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Coincidencias temáticas de la poesía del Caribe con las del Caribe colombiano
Identidades y paisaje

¿Se inscribe la poesía del Caribe colombiano en la órbita de la poesía antillana? ¿Cuáles son los términos, temas y coincidencias con la poesía del Caribe insular y del Caribe continental?

Esta mirada poética apenas esbozada, hace pensar en la relación de la poesía del Caribe colombiano, tan diversa como la del Caribe todo, a partir de distintas preguntas acerca de su historia y de la identidad que “deben” “poseer” sus integrantes: ¿De qué tipo de caribeños se habla?, ¿continentales?, ¿antillanos? Desde esta óptica, la poesía del Caribe colombiano, perteneciente a la Gran Cuenca del Caribe, permite señalar algunos interrogantes: ¿Existen algunas características identificatorias con las del área del Caribe? ¿Qué tanto la tierra, el espacio y el tiempo dejan huellas en la poesía de estos creadores? ¿Qué formas de la memoria o de la historia acuden en esta poesía? ¿De qué manera se manifiesta este cruce de culturas?

Memoria, espacio e identidad son espejos reveladores, ejes desde los que las ciencias sociales habían reflexionado a partir de las descolonizaciones, forjadas por la Primera Guerra Mundial. Las sociedades colonizadas orientales y occidentales dieron cuenta de la necesidad de replantearse el pasado. Mucho más cuando, a partir de la Segunda Guerra Mundial, la desmemoria y el olvido, fraguados por Alemania especialmente, quisieron imponerse. Las olas de los análisis sobre la memoria crecieron y no hace mucho se conjugaron con los estudios sobre fronteras, espacio, mapas, geografías, diásporas. El movimiento intelectual ha crecido mucho más merced a los estudios culturales y poscoloniales, que Andreas Huyssen (2000) contrasta con la utilización de las categorías tiempo, espacio y memoria, necesarias para la comprensión de las culturas moderna y posmoderna, pues estas se encuentran ligadas de manera compleja por la forma en que se mueven las diferentes temporalidades y discursos occidentales de la modernización, mucho más después de las declaraciones de los años sesenta sobre los diferentes finales: del hombre, del autor, de la historia, de la obra de arte, de los metarrelatos, todo ello dentro del proceso de globalización (p. 2). Esas inestabilidades de tiempo y espacio, de ataques a la memoria y a la identidad reciben, como contraimpulso, el deseo de anclarse en el recuerdo (p. 7). Uno de esos tropos universales es el del Holocoausto, el cual permite abocarlo como metáfora de otras historias traumáticas y de la memoria, ejemplos de ello en Colombia es Tratado de soledad, de Mercado.

Huyssen considera que la política de la memoria, a pesar de sus apariencias globales, no deja de ser nacional, grupal, de estados específicos, y no posnacional. En este sentido, definir el espacio y la cultura caribe tiene un carácter controversial pues desde lo sociohistórico, lo geográfico, lo geopolítico, lo etnocultural y lo literario no existe una definición —ni debiera existir ante el universo tan complejo del Caribe—. De hecho, existen varios Caribes (Gatzambide, 2006; Casimir, Torres-Saillant, 1997, Premdas et al, 1997): a partir de la yuxtaposición de influencias disímiles culturales y sociales africanas, europeas, asiáticas e indígenas, se observa una conjugación étnica tan diversa, y, con ello, aculturadora y transculturadora, lo cual ha generado, entre las más variadas conceptualizaciones y consecuencias hipotéticas dignas de mencionarse, las de diferentes y múltiples idiomas, diversas imposiciones económicas, sociales, costumbres, migraciones, variantes ideológicas, religiosas y políticas en el continente y las islas. Una de las propuestas para conjugarlas ha sido a través de una experiencia común: la plantación, que desde el siglo XVII sentó las bases de la esclavitud.

Un concepto sociogeográfico e histórico de reflexión y propuesta sobre el Caribe es el que plantea Milagros Martínez Reinosa:

Son un grupo de países con marcadas diferencias, determinadas por sus respectivas características geográfico-poblacionales, por las metrópolis coloniales que se dividieron esta parte del mundo y por la evolución socioeconómica de cada nación. Este conjunto abarca a países de una gran diversidad étnica e idiomática; colonias y países independientes; naciones con diferentes regímenes económicos y formas de organización política; con diversos grados de desarrollo y potencialidades económicas y extensiones geográficas (Martínez Reinosa, citada por Pampín, 2009, pp. 371-378).

Antonio Gatzambide (2006) ha señalado a este respecto, desde el punto de vista geográfico, la existencia de cuatro posibilidades para mirar o localizar el Caribe: a) un Caribe insular o etnohistórico, que incluye las Antillas, West Indies, Belize, Guyanas, Bahamas y Bermudas, con énfasis en la plantación azucarera esclavista; b) el Caribe geopolítico, conformado por el Caribe insular, Centroamérica y Panamá es el más aceptado; c) Gran Cuenca o Cuenca Caribe, a la que se añaden las costas de Colombia, Venezuela y México; y d) el Caribe cultural (o Afro-América central), que, sin ser geográfica, puede incluir las anteriores con partes de Estados Unidos y Brasil (pp. 16-17).

Roberto Mori (2010) considera que la identidad caribeña (aludiendo a Gatzambide y Casimir) es algo que se construye o todavía se encuentra en construcción o se inventa, o, por ser un proceso utópico inconcluso, puede representar, en un sentido amplio como el Caribe, un aspecto no homogéneo, y, en el peor de los casos, “un indicio mínimo de ausencia de identidad o de identidad en proceso de formación” (p.1). Mori acoge la propuesta de Casimir en su libro La invención del Caribe acerca de la existencia de dos Caribes: uno balcanizado (Caribe hispánico, anglófono, francófono, holandés, americano, América Latina y el Caribe) y el otro autocentrado (destacados por el autor), proyectado al potencial local y al dinamismo interno, resultado de una visión poscolonial. No obstante, cree que “no está falto de identidad regional ni ha alcanzado la conciencia plena como entidad regional” (p. 2). Fenómenos como el de la balcanización, la individualidad, la insularidad o la colectivización cultural tampoco se encuentran resueltos pues la identidad, como proceso sociosicológico y búsqueda del ser, como arraigo y sentido personal en el mundo, se constituye en un problema. ¿Quién soy, en este maremágnum de contradicciones, regiones, conceptos y geografías? Juan Duchesne tiene una propuesta novedosa:

El Caribe es sujeto constituido en la propia separación que lo niega como unidad, constituido en torno al ojo de huracán de su no-identidad [y se revela bajo] ninguna identidad concreta sino desde la universalidad desde su desposesión y su marginalidad fundándose en la ausencia de unidad que constituye su unidad imposible (2001, citado por Vera-Rojas y Bustamante, 2015, p. 7).

Para Anaya Ferreira (2001), el concepto de identidad cultural, teniendo en cuenta a Hall, es objetable pues en sociedades emergentes y heterogéneas, de una cultura profunda, de grandes diferencias históricas y culturales, solo unidas por la plantación,

el único elemento compartido es, quizás, el de una experiencia histórica traumática que incluye la aniquilación de los pueblos autóctonos, el trasplante forzado de la mano de obra africana y asiática, la imposición de lenguas e instituciones europeas, la rebatiña económica de las islas por parte de los países “desarrollados” y el segundo exilio hacia los centros metropolitanos (pp. 209-10).

Contraria a esta posición, en el amplio mapa del Caribe, cuando Nicolás Guillén, desde Cuba, se propone “una poética antillana” a partir de “lo cubano” como representación literaria de su país con la escritura de Motivos del son y Sóngoro cosongo, hace reflexionar a María Fernanda Pampín (2008) acerca de que allí se presenta un primer y fuerte nivel de oralidad, es decir, de identidad, el cual se solidifica aún más en West. Indies Ltd., pues se encuentra en esta obra una perspectiva de “carácter nacional y establece las características del área Caribe” (Pampín, 2008, p. 1). Pero no se vaya tan lejos pues lo que interesa en un espacio cultural tan amplio son las muchas particularidades, y por ello no puede creerse completamente tal afirmación como un apotegma, de un Caribe “cubanizado”, a partir de una sola experiencia.

Más cerca de la flexibilidad y de la capilaridad conceptual, en el prólogo de La isla que se repite (1998), Antonio Benítez Rojo se refiere a que se tengan en cuenta las “experiencias coloniales distintas” en el Caribe, ya que significaría vencer los principales obstáculos que definen el área: fragmentación, inestabilidad, recíproco aislamiento, desarraigo, complejidad cultural, dispersa historiografía, la contingencia y la provisionalidad (p. 18), resultado de que mundo caribeño se halla “saturado de mensajes —´language games´, diría Lyotard— emitidos en cinco idiomas europeos (español, inglés, francés, holandés, portugués), sin contar los aborígenes”, lo cual dificulta la comunicación en la región (p. 11-12).

Lo anterior es el resultado de que el Caribe se resista también a ser definido desde las distintas metodologías imaginadas para contemplar y reflexionar acerca de las múltiples interacciones posibles de tan complejo espacio cultural, pues como “meta-archipiélago, sin centro y sin límites”, desbordado, el Caribe, además de la fragmentación e inestabilidad, significa “ruidos y opacidades, un sistema no lineal, un sistema no predecible, en resumen un sistema caótico” (Benítez Rojo, 1984, pp. 15-18), que se mueve dentro de sus propias dinámicas y ritmos manifestados a través de lo marginal, lo residual, lo incoherente, lo heterogéneo y lo impredecible, de forma que

todo caribeño sabe, al menos intuitivamente, que el Caribe es mucho más que un sistema de oposiciones binarias. Puede verse también como un mar cultural sin fronteras, un mar cuyos flujos conectan a Hermes con Echu, Eleguá, Papá Legba y Legba-Carrefour, a Kingston con la cultura de Akan y las ciudades de Bristol y Addis Adeba; a La Habana con el antiguo reino de Oyó, la Sevilla del siglo XVII y el Cantón de 1850 (Benítez Rojo, 1984, p. 350).

Existen, pues, muchos factores históricos, geográficos, políticos, económicos y culturales que no permiten conformar una “estética caribeña”, al ser “demasiado problemáticos” para aventurarse a una rápida respuesta (Benítez Rojo, 1984, p. 387). De allí que, conceptos como “poscolonial”, “cultura”, “estética caribeña”, “expresión estética”, “criollización”, “criollidad”, lo caribeño o caribeñidad, convienen en representar una “identidad cultural bifurcada, siempre proyectada entre un acá y una allá (galaxia, rizoma, manglar, anfibio), y una matriz socioeconómica anclada en el black hole de la plantación” (p. 387). Los resultados serán, pues, en vista de tan complejo panorama, controversiales en virtud de su fragmentación, inestabilidad, recíproco aislamiento, desarraigo, complejidad cultural, dispersa historiografía, contingencia y provisionalidad: “El Caribe es un mar histórico-económico y un metaarchipiélago cultural sin límites, un caos dentro del cual hay una isla que se repite” (1998 b, 17).

En este aspecto, la literatura del Caribe se asume como un espacio de gran plasticidad, en el que la identidad, como parte de la memoria y características de una región, confluya con otras relaciones. Se quiere, entonces, reconfigurar lo propio a través de los vacíos, carencias y deseos, pero a través de una “factualización”, de una ficcionalización parecida a la verdad (Caballero, 2010). Esta ficcionalización y la plasticidad se acercan también a las nociones políticas y geográficas. Anaya Ferreira (2001) encuentra uno de esos filones temáticos a partir de que “los poemas expresan las tensiones permanentes que definen a la literatura caribeña en general, es decir, la búsqueda y el reconocimiento/cuestionamiento de las raíces culturales que contribuyen a un sentido de identidad colectiva, por no llamarla identidad nacional o regional” (p. 209).

Desde otra visión, Raphaël Confiant, en su conferencia “Paisaje, historia y literatura en el archipiélago Caribe”, expresa que a pesar de que la globalización conlleve una visión otra, así como cambios y cuestionamientos en las nociones de nación, territorio, lengua materna e identidad, tal plasticidad en el mundo caribeño lo hace único:

El paisaje se esfuma frente a la imagen en tres dimensiones […] En las novelas del movimiento de la Criollidad (Créolité), la naturaleza no solo es personaje, como en las obras de Glissant, o historia, sino que también se convierte en una entidad que debe ser respetada y protegida al igual que los seres humanos (2011, p. 5, b).

Lo que interesa de esta cita son los términos identidad y naturaleza, entendida esta última como paisaje. La visión abierta y posmoderna de Confiant cuestiona las nociones de identidad, nación, territorio, lengua materna y redimensiona la de paisaje, mirada que lo identifica con Edouard Glissant en varios elementos, especialmente en el de “mestizaje consciente de sí mismo”.

En esta línea, en “La voz del crepúsculo” (2000), Walcott hablaba de que “los escritores de mi generación éramos integradores por naturaleza” (p. 15), pues combinaban la literatura griega, romana y británica. Parte, entonces, de que no solo es relevante mirar las Antillas y América desde la musa de la historia, sino a partir de la visión adánica que han tenido los poetas del Nuevo Mundo, pues este era un mundo que sufría de amnesia, en el “que nada había, todo estaba por hacer. Con esa prodigiosa ambición era como uno empezaba” (Walcott, 2000, p.16). Por eso la convicción de que esos escritores y teatreros de veinte años atrás, alrededor de 1950, no solo partía de crear una obra teatral sino de crear un teatro y su entorno: “Caminábamos, como nuevos Adanes, en una nutritiva ignorancia que nombraba a las plantas y a las personas con la creencia pueril de que el mundo es su propia época […] no necesitaba en absoluto de escenarios, vestuario, iluminación, de todos los ‘sucios ingenios’ del teatro” (p. 17). De allí que sus presupuestos creativos fueran más allá de los límites de representar las propuestas del negro africanista o la del panbritánico; ante ello, él toma partido por el tercer grupo, encargado de purificar el lenguaje, torturándolo y rearticulándolo, tanto el “dialecto de la calle como el lenguaje del aula”, y el que funda eléctrica, creativa y esquizofrénicamente lo antiguo y lo nuevo (Walcott, 2000, pp. 20-28), a pesar de que se le tache de ser “pretencioso o de jugar a ser blanco. Éste es el mulato del estilo. El traidor. El integrador” (p. 20). Su exploración escritural, buscó, pues, ser perfomativa: mostrar y hacer re-vivir los silencios y el “desangelado e inculto paisaje”, considerado “poco instruido como nuestra sintaxis”, reemplazado por “un júbilo que lo siente todo renovado” (Walcott, 2000, pp. 42-55).

En su recorrido por los poetas del Caribe, Walcott observa en Saint John-Perse, por ejemplo, “la mayor amplitud del elogio elemental a los vientos, a los mares, a las lluvias […] Su espíritu es el mismo que el de los poemas de Whitman o Neruda, pues todos ellos buscan espacios en los que el elogio de la tierra es ancestral” (Walcott, 2000, pp. 55-56)16. Edward Hirsh (1998) considera en su ensayo sobre Walcott que al pertenecer este poeta a la estirpe de St. John Perse, Aimé Césaire y C. L. R. James, ha creado una literatura en muchas lenguas distintas, expresando su creatividad al escribir acerca de un lugar por vez primera, acogiendo Hirsch lo que llama Alejo Carpentier “la tarea adánica de darle a cada cosa su nombre”.

La propuesta se puede encontrar, aun más, en estos versos de Derek Walcott: “Adán tuvo una idea. / Él y la serpiente compartirían / la pérdida del Edén a cambio de una ganancia. / Así que ambos crearon el Nuevo Mundo. Y la cosa iba muy bien” (citado por Hirsh, 1998, p. 68). Dominique Aurélia (2012) ha subrayado también la naturaleza adánica de la poesía de Walcott a través del análisis de las imágenes nacidas de la relación entre paisaje y memoria, las cuales cuestionan y replantean el vacío y el silencio dejado por la amnesia implantada por la destrucción colonizadora. Una muestra de ello se encuentra en los cuatro primeros versos del poema “Orígenes”, de Poemas escogidos (1964):

La oleada en flor restalla sus espumas.

Silban blancas abejas en el cráneo del coral.

Vine sin nombre, entre aceitunas de algas;

Feto de plancton, no me acuerdo de nada (2012, p. 17)

Para Kerry-Jane Wallart (2005), la poesía aparece como un intento de cubrir el paisaje originario por el “lenguaje excavado”, colonizado, y “expone el origen de la lengua propia”. Su apariencia bucólica (exenta de ingenuidad) busca nombrar las cosas antes de la invasión de los colonizadores. Esa conciencia “ingenua” del poeta “no es tanto un retorno a la pureza más que el ocultamiento de la conciencia poética ‘detrás’” (párr. 27) que busca denunciar mediante máscaras los efectos robados. Allí Walcott, en su descripción whitmaniana, en muchos de sus poemas, ha mostrado la naturaleza “nueva” de su entorno antillano, ese nombrar de nuevo el universo. En un poema, “Tal como Juan de Patmos” (2012), se lee:

Esta isla es el paraíso: lejos de la citadina sangre jadeante de polvo;

vean las curvas de la bahía, vean la belleza esparcida, bello es

el alado sonido de los árboles, el cielo de la pólvora dispersa

al encenderse la noche. Pues la hermosura ha cercado

a sus hijos negros, y los ha liberado de las canciones sin casa ni hogar

(p. 12, de En una noche verde).

Quiero hacer armonizar este concepto de poesía adánica como el de una experiencia que habla de un retorno a un tiempo anterior, con lo expresado por Octavio Paz cuando indica en El arco y la lira (1998) que no cree posible en la actualidad poner en práctica la propuesta de Lautréamont de que algún día la poesía será elaborada por todos, pues “supone un regreso al tiempo original. En este caso, al tiempo en el que hablar era crear. O sea: volver a la identidad entre la cosa y el nombre […] una reconquista de la unidad primordial entre el mundo y el hombre” (Paz, 2000, pp. 35-36, destacado mío). Aquí, también lo adánico supondría una concordancia entre cosa y nombre; nombrar significa existir: nombro, luego el mundo existe. Allí la metáfora revitaliza el mundo. Pero la metáfora adánica es otra cosa: una distorsión, un vacío nuevo que se llena. Como indica Wallart en el artículo “La metáfora de Derek Walcott: en busca de una ‘lengua hacia atrás’” (2005):

Es en el movimiento de su utopía metafórica, búsqueda sin fin, el lenguaje puede reproducir el mundo por la importancia de la presencia textual del demiurgo. En ese regadío de autorreferencias, estas poéticas palabras sobre la incompatibilidad de caracteres entre la palabra y la cosa, entre el sentido y referencia, entre el significante y el significado, denuncia la falta de referencia entre sí; pero ella inventa nuevos caminos para captar una presencia en el mundo que permanece en las especificaciones de esta poética (párr. 25, traducción mía).

Para Wallart la poética adanista expone el origen de la lengua propia y se convierte en nominal “en el sentido de que participa en el nombramiento del mundo y está construida en torno a una frase sin un verbo” (párr. 8), en una descripción, “jugando de forma implícita en la homofonía entre la palabra y el mundo [de forma que] Walcott transcribía el murmullo del universo” (párr. 8). Para el poeta de la isla de Santa Lucía, entonces,

la metáfora de la “lengua hacia atrás” se basa en última instancia en un retorno al texto en sí mismo. Ello permite que la prominencia del lenguaje seminal sea más visible por el cual toda una literatura se libera de los antepasados y libros polvorientos (párr. 32).

Un ejemplo de lo comentado lo constituye el mismo “Orígenes”, en el que expone Walcott:

Nubes, cuadernos de bitácoras de Colón,

yo aprendí sus crónicas del océano,

y las de Héctor, enfrenador de caballos,

y las de Aquiles, Eneas y Ulises,

pero de “aquella afable tribu que salió de la tierra firme

para dar la bienvenida a Cristóbal cuando doblaba Icacos”,

El viento hojea páginas en blanco

(2012, p. 17)

Ese cuestionamiento a la Historia, que pretende la liberación de la cultura hispánica, encierra, también, la inclusión, el sentido de integración de Walcott, pues al mencionar a Aquiles, Eneas y Ulises, el poema, en palabras de Wallart, se presenta como “un texto hecho de pedazos del mundo varados en la playa” de este poeta que se identifica como un Robinson con Viernes, el buen salvaje, que busca cuestionar los vacíos, la afasia y la amnesia que expresa en esa parte de la lingüística caribeña.

Hace presumir, entonces, el comentario final irónico de Walcott acerca de que esta poesía, como la Biblia, conllevó en su Génesis la visión de “un mundo virginal, sin pintura”, pero no ingenua, pues “las manzanas del segundo Edén poseen la acidez de la experiencia. Hay en esa poesía una memoria amarga, y es la amargura lo que permanece en la lengua” (Walcott, 2000, p. 58). Y esa lengua narra el camino de una búsqueda. El hablante lírico del poema “Orígenes” declara: “Aquí, en el ruido del bajío que se retira, / entre estos bancos de arena, busco mi nombre propio y un hombre” (2012, p. 23). La poesía anticolonialista de Walcott tiene esa acidez, pero también una carga memorable. Mercado, en mucha de su obra poética, elabora esa mirada adánica, mucho más en aquellos poemas donde incursiona en el mundo del paisaje y la memoria.

La redimensión del paisaje, desnudándolo del naturalismo o del romanticismo, revela su relación con mucha de la poesía del Caribe. Mónica del Valle (2011) rearticula la idea de una especie de caribeñidad o antillanidad de la experiencia colonial mediante los nodos de historia y paisaje, e indica que en el Caribe se presenta una poética adánica como revelación de un lenguaje anticolonial, como son los casos del mismo Walcott, José Lezama Lima, Wilson Harris, Jean Bernabé, Patrick Chamoiseau y Jamaica Kincaid, quienes apuestan a una obra sin marcas de raza ni nación, aunque presenten huellas de miradas racializadas, con identidades propias, despojadas de improntas esencialistas, mediante textos que develan más preocupaciones artísticas que politización, y más el despojo de huellas o críticas de su entorno y futuro, pues la historiografía ha insistido en borrar su pasado (pp. 163-182). El texto de del Valle contribuye a esclarecer en mucho esta ardua polémica acerca de si existe una cosmovisión única (criollista, negrista, mestiza, o híbrida), o una variopinta versión escritural y multisignificativa de la literatura caribeña.

Si bien existen algunas diferencias entre la literatura del Caribe anglófono, francófono e hispánico, el paisaje, la identidad y la memoria son factores aglutinantes, además de los constructos señalados por Torres-Saillant: historia, religión y lenguaje. En la poesía colombiana caribeña impera, en mucho, esa poesía adánica, ese re-nombrar lo nuevo, como si el ser humano pisara por primera vez la tierra.

A partir de una mirada posmoderna, Edouard Glissant critica la noción de una raíz única, totalitaria, unida a los conceptos de “ser” y “absoluto”, conceptos unidos a los de civilización y colonización. Desde su propuesta de criollidad, propone una estética rizomática, ramificada y plural, sin raíces, dirigida al encuentro de otras raíces culturales, la cual viene acompañada de una lógica, de un logos, de una estética del espacio, del paisaje, del territorio, pues el Caribe contiene una dialéctica entre naturaleza e historia, lo que conlleva una metáfora de lo inteligible —una hermenéutica lírica, en este caso, pues al mismo tiempo que en la cultura mestiza o híbrida otros elementos logran camuflarse: las lenguas, o los esclavos logran ocultarse en los manglares o las clases dominantes parecerse a las élites europeas, o cuando la naturaleza caribeña, antillana, adquiere una noción abierta, interpenetrada con la cultura humana y sus acontecimientos.

El cruce de naturaleza e historia acompañan este proceso singular a través de una estética de la relación, estética que se enriquece con la relación hombre-territorio, hombre–paisaje, en una comunión sin sujeciones ni ataduras. Un ejemplo de ello lo presenta Kamau Brathwaite, en palabras parecidas a las de Confiant, cuando en conversación con Edouard Glissant declara:

Mi sentido del espacio y de la distancia, por ende, tuvo que venir del océano y del cielo. Tuve la sensación de que en algún lugar afuera estaba el génesis del Caribe, la respuesta a lo que yo esperaba poder crear como artista, un génesis que es realmente donde todo arte comienza (en Phaf-Rheinenberg, 2008, p. 314).

En este sentido, Amílkar Caballero (2010), desde la óptica de lo polílogo, del palimpsesto, del pastiche, en un importante y reciente estudio acerca de la poética de Derek Walcott y Álvaro Miranda, retoma cuatro sustratos —desde una nueva tradición, desde el terreno inexplorado pero en construcción de la concepción ontológica palimpséstica, como parte de una “esquina” de Latinoamérica— que caracterizan al Caribe: una superestructura sincrética, una tradición de resistencia, la obliteración de la Historia particular de la zona y una relación profunda del habitante con el paisaje que lo rodea (p. 27). De allí que modelar, combinar, reestructurar de manera sincrética configuren la naturaleza proyectiva del arte caribeño. Así mismo, resultado de estas imbricaciones raciales, de lengua y religión, e históricas, el ser humano es otro, y, con él, su arte (valga esta larga cita):

En consecuencia, el hombre del Caribe no es europeo, ni africano, ni culi ni indígena, ni chino. Ni es más africano que europeo o viceversa. El hombre del Caribe es caribeño: Un hombre con tres rasgos novedosos: (1) unas lenguas nuevas por la interacción de fuerzas de sojuzgación y fuerzas de resistencia durante el período colonial (los creoles antillanos usados por la mayoría de los habitantes y, en el ámbito continental, el creole de base española del Palenque de San Basilio de Bolívar son ejemplo de ello); (2) una nueva cosmovisión fruto de los procesos de transculturación y (3) un crisol de razas producto de un proceso de miscegenación [y esta es su tesis central: de manera que] las literaturas del Caribe pueden leerse como un corpus unificado de poéticas que reconstruyen los rasgos de la identidad de sus pueblos mediante la deconstrucción del canon estético occidental (Caballero, 2010, p. 30).

Surge, entonces, el otro interés para visualizar la cultura del Caribe por ciertas temáticas que los escritores y poetas recrean en sus obras como experiencias vividas y que Benítez Rojo señala como particularidades del caribeño (cubano, supongo, para él): su atracción por el baile, los deportes, la danza (y para este caso, en Mercado, especialmente el boxeo), el sincretismo, la fragmentación, el aislamiento, el desarraigo y la complejidad cultural, entre otros. La noción de “cultura caribeña” viene a cubrirse así de un carácter humanístico y no geográfico, marcado por los desarrollos históricos (Mateo Palmer y Álvarez Álvarez, 2004, p. 61).

Luego de un rastreo de las obras más importantes (teóricas, críticas, históricas) sobre estudios del Caribe, el poeta y crítico Gabriel Ferrer (2005) plantea que la búsqueda de la identidad constituye un tema central pues la literatura caribeña otorga relevancia al “qué somos”, ya que la preocupación surge de una Historia diferente y otra que se ha desarrollado no solo desde la cultura hispano hablante sino desde la francófona y la anglófona caribeña. En un ejercicio de sistematización sobre las temáticas del Caribe, Ferrer considera que existen catorce características: el problema de la identidad, el autodescubrimiento y reconocimiento de la propia esencia, la otredad, la indagación de la historia, la africanidad y el imaginario cimarrón, el desarraigo y el exilio, el viaje; lo mítico, lo mágico y lo maravilloso; la pluralidad lingüística; la oralidad y el habla coloquial; la carnavalización, lo grotesco y lo desmesurado, el humor, la sátira y la ironía; la música y la nostalgia y la memoria (p.10).

Temas como el viaje, el exilio y el desarraigo darán pie también para crear el concepto de identidad transcaribe, por parte de Ralph Premdas, practicada por aquellos que se encuentran por fuera de su país y buscan, a través de sus relaciones identificatorias, compartir sus experiencias e informaciones de la nación de origen. Premdas además propone los constructos identidad regional, sustentados por la diversidad de las lenguas específicas, mientras que la identidad insular apuntará a la lealtad territorial del colectivo a su país. La identidad sub-estado conviene en ser representada por estados plurales y racialmente fragmentados como Guyana, Trinidad, Surinam y Belice (Premdas, citado por Ferrer, 2005, pp. 2-3).

Frente a tantos conceptos, sacralizaciones de regiones caribeñas, teorías mal argumentadas o sesgadas, creación de insularidades en la búsqueda de una identidad muchas veces múltiples y mal analizadas, Silvio Torres-Saillant (2011) reconoce que su libro Caribbean Poetics hacía parte de esas concepciones aislacionistas, al no mirar las influencias e importancia del Caribe continental:

Siento que he aprendido mi lección sobre los peligros de la insularidad en el lenguaje que empleamos para denominar la región de nuestros estudios, una lección que me ha inculcado algunos temores graves, pero, diría, saludables sobre el dañino efecto de tal lenguaje cuando el mismo marca nuestra manera de imaginar los lugares y las gentes que presumimos nombrar (2011, p. 26).

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