Crónicas para renacer

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Crónicas para renacer
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AGUSTÍN MACHADO

Crónicas para renacer

Machado, Agustín

Crónicas para renacer / Agustín Machado. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos

Aires : Autores de Argentina, 2020.

100 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-87-1159-1

1. Narrativa Argentina. 2. Crónicas. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com

Arte de tapa: Horacio Ferrari

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Dedico este libro a Angie, que me cuidó más de lo que yo mismo lo hice, con un amor y una entrega que me conmoverán hasta el último de mis días.

A mis hijas, a quienes tengo la suerte de ver crecer.

A la Dra. María Portillo, gracias por salvarme.

A la Dra. Isolda Fernández, gracias por salvarme.

A mis padres y a mis hermanos, que estuvieron presentes desde el primer momento.

A Sebas, por sus llamadas diarias, aun a días de casarse.

A los muchachos de la turba, que me dieron ánimos, fuerza y una parrilla.

A mi abuela Susy, por sus charlas sobre la vida y la muerte.

Al humor negro, el mejor anticuerpo.

A Hori, por el arte de tapa.

A Martincho, que no lo logró.

Y a todos los que me llenaron de energía para pasar por esta travesía inolvidable.

agustin.machado

Tengo fiebre

Primer domingo de abril. Todos en remera menos yo. Ya vamos unos días de otoño, pero aquí sigue el calor. Cualquiera diría que estamos en alguna tarde de verano. Sin embargo, llevo puesto un buzo. Es que tengo frío. Uno que es casi una borrachera. Estoy en la casa de mis padres y mamá me ve algo pálido. “¿Tendrás fiebre?”, pregunta. “No otra vez”, suplico. Es que en menos de un año ya tuve tres episodios y son cada vez más fuertes. Los médicos insisten con que algún virus anda dando vueltas y se las ha tomado conmigo. Coloco el termómetro debajo del brazo y espero. Tengo treinta y siete, es una febrícula y debo ir a la cama.

La vida continúa a mi alrededor. Sentado, miro a mis hijas. Tienen tres y seis años. Martu, la menor, llora del cansancio y forcejea con Angie, mi mujer, porque no quiere ponerse las zapatillas. Cata, la mayor, se queja porque su remera tiene un agujero. “Las polillas están matando mi ropa”, dice.

—Tengo treinta y siete, es una febrícula —le digo a Angie—. Voy a tomar un paracetamol.

—¿Otra vez? Vamos ya —me responde.

Me late la cabeza y necesito llegar a casa. Siento algunos escalofríos y un leve entumecimiento. Sobre mi espalda, una capa de sudor. Insisto en manejar el auto y hacer de cuenta que no es nada. Hoy no haremos la rutina de pasar por la casa que compramos hace unos meses y está en refacción. En unas semanas iré al médico para hacerme un chequeo general. Hace tiempo que pospongo la visita. La última vez que me hice un control fue a los cuarenta, y ya pasaron tres años.

Angie está preocupada, lo veo en sus ojos. Llegamos al departamento y subimos con las chicas dormidas en brazos. Las recostamos y me tiro en la cama. Mientras, Angie me prepara un té.

—Tu fiebre me inquieta —me dice cuando entra. En tanto, me coloco el termómetro y empiezo a temblar.

—Sí, es raro. Ya es la cuarta o quinta vez en menos de un año —respondo casi sin poder hablar de lo que me castañean los dientes.

—Mañana tendríamos que ir a una guardia.

—Treinta y ocho y medio —digo, y cierro los ojos.

Vuelvo a transpirar. Tanto, que debo cambiarme la remera. No tengo dolor, pero los temblores me acompañan toda la noche. Mi cuerpo se sacude y me cuesta coordinar los movimientos. Hay calor en el ambiente, pero yo necesito mantas y abrigos para protegerme del frío que siento.

En la guardia

Vuelo de fiebre y mis pijamas están empapados al levantarme. Lo mismo la cama; el pobre colchón va a necesitar algún milagro para quitarle la aureola. Los escalofríos vienen y van. Necesito auxilio para salir de la ducha, apenas puedo controlar los temblores. Tanto, que tengo miedo de caer y golpearme con el lavatorio o el inodoro. Angie me abriga y ayuda a vestirme. Es momento de partir a la guardia. Voy hecho un ovillo en el asiento del acompañante.

En la sala de espera intento sentarme lejos de los que tosen o parecen enfermos; no quiero empeorar mi situación. Me atiende una doctora “especialista en fiebre”, según se lee en el cartel que cuelga de la puerta. Su panza, inflada como un globo, indica que está a días de dar a luz. Me siento en la camilla, ella palpa mi torso y me ausculta, pero no encuentra nada extraño. “Esto debe de ser algo viral”, me repite algunas veces. Ante mi insistencia en que vengo con una seguidilla de episodios febriles, me manda a hacer un análisis de orina en el laboratorio del sanatorio. La orden dice “Urgente”, así que en menos de dos horas tendré los resultados.

Estoy solo. Angie me dejó y fue a buscar a Martina, que sale del colegio. La dejará en lo de mamá y volverá a buscarme. La guardia es un lugar de mucho movimiento. A dos sillas de distancia, un chiquito llora y la madre lo hamaca para consolarlo. Más allá, una vieja angustiada le pide una y otra vez algo a la recepcionista. Sus manos tiemblan, aunque ella intenta disimularlo aferrándose al mostrador. Cerca del ascensor, un joven golpea la máquina de café que no funciona y le tragó su moneda. Lo hace con disimulo, no quiere tener problemas con el de seguridad. El sol entra por la pared vidriada y convierte el sitio en una pecera incinerada por el calentamiento global. Ideal para mí, que busco algún lugar tibio en donde cocinarme un poco y olvidar por un rato el temblor. Entonces, un enfermero acalorado pone el aire acondicionado a veinte grados y los enfermos empezamos a tener frío. Una señora se queja, pero un hombre protesta por el calor y comienza una especie de batalla por la temperatura del lugar. Finalmente, gana el clima templado, y la mujer felicita al enfermero, que disfruta de su nuevo poder a puro control remoto. Entonces, el señor derrotado pide agua, pero en esta pecera el dispenser no funciona, se puso de acuerdo con la máquina de café para arruinarles el día a los que andamos estropeados.

Los del laboratorio me dan el tachito del pis. Debo encerrarme en el baño y a trabajar. Golpean la puerta. Digo “ocupado”, pero insisten. Por la voz, es un hombre grande que no escucha cuando le digo que espere y no tiene mejor idea que insistir. Pareciera que es el único servicio en todo el lugar. Logro concentrarme y empieza a salir el chorro. A pesar del temblor, consigo no ensuciarme. Salgo, espero ver al señor que golpeaba hacía unos segundos, pero ya se fue. El frasco tibio en la mano me da la sensación de llevar una taza de té rumbo al laboratorio y siento ganas de tomar algo caliente. Misión cumplida. Vuelvo a la espera.

Pasan los números y ya voy más de una hora en este lugar que se pelea entre el frío y el calor. Me llaman, es la “especialista en fiebre” con sus nueve meses de embarazo y un sol de mil grados que viene desde la pecera.

—Acabo de recibir el estudio —dice en cuanto me ve entrar—. Tal como te dije, debe de ser un virus, así que no te preocupes. Ahora andá a la enfermería para que te den un inyectable de Novalgina y te baje la fiebre. Después, tomá paracetamol cada seis horas hasta que estés bien. Paciencia, otra cosa no puedo hacer.

—Gracias —digo, y voy a la enfermería.

Estoy mareado, tambaleante y con sudor en la sien y la espalda. No sé si es por el calor o la fiebre, o ambas cosas. Esto de andar mojado todo el tiempo es muy incómodo. No entiendo por qué, pero intento disimular mi estado.

—¿Estás bien? —me pregunta una médica—. Te veo un poco amarillo.

—Tengo fiebre, me tienen que dar Novalgina —respondo, mientras le alcanzo la orden firmada.

—¿Te molesta si te hacemos un análisis de sangre? Por cómo te vemos, nos quedaríamos más tranquilas —me dice su compañera.

—Bueno —digo, y busco un lugar para sentarme.

Un enfermero me coloca una vía y me extrae sangre para analizarla. Después, cuelga un sachet con dipirona al lado de un suero que va para una chica sentada junto a mí. Según cuenta, se desmayó en la calle. Está sola como yo y no puede dejar de hablar. Revive una y otra vez lo que le sucedió. Quiero que se calle y deje de torturarme con su voz. Por suerte, sus palabras se convierten en ecos lejanos a medida que la dipirona penetra en mi cuerpo. Me hipnotiza ver entrar el medicamento en mis venas. Fijo la mirada en las otras arterias de mi brazo. Son como raíces de sangre. Y mientras las contemplo, comienzo a sentir que me quedo dormido y cierro los ojos.

 

Alguien me toca el hombro. Despierto y veo a la doctora de la fiebre con su embarazo de nueve meses. Está parada con los brazos en jarra. Tiene un papel en la mano. Es el estudio de sangre y los resultados están a la vista.

—Te quedaste dormido. Vi que te pidieron un estudio de sangre —dice en tono suave, aunque en la forma noto cierto recelo.

—Sí, unas doctoras que no me vieron bien —respondo.

—¿Cómo estás? Ya te dimos una dosis de Novalgina con la que tendría que bajar la fiebre.

—Perfecto, todavía me siento un poco mareado, pero mejor.

—Qué bueno. Esperame en la sala que en una hora estará listo el estudio, te llamo.

A la hora y veinte decido golpear la puerta de su consultorio. Sale al pasillo y me recibe con unos papeles en la mano.

—Acá tengo el estudio de sangre y nada, debe de ser un virus. A tener paciencia —responde, y se aleja.

Recibo un mensaje de Angie, dice que acaba de llegar y no puede estacionar. Salgo tambaleante de la guardia y la veo a unos metros. Está agotada. Después de hacer mil maniobras logró colocar el auto en un lugar donde apenas se pueden abrir las puertas. Camino a los tumbos en dirección a ella. Su cara se transforma al verme. Soy un zombi amarillo con el brazo pinchado y a punto de desmayarse.

—¡Tu color! ¿Cómo te sentís? ¿Dónde están los resultados de los análisis que te hicieron? —pregunta.

—No lo sé, creo que se los llevó la doctora —respondo.

—¿Cómo que se los llevó la doctora? ¿No se los pediste?

—Me dijo que es un virus, ya va a pasar —digo mientras me siento en el auto—. Necesito descansar.

—Quiero esos análisis, quizá los tenga que ver otro médico. —Su tono no admite disidencias—. Vamos a buscarlos.

Entramos, pero la doctora de la fiebre ya no está, así que vamos al laboratorio y logramos tener en nuestras manos los resultados del estudio. Ahora sí podemos volver. El calor es agobiante y yo estoy sentado en el auto. Tengo algo menos de treinta y ocho de fiebre y mucho sueño. No recuerdo haber estado tan cansado en toda mi vida. Necesito algo que me envuelva y abrigue. La temperatura tiene que bajar pronto, dijo la doctora.

Al llegar a casa me tiro en la cama y duermo. Al despertar, ya son cerca de las cinco de la tarde. La fiebre no baja y ya van más de veinticuatro horas. Me siento en el living y miro el termómetro mientras transpiro. Mi remera está empapada. Empiezo a normalizar esta situación de tener que usar varias camisetas por día. Cata y Martu, a mi alrededor, preguntan qué pasa y les digo que tengo fiebre, que ya tomé el remedio y que pronto jugaré con ellas. Cata insiste con la polilla que le asesina la ropa y dice que es posible que el bicho sea el culpable de mi enfermedad. Me cansa estar con ellas, y sus preguntas me aturden. Así que vuelvo a la cama y pierdo la noción del tiempo. Angie me trae el termómetro por la noche. El aparato hierve a más de treinta y nueve. Esto no es normal.

—Mandale los resultados a María, que es médica —le pido a Angie.

—Sí, justo estaba escribiéndole un mensaje, ahí se los mando —responde sin dejar de mirar el teléfono—. Me contestó, dice que vayamos mañana a la Clínica Adventista Belgrano, donde ella trabaja en la guardia.

—¿Qué te dijo del estudio?

—Que no está bien. —Angie se pone a leer algo en la pantalla de su celular—. Dice que no hay que preocuparse, hay que ocuparse. Los resultados están mal. Tenemos que ir mañana temprano al sanatorio. Vos no podés manejar en este estado, tengo que hacerlo yo. Ella va a encargarte varios estudios para que te hagas ahí y ver qué es lo que te está pasando.

—Bueno, yo me voy a dormir, estoy muy cansado y esta fiebre no baja.

Clínica Adventista

Angie odia manejar, así que tomamos un taxi. Le pido al conductor que apague la radio, necesito que deje de retumbarme la cabeza. Al llegar, pedimos por la Dra. Portillo y esperamos. En la sala, un cuadro, paredes blancas y una fila de sillas con gente enferma esperando su turno. Al frente, un guardia mira aburrido a la nada, y en el mostrador, una recepcionista busca algo en una montaña de papeles.

María viene a recibirnos, está indignada con la médica especialista en fiebre. ¿Cómo que me mandó para casa diciéndome que era un virus? No hay tiempo que perder, afirma. Aún no sabe lo que tengo. Hay que realizar nuevos estudios de sangre, rayos X, ecografías y lo que sea para encontrar la respuesta. Podré hacer todo dentro del sanatorio y hay que empezar ahora. Angie acelera los trámites burocráticos, un enfermero me sube a una silla de ruedas y me lleva al primer pinchazo del día. La enfermera del laboratorio mira el pedido y nos dice que los resultados tardarán unos días, que son muchas cosas, aunque algunos los sabremos en unas horas. No sé qué tengo con las agujas; me duele cuando se clavan bajo la piel, pero me gusta ver cómo se llena la jeringa y el bulto del metal debajo de la vena. A veces pienso que ese aguijón podría atravesar el conducto de lado a lado. Siento escalofríos. De pronto, quiero irme. ¿Qué hago aquí? Angie me toma del brazo y me acompaña a la siguiente parada, que es la ecografía. El ecografista me dice que tendría que haber ayunado, se queja de que así no puede ver bien. Pareciera ser que tengo algunas piedritas en la vesícula y el bazo más grande de lo normal. Ahora debo esperar. Angie se va a trabajar y María me pide paciencia, pronto tendrá los primeros resultados.

Al rato me recibe el doctor Carlos González. Se presenta como el jefe de María, que está a su lado. Me cuenta que los primeros resultados no son buenos, aunque todavía no saben bien qué tengo, y que podría llegar a ser algún tipo de cáncer. Apenas balbuceo alguna pregunta sobre los pasos a seguir. De pronto, me doy cuenta que lloro. Lo hago con vergüenza, pero no puedo parar. Eso que siempre le pasa a otro, ahora me pasa a mí. Carlos responde que es muy probable que haya criterio de internación, o sea, internarme hasta descubrir qué tengo. Me enjugo las lágrimas. Acabo de entender que tengo algo grave.

Me llevan al shock room, una sala que se oculta detrás de la guardia y adonde llegan todos los casos urgentes. Salvo mi cama, todas están vacías. Me colocan suero y un enfermero en remera me trae una manta para darme calor. Ya voy varias horas temblando y razono que debe de ser algo bueno para los músculos. Me río al pensar que tengo electrodos gratis hace más de cuarenta y ocho horas.

Entra una mujer que sufrió un asalto a una cuadra de aquí. No la veo, cerraron las cortinas alrededor de mi cama y estoy aislado del exterior. Su voz es la de una anciana. Gime, tiene un fuerte dolor en el brazo. Le arrancaron la cartera, tropezó y la arrastraron varios metros durante el robo. Perdió el audífono y le cuesta escuchar a los enfermeros cuando intentan tranquilizarla. Le preguntan por algún pariente, alguien que pueda venir a acompañarla, pero nada, no tiene a nadie. Aguarda la muerte en un departamento a pocas cuadras de aquí, pero ya no tiene las llaves que estaban en su cartera y está sola esperando que un médico le arregle ese brazo que no deja de dolerle. Llora, lo hace casi en silencio. Repasa una y otra vez el momento en que le tiraron de la cartera y no encuentra explicación a lo que le sucedió. Se echa la culpa, quizá le dio a entender al ladrón que tenía dinero. Pero no, apenas unos pocos pesos para ir a la verdulería. Era un chico joven, ¿por qué no estaba en la escuela?, se pregunta.

La abuela solloza, tiene dolor y no tiene nietos que se preocupen por ella. Sus parientes viven muy lejos, dice. No se acuerda de sus números de teléfono. Pobre vieja. El enfermero se compromete a conseguirle un cerrajero para que pueda entrar a su casa. Le ofrece otro calmante y llega el doctor para ver el brazo. Alguien pregunta por la señora que sufrió un robo; han encontrado la cartera en la calle. Una persona siguió a los ladrones, que a los pocos metros tiraron la bolsa de la mujer sin haber encontrado más que los pocos pesos que la viejita iba a usar para comprar una calabaza, dos tomates y alguna fruta. Fue un señor el que encontró el bolso, juntó las cosas y vino para el sanatorio a encontrar a su dueña, que ahora podrá entrar a su casa con las llaves de siempre. La vieja gime y se pregunta por qué. La han venido a buscar. Es hora de ir a la sala de rayos X.

El enfermero me pone un termómetro debajo de la axila. La fiebre no baja. No pueden darme más paracetamol y lo que sea que me estén dando. Llega Angie. María la llamó al trabajo y le dijo que era mejor que me acompañara y estuviera a mi lado. Entonces el enfermero se va y vuelve con cuatro bolsas de hielo que me coloca debajo de las axilas. El celular marca que ya son las cuatro de la tarde, estoy acá desde las nueve de la mañana y apenas comí algo con gusto a nada, de esas viandas que comen los pacientes de los hospitales. El hielo me baja apenas la fiebre. Ahora está derretido. Llega María con otra tanda de resultados y me dice que van a internarme. En un rato me buscan con una ambulancia, no queda lugar aquí y me tienen que trasladar al Instituto Argentino de Diagnóstico y Tratamiento.

Nunca viajé en ambulancia. No es que alguna vez lo haya deseado, pero siempre me dio curiosidad. Aprovecho para sacarme una selfie y enviársela a mis amigos por WhatsApp. “Les mando un abrazo”, digo con una sonrisa. Miro mi entorno y me siento ajeno a la situación. Hace menos de una semana estaba jugando al tenis y ahora estoy rodeado de tubos de oxígeno, camillas y aparatos para revivir pacientes. Por momentos, siento que me divierto en esta aventura a lo desconocido. Desde donde estoy no puedo ver nada, ni siquiera a Angie, que se encuentra sentada detrás de mí y me sonríe cada vez que me doy vuelta. La ambulancia es un fiasco, respeta los semáforos y el chofer conversa con el enfermero que lo acompaña de copiloto. Siento escalofríos y estoy tranquilo. Mis amigos preguntan qué pasa y solo llego a contestar “Estoy jodido, amigos”.

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