Buch lesen: «Jávea»

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Alberto Torres Blandina


Alberto Torres Blandina (Valencia, 1976) es profesor de Literatura y de creación literaria. Ha publicado las novelas Cosas que nunca ocurrirían en Tokio (Premio Internacional Las Dos Orillas 2007, Premio de la Médiathèque Bussy Saint-Georges a la mejor novela extranjera publicada en Francia en 2010, finalista al Premio de la juventud Jean Monnet 2011), Niños rociando gato con gasolina (finalista del Premio Café-Gijón 2008), Mapa desplegable del laberinto (2010), y la trilogía Con el frío (2015), Contra los lobos (2016) y Después de nunca (2019). También es autor del libro de poemas Los cementerios vacíos (2019) y de la novela infantil El aprendiz de héroe (2009). Su obra ha sido traducida al francés, alemán, italiano, portugués, griego y hebreo.

En 2019 obtuvo la Beca de Residencia de escritores de la Toji Cultural Foundation en Corea del Sur. Coordina el colectivo literario Hotel Postmoderno, con los que ha publicado varias novelas y realizado espectáculos literarios como el Letring Catch.

Candaya Narrativa, 69

JÁVEA

© Alberto Torres Blandina, by arrangement with Literarische Agentur Mertin Inh. Nicole Witt e. K., Frankfurt am Main, Germany.

Primera edición impresa en la Editorial Candaya: octubre de 2020

© Editorial Candaya S.L.

Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles

08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)

www.candaya.com

facebook.com/edcandaya

Diseño de la colección:

Francesc Fernández

Imagen de la cubierta:

Miriam Lozano

Maquetación y composición epub

Miquel Robles

BIC: FA

ISBN:978-84-18504-25-9

Depósito Legal:B 17755-2020

Índice

Portada

Autor

Créditos

Dedicatoria

Índice

Inicio

JÁVEA

Página final

a mi familia, siempre

(En septiembre de 2012, tras enterarse de la noticia, muchos padres colombianos decidieron no poner nombre a sus bebés. También de otros países, pero sobre todo de Colombia. En cuanto nacieron, comenzaron a llamarlos con apelativos cariñosos: papito, mi amor, mi rey. No fue hasta el 22 de enero de 2013 que todos estos niños, porque solo afectó a los varones, recibieron por fin un nombre. Algunos tenían ya cinco meses de edad.

El elegido para todos fue el mismo: Milan.

A las 21:33, pesando casi 3 kilos, había nacido en una clínica de Barcelona Milan Piqué Mebarak, primer hijo de la cantante Shakira y del jugador de fútbol Gerard Piqué.

La colombiana Shakira tenía en ese momento varias mansiones, siendo una de las más famosas la de bahía vizcaína en Miami Beach. La mayoría de estos padres pacientes vivían en barrios humildes y marginales. Pero sus hijos, al menos eso sí, se llamaban como el hijo de la barranquillera y el defensa del Barça)

JÁVEA

Tengo dieciocho años recién cumplidos y quiero ser periodista, pero los jefes de la fábrica creen que mi idea es abandonar los estudios, por eso me dan el trabajo más duro. Así se dará cuenta de lo que significa ganarse el pan. Supongo que no es la primera vez que ocurre esto, que un empleado pide trabajo para su hijo en cuanto cumple la mayoría de edad. Tal vez hasta son los propios padres los que dicen esa frase a sus jefes: dale el trabajo más duro para que se dé cuenta de lo que significa ganarse el pan. La cadena de montaje de traviesas para vías ferroviarias es probablemente el peor puesto de la fábrica pero se gana mucho dinero. Vas a ver que esto no es un paseo, que es mejor sacarse algún título. Lo dice el capataz. No me ha preguntado a mí, sino que ha dado por buena la versión de los jefes. Los jefes no le han preguntado a mi padre, sino que han supuesto que no quiero estudiar, que solo quiero conseguir dinero fácil. Yo respondo tímidamente que mi intención siempre ha sido y sigue siendo ir a la universidad y el capataz me mira con media sonrisa, como si no me creyera, como si no creyera que alguien pudiese preferir la universidad –libros y precariedad– a tener un sueldo tan alto haciendo traviesas. Se siente un triunfador. Solo tiene el graduado escolar pero tras muchos años de peón ahora es capataz. Ha asumido que todos lo miran con envidia y por ello se comporta con cierta prepotencia. En una sociedad capitalista el valor de las cosas lo marca el precio de las cosas y él tiene un reloj de oro, un polo Lacoste, un coche grande y un apartamento en la playa, a diez minutos conduciendo desde su vivienda habitual. Todo muy caro, por supuesto. Más caro si pudiera permitírselo, para que cualquiera sepa con un solo golpe de vista lo que vale. Aquí tienes el mono, el casco, los auriculares aislantes, las gafas protectoras, las botas, los guantes y un delantal de protección química. Vas a trabajar con productos peligrosos y al lado de una hormigonera muy ruidosa. Habla con autoridad. No deja huecos en su discurso para que yo pueda contarle que mi plan es justo el contrario del que todos creen en la fábrica: ganar dinero para estudiar periodismo, pues la única universidad que hay en Valencia es privada y mis padres no se lo pueden permitir. La solución es trabajar durante las vacaciones. Tus compañeros te explicarán lo que debes hacer, acaba. Es agosto. Me he puesto los complementos hace un minuto y ya estoy sudando. Hay algunos tipos de chicharras que permanecen bajo tierra como larvas diecisiete años, alimentándose de raíces. Cuando al fin se transforman y les crecen las alas, salen a la superficie. Viven fuera entre cuatro y seis semanas, si ningún depredador acaba antes con ellas. Los turnos son de doce horas con una parada para comer. Cuando el capataz acaba el turno se va al apartamento en la playa con su gran coche a ver cualquier cosa en su tele gigantesca. Todos quieren ser como él. Un recuerdo: era fin de semana y un vecino llamó a casa de mis padres, entró al comedor con un metro, midió el televisor y pegó un pequeño grito de alegría. ¡El mío tiene más pulgadas que el tuyo! Se le veía tan feliz que estuve a punto de tirarle cacahuetes como premio. Cuando lo cuento nadie me cree. Nadie quiere creer que existan personas tan imbéciles. Uno de los compañeros, alto y muy delgado, tanto que parece enfermo, me explica lo que debo hacer: mover un carro, meter unas varillas, ayudar a girar el molde, esperar unos segundos a que se llene de hormigón, alisar, quitar las varillas, sacar el carro, etc. Mi tarea dura unos tres minutos y de nuevo vuelta a empezar. La cadena no para nunca. Si vas al baño, los otros tienen que hacer tu trabajo. Mi madre me contó una vez que en el almacén de naranja debía pedir permiso al jefe para abandonar la línea y este tardaba tanto en darlo que algunas mujeres, sobre todo las mayores, se orinaban encima. Me imagino a ese capataz besando a su madre anciana, Cómo estás, mamá, mientras sus empleadas solo unos años menores se mojan las bragas y siguen cribando naranjas con la entrepierna húmeda y tal vez una mancha que se va filtrando. Pues aquí estoy, hijo mío, con las bragas secas, no como tus empleadas, pero qué más te dan las empleadas, ¿verdad? Te crees buena persona porque quieres mucho a tu madre, pero te equivocas, hasta las hienas protegen a su familia, hijo, hasta Pablo Escobar y Charles Manson amaban a los suyos, aunque suene a lugar común… El capataz me deja en mi puesto y vuelve a su despacho al fondo de la nave. Nos mira tras el cristal sucio de la ventana que da a su escritorio. No es la primera vez que trabajo. A los catorce años hice de ayudante de electricista. No aprendí nada y me lo gasté todo –apenas– en libros. El capataz no lo entendería si se lo contara. No se puede fanfarronear con libros. Aquí se fanfarronea con las drogas y con las putas y con las teles grandes que casi no caben en el comedor. Lo descubriré durante los almuerzos pero sobre todo durante las cenas del turno de noche. El turno de día me permite ir a comer a casa con mi familia pero en el de noche ceno el bocadillo que me ha hecho mi madre. Tortilla o carne empanada fría. El otro día me metí un tripi y amanecí en una acequia, dice uno de mis compañeros. Todos son muy hombres en esa fábrica. No había putas, solo un travesti, así que le dijimos que nos la chupara igual, ni se nota la diferencia. No sé si bromea para escandalizarme, tentado por mi juventud, o si la anécdota es cierta. Me imagino a mis compañeros de la fila de montaje midiéndose los penes, como cuando éramos niños y nos preguntábamos entre nosotros, a media voz, cuánto nos medía, curiosos por saber si éramos normales: con la misma regla de clase con la que hacíamos trigonometría nos metíamos en al baño del colegio y nos la colocábamos sobre el pene, que previamente manoseábamos un poco para conseguir una erección que no nos dejase mal delante de los compañeros. Así estos hombres se miden los coches y los relojes y los terrenos de sus abuelos –los que tienen– y el aguante en las discotecas y cualquier cosa que salga en la conversación. Qué importa. Creen que en eso consiste ser hombre. Que hay algún tipo de esencia de lo masculino que tiene que ver con ser mejor y más duro que los otros. No saben que el rosa fue un color relacionado con los varones hasta la II Guerra Mundial, donde el azul comenzó a imponerse. Por ejemplo. Que las esencias, o al menos gran parte de ellas, se aprenden junto a las tablas de multiplicar. Yo sí lo sé pero yo soy un pedante. Ya a mis dieciocho años soy un pedante que se cree superior a todos sus compañeros de trabajo. Esos hombres que, como pueden, rompiéndose la espalda doce horas diarias porque tal vez no tuvieron la oportunidad de estudiar, pagan los estudios de sus hijos. Como mi padre. Como mi madre. Se sacrifican haciendo traviesas o cribando naranja para que sus hijos puedan convertirse en pedantes que los miren por encima del hombro. Recuerdo: a los dieciséis años trabajé en la naranja. Quedamos a las siete de la mañana en un bar muy cerca del camino que iba a la plantación. Éramos seis personas y el jefe. Dos de ellos eran unos hermanos a los que conocía de vista del Raval, mi barrio a las afueras de Sagunto. Mis compañeros, que tendrían unos cuarenta años, no pidieron café con leche sino ron con cola. Yo quería un café pero me pidieron un ron con cola igualmente, entre risas. Me lo bebí para no quedar mal y trabajé las primeras horas medio borracho, maldiciéndome. Reconozco que me imponían aquellos hombres, tan bruscos y seguros de sí mismos, como si supiesen un secreto sobre la vida adulta que a mí no me había sido todavía revelado. A la mañana siguiente volvieron a pedirme el cubata. Dije que no muy tajante y lo respetaron. Lo recuerdo como una victoria. Un día, uno de los hermanos faltó a trabajar porque estaba enfermo. El otro, aprovechando la ausencia, fanfarroneó con que a veces se tiraba a su cuñada. En mi cabeza, tan dada a la metáfora, ese hombre es El Macho. Imagino que entre mis nuevos compañeros hay historias parecidas. Historias de un mundo que no es el mío y cuyas reglas se me escapan. Todos le hacen la pelota al capataz. No, no se me escapan: las entiendo pero las detesto. El capataz y su polo por dentro marcando barriga es el sueño americano en este ecosistema: el hombre que sin apenas estudios ha conseguido sentarse doce horas seguidas en un pequeño despacho a ver desde una sucia ventana cómo los otros trabajan. No sé quién ha conseguido convencerlos de que eso es un premio. Yo pienso en la chicharra del programa de radio: diecisiete años bajo tierra sin ver la luz, haciendo putas traviesas ferroviarias, y seis semanas, con suerte, en su chalé de la playa. Descansando. Acariciándose el reloj de oro. En el turno de noche escucho la radio con unos pequeños auriculares que meto debajo del protector para los oídos. Mi favorito es un programa de M80 llamado En la luna que emiten cada día de 3 a 5 de la madrugada. El ruido de la hormigonera no permite que hablemos entre nosotros. En realidad lo prefiero. No sé de qué hablar con mis compañeros. A veces estoy tentado de inventarme alguna historia para encajar. Que a los dieciocho, por ejemplo, mis amigos del pueblo me pagaron una puta. Así dicho, con un poco de desprecio en la voz: una puta. Esa estaría bien. La anécdota no es mía sino de un amigo. De un amigo que siempre bromeaba con que quería estudiar medicina para ver tías desnudas y acabó siendo médico. Madurar es darse cuenta de que no existen los adultos, que los puestos de responsabilidad son desempeñados por adolescentes de instituto solo que más calvos y fofos y descreídos. Una vez ese amigo mandó a todos sus grupos de whatsapp una foto del culo de un paciente con un jarrón encajado. Los pueblos están llenos de droga y puteros. Eso contaba mi amigo. Mientras más pequeños y aislados, más droga y más puteros. Lo descubriré años más tarde, en una comida informal en el interior de Valencia que comenzará con unos quintos de cerveza en una casa de campo y acabará con un papel de plata lleno de heroína sobre una mesa de cocina. La vida en los pueblos consiste en trabajar y trabajar. Es de nuevo mi amigo el que habla. Los excesos son habituales. La otra opción es la religión. Por ejemplo. O ahorcarse. Otro ejemplo. Me imagino a mi vecino midiendo las pulgadas de la televisión de mis padres para no ahorcarse. ¡La mía tiene más pulgadas! ¿Cómo voy a ahorcarme si soy un triunfador? Hay una zona del interior de Andalucía conocida como el triángulo de los suicidas donde el porcentaje de suicidios triplica al del resto del país. Lo han dicho en el programa de radio. Alcalá del Real es el pueblo que encabeza el ranking. En esa localidad hay más probabilidades de morir ahorcado que en un accidente de coche. Se cuelgan de las ramas de los olivos, a las afueras. Algunos del pueblo dicen que son los campos de olivares que rodean a la población, interminables, los que convocan la muerte, en una especie de extraña creencia supersticiosa. El viento mueve la copa de los olivos y los vecinos cierran las ventanas temerosos. También dicen que el suicidio llega: no se elige, te elige él. Que de pronto un día sabes que ha llegado la hora de suicidarte y lo asumes como asumes un cáncer. Tengo ganas de mear pero decido esperar un rato para no molestar a los compañeros. Hay familias que tienen su propia rama para suicidarse. Varias generaciones ahorcadas en una misma rama de olivo. Los psicólogos que han estudiado el caso lo llaman fidelidad familiar. También afirman los psicólogos que hay un gen que hace a algunas personas más proclives al suicidio. Que en esa zona de Andalucía lo tienen casi todos. Me pregunto si mi abuela, una verdadera experta en suicidarse, lo tenía. Si yo lo tendré. Nunca me ha preocupado la muerte. No la deseo pero tampoco me quita el sueño. Pienso entonces en mi bisabuela: tenía tanto miedo a morirse que se metió en la cama y no volvió a levantarse hasta que falleció varios años después. En este trabajo hay mucho tiempo para pensar. Demasiado. En cuanto consigues automatizar los movimientos, el pensamiento corre libre por la cabeza, como esos vientos huracanados que azotan la Antártida. Que tal vez vuelven locos a los pingüinos. Que tal vez van volviendo locos a mis compañeros hasta hacerles creer que son afortunados por tener este trabajo en el que se gana más dinero que en la mayoría de trabajos sin cualificación. O tal vez han hecho de la necesidad virtud. De la falta de oportunidades una elección personal. Las liebres entran en celo durante el mes de marzo. Los machos se levantan sobre sus patas traseras y boxean. Literalmente. El más fuerte se aparea. Esta vez no es un buzón de voz, sino la llamada de un oyente en directo. El programa de radio es una sucesión de grabaciones y llamadas de lunáticos, como se denominan a sí mismos los seguidores. Cada día es imprevisible pero siempre hay una lógica interna. Las chicharras han dado lugar a las liebres. Estoy seguro de que habrá más historias de animales que discurrirán junto a otras cadenas diferentes: el lugar más extraño donde has hecho el amor, por ejemplo. Queridos lunáticos, ¿cuál es el lugar más extraño donde habéis hecho el amor? El mío es un campo de fútbol, en el punto de penalti, una noche con uno de los masajistas del equipo que tenía llaves del estadio. La chica de voz sexy que ha hecho la pregunta y ha dado la primera respuesta es una habitual del programa. Hay muchos lunáticos que llaman casi cada día. Los hay serios, los hay bromistas, los hay cultos, maleducados y los hay insípidos. Me gusta la variedad de los discursos. Unos dan pie a otros. Se van tejiendo redes invisibles durante las dos horas que dura el programa. Ríos subterráneos entre unas voces y otras. Entre unos tonos y otros. Quizás alguna noche me anime y llame. Les hablaré de mis compañeros. Del chico de enfrente de mí que sale con mi vecina, el que realiza mis mismos movimientos al otro lado del molde de traviesas. Tiene uno o dos años más que yo solamente. Me ha contado varias veces que compró una cama de agua. Que se folla mejor en una cama de agua. Que a las tías les encanta su cama de agua. Yo sonrío. Me da pena. Todos a mi alrededor me dan un poco de pena. Porque yo saldré de aquí y ellos tal vez no. Para mí es un lugar provisional. Estudiaré, me digo. Conseguiré en un buen empleo, me digo. Viajaré por todo el mundo, me digo. Incluso tal vez algún día me compraré un apartamento en la playa de Jávea. Mientras tanto vosotros seguiréis fabricando traviesas y metiéndoos rayas para aguantar el hecho de que seguís fabricando traviesas. ¿Por qué no os largáis? «La gent no s’adona del poder que té», dice un poema de Joan Brossa. Largaos de aquí. No hay dignidad en trabajar tan duramente, que no os engañen. No se diferencia tanto del esclavismo. Y no pienso solo en la cadena de montaje, claro que no. Pienso en oficinistas, publicistas, recolectores, tasadores, vendedores, asesores… ¿No seremos capaces de salir de la rueda? Zanahorias en forma de nuevo modelo de Iphone. ¿En serio debemos aguantar una vida trabajando durante doce horas al día? Me imagino esta pregunta susurrada por entre las ramas de los olivos, colándose en las casas de mis compañeros. Imagino cada una de esas casas: el novio de mi vecina follando con desesperación sobre una cama de agua; el hombre alto y demasiado delgado que se revuelve en sueños, sudado e inquieto; el capataz sentado en el sofá de su chalé, observando con tristeza una gigantesca tele sin darse cuenta de que está apagada; el festero del tripi esnifando lo que le queda de cocaína sobre el mantel de hule de la cocina, silencioso para no despertar a su mujer y a sus hijos. Así uno a uno los imagino, sin entender por qué vuelven cada día a la fábrica. Por qué volvemos cada día a la fábrica. Millones de personas en todo el mundo dirigiéndose a sus puestos de trabajo. A esos puestos de trabajo que odian. Hago cálculos: si mis compañeros duermen una media de siete horas diarias y están doce en la línea de montaje (incluyendo la pausa para la comida) solo les quedan cinco horas libres al día. Cinco libres para estar con la familia, con los amigos y descansar. Sobre todo descansar viendo cualquier cosa en la tele. Fútbol. Un reality. Una película de acción. Un programa de famoseo sobre casas y lujos que nunca tendremos. Una comedia romántica. Cualquier cosa que los distraiga y no les haga pensar demasiado. Cultura de ascensor para mentes agotadas. Pensar demasiado es un lujo burgués. El economista Richard Thaler, premio nobel de economía, calculó el precio de la vida humana. Para ello comparó los sueldos de trabajos de riesgo –mineros, leñadores– con la esperanza de vida de la gente que los desempeñaba. Quería averiguar cuánto había que pagar a un hombre para que aceptara una reducción en esa esperanza. Cuando logró calcular el valor en el mercado de que alguien aceptara aumentar un 1% de posibilidades de morir en su trabajo, multiplicó la cifra por cien. Ya tenía el resultado: en 2016 la vida de un estadounidense valía 1’4 millones de dólares. Pero todavía no estamos en 2016 sino en 1994. Yo tengo dieciocho, me creo superior al resto de la humanidad y llevo pantalones de pana mientras coloco piezas en el molde para traviesas. Kurt Cobain se ha volado la cabeza hace solo unos meses. Mi abuela, sin embargo, todavía no ha conseguido morir.

Había una vez una casa.

En la casa había un pasillo.

Al final del pasillo un oscuro salón sin ventanas.

Tras el salón, un diminuto cuarto donde olía a enfermedad y orín. Una habitación fría y austera con solo una estrecha cama, una mesita de noche y un armario blanco mate desconchado en la que vivía confinada una vieja mujer que una mañana, tras la consulta del médico, se metió en la cama y ya no volvió a levantarse. Como una princesa de cuento cuyo príncipe jamás llegó a despertarla del encantamiento y el tiempo fue dándole el aspecto de una bruja.

Ve a darle dos besos a la iaia Ina.

Yo no quiero besar a mi bisabuela, me produce rechazo su piel arrugada, áspera y con vello blanco, pero no tengo opción. Mi madre me lleva de la mano por el oscuro pasillo, atravesando la casa hasta llegar a la habitación del fondo. Mi hermana Sandra va delante. La ventana está abierta de par en par para disimular el olor a cerrado. La ventana desde la que años más tarde saltó mi abuela.

El suelo tiene baldosas anaranjadas. Algunas se mueven levemente al pisarlas. Sus otros nietos no están. Eso pienso mientras avanzo por el largo pasillo. Sus otros nietos no tienen que besarla. Solo mi hermana Sandra y yo tenemos que hacerlo.

–No querías dar besos a la bisabuela ni a nadie. Eras un niño muy arisco. Cuando yo te besaba, y eso que soy tu madre, te limpiabas la mejilla con la palma de la mano, como si mis labios te hubieran ensuciado la piel.

Apenas vi a mi bisabuela fuera de la cama. Era un cuerpo menudo y arrugado bajo la sábana. Largo pelo blanco y ojos pequeños como de ratón, normalmente cerrados. Dormía casi todo el día y, cuando estaba despierta, casi no se movía. Las pocas veces que hablaba lo hacía con un hilillo de voz débil que costaba entender sin acercarse. Durante gran parte de mi infancia estuvo ahí, en el cuarto del fondo. Ni siquiera salía para ir al servicio, pues había un orinal debajo de la cama que mi abuela vaciaba un par de veces al día en el váter.

Ve a darle dos besos a la iaia Ina.

Dicen que el escritor uruguayo Juan Carlos Onetti pasó en su cama los últimos diez años de vida. No quiero salir para que el perro no me muerda los tobillos, decía a los que le preguntaban.

Me pregunto qué perro acechaba a mi bisabuela.

–Era una mujer muy activa. Tú la conociste en sus últimos años. Si la hubieses conocido antes tendrías una idea distinta. Le gustaba hacer bromas, disfrazarse… En Nochebuena siempre cantaba villancicos dando golpes a una cazuela. Era divertidísima.

No sé quién fue la iaia Ina, como la llamábamos familiarmente, más allá del bulto bajo las sábanas que conocí. En casa de mis abuelos nunca se ha hablado mucho del pasado. Solo sé que quedó viuda bastante joven, se vistió de negro y el luto la acompañó gran parte de su vida. También sé que estaba siempre en el médico.

–Don Gabriel, pobre hombre.

Un día porque le dolía la cabeza, otro porque le dolía el pie, otro porque le dolía la espalda, otro porque no le dolía nada y le parecía extraño, como ese silencio de pájaros que antecede a la tormenta.

Que en una de esas visitas don Gabriel le dijo que tenía bastante desgaste en los huesos, que debía reposar. Entonces ella volvió a casa, se puso el camisón y se metió en la cama hasta su muerte. En esa cama donde años más tarde su hija –mi abuela– se sentó para tomar un frasco de pastillas.

–No es así. Estás mezclando la realidad con tus recuerdos de niño. La has convertido en un personaje de cuento bastante antipático. Seguramente por tu aversión a los besos. Muchas veces salía de la habitación: a lavarse o a recostarse en el sofá para ver la tele con los demás. ¿Por qué hablas de tu bisabuela? ¿Qué derecho tienes si apenas la recuerdas? Yo la quería mucho.

La artista inglesa Tracey Emin, tras una ruptura con su pareja, cayó en un estado depresivo y pasó varios días sin apenas salir de su cama: llorando, bebiendo y pasando resacas infernales más tarde, vomitando, alimentándose de comida basura, follando por despecho… Una mañana se levantó y caminó a la cocina a por agua. Al volver, observó la cama y decidió que era su mayor obra de arte. Un canto a la autodestrucción: sudor, lágrimas y fluidos, condones usados, botellas de vodka vacías, compresas manchadas, kleenex arrugados, tests de embarazo…

Hoy en día esa cama vale un millón de dólares.

Mi bisabuela no se levantó a por agua. No se giró y al ver la cama pensó que era su mayor obra de arte. El vaso de agua se lo llevaba mi abuela.

Dale dos besos a la iaia Ina.

Yo era solo un niño. Un niño que debía besarla cada vez que íbamos a casa de mis abuelos. ¿Y los primos? La abuela tiene tres hermanos. ¿Dónde están sus hijos? ¿Por qué ellos no deben besar a la iaia Ina? ¿Por qué solo debemos hacerlo mi hermana y yo?

–De nuevo falseas todo. Te encantaba ir a visitar a tus abuelos.

Es posible. Recuerdo que mi abuelo me contaba cuentos. Que en la sala de estar había un cajón con muchos juguetes, colores, folios, libros infantiles. Estaba en la parte de abajo del mueble del televisor. Me gustaba sentarme sobre la alfombra, abrir el cajón y ponerme a sacar cosas. O mirar por la ventana. La ventana de mis abuelos daba al cauce seco del río Palancia, al parque, a los huertos de naranjas de la otra ribera, a las últimas montañas de la sierra Calderona. Un paisaje que hoy ya no existe, arrasado por la burbuja inmobiliaria y sus barrios abandonados incluso antes de llegar a ser barrios.

Recuerdo también al vecino de abajo y a su madre.

Baja a jugar con Vicente.

Otro día me llevaron a su casa. Tenía un camión de juguete que le habían regalado los reyes y un martillo con el que lo destrozó a golpes. Yo miraba a su madre. Reía. Qué bruto eres, Vicente. El camión era de hierro. No fueron ni uno ni dos golpes. Fueron muchísimos.

Baja a jugar con Vicente.

Yo no quería bajar.

Un día lo vi desde la ventana de mis abuelos jugando en el parque. Llevaba una pequeña botella de butano atada con una correa de perro. La paseaba como si fuese una mascota. A veces la cogía como un bebé y le hablaba. La subió al tobogán y la lanzó como había visto que las madres hacían con los pequeños. Las madres, asustadas, estiraban de los brazos de sus hijos para apartarlos de allí.

Baja a jugar con Vicente.

Que bajen los otros nietos. ¿Dónde están los otros nietos?

Hay una interpretación literaria de Ortega y Gasset que dice que Alonso Quijano jamás se levantó de la cama: que todas sus aventuras como Don Quijote fueron los sueños y la imaginación perturbada de un enfermo. Tal vez Vicente no existió, fue solo una ensoñación de mi bisabuela que hemos acabado creyéndonos. Mi abuela no tenía tanta imaginación como Alonso Quijano: ni gigantes, ni ejércitos, ni magos; solo supo inventar al niño del tercero con algún retraso invisible a simple vista. Y a su bombona Sancho Panza.

–No digas tonterías, hijo. No entiendo qué necesidad tienes de escribir estas cosas. Me molesta que hables así de ella. Te repito que apenas la conociste. Es injusto.

El confinamiento voluntario acabó el día de la fiesta de fin de curso del colegio. Mi madre me lo dijo, la iaia Ina ha muerto. Mi madre siempre cuenta que se comió un yogur, se quedó dormida y se murió. No sé por qué el detalle del yogur le parece tan interesante.

–Porque hasta el último día no perdonó ni una comida. Había vivido una guerra. Comer era una obligación.

Yo asentí y seguí jugando. En mi cabeza tenía cientos de años. Me parecía natural que muriese. Mucho más que su presencia inmemorial en aquella cama. Creo que incluso me sentí aliviado.

No tendría que volver a besarla.

–Qué exagerado eres… Siempre te han dado aprensión los viejos. No querías entrar en su habitación. Es un problema tuyo, no de ella.

Me incomodaba terriblemente el olor. Y esa presencia inmóvil que hoy me parece irreal, salida de alguna vieja novela de las que leía mi abuelo en una mecedora junto a la ventana: la vieja enferma que vivía confinada en una cama. En la misma cama donde mi abuela, años más tarde, se bebió una botella de amoniaco.

El deure de tota filla és cuidar a sa mare.

Un día el doctor don Gabriel fue a visitarla a domicilio. Mi bisabuela y mi abuela estaban acostadas en sendas camas. Enfermas. Miró a mi madre y muy serio, casi enfadado, le dijo que se marchase. Levantando la voz. ¿Qué haces aquí? Vete a tu casa ya mismo o acabarás tú en una tercera cama.

Jo no sóc com elles…

No, mi madre nunca fue como ellas.

–Me tuve que dejar el trabajo de secretaria porque no podía compaginarlo con la faena que tenía en casa de tus abuelos. Con dos hijos me era imposible hacer las tareas de dos casas, cuidaros a vosotros y además cuidar a la abuela. Porque la iaia Ina no quería cuidar a tu abuela cuando estaba mal. Consideraba que era mi trabajo como hija…

Mi rencor por las abuelas es solo una reacción generada por el amor que siento hacia mi madre. Probablemente es injusto, pero no puedo evitarlo.

Leí en una web que la cantante Katy Perry estuvo dos semanas sin salir de la cama tras ser abandonada por el cómico Russell Brand. Cuando mi bisabuelo murió, su mujer tenía demasiadas cosas que hacer. Los ricos pueden permitirse el drama: teatralizar el dolor con dos semanas, por ejemplo, sin salir de la cama. Con cuatro hijos que mantener ella sola, mi bisabuela tuvo que posponer el duelo bajo las sábanas muchos años, pero al final llegó.

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