Dormiréis para siempre

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Dormiréis para siempre
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Letrame Editorial.

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© Ainhoa Urberuaga Ceballos

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1114-769-9

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

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A Maitane y Unai,

porque vosotros sois la brújula

que siempre me indica

cuál es el camino del corazón.

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Hoy me doy cuenta de que he fracasado. Todos mis esfuerzos por salir de ese oscuro pozo en el que he permanecido durante tanto tiempo han sido en vano. Hoy me doy cuenta de que nada puedo hacer ya para dejar atrás el pasado que me atormenta.

Sábado, 10 de julio


De madrugada

Los intensos destellos de las estrellas que titilan en la oscuridad del cielo vigilan el lento avance de la noche. Bajo ellas, la marea comienza su habitual retroceso arañando la superficie arenosa, como queriendo conservar su territorio natural, pero dejando un límite cada vez más lejano cubierto de espuma y algas rojas.

El monótono sonido del mar en movimiento adormece a las criaturas aladas que anidan en los alrededores, otorgando a la playa un sosiego narcótico difícil de quebrar.

No se divisa ningún rastro de luz en las cercanías, salvo los haces de luna que descienden en diagonal sobre la playa mostrando el camino hacia el mar.

Con la seguridad de quien conoce los secretos de la noche y la certeza de creer firmemente que no hay ojos despiertos que se posen sobre su espalda, una figura avanza ligeramente encorvada sobre la arena y se detiene antes de llegar al límite que marcan las algas húmedas. Se desprende de la ropa dejándola en la arena, a salvo de las traicioneras olas, y se adentra sigilosamente en el mar, caminando hasta que el agua salada alcanza su cintura y zambulléndose después, sin apenas provocar ningún sonido que altere la paz de aquel lugar.

Unas brazadas largas y una respiración constante aproximan a aquella figura furtiva hacia un punto en la roca donde una abertura permite adivinar la entrada a algún tipo de cueva húmeda, lo suficientemente alejada como para no ser accesible caminando desde la playa, incluso aunque la marea haya alcanzado su punto más bajo.

A pesar de la pequeña riñonera estanca que porta en su cintura, la figura trepa con agilidad sobre las cortantes rocas, ayudándose de pies y manos. Es evidente que no es la primera vez que visita aquel lugar. Se detiene un instante al llegar frente a la entrada de la cueva, mirando hacia la playa y permitiendo que su perfil se recorte contra la roca por efecto del intenso brillo de la luna estival.

Alza las manos para retirar los mechones de cabello rojizo que le caen sobre los ojos y abre la pequeña cremallera de la riñonera para sacar un objeto que queda oculto entre sus dedos. Con él en las manos, se adentra a través de la estrecha abertura, caminando con pies ligeros, como si flotara. Sin embargo, no permanece mucho tiempo allí. Apenas unos minutos preceden al regreso de aquella figura, que desaparece entre las dunas de la playa con el mismo sigilo con el que ha llegado, con el fin de preservar su oscuro secreto.

Por la mañana

La claridad no es más que una mancha difusa en el horizonte cuando Unax abre la puerta de la taquilla para guardar su mochila. Las llaves tintinean en la cerradura, rompiendo el silencio del alba. Un día más, es el primero en llegar.

Su uniforme de socorrista, camiseta naranja con el indicativo de la cruz roja en el pecho y pantalón corto rojo, cuelga en la única percha que pende de la destartalada barra de metal. No le hace falta ninguna más. Se desprende de la camiseta y el pantalón corto con los que se ha vestido hace un momento al levantarse de la cama y los deposita de cualquier manera al fondo del estrecho cubículo. Se viste con la vieja ropa de entrenar que ha traído en la mochila y se calza sus gastadas zapatillas. Hace mucho tiempo que las atesora, pero son cómodas y no tiene intención de renunciar a ellas.

Saborea con calma el momento en el que el día comienza a clarear, el silencio y la tranquilidad que le regala el amanecer. Asoma la cabeza por el ventanuco que ventila el pequeño vestuario para calcular cuánto tiempo falta para la salida del sol. Se encuentra un tanto elevado y tiene que ponerse de puntillas para alcanzar a ver la playa desde allí. Observa sin prisa cómo la marea continúa su recurrente camino hacia la bajamar y las olas rompen contra la arena rugiendo con furia, buscando reconquistar su efímero territorio. A lo lejos, una abertura en la roca que deja paso al estrecho túnel bajo la montaña espera paciente las salpicaduras de un mar en cólera. La Arena no es una playa agradecida. Sus aguas se revuelven en remolinos invisibles provocando accidentes casi cada día. Cada uno de los ocho componentes que forman el equipo de rescate tiene que permanecer alerta y estar bien preparado para saber en cada ocasión cuál es el mejor momento y el lugar más apropiado para el baño. Mikel, Ander, Arrate, Irune, Elisabeth, Unai, Julen y él mismo se han ganado a pulso su puesto tras duras pruebas para acreditar su capacidad. Son conscientes de que cualquier despiste puede costar una vida.

Aleja esos pensamientos de la cabeza y respira hondo mientras se da la vuelta, abandonando la visión que el ventanuco le ofrece. Es temprano aún y su trabajo no comenzará hasta pasadas un par de horas.

Cierra la puerta de la taquilla, que chirría escandalosa, se asegura de que los cordones de sus zapatillas estén bien anudados y se gira en dirección a la salida del edificio que sirve también como cuarto de socorro, colgando las llaves de su muñeca con una goma de pelo negra que le queda un poco ajustada. No le molesta ahora, pero al cabo de un rato habrá dejado una marca profunda en su piel que tardará horas en desaparecer.

La pasarela de madera que parte desde las dunas a la izquierda del cuarto de socorro está húmeda aún por el rocío de la mañana. Desciende por ella hasta alcanzar la playa, pero no comienza a correr hasta que llega a la orilla. Inicia primero un ligero trote, a modo de calentamiento, que durará apenas unos metros, antes de imprimir a sus piernas la velocidad que ha venido a buscar. La arena amortigua sus pasos y sus pisadas se hunden en ella, dejando unas huellas que la marea pronto hará desaparecer.

Deja la mente en blanco y se concentra en cada paso que da, controlando el ritmo de su respiración y mirando el reloj de vez en cuando para comprobar la velocidad que impulsa a sus pies. Las pulsaciones aumentan a medida que los metros van quedando atrás y el ritmo cardíaco sube. La respiración se deja oír sobre el intenso rugido del mar. Quiere llegar al límite de su fuerza, como cada día.

A base de repetir el recorrido todas las mañanas, es consciente de que el largo de la playa no excede de un kilómetro y de que le quedan unas cuantas vueltas aún por delante, así que modera la velocidad manteniendo un ritmo constante, para no fundirse antes del último tramo.

El ejercicio le permite despejar la mente. Procura no pensar en nada más que en el ritmo de su carrera y en el sonido de los latidos de su corazón y mira hacia adelante para calcular la distancia que le queda hasta alcanzar las rocas y dar la vuelta.

A medida que el oxígeno va penetrando en su cuerpo, una sensación de bienestar le invade, recorriendo cada uno de sus músculos en tensión. Su vida no sería nada sin esa sensación, la libertad de correr sin obstáculos, el afán de superación, el viento en la cara y los latidos del corazón como música celestial en sus oídos.

Comprueba cómo las gotas de sudor comienzan a perlar su frente y acelera un poco el ritmo. A lo lejos, más allá de las dunas, las primeras furgonetas comienzan a llegar al aparcamiento y abren sus puertas a modo de refugio improvisado. Los surfistas están comenzando su ritual diario, preparando sus equipos y comprobando sus tablas, embutiéndose en sus ceñidos trajes de neopreno, ansiosos por cabalgar la mejor ola antes de que los bañistas hagan su aparición.

Mira de nuevo el reloj. Un par de kilómetros más y podrá dejarlo por hoy. Entonces podrá relajarse sumergiéndose bajo una buena ducha y disfrutando de un desayuno frugal antes de comenzar su turno.

El avance se hace más rápido a medida que se acerca el final de la carrera. Los músculos se tensan y el corazón late desbocado en el último sprint. Es entonces cuando decide reducir la marcha. Va aminorando la velocidad según se va acercando a las rocas, hasta convertir la carrera en un ligero trote que finaliza al alcanzar el primer saliente rocoso. Sus manos se aferran a la resbaladiza piedra y se gira hasta encontrar una superficie más o menos lisa que le permita sentarse a recuperar el aliento.

 

Un espasmo de tos repentino le recorre el cuerpo y se inclina sobre sí mismo para amortiguar sus efectos. Es algo que le ocurre a menudo tras un esfuerzo intenso y a lo que ya está acostumbrado, por lo que no le da mayor importancia.

Se distrae al percibir un movimiento discreto junto a su mano derecha que le llama la atención. Un minúsculo carramarro le mira con sus negros ojos saltones y le hace sonreír. Alza la mano despacio para tratar de sujetarlo entre sus dedos, pero el crustáceo es más rápido y se desliza bajo la roca, desapareciendo de su vista. Unax siente curiosidad por seguir sus movimientos y da la vuelta a la roca, dispuesto a perseguirlo hasta encontrar su escondite, como cuando era niño y pasaba horas enteras llenando su colorido cubo de plástico con carramarros, quisquillas o cualquier otra cosa que pudiera encontrar bajo la atenta mirada de Ama. Aún recuerda con una sonrisa el entusiasmo que le producía cada captura que conseguía y las palabras de aliento que le dirigía su madre.

Sin embargo, nada más dar la vuelta a la roca, se queda quieto un momento de espaldas a la playa, perdiendo por completo el interés en el crustáceo que estaba buscando, ya que su visión ha quedado retenida en lo que parece un jirón de tela blanca asomando entre dos grandes piedras unos metros más allá. Lo mira con extrañeza, frunciendo el ceño.

En aquella zona es bastante habitual encontrar ramas o incluso troncos que la marea haya podido arrastrar hasta las rocas. También es frecuente que se trate de plásticos o botellas que la gente ha tirado al mar, desoyendo las campañas de sensibilización que año tras año se repiten al llegar el verano. A veces pasan horas y horas seguidas limpiando estos restos para evitar accidentes innecesarios.

Sin embargo, no es tan normal que la marea arrastre pedazos de tela hasta allí. Por ese motivo, sus pensamientos se aceleran intentando discernir de qué se trata y se aproxima, haciendo equilibrios sobre las rocas, con cuidado de no resbalar con el verdín. En ese momento, más que nunca, agradece llevar puestas sus viejas zapatillas, de otro modo las cortantes conchas de las lapas que recubren cada centímetro de roca habrían herido sus pies descalzos.

Según se va aproximando, el objeto que ha llamado su atención va adquiriendo una forma que su cabeza quiere rechazar por increíble. Por más que lo observa, no se le ocurre pensar en otra cosa que no sea la carencia de sentido de aquella visión. Algo así no tiene cabida en aquel entorno.

El jirón de tela blanca que ha llamado su atención cubre, en parte, el cuerpo de una mujer joven que aparece tumbada entre dos rocas, con el cabello empapado y el cuello girado en una posición imposible, mientras que sus brazos se muestran alzados por encima de su cabeza, con los hombros aparentemente luxados.

Instintivamente, Unax da un paso atrás, cubriéndose la boca con la mano para contener las náuseas. Da un traspié y resbala por efecto del verdín, pero consigue mantenerse en pie, aunque para ello haya tenido que apoyarse sobre la afilada superficie de la roca, recibiendo un corte profundo en la palma de la mano.

Pasados unos segundos de total incredulidad y tras hacer un ejercicio de respiración para calmar la ansiedad, se acerca al cuerpo con la seguridad que le ofrece su experiencia y extiende una mano hacia su cuello para verificar lo que sus ojos ya han comprendido antes. La mujer está muerta.

No es la primera vez que se enfrenta a un cadáver. Su trabajo hace que, año tras año, tenga que lidiar con la realidad de la muerte en la playa, algo para lo que los cursos de formación le han preparado ampliamente. Sin embargo, nada de lo que ha visto hasta ese momento se parece a esto. Los ahogados, los suicidas, los infartos… siempre dejan un pesar en el cuerpo del que le cuesta recuperarse. Días de bajón emocional en los que resulta difícil incluso levantarse de la cama. Pero esto… Esto es algo muy diferente. Se trata de una muerte totalmente antinatural y fuera de lugar en ese entorno, y no consigue asimilarlo. Es por ello que tarda aún unos segundos más antes de tomar plena conciencia de la situación y dar la voz de alarma. No lleva su teléfono móvil encima, no suele llevarlo cuando sale a correr, así que levanta las manos hacia el aparcamiento, agitando los brazos y haciendo señales mientras grita con toda la fuerza de la que es capaz.

Los surfistas que llenan la primera línea del aparcamiento se hallan inmersos en sus preparativos y tardan en darse cuenta de que algo inusual está sucediendo entre las rocas. Uno de ellos, el que se encuentra más cerca de la pasarela que desciende hacia el arenal, alertado por los gritos de Unax, inicia una carrera frenética hacia el lugar donde descansa el cuerpo, pero se detiene escasos metros antes de llegar, entendiendo que los gestos alterados de Unax le instan a llamar a emergencias y a no acercarse demasiado.

Desconoce cuánto tiempo ha permanecido velando el cuerpo de la mujer cuando ve aparecer a uno de sus compañeros. No ha querido dejarla sola y se ha quedado recostado contra una roca, acompañándola mientras la observa, incrédulo. Ni la Ertzaintza ni la ambulancia han llegado aún, pero Ander ya se encuentra por allí. De las ocho personas que componen el equipo de vigilancia y rescate que se encarga de la seguridad de la playa de La Arena, Ander Elorriaga suele ser, como él, de los primeros en llegar por la mañana, para realizar el calentamiento previo al comienzo de la jornada.

Aún viste su ropa de calle cuando se acerca despacio y le pone una mano sobre el hombro para infundirle ánimo.

—¡Joder, tío! ¿Qué ha pasado? —dice, sin levantar mucho la voz—. ¡Menudo revuelo hay en el parking!

Unax le mira, en silencio, y comprueba que ni siquiera le ha dado tiempo a ponerse la ropa de entrenar. Imagina que, al llegar, se habrá dado cuenta de que algo raro estaba pasando en la playa y habrá escuchado las conversaciones de los surfistas, por lo que ha bajado directamente a las rocas. Pero no se lo pregunta. En realidad, eso ahora da igual. En su lugar, le hace un gesto con la cabeza señalando el cuerpo.

—No lo sé —dice, moviendo al mismo tiempo los hombros para mostrar su perplejidad—. He salido a correr y, al terminar, la he visto. Desde lejos solo he podido distinguir la tela de la falda, pero me he acercado a ver qué era, por si se trataba de algún resto de la marea que había que retirar, y me he encontrado con el cuerpo. ¡Joder! ¿Quién ha podido hacer algo así? —pregunta, afligido, sin retirar la mirada del cuerpo.

—¿Le has tomado el pulso?

—Sí, claro —confirma—. Y los surfistas han avisado a emergencias. Supongo que llegarán en cualquier momento.

Retira la mirada del cuerpo por un momento para posar sus ojos sobre Ander.

—Ha estado aquí todo el tiempo mientras yo entrenaba y no la he visto —se lamenta, permitiendo que una lágrima solitaria asome de sus ojos verdes.

—No te tortures más, Unax. De todas formas, no habrías podido hacer nada. Da la sensación de que lleva horas aquí —contesta Ander, mientras se acerca a él y le abraza con cariño, tratando de que su rostro quede oculto tras el hombro para evitar que sus ojos sigan contemplando la escena.

Sin embargo, ahora él también ha visto el cuerpo y es incapaz de apartar la mirada. Y no es para menos. La mujer compone una imagen grotesca. Calza unas zapatillas de ballet de un color rosa pálido y sus piernas aparecen desnudas bajo la faldita blanca de tul. Uno de sus pies ha quedado atrapado bajo el otro en un ángulo imposible, provocando que la zapatilla se haya desprendido en la zona del talón, quedando doblada contra el suelo rocoso. El maillot que recubre la parte superior de su cuerpo sin vida no tiene mangas, por lo que permite apreciar con claridad la dislocación que presenta en ambos hombros. Pero lo que más les llama la atención es su rostro. Se trata de una mujer joven. Tiene los ojos abiertos, con la mirada perdida en ninguna parte, y un rictus de dolor en los labios pintados de rojo brillante. También en el resto de la cara se aprecian restos de pintura, emborronada después de permanecer horas a la intemperie. Lo que, en algún momento, han debido de ser dos círculos rosados rellenos con pequeños puntos negros que simulan pecas infantiles, cubre sus mejillas de manera carnavalesca. Sobre los párpados, gruesos trazos de color azul añaden un toque siniestro al burdo maquillaje que la recubre.

—Si estuviéramos en febrero —comenta distraído Unax, hablando en un susurro—, pensaría que acaba de volver de una fiesta de disfraces.

Pero Ander no es capaz de contestar.

La primera patrulla de la Ertzaintza tarda apenas unos minutos más en llegar. Obedeciendo sus indicaciones, Unax y Ander no tienen otro remedio que abandonar su posición de custodios de la bailarina, pero no se alejan demasiado. Un agente les retiene para tomarles declaración, mientras los compañeros que van llegando realizan un primer balance de la situación. Para cuando la ambulancia se acerca, la zona ya está acordonada y las dos personas que descienden del vehículo, médico y enfermero, se limitan a certificar la ausencia de vida.

Mediodía

El calor le golpea de lleno en la cabeza y en la espalda, provocando que gruesas gotas de sudor comiencen a descender desde su frente. Con dedos torpes, saca su pañuelo de tela del bolsillo trasero del pantalón. Está bien doblado y tiene dificultad para estirarlo con una sola mano, así que se ayuda con las dos. Lo acerca a su frente cuidadosamente, sin presionar, sin frotar, únicamente posándolo con delicadeza. Corre el riesgo de que su maquillaje se eche a perder y aún tiene que durarle todo el día.

Se ha levantado muy temprano, como cada mañana, para colocarse frente al espejo y dedicarse a la tediosa tarea de dar color a su rostro. El rojo brillante de la nariz destaca sobre el blanco que impregna el resto de la cara. Las cejas, marcadas en negro riguroso, comienzan a ablandarse por efecto del intenso calor de mediodía. A esta hora, el rictus de la boca ha dejado de parecer una sonrisa alegre. Quizás debería coger el pequeño espejo que guarda en su bolsa y perfilar unas lágrimas sobre las mejillas. Serían un reflejo más fiel de cómo se siente en este momento.

Desecha la idea de su cabeza con desgana y seca como puede el incómodo sudor, guardando de nuevo el pañuelo en el bolsillo, esta vez sin preocuparse de doblarlo, hecho una bola.

Tiene sed. El verano está siendo más caluroso de lo habitual. Vuelve la vista hacia su izquierda con envidia. El puesto de los helados está situado a apenas unos metros de la posición que él ha escogido a primera hora de la mañana. En su interior, un muchacho desgarbado despacha cucuruchos y tarrinas a la interminable cola de clientes que se agolpan en el paseo, obstaculizando el paso de caminantes. Niños y niñas se remueven inquietos esperando su turno, anticipando el placer del frío limón en sus bocas, la dulce fresa o el intenso sabor del chocolate. Los adultos preparan sus carteras repletas, haciendo sonar las monedas o extrayendo de ellas doblados billetes de veinte euros. En verano, los bolsillos están más sueltos que durante el resto del año.

Desde su posición al borde del paseo, contempla la oferta de bebidas que descansa sobre el mostrador, junto a los soportes de cucuruchos y las cucharillas de plástico de múltiples colores. Le encantaría tirar de la anilla de una lata de refresco de cola, escuchar el sonido de las burbujas al liberarlas y sentir su leve picor al descender por la garganta reseca. Cierra los ojos un instante imaginando el frescor del líquido en el paladar. Podría acercarse a comprar una, pero el sombrero que tiene en el suelo está vacío. Su mirada se pierde por un momento dentro del fieltro. No contiene ni una triste moneda, salvo las dos o tres que él ha dejado como reclamo a primera hora de la mañana.

Mira a ambos lados del paseo de la playa. Apenas quedan caminantes a esa hora en que el sol está situado en su punto más alto. Únicamente se ven familias que han dado por terminada su estancia en la arena e inician la retirada, buscando otro lugar donde disfrutar del resto de la jornada.

Intentando captar la atención de niños y mayores, conecta de nuevo el desgastado altavoz y extiende los ya doloridos brazos, sujetando en alto las cuerdas que hacen bailar a su marioneta preferida, Alina la bailarina. La sonriente muñeca cobra vida y mueve sus piernas al ritmo de la dulce melodía, un paso, otro paso, girando sin parar.

 

Un par de niñas se acercan corriendo y riendo, cogidas de la mano.

—Aita, ¡mira qué bonita! ¡Queremos que nos compres una igual! —dice la mayor de las dos, haciendo un gesto cómplice a su hermana para que apoye su petición.

Fija su mirada en ellas con intensidad y descubre que tienen un rostro dulce y bonito, las dos con el rubio cabello recogido en dos trenzas a los lados de sus cabecitas curiosas, tan parecidas a la niña de sus recuerdos. Sonríe sin pensar, como transportado a otra época y a otro lugar. Las niñas se paran un instante frente a Alina y observan sus ágiles movimientos, tratando de imitar sus gestos girando y girando ellas también. La música de sus risas resuena en sus oídos hasta hacerle ensordecer y las mira, embelesado. Entonces, sin previo aviso, la atronadora voz de su padre las insta a volver corriendo a su lado con la promesa irrechazable de un helado del sabor que ellas elijan.

El hechizo se resquebraja y Alina se dobla sobre sí misma, mostrando un gesto de cansancio improvisado, cayendo al suelo inerte cuando las cuerdas que la sujetan se aflojan. Sus delgados brazos de fieltro quedan extendidos sobre su cabeza, flácidos sin la tensión de las cuerdas. En apenas unos minutos regresa a su caja de madera, dando por terminado el baile, mientras su dueño se retira a la parte de atrás del paseo y se recuesta en un banco a la sombra de los árboles, la cabeza agachada, el ánimo apesadumbrado.

Continúa en ese estado hasta que el sonido metálico de una moneda le saca de su letargo. Alguien la ha dejado caer en el sombrero de fieltro y ha golpeado contra las otras monedas de reclamo que él había colocado. Alza la vista con curiosidad, pero no alcanza a ver más que una figura que se desdibuja de espaldas entre los árboles cercanos. «¡Gracias!» grita, alzando la voz en dirección a la figura misteriosa. Pero el sonido del cortacésped de los empleados del ayuntamiento impide que la figura oiga su sincera exclamación.








La habitación donde Unax espera no tiene ventanas. En realidad, se trata de un rectángulo de apenas ocho metros cuadrados, con una puerta metálica que permanece abierta de par en par. Al otro lado de la puerta se encuentra el largo y estrecho pasillo por donde ha llegado, iluminado con lámparas fluorescentes que imprimen al lugar un ligero ambiente amarillento, como de fotografía antigua. El olor a cerrado contribuye a alimentar el malestar y la incertidumbre que siente.

Se encuentra sentado en el lugar que le han indicado, con las piernas cruzadas a la altura de los tobillos, por debajo de la mesa, y trata de contener sin éxito el rítmico movimiento que las mantiene alerta.

En un gesto inconsciente, echa hacia atrás la espalda y se lleva las manos a la cabeza, peinando su cabello rubio con los dedos, tirándolo hacia atrás y dejando unas ondas que recorren sus sienes, mostrando surcos pasajeros.

No entiende muy bien qué demonios hace ahí. Ya le han interrogado en la playa y ha contado todo lo que tenía que contar. La espera le está resultando eterna y le está generando más nerviosismo conforme avanzan los minutos. Necesita que aparezca alguien ya, pero, en el pasillo, el silencio es absoluto. Únicamente se distinguen algunas voces amortiguadas que parece que proceden de la inmensa sala que ha visto a la entrada de la comisaría.

Al entrar, se ha fijado en que había al menos una docena de agentes sentados delante de sus ordenadores, tecleando, buscando o leyendo información en las pantallas. La mayoría le han mirado de reojo, tratando de disimular su curiosidad sin conseguirlo.

Trata de olvidarse del sonido rítmico que provocan los latidos de su corazón y se concentra en intentar captar algún ruido más allá de aquella habitación. Quizás así logre hacerse una idea de adónde han llevado a Ander. Es posible que lo tengan retenido tras alguna de las puertas cerradas que ha visto a lo largo del pasillo, pero deben de estar insonorizadas, porque no oye nada.

Ander y él han llegado juntos en el mismo coche patrulla, acompañados por dos agentes que les han tratado con amabilidad y con quienes han podido charlar sobre lo que han visto en la playa. Sin embargo, los han separado al entrar, cuando han tenido que facilitar sus datos, cada uno frente a un funcionario diferente. Ander ha sido el primero en terminar y le han escoltado fuera de aquella primera sala. No le ha visto desde entonces. Le gustaría saber si están hablando con él ahora y por eso le hacen esperar. Le gustaría saber algo, para poder dejar de preocuparse y dar vueltas a la cabeza.

Se queda pensativo un rato tratando de recordar con claridad todo lo que ha sucedido desde que ha salido de casa a primera hora de la mañana, por si se le hubiera escapado algún detalle importante, pero no recuerda nada más que lo que ya ha contado. «Es frustrante» piensa. «No sé a qué viene todo esto».

Se pone en pie cuando ya no puede soportar por más tiempo la danza inagotable de sus piernas y recorre la habitación tratando de calmarse, dando pasos pequeños, de una pared a otra y vuelta a empezar.

Cuando ya ha perdido la cuenta de la cantidad de vueltas que ha dado, se detiene al escuchar ruido de calzado en el pasillo. Traga saliva pensando que ha llegado el momento y se gira hacia la puerta abierta en el mismo instante en el que un cuerpo enorme la cruza. Ambos se quedan mirándose mutuamente, pero es el recién llegado el primero en hablar.

—Buenos días, señor Unanue. Soy el comisario Gaztelu, Xabier Gaztelu, de la División de Investigación Criminal de la Ertzaintza. ¿Puede hacerme el favor de sentarse? Me gustaría tener una pequeña charla con usted —le indica con amabilidad, señalando la silla.

Unax obedece a la velada orden, comprendiendo la superioridad de la persona que tiene frente a él, a pesar de su apariencia afable. La agente que ha llegado acompañando al comisario se da la vuelta sin decir nada y cierra la puerta a su espalda, dejándolos a ambos solos y encerrados.

La conversación comienza de una manera ligera, con una serie de preguntas de cortesía que le parece que no llegan a ninguna parte y le hacen sentirse nervioso y con ganas de terminar. Al contrario de lo que espera, el comisario no le hace repetir la historia que ya ha contado anteriormente. En vez de eso, le pregunta directamente y a bocajarro:

—Señor Unanue, ¿conocía usted a la víctima?

La pregunta le sorprende y, en un primer momento, no sabe bien qué contestar. Mira al comisario a los ojos, como si eso fuera a darle alguna pista de por dónde va a transcurrir la conversación.

—No, señor. No la conocía —contesta, tras un titubeo que podría haber parecido un poco demasiado largo.

El comisario respira hondo, mirándolo fijamente y asintiendo levemente con la cabeza, como si esa fuera la respuesta que había estado esperado. Después, se yergue en la silla que está ocupando, echando la espalda hacia atrás hasta apoyarla completamente en el respaldo, convirtiéndose en un gigante que atraviesa con la mirada a la pequeña víctima que tiene frente a él, valorando si pisarla o dejarla vivir. Su sonrisa se ensancha, mostrando una hilera de dientes desiguales, pero bastante cuidados.

Las manos de Unax tiemblan imperceptiblemente. Las retira de la mesa y las coloca sobre sus rodillas, fuera del alcance de la vista del comisario.

—¿Está usted seguro? —pregunta con paciencia, pero no espera a que Unax vuelva a contestar.