, no sé cómo, me llevé el arma al hombro y apunté hacia donde sabía que había de aparecer.

El tiempo es, sin duda algo relativo y sujeto a cambios, por lo menos aparentemente, ya que en ocasiones unos instantes parecen siglos, y otras las horas pasan con rapidez que no las advertimos.

Aquella vez los dos o tres segundos que pudo tardar en aparecer el gato salvaje sobre la azotea transcurrieron con tal lentitud que parecían horas, y las gotas de sudor me corrieron por la frente, pese a que las noches en el desierto suelen ser frías.

Al fin, de improviso, como si no le hubiera estado esperando, sino que surgiera de la nada cuando más distraído estaba, la sombra del gato se recortó brusca en el aire, para ir a posarse, suave pero firme, en la azotea, en lo alto de la almena que hacía esquina.

Aún no había puesto las patas en el suelo cuando nos vio, y sus ojos, encendidos y brillantes, me miraron a lo largo de los cañones de la escopeta.

Estaba sorprendido. Su sorpresa pudo durar segundos, pero reaccionó inmediatamente, tratando de girar sobre sí mismo para huir. En aquel instante ocurrieron muchas cosas: el perro gruñó amenazador y se dispuso a lanzarse sobre él, Lorca me gritó que disparase, y yo sentí en el hombro el culatazo de la escopeta, cuando ya el tiro había salido. Todo sucedió en el mismo instante, en la misma décima de segundo...

El gato dio un salto en el aire, maulló de un modo escalofriante y trazó una trágica pirueta desde la azotea a la calle, desapareciendo de nuestra vista.

Corrimos hacia allá y nos asomamos a las almenas. El animal, en la calle, se agitó, se puso trabajosamente en pie y trató de alejarse arrastrándose, pero no pudo avanzar más de un metro. Inclinó la cabeza y quedó muerto.

Mi tío se unió a nosotros. Contempló el gato desde lo alto y comentó:

–Menos mal. A ver si ahora puedo dormir tranquilo.

Abajo se oyó la voz de mi tía:

–¿Le habéis dado?

–Sí –respondió mi tío–. Ya está muerto.

Bajamos todos. Mi tía nos esperaba al pie de la escalera. Llevaba una linterna.

–¿Quién ha sido? –preguntó.

Mi tío indicó a Lorca.

–Él –respondió–. Vino por la granja...

Lorca negó.

–Ha sido este –dijo, señalándome–. Le dejé la escopeta, y buen tiro le ha soltado. Le haré un cazador.

Por segunda vez en el mismo día me sentí profundamente orgulloso y no supe qué decir.

Mi tío me felicitó. Mi tía consideró que no tenía edad para usar armas de fuego, pero Lorca y mi tío opinaron que un tiro de vez en cuando se me podía permitir.

Por fin decidimos ir a ver el gato salvaje. Yo estaba impaciente por saber cómo era, y salimos a la calle con la linterna.

Estaba rodeado de un charco de sangre. Era de un gris brillante, casi azulado, y donde no tenía herida o sangre el pelo era largo, sedoso y bien cuidado.

Mi tío y Lorca parecieron sorprendidos y se aproximaron más para observarlo atentamente. Yo me puse en cuclillas junto a él, porque veía en aquel gato «algo» que no le hacía parecer demasiado salvaje.

De pronto nos dimos cuenta: alrededor del cuello llevaba el bicho una pequeña cinta de seda, de un azul claro...

Lorca se irguió y lanzó una exclamación airada. Mi tío estaba demasiado sorprendido para hablar.

Fue Lorca quien se decidió a decirlo:

–Es la gata del capitán Díaz: la «Reina...».

El perro husmeaba el cadáver y gruñía por lo bajo. Lorca le mandó callar.

–La que se va armar cuando su mujer se entere... –comentó mi tío.

–Como le dé por molestar, va a ir diciendo por ahí que lo hemos hecho adrede –observó Lorca.

–Yo no tengo la culpa de que esa maldita gata se dedicara a matarme las palomas.

–Creo que lo mejor es no decir nada –le atajó Lorca–. Nos ahorraremos complicaciones. Tú sabes lo intratable que es esa mujer...

–¿Y el cadáver? –preguntó mi tío.

–Lo enterraremos ahí enfrente, en la playa, y que lo averigüe si quiere. Nosotros no sabemos nada.

Mi tío volvió a casa y regresó con una pala. Mi tía venía con él sin poder contener la risa. En el fondo aquello tenía gracia, aunque a nosotros no nos lo pareciese.

Con la misma pala recogimos el cadáver de la gata y nos dirigimos a la playa. No anduvimos mucho. Mi tío y Lorca tenían ganas de acabar con todo aquello cuanto antes, y rápidamente hicimos un hoyo en la arena y allí la enterramos.

Regresamos a casa, no sin antes haber disimulado lo mejor posible las manchas de sangre en la calle, y nos dispusimos a acostarnos.

Se me había pasado el orgullo. Matar un gato –un gato simple, de los de cocina y lazo al cuello–, por muy comedor de palomas que fuera, no tenía mérito; no podía compararse ni remotamente a cazar un gato salvaje, asesino y ladrón, y me sentía un poco avergonzado.

Lorca se fue de casa, seguido del perro, intentando disimular la escopeta a los ojos de quien estuviera despierto. Creo que él, como todos, se encontraba ridículo aquella noche.

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