Huellas de lo insondable

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Huellas de lo insondable
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Adrián David Tinti

Huellas de lo insondable


Tinti, Adrián David

Huellas de lo insondable / Adrián David Tinti. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-2503-1

1. Ciencia Ficción. I. Título.

CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA

www.autoresdeargentina.com info@autoresdeargentina.com

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Contents

1  Capítulo I

2  Capítulo II

3  Capítulo III

4  Capítulo IV

5  Capítulo V

6  Capítulo VI

7  Capítulo VII

8  Capítulo VIII

9  Capítulo IX

10  Capítulo X

11  Capítulo XI

12  Capítulo XII

Landmarks

1  Cover

2 Table of Contents

“A todos mis seres amados;

en especial a Pastora Natalia y Franco Antonio, quienes,

con su luz eterna, me sabrán guiar”

INTRODUCCIÓN

Plena de esplendor y desde lo alto, la ancestral bóveda nos convoca con su soberbio espectáculo. Al elevar la mirada para contemplarlo, una inmediata tregua se concreta en el existencial e intangible conflicto que enfrenta al espacio y al tiempo con nuestra razón. Por medio de tan excelsa comunión, tantos inexplicables paradigmas, a la vez, son reunidos.

Pero… ¿De qué se trata esta maravillosa manifestación?

En el teatro universal, los eternos bailarines sus rostros ocultan tras pintorescas máscaras y danzan sobre el escenario como bella dupla, al compás de una dulce copla: la que regala el tañido de una lira fabulosa. Con la luz y la oscuridad que los circunda, otra pareja se podría formar, aunque, en verdad no sería nada fácil, pues la vida y la muerte, tras las anodinas caretas, con el cuerpo y el alma se suelen confundir, ya que, en sus movimientos, aquellas y estos en nada parecen diferir.

Los celestes y audaces danzantes, en el auge de su performance, con sus rápidos giros y cruces, hacen sacudir sus cristalinas prendas, de tal modo que éstas amenazan con volarse. Así, cada astro al desnudarse en brillo ante nuestros ojos, parece de pronto acercarse a cobijarnos, más al enseñarnos la oscuridad que lo circunda, nos hace estremecer de frio. Y lo que allá se confunde con la eternidad, en cambio aquí, los años deshacen en un destello.

Pero, a pesar de todo, tanta magia derramada sobre aquel cielo que separa lo que conocemos de lo desconocido, hace reverdecer en nuestro interior, el primitivo anhelo por revelar nuestro origen, por saber si también somos parte de esa obra que allí se representa. Por eso, cuando entre la inmensidad, una constelación se destaca por el ocasional cabrilleo de sus estrellas, tal vez sea porque descifra el significado cabal de ciertas reminiscencias de un pasado incierto que, aunque hayan sido desechadas por nuestra memoria, todavía continúan ínsitas en algún lado del espíritu, como surcos de un olvidado camino que nos conduce directamente hacia nuestro verdadero hogar.

Quizá, por tal motivo, el cielo sea el campo perfecto para que la memoria exitosamente coseche los excepcionales frutos de la imaginación, ya que, allí donde la razón no alcanza, la imaginación nos lleva. Sin embargo, cual pintoresco abanico que se vuelve fuego con el trepidar de la canción, hasta que súbitamente, se apaga en el misterio de la mano que lo cierra, así en una síntesis semejante, la mente despierta y, dejando bien en claro que hará todo lo posible por llegar a tocar aquellas fantásticas cuerdas que han creado tal misterio, la representa a su modo. Así nace el fenómeno.

Después de dejar la cuna de la sensibilidad, el fenómeno, en manos del entendimiento, se convierte en algo equivalente al botín más preciado de una guerra, seduciendo con sus singulares encantos inclusive a la razón. Entonces ésta, abandonando su alto trono a instancias de una insaciable curiosidad, comienza rápido a trazar un plan para descubrir, que será eso que tanto la fascinó, y mejor aún, cuál será su enigmática fuente. ¡Vaya extraña paradoja de la mente que unge a la materia como necesaria, en lugar de contingente, para luego detenerse a investigar su causa!

He aquí el principio del fin, ya que tanta es la osadía de la razón en su afán por lograr su objetivo que invade la escena en vez de solo disfrutarla desde las butacas. Así, perturba a los sacrificados danzarines, quienes, espantados por tamaña impertinencia, interrumpen en el acto la demostración de su arte. Con ello, la inmemorial musa se deshace como la burbuja henchida de más por el aire.

Así disuelto el pacto, recobra el tiempo su autonomía y desenvaina su arma más letal. Entonces, cada inspiración, cada imagen resultante de nuestra creación, en suma, todo, sucumbe bajo el despiadado ataque de un nuevo instante. Y lo propio sucede con el espacio, pues, la sustancia de lo perpetuo, que hace un momento casi tocábamos con nuestros dedos, otra vez se torna inalcanzable. Imposible.

En fin… ¡Si tan solo bastara mirar un segundo hacia el cielo para hallar la respuesta tan buscada!

Capítulo I

El abrigado torso de un joven se descubre. Envuelto por la oscuridad de la noche y en medio de su silenciosa quietud, él absorto permanece. Alejandro es su nombre.

Y así continuó, buscando el auténtico sosiego, o tal vez recordando su motivación ausente.

Observaba desde su terraza cómo la brillante Canopus ostenta orgullosa su magnífico fulgor en medio de una transparente noche de finales de invierno, de esas que, pese al frío, son inolvidables. A través del infinito mar de la bóveda, ella comanda el curso de la nave legendaria, y es imitada su segura estela por los restantes y tenues astros que la forman. Semejante visión le inspiró el recuerdo de un instante supremo: Tras lentamente aproximar los labios, besó esa boca por primera vez, cerrando en aquel momento y también ahora, tiernamente los ojos, como si quisiera, de nuevo, caer preso de tan maravillosa experiencia. Así, imploraba que ese barco celestial impulsado, esta vez, por sus suspiros lo conduzca pronto hacia el divino puerto de su destino, hacia su amor.

De pronto comenzó a sentir como si una mariposa recorriera con delicado y lento vuelo cada parte de su ser. Se dejó llevar por ella, solo oyendo cómo sus fabulosas alas, al revolotear suavemente en su interior, murmuraban. Así bajo el efecto de tan honda comunicación, de tan inenarrable goce, no es difícil entregarse al sueño, pues este invita a la mente a olvidarse de pensar y, a solo suspirar.

Así abandonados los “seguros” esquemas de la representación sensible, queda la razón desamparada en un territorio extraño, desconocido; impredecible.

Allí, todo lo que nuestra conciencia se agota por construir, el sueño busca desarmar, mientras, sobre un inoxidable carrusel, juntos acostumbran a pasear. Siempre la misma sortija a la conciencia, su invitada, el sueño promete. Y engatusada por los falsos juramentos de aquel gentil Romeo, ella no se percata de las piezas de realidad que le son robadas tras cumplirse cada vuelta.

Así, el panorama a su alrededor, constantemente se hace y se deshace. Y se confunde, en ese vértigo, el propio yo con el todo a la vez que el todo le es ajeno al propio yo. Estas quimeras entorpecen el paso firme que señala la apercepción, ya que, incluso, la experiencia fiel a la geometría de las formas aquí, completamente, se deforma. Todo resulta un caprichoso e inmaterial albedrío. Y eso mismo ocurre con el tiempo, que no respeta ningún parámetro, sino solo una antojadiza e ignota voluntad, cuyo mandato es el presente, de golpe el pasado, de repente el futuro y, de un zas, otra vez el presente.

Cuando este extraño devenir parece materializar nuestro anhelo más intenso, hablamos de fantasía o ensueño.

Cuando, en cambio, refleja un terror insoportable, que perturba incluso al más profundo letargo, despertándonos con el cuerpo estremecido por helados espasmos, y el corazón latiendo desbocado, pensamos, sin dudarlo, en una pesadilla.

 

Pero… ¿Qué creeríamos si, de pronto, a pesar de estar vivos, no pudiéramos despertar?

Durante sus sueños, Alejandro tuvo un encuentro impensado, uno jamás imaginado. Al parecer abrió una puerta que nunca debió abrir, o a lo mejor quien lo hizo fue la fuerza irresistible de un impulso desconocido, que repentinamente, intervino en el inhabitado páramo de su sosegado consciente. Y entonces, sin sentir sus pies moverse, el plácido durmiente fue alejado del acostumbrado camino.

Bajo ese poder, vagó por muchos rincones desconocidos hacia un incierto destino. Ni siquiera el temor más grande que pueda imaginarse pudo hacerlo regresar de aquel insólito extravío.

Capítulo II

Un aire intenso, puro—extraño— lo mantenía tendido sobre un lecho imaginario.

Poco a poco, el tranquilo compás de su honda respiración comenzó a alumbrarlo. Sus ojos, prefiriendo aun el amparo de esa apacible oscuridad, solo parpadearon pesadamente.

No obstante, aquella bella melodía fue perdiendo su primigenia gracia hasta volverse un ronco y monótono ruido. Un estrepito que raspó, sin piedad, sus tímpanos dormidos. Entonces, al sentir que, muy cerca, unas pequeñas lascas golpearon el suelo con el inconfundible rumor de la destrucción, el creciente asalto de la duda bajo el sórdido impacto de un tremendo pavor, hizo que Alejandro, finalmente, abriera sus ojos.

Cual reflejo simultáneo de incontables espejos quebrados que hacía brillar la distorsión entre fugaces e indeterminadas imágenes, así de densa e indómita era la atmosfera que colmó su visión. Y a pesar de que la caricia de hierro del Buran haría estremecer hasta el alma, él estaba tan perplejo por lo que veía que ni siquiera parpadeó.

Solo yacía sin comprender nada, con su torso postrado sobre una amplia roca.

Pero tras amainar el terrible torbellino, las oscuras pupilas del joven se esclarecieron. Después de mucho mirar sin ver nada, logró distinguir el sol en lo más alto de un cielo celeste profundo. Y en tan sospechosa normalidad, su mirada perdida halló un refugio: el único bastón que pudo sostener su trastabillante cordura.

Aquel intenso calor, que lo había obcecado, grabó la esfera solar en sus pupilas, al punto de no poder dejar de verla ni aun en el vacío de su interior. Así alimentadas por tal ardor, que traía consigo un sufrimiento que no cabe en ninguna herida, se deslizaron sobre sus frías mejillas, unas lágrimas tímidas. Primicia cierta de una angustia que su garganta convirtió pronto en un violento alarido, en la ira de una filosa espada que atravesó la monotonía allí reinante, como si quisiera acabar con todo imitando al viento fulminante.

Pero, pese a su potencia, era un mensaje hueco, uno que no decía nada. Por eso, tal vez, nunca llegó una respuesta. Solo el resonar de su eco que, tras silenciar hasta la última de sus huellas, dejó nuevamente aquel incognito paraje a la deriva del impredecible viento.

Por eso, a medida que aquellas pocas lágrimas rompían su cristal para confundirse en un llanto copioso, él se empequeñecía cada vez más.

Claramente no se trataba de un sueño penoso, ni tampoco de una horrible pesadilla, sino que era algo aún peor: estaba atrapado en una realidad en la que nada tenía sentido, donde no podía hallar ni un principio ni un fin, y mucho menos, un camino.

Despierto pero huérfano de toda coherencia, la herida que lo corroía crecía sin cesar, pues… ¿cómo podría ser Siddhartha, si ni siquiera era un joven sramana?

Capítulo III

Una dicha inmensa habría experimentado otrora Alejandro si, en un tris, hubiera podido lograr semejante paz llevado únicamente por la ilusión de estar totalmente solo en contacto con la naturaleza. ¡Cuán mágica es la imaginación, que vuelve de golpe, posible a un ideal, con solo sopesar en ella los intereses que nos movilizan, sin tener que tratar con la realidad!

¡Cuántas veces nos representamos esto con el afán de aislarnos de nuestro entorno! ¡Con cuánta facilidad y rapidez quisiéramos huir de los problemas y las obligaciones cotidianas hacia una absoluta libertad!

Más… ¿estaríamos dispuestos a pagar un precio tan alto para lograrlo?

Alejandro ahora estaba inmerso en lo que una vez fue, al parecer, un imponente mar de indomables aguas, que terminó siendo inmortalizado en piedra. La erosión, con su ilimitada paciencia, a través de las eras y milenios, se encargó de convertirlo en su inhóspito teatro, modelando aquellas saladas olas de roca hasta transformarlas en estribaciones, promontorios y cimas. Todas diversas formas que, sin embargo, jamás se resignaron a convertirse en planicie.

Finalmente, tras mucho estar inerte, el joven con un gran esfuerzo, logró levantarse. Y una vez que afirmó bien sus acalambradas piernas, dio sus primeros pasos por aquel inhóspito paisaje.

Comenzó a caminar sin la más mínima idea de hacia dónde iba, advirtiendo luego en aquel valle múltiples desniveles que mostraban, al ser ganada su altura, otros más distantes. Y tras mucho observar a la distancia; a sus pies, halló algo que lo llenó de mucha mayor satisfacción: erguido frente al sol, pudo apreciar cómo a cada paso que daba, deformada, aunque inseparable, lo acompañaba una silueta oscura. Una representación que vino, desde algún lugar, a consolar pálidamente su solitario ánimo: su sombra.

Con el cuerpo, ella forma un curioso y original binomio capaz de cuestionar nuestra compleja noción de soledad. De acuerdo a cómo la luz enfoque al cuerpo, la sombra se descubre grande o pequeña; amplia o finísima; amenazante o graciosa; parodiando a la existencia misma. En cambio, el alma sin importar cuánto cambie su forma la materia que la encierra, siempre permanece fiel a su propia inmanencia.

Por lo tanto, si del cuerpo podemos conocer el aspecto y también su sombra. ¿Cuál será la auténtica apariencia del espíritu?... ¿Tendrá esta también un fiel seguidor que cada tanto, a sus espaldas, le juegue alguna broma? Y de ser así… ¿Dónde estará?

De pronto, un tono disonante, rápido, cual, si fuera el silbido de una flecha, llegó a sus oídos. Entonces, respiró la fresca bocanada de un ancestro incierto; un elixir de tierra y sedimento.

Se dirigió hacia el lugar desde donde parecía aquel venir y quedó atónito: en medio de la nada divisó unas llamativas estructuras que yacían erguidas, como si fueran túmulos o estelas ceremoniales. En su seno se aprecian imágenes inconfundibles, talladas con dedicado empeño: un hombre y su ofrenda, otro hombre y su copa, entre muchas más. Múltiples son las interpretaciones que dispara la ignorancia. Posiblemente, para esos primitivos habitantes fue el modo más sencillo que hallaron para intentar vencer a la muerte.

¿Acaso podría recibir de la filosa voz de aquellos inmóviles arqueros del viento todas las respuestas que necesitaba? O al menos, le serviría para conocer: ¿cuáles eran los orígenes de tales representaciones?, o mejor aún: ¿qué significan?...

¿Podría el pétreo cáliz en manos de ese anónimo yacente, a tanta distancia de la cruz, arrojar una minúscula pista sobre el itinerario de la sagrada copa y su arcano destino?

Aparentemente, todas las brasas que un día fueron fastuosa fogata ya están convertidas en cenizas. Sin embargo, quién sabe si, bajo las rocas que enmarcan esos sepulcros, entre los cuerpos hoy convertidos en polvo por el perpetuo abrazo de la naturaleza, se esconda alguna que otra rebelde chispa aun encendida.

Atrapado por el misterio, siguió esa avenida de singulares sepulcros hasta su término y se topó con unos colosales granitos, que ocultaron el sol, pero no sus rayos. Al mirar uno de ellos vio que estaban rasgados con enigmáticos signos, y también que bosquejaban claramente las movedizas siluetas de toda clase de seres.

Al observar con atención una de estas paredes, empezó a notar múltiples inscripciones que esbozan figuras de aspecto humano y de animales diversos. Unas más sofisticadas, otras más torpes; si bien todas muy extrañas. Algunos humanoides burdamente representados, con grandes manos, cortos miembros superiores e inferiores y, en comparación, pequeñas cabezas; otras, en cambio, con notables cráneos y reducidas dimensiones del resto del cuerpo.

Al delinear con sus dedos uno de estos relieves tallados en la roca, tuvo la sensación de comunicarse inmediatamente con tan remota antigüedad, sin notar, de semejante viaje, la más mínima señal. Tal fue el impacto de ese fenómeno que, sorpresivamente, su conciencia cayó en un extraño trance.

Aquel caluroso verano boreal, restó, en un tris, convertido en omnímodas tinieblas. Se abrieron las puertas de su propio yo, sintiéndose instantáneamente, entre esos bosquejos esculpido.

Otra vez estaba en su terraza, mirando el cielo.

Muy lentamente comenzaron a dibujarse sobre su cabeza, las numerosas constelaciones, blasonando de su invaluable gala. Muchas conocidas figuras allí identificó; sin embargo, algo le llamó particularmente la atención: el salvador carnero, sacrificado al cielo por los agradecidos argonautas que hoy siguen a Canopus, y que luego fue perpetuado en Aries, halla a su lado, a la infalible balanza. Sorprendente alineación de dos signos que, si bien están ligados por la trayectoria zodiacal, nunca se podrían encontrar a la par en la senda de la eclíptica ancestral. Tal circunstancia, no concordaba en nada con lo que él tenía por experiencia. Por eso, allí su mirada permaneció fija.

De repente, un puntual resplandor, comenzó a describir llamativas trayectorias, entre esas dormidas estrellas. Merodeando por el interminable manto, se fue aproximando. Alejandro, incrédulo, siguió atento el fabuloso evento. No sintió miedo. En cambio, sí sintió inflamarse la adrenalina en su cuerpo, como el combustible en un motor, disparándose en su interior, una indescriptible emoción. Un éxtasis insuperable. Una alegría inexplicable que procede de creer hallada la tan evasiva certeza, la prueba por tanto tiempo buscada.

Y tras tres fantásticas oscilaciones, una espeluznante aceleración, en una fracción de segundo, convirtió lo que era una distante y pequeña luz en una grandiosa nave. Alucinante portento que doblegó el panorama con tal distorsión que, súbitamente, transformó toda posible sucesión de imágenes en un ya concluido aterrizaje. Como si tal maravilla, cual rayo en medio de una tormenta, se hubiera prolongado hasta confundirse con la tierra.

Semejante ráfaga lo redujo a una parálisis total, arrojándolo al suelo.

A su alrededor, vagaban furiosas las enceguecedoras ondas desatadas por esa tempestiva irrupción, esparciendo por doquier los restos de una realidad que ya no existía. Dentro de tal resplandor que envolvía aquel vehículo, surgieron unas siluetas amorfas, incomprensibles. Animadas fluorescencias que, sin echar de menos la estela celeste de su ignota y remota travesía, ocuparon el vacío de la eterna bóveda, para permanecer y descubrirse ante él. Sin darse cuenta, Alejandro fue rodeado por aquellos prodigios. Diversas en altura y proporciones, pese a su proximidad, las facciones de esos seres se mantuvieron en las sombras por el intenso impacto de la luz que venía del fondo. Sin embargo, un viraje repentino reveló entre tanta bruma, algún que otro perfil y, con ello, sus afilados contornos. Fugaces impresiones, insólitos gestos. La alborada de una impensada comunicación.

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