Silencio

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Letrame Editorial.

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© Adrián Prieto Pérez

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1114-110-9

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

INTRODUCCIÓN

A mis doce años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un sacerdote que se encontraba cerca me salvó con un grito: «¡Cuidado!». El ciclista cayó al suelo. El señor cura, sin detenerse, me dijo: «¿Ya vio usted lo que es el poder de la palabra?». Gabriel García Márquez cuenta en este relato de su infancia que ese día supo lo importante que puede llegar a ser el valor de la palabra.

Hay palabras bonitas, palabras feas, también existen palabras que pasan desapercibidas o palabras que te pueden salvar la vida como en el caso que le ocupó a Gabriel García Márquez.

Esta novela tiene por título Silencio, otra de ese tipo de palabras que tienen una gran connotación; un significado no directo pero que se puede asociar al secretismo o al misterio.

Se han escrito muchas frases a lo largo de la historia sobre el concepto de esta palabra: «El comienzo de la sabiduría es el silencio», expresión puesta en boca de Pitágoras. «Nada fortalece la autoridad tanto como el silencio» dijo Leonardo Da Vinci o Beethoven cuando dicen que propuso la siguiente consigna: «Nunca rompas el silencio si no es para mejorarlo», y volviendo a García Márquez, cuentan que de su boca también brotó la máxima: «Y si un día no tienes ganas de hablar con nadie, llámame, estaremos en silencio»…

En el caso que nos ocupa, en esta novela, a lo largo de toda la trama existen muchos tipos de silencios; pero todos con esa relación o ese vínculo con la intriga. El silencio no es simplemente la ausencia de ruido, es mucho más que eso.

¿Si Hitler se hubiera quedado en silencio cuando sus militares más allegados le preguntaron si invadían Polonia? ¿Qué hubiera pasado? ¿Se podría haber evitado la Segunda Guerra Mundial?

¿Si el despertador de Lee Harvey Oswald hubiera permanecido en silencio aquella mañana del 22 de noviembre de 1963? ¿Hubiera llegado tarde a la plaza Dealey? ¿Kennedy no hubiera sido asesinado?

¿Y si Jesús de Nazareth, en vez de quedar «en silencio», se hubiera defendido con sus palabras delante de Caifás? ¿Le hubieran perdonado? ¿No hubiera sido crucificado?…

La novela que tiene usted delante es una simulación de la realidad, lo que se denomina ficción. ¿O quizá no?…, todo depende del silencio. ¿Si hubiera un hallazgo que pudiera cambiar la historia de la humanidad y, sin embargo, desde el principio, ese descubrimiento estuviera abocado al silencio? ¿Se arriesgaría usted a desvelarlo? Hay muchos ojos puestos encima. Tenga cuidado.

¿Se atreve? Adelante.

.

La religión cree en los milagros, pero estos no son compatibles con la ciencia. Las leyes de la ciencia bastan para explicar el origen del universo. No es necesario invocar a Dios.

Stephen Hawking.

PRÓLOGO

Aquella mañana se realizaron varias llamadas telefónicas. A las 10:45 la primera, desde París con destino a Roma. La segunda, quince minutos más tarde, de Roma al Vaticano y veinticinco minutos después, del Vaticano a Madrid. Tres llamadas con un mismo mensaje. Un mensaje que podría cambiar la historia de la humanidad.

Tardó muy poco en levantarse del caro sillón del despacho de su enorme chalet ubicado en una de las zonas más acaudaladas de Madrid, cuando unos segundos antes había atendido una llamada del teléfono móvil. Hacía tiempo que no recibía ninguna indicación de tal magnitud directamente del Vaticano. Simplemente se dedicó unos minutos a escuchar el mensaje que una voz le iba dictando al otro lado de la línea. El Cuervo, como le conocían, siempre sabía cómo mantenerse calmado ante cualquier situación. Sin embargo, después de escuchar atentamente lo que le acababan de trasmitir, no pudo evitar una sonrisa mezclada con un ápice de nerviosismo. Y en unos segundos, ya de pie, procedió a realizar la cuarta llamada de la mañana. Destino Londres. Al otro lado de la línea, una voz contestó.

—Monasterio de la Segunda Orden Eclesiástica de Londres, dígame.

—David, buenos días. Avisa al padre Jacob, junta extraordinaria urgente esta noche a las 22:00. Que prepare a los miembros, le transmites estas palabras: «Batalla Blanca», él sabe qué hacer…

David no estaba preparado para escuchar ese mandato de parte del temido Cuervo, presidente de la Hermandad. Una persona enigmática, con tez muy pálida, triste y delgada, frente amplia y ojos impenetrables, de boca firme y labios herméticos. Irradiaba carácter y poder. Un ser misterioso que sabía persuadir y manipular hasta al más acérrimo ateo, cuanto más a los miembros y fieles de la Hermandad. Era capaz con unas pocas palabras que cualquiera se condicionara incluso su propia existencia.

David, siempre que hablaba con él, le conseguía poner nervioso, sin embargo, se armó de valor y respondió:

—De acuerdo, señor, traslado la orden y espero noticias.

El Cuervo colgó el teléfono sin despedirse siquiera. En su conciencia sabía que había activado el protocolo «Batalla Blanca», exclusivo para que la Hermandad se pusiera en marcha con lo estipulado cuando el código se activara. Pronto se empezaría a convocar a los miembros elegidos y comenzarían a acudir a la sede de la Hermandad cristiana, ubicada en un antiguo monasterio del siglo XVII a las afueras de Londres, que, aunque restaurado por fuera, una vez en el interior, te podías trasladar al más insólito y extraordinario mundo del cristianismo, herejías y todo tipo de esquemas misteriosos y extravagantes.

El contenido de los mensajes que se reportaron aquella mañana entre las diferentes llamadas, era, en principio, de magnitudes altamente peligrosas para los que mantienen la fe en Dios y, por lo tanto, para la Hermandad.

David descolgó el teléfono y marcó el número del padre Jacob, uno de los tres clérigos que formaba la élite de la congregación para trasladarle la noticia que había recibido unos minutos antes del Cuervo. El padre Jacob era un clérigo mayor de Austria, una persona simpática y atenta, muy diferente y prácticamente opuesto al tercer miembro de los que formaban el poder superior de la Hermandad, el padre Hubert, un clérigo belga, y persona huraña y maliciosa.

El padre Jacob respondió al tercer tono.

—¿David?

—Sí, padre Jacob, le traslado la orden «Batalla Blanca» de parte del Cuervo, que prepare a los miembros elegidos para una junta urgente esta noche aquí, en la Hermandad.

El clérigo quedó unos segundos en silencio…

—Bien, David, escúchame, me pondré en contacto con una serie de personas que se irán personando a lo largo del día en el monasterio, ¿de acuerdo?, según vayan llegando, los acomodas a cada uno en una estancia, no serán muchos, en cuanto yo llegue, organizamos la velada. —El padre Jacob hablaba de forma atropellada. David notó en su voz matices de nerviosismo.

—De acuerdo, padre, ¿algo más?

—Nada más —dijo tajante el sacerdote.

—¿Qué significa «Batalla Blanca»? —se atrevió a preguntar David.

El padre Jacob volvió a permanecer en silencio, al instante, con voz de circunstancia sentenció:

—Nada que tú debas saber, hijo. Limítate a acondicionar las salas y habitaciones. Luego nos vemos. —Y colgó el teléfono.

David se recostó inquieto en el sillón de su despacho situado en el ala oeste del monasterio. Llevaba trabajando en el sitio poco más de un año y su labor para los componentes de la organización católica era la de seguir el uso práctico y cotidiano del día a día en la Hermandad, contratado como un simple becario; recibía a los fieles, realizaba gestiones de mantenimiento de las instalaciones, atendía el correo y demás acciones cotidianas sin gran importancia, sin embargo, su misión real, no consistía en eso…

Miró a un lado y a otro, salió del despacho hacia el pasillo, todo parecía en calma, se encaminó hacia una sala donde se encontraban unos cuantos feligreses rezando hacia la figura de Jesús en la cruz, volvió hacia el despacho y se aseguró de que nadie lo escuchaba, volvió a descolgar el teléfono, marcó, e hizo una segunda llamada.

—Agencia Central de Inteligencia, buenos días, le atiende Lindsay.

—Hola, buenos días, Lindsay, soy el agente encubierto CJV, código 6986, llamando desde Londres para reportar información a superiores, con Jeff Taylor por favor.

—Sí, un momento.

David estaba intranquilo, era la primera vez que iba a reportar un indicio en aquel puesto en todo el tiempo que llevaba en la Hermandad como agente encubierto y no dejaba de mirar por encima de su hombro a la puerta mientras sujetaba el teléfono con fuerza. Una gota de sudor le resbalaba por la frente. Al cabo de unos segundos apareció la voz de nuevo.

 

—De acuerdo, agente, le transfiero la llamada.

Al momento, se oyó un tintineo en el teléfono.

—Aquí Jeff Taylor.

—Señor, soy el agente 6986, del departamento de Actividades Especiales en cubierto, mi sobrenombre para esta misión es David.

—Adelante, David.

—Señor, llamo para reportar supuesto indicio de actividad dudosa en una hermandad cristiana ubicada en Londres. Solicito permiso para actuar.

—De acuerdo, David, ¿de qué se trata?

—Hablan de un código llamado «Batalla Blanca», se procederá a una reunión de miembros esta noche a las 22:00 en el mismo monasterio.

—Muy bien, mándame ubicación del sitio y apunte un número de teléfono, estará en línea directa conmigo, facilíteme el suyo también. ¿Necesita apoyo, agente?

—No, en principio no —respondió David mientras llevaba la mirada de nuevo al pasillo por si alguien lo podía escuchar. Después de intercambiarse los teléfonos, su jefe sentenció—: Estamos en contacto. Suerte, agente. —Y se despidió.

David colgó, tenía que empezar a investigar qué significaba esa misteriosa consigna que habían llamado «Batalla Blanca» y el porqué de la urgencia de la reunión extraordinaria. Como agente encubierto, llevaba muchos años con ese tipo de trabajo y sabía que era muy difícil, a la par que peligroso, actuar en una investigación una vez que encontraba la primera señal de sospecha. Hasta ese día, el tiempo que había permanecido en la Hermandad había sido trabajo fácil, pero ahora tendría que actuar con muchísima cautela, analizar e investigar sobre el acontecimiento que se iba a producir aquella noche. A lo mejor, y con suerte, la velada no sería importante y reportaría, de nuevo a su jefe, una falsa sospecha. Sin embargo, David tenía un mal presentimiento y lejos de estar equivocado, se presentaba la mayor misión de su vida en la CIA.

1

El día estaba gris, una pequeña neblina se apoderaba del aire y pronto empezaría a llover. En realidad, a James le encantaban estos días, nostálgicos, tristes, melancólicos e incluso con una pizca de romanticismo. Más aun estando en la que dicen, la ciudad del amor. París se extendía bajo sus pies. La verdad es que muchos parisinos y visitantes lo encontraban de lo más fantástico y apasionado. Sin embargo, para James, el cementerio de Montmartre, era, sin duda, el lugar donde menos le apetecía estar en ese momento, aunque las condiciones climatológicas fueran de película y en realidad, esto fuese de su agrado. Le gustaba el invierno con su ambiente mágico, el frío, la nostalgia… De hecho, siempre pensaba que un día, o una noche, con esas características se iba a encontrar cara a cara con su propia muerte. La negra dama le llevaría entre la niebla agarrando con fuerza su mano, sintiendo la llovizna en su rostro…

Entrando por el camino, entre los cipreses que habitaban aquel camposanto, James se subió el cuello del abrigo y siguió caminando entre las tumbas por los inmensos recorridos y diferentes itinerarios que ofrecía esa desmedida necrópolis. Al fondo pudo, a pesar de la niebla, divisar un grupo de personas cabizbajas y vestidas de negro. Se acercó manteniendo las distancias, tampoco quería llamar la atención entre los asistentes, con lo que se quedó a unos metros de donde, lamentablemente, estaban enterrando a la que fue su compañera de departamento. Julia White se ubicaba dentro de aquel féretro que poco a poco iba perdiendo de vista mientras se adentraba con cuidado dentro de la tierra.

«Es imposible que Julia esté dentro de ese ataúd», pensó James mientras recordaba que hacía no mucho habían estado conversando por teléfono. Hablando del último caso que habían resuelto.

Pero ahora estaba metida en esa caja de madera. Una mujer joven, sana, siempre enérgica, impecable en su trabajo, capaz de resolver los casos más horribles que podía recordar, querida por todos.

La mañana del día anterior, caminando por la calle, cerca de la comisaría, un paro cardiaco se la había llevado para siempre.

En el escenario del sepelio se encontraba una mujer de unos setenta años mirando hacia el suelo agarrada del brazo de una chica de unos treinta. James pudo figurarse que la joven era la hija de Julia y supuso que la señora contigua podría ser la abuela, la madre de Julia. Un grupo de personas de avanzada edad se arremolinaban alrededor del escenario recitando plegarias, algunas mirando al cielo, otras al ataúd, y alguna hacia el suelo. Y bajo un gran sauce se encontraban algunos compañeros del departamento, habían volado desde Virginia, donde se encuentra la sede de la CIA a París, para dar el último adiós a Julia. Incluso al fondo, pudo ver a su jefe, Jeff Taylor. Una persona en la que se podía confiar. A lo lejos había más gente vestida con trajes negros que James no conocía. Serían amigos, quizá vecinos, o algún familiar más lejano. En ellos se encontraba fijando cuando sintió que alguien le toco la espalda, y cuando se giró, se encontró con Susan Hill mirándole con gesto alicaído:

—James, ¿qué tal?

—Hola, Susan, bueno, bien, dentro de lo que cabe… —le respondió James advirtiendo los ojos enrojecidos de Susan—. ¿Al final has podido venir?

—Sí, he dejado a los niños con su padre, reservé el billete de avión en cuanto pude.

—Pobre Julia —exhaló un suspiro James mientras abrazaba a Susan.

—La quería mucho, James, la adoraba… ¿Sabes que ayer mismo estuvimos hablando varias veces? —dijo Susan mientras se le cristalizaban los ojos—. Es increíble. —Susan empezó a llorar apoyándose en el hombro de James—. ¿Por qué tiene que pasar esto? ¿Por qué siempre se van los mejores? —Susan susurraba con respiraciones entrecortadas.

Susan era una chica de treinta y nueve años, ojos negros, pelo rizado a media melena, afroamericana, con un tono de voz muy dulce y una auténtica superdotada con los ordenadores, tecnología, inteligencia artificial, robots, una gran hacker y un fichaje perfecto para la organización. Amable e inteligente, comenzó hace bastante tiempo a trabajar para la CIA y allí fue donde se conocieron y trabajaron hasta el día de hoy. Susan le había sacado de más de un apuro con sus dotes de informática para rastrear móviles, pichar teléfonos, espiar a delincuentes terroristas, y un sinfín de triquiñuelas solo aptas para el mejor de los informáticos…, pero, sobre todo, era íntima amiga de Julia. Y ahora, desgraciadamente, allí se encontraban, en su funeral.

Susan dio un beso en la mejilla a James y se acercó a dar el pésame a la hija de Julia, que cuando se giró, se fundieron en un sentido abrazo mientras las lágrimas de ambas corrían por sendas caras e iban a parar a un pañuelo mojado mientras escuchaban al clérigo expresar sus plegarias y su ofrecimiento a Dios de la difunta Julia.

El entierro no duró mucho y pronto llegó a su término y poco a poco los asistentes fueron partiendo hacia la salida. En primer lugar, iban unos cuantos compañeros del departamento, algunos con sinceras lágrimas en los ojos y afligidos, abatidos por la pérdida. James quiso enfilar sus pasos hacia ellos, pero una voz le paró en seco:

—¿James? ¿Eres James Miller?

—Sí, hola, tú debes de ser Amelie, ¿verdad? —dijo James volviéndose—, siento mucho la muerte de tu madre. Te doy mi más sentido pésame.

—Gracias, James, gracias por haber venido. Sabía que te encontraría aquí. —Amelie hablaba un perfecto inglés, aunque era francesa al igual que su madre, había estudiado en un colegio bilingüe en París por obligación de Julia, aunque eso le llevara cada día dos horas de camino a la escuela entre tantos atascos, algún día se lo agradecería, le decía su madre…

—Esta es mi abuela Margaret —Amelie le tendió el brazo y apuntó a su abuela—. Este señor es James Miller, abuela, compañero y amigo de mamá.

—Gracias por venir, caballero —consiguió decir la anciana entre sollozos con gran acento galo.

—La acompaño en el sentimiento —contestó James con un francés que en aquel momento le hubiera gustado que hubiese sido más perfecto y fluido. Se encorvó hacia delante y le dio un beso en la mejilla a la abuela, que le devolvió una mueca de sonrisa.

Amelie cogió la mano a James haciendo ademán de despedirse y mientras le guiñaba el ojo le pasó un pequeño papel arrugado. James miró confuso a la chica cuando esta le respondió moviendo los labios con un gesto que abocaba al silencio a la vez que abría los ojos un poquito más de la cuenta, y seguidamente, tirando suavemente del brazo de su abuela dijo:

—Hasta pronto, James, gracias por venir, has sido muy amable, mi madre te quería mucho. Gracias. —Y le volvió a guiñar un ojo.

La abuela se despidió con un «au revoir et merci» y se encaminaron hacia la puerta de salida del cementerio.

James se retiró un poco de los allí presentes y disimulando, abrió la nota, en la que rezaba lo siguiente:

Te espero a las 15:00 en las escaleras de la basílica del Sacré Coeur

Frunció el ceño y, perplejo, se llevó la nota al bolsillo del abrigo. Confirmó que nadie le había visto y, escoltado por los numerosos y diferentes sepulcros y panteones que se expandían a su lado, ensimismado por el acontecimiento que acababa de presenciar y el húmedo frío que se filtraba en su cuerpo, se dirigió hacia la puerta del cementerio. Quería salir de allí cuanto antes, pero en ese momento, Jeff, su jefe, le paró el paso saludándolo.

—James, ¿qué tal?

—Bien, señor.

—¿Estás mejor desde el último caso?

—Sí señor, cada día mejor, gracias.

—Me alegro —afirmó Jeff con una sonrisa—. Sabía que vendrías al entierro de Julia. ¿Cuánto tiempo estarás en París?

—Pues tenía pensado regresar mañana a Nueva York, señor.

—No estás trabajando en ninguna misión ahora, ¿verdad? —le preguntó Jeff con un indicio de ansiedad.

—No, señor, después del último caso, he necesitado un par de meses de tranquilidad. —James miró hacia el suelo negando con la cabeza.

—Sí, fue un caso bastante duro… Pero sabes que estáis preparados para dejar atrás el pasado. Sé que a veces es muy difícil, pero hay que superarlo. Y ahora te necesito aquí, en París. Cancela el vuelo de mañana y estate atento a este teléfono. —Jeff le tendió un terminal móvil—. Te llamaré aquí, dentro viene guardado mi número. Están pasando cosas un poco sospechosas y quiero que estés preparado por si te necesito, ¿de acuerdo?

—Sí, señor, pero… ¿Hay algún problema? —preguntó James pensativo.

—Bueno…, en la misión en la que estaba trabajando Julia están pasando cosas un poco extrañas y además hay un agente encubierto en Londres que no consigo hablar con él desde hace un par de días y creo que los dos casos están relacionados.

—De acuerdo, señor. Cuente conmigo —dijo James con gesto seguro.

—Bien, pues quédate en París. —Jeff atajó la conversación y se despidió con mano firme.

James había estado muchas veces con Jeff y lo conocía bastante bien, o al menos eso creía. Jeff no era como los demás jefes que había tenido anteriormente en el departamento. Era un hombre sensato, trabajador, amable y educado, le había encargado más de un caso, pero esta vez le encontró un poco diferente. Preocupado. Quizá se debiera al entierro de Julia y al escenario donde se encontraban… Abandonó el pensamiento y se encaminó hacia el restaurante más cercano. Necesitaba tomar un café y pensar en lo que había sucedido en los últimos minutos. Amelie, la hija de la difunta Julia, le había dado un pequeño papel arrugado donde le citaba a las 15:00 y Jeff, su jefe, le había pedido que se quedara en París. Se empezaba a temer que otro caso se iba a apoderar de él en breve.

2

Julia se había levantado temprano, saliendo a pasear al alba y de vuelta a casa había pasado a comprar el periódico como hacía cada mañana desde hacía un par de meses. Justamente el tiempo que había pasado desde el último caso que había conseguido resolver junto a su compañero incondicional James Miller. Un caso bastante difícil. Sin embargo, al final, todo se solucionó y ahora sentía que necesitaba estar otra vez en acción. Detestaba tener que llevar una vida aburrida y cotidiana. Necesitaba que Jeff, su jefe del departamento, la llamara y le encomendara cualquier caso por insignificante que fuera. Necesitaba estar activa, sentía que la casa se le caía encima. Echó mano al periódico y se sentó frente a una taza de café humeante. Hacía demasiado frío en la calle y la navidad estaba siendo muy fría en la ciudad parisina.

 

En la portada del periódico pudo leer que se habían producido tres asesinatos la tarde del día anterior de dos científicos y una recepcionista que trabajaban en un laboratorio que no quedaba lejos de su casa. «Vaya forma de empezar el día», pensó mientras miraba por la ventana. El cielo estaba a punto de empezar a llorar. Su madre, cuando ella era pequeña, siempre le decía que cuando llovía eran las lágrimas de los ángeles que estaban llorando porque a veces los niños se portaban mal, y desde entonces siempre que llovía, se proclamaba la broma del llanto de los ángeles. En ese momento le salió una mueca de sonrisa pensando en la historia y le sorprendió Amelie que estaba entrando a la cocina.

—Buenos días, mamá, ¡uy!, ¿a qué viene esa sonrisa?

—Nada, el llanto de los ángeles, ya sabes, siempre me hace gracia esa historia. —Las dos rieron mientras miraban por la cristalera de la cocina hacia el cielo gris…

—¿Y la abuela? —dijo Amelie—, ¿todavía está dormida?

—No creo, seguro que ha ido a comprar unos bollos de anís para desayunar. Yo acabo de venir de pasear un ratito y he pasado a por el periódico como todos los días —dijo Julia entornando los ojos.

—Tranquila, mamá, seguro que pronto te llaman para otra misión de esas de película, ahora disfruta un poco de nosotras mientras tanto, sabes que la abuela está muy feliz de tenerte en casa y luego, siempre que te vas, pasas demasiado tiempo fuera.

—Lo sé, hija, pero ya sabes, el trabajo es el trabajo…

En ese momento se abrió la puerta de casa y entró Margaret con una bolsa en la mano.

—¡Abuela!, buenos días. ¡Has ido a comprar bollos de anís!, mmmmm…, ¡me encantan, son mis preferidos!

—Buenos días, hija, hace un frío espantoso. Anda, siéntate que te prepare un café.

—Buenos días, madre —dijo Julia dirigiéndose a Margaret—. ¿Todo bien?

—Si no contamos con el dolor de espalda que tengo —dijo la abuela—, la mala noche que he pasado y la vejez que se empeña en abalanzarse sobre mí cada día más…, sí, todo bien, hija —dijo con una sonrisa irónica.

—Está bien, mamá, ¡deja de quejarte, si estás echa una quinceañera! —le espetó Julia con una sonrisa de oreja a oreja.

—Venga vamos a sentarnos y a disfrutar de estos bollos calientes.

Se sentaron a la mesa y después de unos segundos en silencio, Margaret dijo:

—¿Os habéis fijado que los ángeles están a punto de llorar? —Julia y Amelie cruzaron sus ojos con una mirada tierna y cómplice y dedicaron una sonrisa a la abuela.

El desayuno fue agradable entre conversaciones y risas por parte de las tres mujeres. Después de recoger la mesa, Julia, más que harta por todo el tiempo que tenía y consumida de aburrimiento, tomó, como cada día, asiento en la butaca cerca de la ventana donde últimamente se había dedicado a leer y leer sus novelas favoritas de misterio, era una de sus pasiones. Aunque necesitaba por todos los medios una llamada de la Central de Inteligencia para ponerse, cuanto antes, a trabajar. El interminable descanso se hacía demasiado pesado. Por otro lado, Amelie subiría a su cuarto y empezaría a estudiar, los exámenes finales no tardarían en llegar y se jugaba mucho. Las clases de ciencia en el laboratorio eran complicadas, pero Amelie se sentía perfectamente capacitada para conseguir aprobar la carrera. Inteligente y trabajadora, se desvivía por lo que, en un futuro no muy lejano, iba a ser su profesión. De hecho, antes de lo que pensaba…

Aunque rozaba los treinta años, era toda una persona consciente y responsable. Muy consecuente con su labor y contaba con la cabeza perfectamente amueblada, aparte de ser muy trabajadora y aplicada. La ilusión de su vida era ser como su madre, una persona fuerte, inteligente y desvivida por su trabajo, pero sin despegarse de la familia, como hacía Julia, estuviera donde estuviera, porque, aunque el trabajo que tenía se lo demandaba, todos los días hablaban por teléfono, y ahora, que estaban juntas tanto tiempo en casa, todavía no había resultado una riña entre las dos. Mejor dicho, entre las tres. Su abuela tenía el mismo carácter afable y risueño. De hecho, Amelie sentía una envidia sana hacia aquellas dos mujeres. Su madre era su heroína, la protagonista de su vida. Siempre se había portado muy bien con ella y mientras iba haciéndose mayor, la confianza entre ambas aumentaba. En cuanto a la abuela, siempre trasegando en la cocina y coqueta como nadie, era una persona que te escuchaba y podían pasar horas y horas al calor de la chimenea hablando y hablando hasta altas horas de la madrugada.

Esa mañana, como todas, la abuela se dedicaría a hacer las cosas de casa entre tarareos y siempre con una sonrisa en la boca, su principal cometido era que la casa estuviera constantemente reluciente, prepararía la comida y se arreglaría, como de costumbre, sin importar el día de la semana. Así se sentía activa y pasaba el tiempo hasta las 12:00, que era cuando quedaba con un par de amigas para ir a su restaurante favorito y tomarse su humeante té verde, charlar de lo de siempre con esas señoras que habían sido uña y carne durante mucho tiempo y volver hacia las 14:00, poner la mesa y disfrutar del almuerzo con su hija y su nieta. Margaret era una persona sobradamente independiente y muy feliz. En realidad, abuela, madre y nieta eran felices.

Y en eso estaba Julia, envuelta en mitad del libro que tenía entre las manos, sin embargo, ese día algo le rondaba en la cabeza, un presentimiento no la dejaba concentrarse en el agradable ejemplar, ya era la tercera vez que tuvo que volver hacia atrás retomando la lectura. ¿Eran esas apresuradas ganas que tenía de volverse a incorporar al trabajo? Estaba perfectamente recuperada de su anterior misión. Vivir con su madre y su hija era todo un privilegio, por supuesto, pero algo muy dentro de ella exigía volver a la acción, su actitud requería el peligro que suponía ser una agente de la CIA, la adrenalina quería volver a formar parte de su día a día, y aquel presentimiento, mientras pasaban los minutos, se hacía más grande, cubriendo sus sentimientos, algo estaba a punto de ocurrir porque sin darse cuenta, había dejado el libro encima del sillón y ya se encontraba de pie, mirando por la ventana, caían los copos de nieve queriendo pintar la calle de blanco y a Julia le vino el recuerdo de su marido, murió una mañana idéntica a la que se presentaba ante sus ojos, una mañana blanca y fría y con ese punto nostálgico que transmite la nieve trajeando las avenidas… pero de eso ya habían pasado casi siete años y había sido fuerte, superándolo, sí es verdad que se había centrado en el trabajo y eso le había servido más de lo que creía y fue en ese tiempo cuando en verdad se dio cuenta verdaderamente de lo fuerte que era.

Julia abandonó el pensamiento que la llevaba a su difunto marido y se centró en un par de niños jugando entre la nieve, que poco a poco se iba haciendo más espesa. Su deseo de estar activa le hizo desear salir a la calle y empezar a jugar con aquellos niños, en unos segundos rechazó la idea mientras sus labios se tornaban en una sonrisa amable agitando la cabeza, pero se sentía como un león enjaulado. Necesitaba estar dentro de una misión ya. Y la casualidad o el destino o simplemente el azar, caprichoso, hizo sonar su móvil. Rápidamente, Julia dejó sus pensamientos, que se situaban jugando en la calle con aquellos niños, y fue hasta el teléfono. Miró la pantalla y no pudo más que dibujar una sonrisa. Al otro lado de la línea le reclamaba Jeff Taylor, su jefe, ¡bien!, algo estaba a punto de cambiar.