Todos los monstruos de la Tierra

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Circe: la femme fatale griega

Desde La Odisea, la sabia hechicera Circe, dueña de los sonidos y los de aires y que vivía en una isla, es un personaje de suma importancia para una dilatada tradición de mujeres monstruosas y sensuales, las cuales abordaré más extensamente en el subcapítulo «De melusinas a madres de agua».

Circe despertó la atención de muchos hombres, de san Agustín a James Joyce. Tiene vínculos con las sirenas griegas, que no eran visiblemente seductoras como la fantasía moderna ha configurado: al revés, llevaban a los incautos a la tragedia mediante su canto desconcertante, un lullaby irresistible que, desde entonces, ya concedía a los seres femeninos acuáticos —especialmente a los marinos— un poder de aniquilación avasallador. Vale la pena recordar a Escila y Gréndel, el dragón de Beowulf, así como a Melusina e Ipupiara74.

Antes de nada, Circe, esa chamánica señora de las transformaciones, cuando quería burlarse de la pequeñez humana transformaba a sus adversarios en animales mediante algunos artificios: se valía de pociones y envenenamientos en la comida o empleaba su cayado mágico, antecesor de las fálicas varitas mágicas que varias brujas y hadas llevaban consigo en los cuentos de la era moderna y contemporánea.

Circe era capaz de ofrecer un desorden genérico a los fenómenos del mundo natural75. Junto a otras personalidades antiguas —Proteo y Minos, por ejemplo—, no pertenecía a la cúpula de los dioses olímpicos, sino que estaba circunscrita a un grado intermediario, por lo tanto, a un entre-deux que le convertía en una personalidad aún más interesante: sospechosa, inmoral, caprichosa, que transformaba a las personas en animales a su voluntad, y no por motivos morales, como sucedería si perteneciese a la lista de los dioses del Olimpo. Ella dejó una lección que merece un análisis: «La metamorfosis es posiblemente la maniobra más inventiva y gratificante que se puede hacer ante el miedo»76. Sí, puesto que, a diferencia de la tradición cristiana —que predicaba una vida única finita y luego el alma esperaba un juicio decisivo—, el conocimiento pagano consideraba que la metamorfosis era una rica posibilidad para que un ser adquiriera otras cualidades y formas, aprendiendo incluso las virtudes de un presunto enemigo77. Más allá, la metamorfosis tal vez alcanza una derivación en la metempsicosis —la reencarnación de un ser humano en otra envoltura, ya sea mineral, animal o vegetal, como creían varios pueblos orientales—. Las metamorfosis tienen una relación íntima con la teriantropía, la afinidad entre humanos y animales en un sentido a menudo místico y sobrenatural para muchas creencias. Forman parte de la teriantropía, a mi modo de ver, las variaciones como la licantropía y el vampirismo.

Circe, en La Odisea, metamorfoseaba a los hombres en diversas fieras. Otros escritores y mitógrafos irán más allá de los animales mencionados en la obra de Homero: no solo cerdos, lobos de la montaña y leones, sino también jirafas, ostras, avestruces o serpientes compondrán el alegre jardín zoológico78 de la hechicería. Sus hombres hechizados se convertían, además de en castrados, en criaturas desprovistas de subjetividad. Se volvían mansos y domesticados por la cruel dama fálica y famélica que se complacía presenciando una suerte de freak show particular79 y haciendo bricolaje con «piezas» proporcionadas por la naturaleza. Su práctica sigue la línea de las ideas aristotélicas sobre lo monstruoso, ya que el resultado híbrido confiere una condición de extrañamiento e, incluso, maldición.

Si Circe estaba al mando de monstruos que eran el resultado de sus magias, se puede inferir que quien tuviese tal poder sería igualmente clasificado con el adjetivo «monstruoso».

Difícil no asociar las prácticas de Circe a la novela del siglo XIX La isla del doctor Moreau, de H. G. Wells (1896), ya llevada varias veces a la gran pantalla, en la que los humanos también eran transformados en animales, pero como resultado de intervenciones quirúrgicas. En ese contexto, cito el filme Splice: Experimento mortal (Splice, Vincenzo Natali, 2009), que combinó, en una única criatura, una variedad de partes de animales, producción cinematográfica que comento en la tercera parte. La fantasía de Circe, de esta forma, se muestra bastante actual: «La metamorfosis clásica prefigura, de este modo, pesadillas contemporáneas sobre posibles usos perversos del conocimiento científico, desde el trasplante de órganos hasta la ingeniería genética y la mutación de células por otros medios»80. En efecto, la influencia de dicha bruja fue vasta: sus acciones supusieron un punto de partida para discutir las diferencias entre humanos y animales. Quizá uno de los que lograron ir más lejos en ese enfoque fue Plutarco (46-126 d. C.), en su Moralia. Creó un cerdo llamado Gryllus que hablaba griego con fluidez y, al contrario que los demás hechizados de Circe, no quería retomar la forma humana. A pesar de que Plutarco estaba a favor del vegetarianismo y de que disertara sobre la influencia y las habilidades de los animales, su personaje porcino sirve más como una crítica a la índole humana que propiamente para incitar el respeto hacia los animales. Para el autor, la condición del animal superaba a la humana en términos de virtudes: el filósofo decía que los animales tenían alma (la psique) y que la fuerza de las hembras de varias especies acababa por sorprendernos.

Circe aún permanece hoy como figura contemplada en narraciones literarias y cinematográficas. Y ha de reconocerse que —no del todo perversa— su voz seductora acabó revelando a Ulises los secretos de la supervivencia en el largo viaje marítimo que iba a emprender.

Los horrores y espantos del Medievo

Toda la Edad Media es un buen ejemplo sobre la capacidad de desplazamiento de las proyecciones de lo monstruoso. En sus cerca de 1.000 años de duración, se puede afirmar que la intolerancia para con lo diferente provocó ataques a distintos grupos que representaban «el monstruo del momento»: los gitanos y los sarracenos, los cristianos nuevos y los judíos, los «turcos» y los negros están en el origen de muchas concepciones de lo monstruoso todavía en la actualidad. Los judíos —considerados en el periodo medieval los perseguidores implacables de Cristo— eran retratados con fisionomías monstruosamente distorsionadas81 y muchos de los «cocos» de nuestros días se describen como hombres de piel oscura, tal vez como herencia de aquellos tiempos de ignorancia en los que el enemigo muchas veces vestía turbante, pantalones mullidos y de colores y llevaba cimitarra82. Los hombres altos y las mujeres viejas fueron igualmente confundidos con monstruos diversos.

Monstruo era una palabra que provocaba aversión entre la gente en la Edad Media, ya que venía a demostrar algo que ocurriría por auspicio divino, como ha quedado evidente en una de las acepciones del término que comenté. Los monstruos formaban parte, en aquel periodo de la historia, de las llamadas mirabilia83, las cuales se componían de seres, objetos y monumentos (mira res o mira admirationis). Para san Agustín, en La ciudad de Dios, las obras de mirabilia se dividían en monstra (de «mostrar»), ostenta (de «ostentar»), portenta (de «ostentar» o «mostrar anticipadamente») e prodigia (de «predecir» algún futuro). Fonseca84 aclara que las mirabilia inspiradas por el divino se hicieron conocidas como prodigios. Los hombres viajeros del Medievo localizaban buena parte de esas mirabilia alrededor del supuesto local del Paraíso, cerca del Huerto Sagrado —y, muchas veces, la referencia geográfica era la zona más al este de Oriente—. Magalhães85 explica que las mirabilia, en suma, estaban relacionadas con las cosas admirables que presentaban un grado exagerado y no habitual con respecto a lo humano, ya fuera en cuanto a la dimensión de su belleza o a la de su fuerza y riqueza.

Animales domésticos y salvajes

Entiendo que la Edad Media fue un largo periodo de la humanidad, a menudo esplendoroso y crepuscular, del que aún hay rasgos culturales por descubrir y estudiar. Entre ellos, la relación del hombre medieval con los animales, sean domésticos o salvajes. Me valgo aquí, en gran medida, de las observaciones que figuran en el excelente Diccionario razonado del Occidente medieval (volumen I), organizado por Le Goff86, en el que el autor de la entrada sobre los animales, Delort, destaca la importancia de una zoohistoria que aproveche los recursos de la genética regresiva, de factores serológicos y de comparaciones entre especies de antaño y hogaño.

Cuando se piensa dónde habrían surgido los intercambios milenarios entre los hombres y los demás animales, se puede suponer que, en algunos casos, un cachorro descarriado en un bosque se apegaría al primer ser que encontrase en su camino y este podría ser tranquilamente un campesino arrancando, de esta forma, una relación duradera que podría variar entre la cría de una especie para fines de supervivencia y una cordial amistad.

En la Edad Media, los animales se criaban en cautividad, pero en un régimen prácticamente salvaje para su debido uso cuando fuese necesario: en viveros y reservas se mantenían aves, venados y liebres, por ejemplo. Los conejos llegaban a vivir en recintos vallados y un hurón los sacaba de sus túneles siempre que se necesitase carne o piel. Esa forma rústica de aprisionamiento evolucionó hacia una cría que buscaba la reproducción (breeding), llegándose también al desarrollo de la familiarización de los animales con sus dueños (taming), lo que antecede al comportamiento contemporáneo de tener mascotas en casa. Resumiendo, en la Edad Media, los animales servían de alimentación y vestimenta, pero también de decoración, tracción, adiestramiento (perros de caza), exterminio de plagas —como hacía el gato— y compañía personal. Y hay un aspecto que el lexicógrafo prácticamente no comentó y que es valioso para este trabajo: la fértil presencia de animales en la tradición, sobre todo campesina, en forma de creencias populares, supersticiones e historias transmitidas oralmente. Con todo, el diccionario organizado por Le Goff, pese a no darle mucha atención a los aspectos fantásticos de las alimañas, reservó un pequeño espacio para la convivencia entre animales reales e imaginarios:

 

El león, con aspecto sumiso, recostado a los pies de san Jerónimo o acompañado de Yvain, héroe novelesco de Chrétien de Troyes, destrona al oso como rey de los animales. El elefante, como el que le regaló el califa Harun al-Rasid Carlomagno, estimulaba la imaginación de los cristianos medievales. El unicornio, símbolo de la virginidad, aparecía como un animal completamente real en ese mundo que creía en lo maravilloso87.

Entre los animales domésticos, el cerdo tuvo importancia en el Medievo, ante todo por su capacidad de encontrar trufas y castañas en los bosques. Al comienzo de su domesticación, se diferenciaba poco del jabalí: presentaba una amplia musculatura, tenía colmillos prominentes y era más esbelto que los que se crían de hoy. Se temía a ese animal, en particular al bravo macho reproductor, porque devoraba a los niños, pero sus compañeras también solían ganarse la fama de infanticidas. En 1394, en una localidad normanda, un puerco fue juzgado y ahorcado por haber devorado a una persona. Un hecho similar sucedió ya en la era moderna, en 1547, cuando una cerda y sus lechones acabaron en los tribunales por el mismo crimen. La madre fue ejecutada por el mal ejemplo, según alegaron, que les dio a sus hijos, pero los cochinillos fueron indultados. Esta clase de incidente era más o menos frecuente en las aldeas medievales, cuando los cerdos vagaban en libertad y solían atacar a la gente, sobre todo, a los más pequeños88.

Del cerdo se aprovechaba, en la Edad Media, la carne, la grasa, la piel, la crin y se preparaba el jamón. Del carnero se obtenía la lana, la leche, el queso, la cuajada, el cuero e, igualmente, se aprovechaban los cuernos, los cascos, los huesos, la carne, las tripas (que se empleaban en instrumentos musicales) y hasta el estiércol, que fecundaba los pastos. Por su parte, el buey europeo descendía del buey romano que, a su vez, estaba relacionado con el bovino autóctono de las turberas. Simbolizaba la pasión de Cristo y san Lucas. Las aves se popularizaron principalmente entre el siglo VIII y el XII, proporcionando carne y huevos mediante la extensa familia gallinácea, a la que también pertenecían los patos, gansos, palomas y pintadas comunes. Los pavos reales y los cisnes se reservaban para la decoración, mientras el pavo no llegó hasta el siglo XVI, procedente de América.

Los caballos eran animales de uso bélico, destinados al combate, pero también había equinos robustos de carga y tracción, que solían emplearse hasta su límite de resistencia, unos trece años. El de paseo tenía su protagonista en la yegua —ideal para las damas— y con el popular rocín. Este el animal era el preferido en toda la tradición literaria caballeresca y trovadoresca. Debido al conocido tabú hipofágico, de los caballos muertos solo se podía aprovechar el cuero.

Los gatos, en aquella época, vivían dos años a lo sumo y parece que era común que se juntaran en manadas semisalvajes, ya que eran: «Mal cuidados, mal nutridos, mal amados, mantenidos en estado famélico que su función exige: cazar ratas». El felino se asociaba a la lujuria femenina, a las fiestas paganas y a los aquelarres, las hechicerías y al diablo, tal y como reforzó el lexicógrafo. El prestigio lo gozaban los perros que, desde la Edad Antigua, se clasificaban en razas (lebrel, spitz, bichón, dogo, moloso, pastor, basset...). Durante el periodo medieval, se sumaron los galgos como acompañantes de las damas, además de los perros cazadores, pastores y guardianes de rebaños, razas provenientes de pueblos distantes (fue san Luis, rezaba la tradición, quien había buscado el grifo tártaro directamente en Tierra Santa).

Darnton hace una bonita antología de la presencia de los gatos en la cultura:

Debe decirse de antemano que los gatos tienen un indefinible je ne sas quoi, algo misterioso que ha fascinado a la humanidad desde la época de los antiguos egipcios. Puede percibirse una inteligencia casi humana en sus ojos. Se puede confundir el maullido de un gato en la noche con el chillido humano, que brota de alguna parte profunda y visceral de la naturaleza animal del hombre89.

El conejo se hizo muy popular en la Europa medieval. Desde el litoral mediterráneo, subió hacia Inglaterra (siglo XII), a Bohemia y a Polonia (entre los siglos XI y XIII) y a Hungría (siglo XV), pero no llegó a tierras muy gélidas, donde no podría cavar. Asimismo, ha de mencionarse la presencia del gusano de seda de la morera (cuyo uso para la confección de tejidos de seda data de 3000 a. C. en la civilización china), que llegó a Asia Central en el siglo VI —según la tradición, vino dentro del bastón hueco de dos monjes del monte Athos— y, por eso, el nombre medieval del Peloponeso era Morea, según nos recuerda Delort. Fue a partir del año 1000 cuando esa oruga empezó a difundirse por el resto de Europa a través de Sicilia, arraigando mucho a la España musulmana. Desde el norte de Italia, alcanzó la Provenza, ya en el fin del largo periodo medieval. Otro invertebrado conocido desde la Edad Antigua era la abeja. En el Medievo, varios árboles eran considerados sagrados, pues abrigaban colmenas y enjambres, los cuales solían registrarse ante notario, con derecho incluso a ser heredados.

Aparte de los considerados de uso doméstico y rural, estaban los salvajes que, casi siempre por modismo o lujo, eran adaptados a la vida humana. Es el caso de los dos leopardos, que cobraron popularidad en Sicilia y en Italia, ya fuera para presentaciones artísticas, para la caza de prestigio o para mera compañía. También era común el empleo de aves rapaces —tanto las de vuelo alto (halcón) como las de bajo (azor), adiestradas para deportes de caza—. Y, en muchas situaciones, los animales de gran envergadura —bestias asiáticas y africanas, como el rinoceronte y el elefante— se convirtieron en personajes de episodios reales epopéyicos, como cuando eran objeto de regalo a reyes y papas.

No obstante, los animales salvajes también componían una rica tradición con fines moralistas: en Francia, la encarnación de la astucia estaba en el zorro (Renart)90, que solía conformar un trío con el tejón (Grimbert) y el gato montés (Tibert). El terror de los gallineros y graneros eran los mustélidos (la comadreja y la garduña, por ejemplo). La vida silvestre la poblaban las martas, los visones y las mofetas (estos últimos, malolientes), los linces y los ratones de campo, y las liebres, ardillas y ciervos. El ambiente acuático contaba con la presencia de nutrias, castores, percas, tencas, lenguados y truchas. Del mar, venían los arenques, la sardina, el atún, la ballena y el delfín. La mala reputación recaía generalmente en los sapos, ranas, salamandras y tritones y, también, en los réptiles —las maldecidas serpientes, cobras y víboras, como nos recuerda el siguiente texto—: «La serpiente, heredera de réptiles bienhechores y malhechores de las culturas tradicionales y de la Edad Antigua, es demonizada por el judeocristianismo»91. Asimismo, se temía a los saurios y a los lagartos cocodrilescos que podrían asemejarse a enormes dragones que escupían fuego.

Los pájaros estaban bastante presentes en la tradición medieval92 —el mirlo, el chochín, el pardillo, la cogujada, la golondrina, la cigüeña, el cuervo, el búho, la garza, la gaviota, el pelicano, entre otros—, mientras que los invertebrados nunca tuvieron una gran repercusión, salvo por las invasiones esporádicas de saltamontes y gorgojos —estos últimos, parásitos de plantas—. Sin embargo, el grillo disfruta de un estatus superior: «Un grillo es un insecto, pero tiene la condición de monstruo de otros insectos debido a su canto casi humano»93. No obstante, en la tradición hagiográfica de la Baja Edad Media, la presencia de los insectos es notoria y puede decirse que influyeron en las creaciones artísticas que retrataban demonios y diablos. Una ilustración representativa de ese aspecto es La tentación de san Antonio94, de Martin Shongauer (c. 1475), en la que se puede ver al santo siendo elevado por los aires y agarrado por varios demonios a la vez, en un enmarañado de rabos, alas con nervaduras, trombocitos, espinas, cuernos y picos dentados. Warner comenta la contemporaneidad de esas representaciones:

Las características, el carácter y los gestos de poder y terror se toman prestados actualmente con frecuencia del territorio próximo a las antiguas viviendas ctónicas cavernosas de los dragones primevos y medievales, así como del reino análogo de los insectos. A estos se les considera universalmente los más adaptados y adaptables: por eso son temidos y provocan pavor. El Bosco introdujo polillas, escarabajos y mariquitas en el paisaje del infierno; sus diablos son generalmente miniaturizados como insectos, y usan alas con venas, antenas y crestas frágiles. Aunque el Bosco también puebla sus mundos fantásticos con pájaros y mariscos espantosamente grandes, los insectos sugieren mundos inferiores ocultos, la búsqueda de submundos secretos de seres normalmente invisibles a los hombres, reinos esféricos escondidos dentro de montañas y territorios de duendes. Las metamorfosis de los insectos ofrecieron una especial conexión amenazadora para con los procesos aberrantes del infierno95.

Es esa autora la que recordará la presencia de rasgos y aspectos insectoides en diversos monstruos del cine, sobre todo, en robots híbridos. Yendo un poco más allá, se puede afirmar que buena parte de las invenciones en torno de los alienígenas, de monstruos mutantes y figuras del mundo biotecnogenético se inspira en la arquitectura exoesquelética de los insectos y en la conformación amenazante y extraña de diversos invertebrados. Por algo los seres diabolizados tienden a asumir el mimetismo espantoso de los insectos: son seres que logran, al igual que el diablo, disfrazarse. La capacidad de mimetizarse siempre ha sido motivo de sospecha, pues ofrece peligro, como los contemporáneos asesinos en serie de mil caras de las películas o los personajes que se camuflan como el monstruo de las películas Depredador (Predator, John Mc Tiernan, 1987) y Depredador 2 (Predator 2, Stephen Hopkins, 1990) o, incluso, Alien vs. Depredador (Alien vs. predator, Paul W. S. Anderson, 2004). El director de cine Tim Burton, obsesionado con los insectos, llegó a decir que los adoraba:

Están a nuestro alrededor [...]. Son nuestro día a día. ¡Insectos! [...] A lo mejor la explicación esté en haber crecido con tantas películas de insectos en los años setenta. ¿Recuerdas Ranas? Eso es ecología, empecemos a ver más esas películas, te lo aseguro. Una nueva tendencia horrible, como en los años setenta. Películas con la venganza de la naturaleza96.

También se puede destacar que diversos seres fantásticos tienen tamaños diminutos, que nos recuerdan a insectos y otros animales pequeños: las hadas, los hobbits, los pitufos y el E. T. de Spielberg, por ejemplo.

Entre los animales salvajes populares en la Edad Media, tres dejaron huella: el oso, la rata negra y el lobo97. El primero siembre iba con un bufón en las presentaciones de carácter circense —integrante del Roman de Renart, esa obra tan importante, probablemente anónima—. El segundo estuvo poco presente en la literatura medieval y su fama se debió a las pandemias, a pesar de haber provocado menos peste que rabia el lobo. Este último sí que puede ser considerado el gran animal de la imaginación campestre, combatido y diabolizado como representación del hombre hereje —redimido, no obstante, por san Francisco de Asís98—. Pero, a diferencia de los pequeños lobos autóctonos, como los que recogieron a Rómulo y Remo y estaban presentes en las lupercales, los grandes lobos siberianos de las estepas vinieron de la mano de las invasiones bárbaras y causaron un enorme pavor: «Cuando el hombre flaquea, el lobo acude y devora»99. Por ejemplo, en la guerra de los Cien Años, en París, se describió la aparición de lobos que parecían especializados en antropofagia. Tal vez a raíz de la presencia de estos cánidos más grandes provengan varias historietas que se hicieron populares en la tradición europea: lobos que raptaban y devoraban niños, que merodeaban las cabañas esperando un descuido para hacerse con su presa, figuras terribles trasladadas a las nanas, las cuales repetían su tibio «lu... lu... lu...»100, trasladadas a varias lenguas, probablemente, en parte en alusión al loup francés y también al abominable loup-garou101.

 

El lobo al acecho o el lobo en la puerta (tanto en Esopo como en La Fontaine) también asumían rasgos más atrevidos en el «lobo ya dentro de casa», aquel casi insospechado monstruo bajo la piel de un pariente, que podía ser la abuelita de Caperucita Roja o el propio padre que, tras transformarse, devoraba a su hija bebé, como sucede en una historia antigua recontada por mí102. En el afán de capturar al animal salvaje y exponer al mundo las curiosidades de un reino a menudo poco accesible, a finales de la Edad Media, se acaban volviendo populares los parques de animales —antecesores de los zoológicos—, como aquel que se hizo famoso en la Rue des Lions-Saint-Paul, en París, pero del que ya no queda nada. Para el escritor y reverendo Sabine Baring-Gould, el lobo fue el animal por excelencia en incorporar lo fantástico en Europa. Sus estudios sobre narrativas populares se destacaron en Escandinavia, con especial énfasis en la cultura noruega, como un espacio en el que los lobos migraban a formas humanas con cierta facilidad: «Vargr tenía su doble significado en noruego. Quería decir “lobo” y también “hombre impío”. Este vargr es el inglés were de la palabra werewolf, y el garou o warou francés. La palabra danesa para “hombre lobo” es var-ulf, la gótica vaira-ulf»103. La asociación entre lobo y bandido era tan común que los proscritos tenían que ser expulsados como «lobos» y perseguidos hasta donde los hombres pudiesen cazarlos. En Noruega se creyó durante mucho tiempo que algunas personas podrían estar hechizadas por hombres-troll, transformándose en lobos u osos, pero regresando en seguida a la forma humana104. Durante siglos, las brujas o personas que pactasen con el diablo conseguirían realizar varias proezas, como hacer llover granizo, raptar niños para los aquelarres o transformarse en lobos.

En suma, la teriantropía —término para las transformaciones parciales o totales entre hombre y animal— viene siendo un motivo sempiterno en los relatos, desde los más remotos registros, como Anubis, el dios egipcio con cabeza de chacal. Hay, en la Edad Antigua griega, dos extremos de la presencia lupina: mientas Circe transformaba en animales —entre ellos, en lobo— a los hombres que seducía, Zeus maldijo a Licaón porque dicho rey mató, cocinó y sirvió el cuerpo de un prisionero a sus invitados (otra versión dice que sacrificó un bebé al gran dios del Olimpo). En esa ocasión, el mítico soberano de Arcadia fue transformado en lobo por su acto de impiedad y salvajería. Licaón también fue citado en La República: para Platón, el hombre lobo era la metáfora del tirano. La literatura medieval también explotó el espeluznante tema: los hombres lobo de Ossory, en el texto del galés Giraldus Cambrensis; el lay de Bisclavret, de María de Francia (siglo XII) o, también, Li Roumans de Guillaume de Palerne (circa 1200), un poema que presentaba a un hombre lobo benevolente. En el siglo XVI, el libro La Démonolâtrie, de Nicolas Rémy, que vino a sustituir el éxito del Malleus Maleficarum, presentaba un pasaje en el que dos hombres, envidiosos de los rebaños de un vecino, se tiraron por los suelos y pronunciaron una fórmula mágica. Esta hizo aparecer un lobo demoníaco que atacó a una oveja, mientras que en Flagellum Maleficorum (1462), de Petrus Mamoris, el hombre lobo sería un lobo común poseído por el diablo.

De hecho, el lobo mantiene una estrecha relación con lo diabólico y en la cultura de varios pueblos y en diversas épocas: su domesticación probablemente se produjo alrededor de 15000 años a. C., en Asia Oriental, pero no fue suficiente como para convertirse en un animal simpático: jaurías salvajes siempre sembraban el pánico en los aldeanos robando y asesinando crías de animales y niños. Asociado a la luna llena y a la noche, el lobo se volvió copartícipe de una división maniqueísta del mundo, en la que la oscuridad se mostraba con atributos opuestos a los del día y el exceso de exposición a la luz de la luna podría llevar a la locura a las personas.