La luz

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Capítulo IX

—¿Esto es lo único que queda por bajar, no, Abel? —preguntó Mar señalando las últimas cajas que permanecían apiladas en una esquina de la casa.

—Me parece que sí, que es lo último ya —confirmé mientras me agachaba para recogerlas.

—Bueno, pues entonces… habrá que irse —dijo mientras manoseaba con cierto nerviosismo el juego de llaves—. Da pena, ¿verdad?

—Para qué engañarte, claro que la da, pero, ¡alegra esa cara, mujer! Esto va a ser el principio de algo genial, ya verás.

—Ojalá a veces fuera tan optimista como tú. Estoy muerta de miedo.

—Es normal, es un gran cambio y siempre asusta un poco, pero ¿sabes qué ganaremos si no arriesgamos? Nada.

—¡Qué te gusta esa película! —exclamó alegremente mientras sonreía.

—Sabes que Wallace es una de mis perdiciones.

—Déjate de perdiciones y sal ya. Yo me encargo de cerrar la puerta y llamar al ascensor —dijo mientras me señalaba la salida de casa.

Esos fueron nuestros últimos momentos en el primer piso que compartimos como pareja y que dejamos para trasladarnos finalmente a la capital. Nos habíamos ido a vivir juntos después de dos años y medio de relación, a pesar de tener la idea desde mucho antes, pero la situación económica no nos había dado ni para intentarlo. Fue triste dejar aquel piso, para los dos tenía un gran valor sentimental. Muchas vivencias, muchos recuerdos quedaban atrás.

En su momento no fue fácil independizarnos y comenzar a vivir nuestras vidas. Principalmente por el tema económico, pero también, y casi en la misma medida, por los padres de Mar. Eran muy estrictos y no veían con buenos ojos que su hija pequeña, que ya contaba con veintiocho primaveras, se fuera a vivir con un pintor con el que pensaban que la palabra opulencia siempre sería eso, una simple palabra.

Poseían un estatus social alto, vivían de manera acomodada, se codeaban con las familias importantes de la ciudad, y eso les encantaba. Eran una familia pequeña, su padre, su madre y su hermana mayor, Clara. Mar estaba muy unida a ellos, en particular a su padre.

Mi relación con ellos, conociendo por Mar la opinión que tenían de mí, no pasaba de cordial. Me resultaba difícil acceder a ellos. Ella siempre me decía que era muy exagerado, que a pesar de que era consciente de que no lo demostraban muy a menudo, me tenían mucho aprecio. Las primeras veces coincidir con ellos se me hacía un mundo. Constantemente tenía la sensación de tener que agradarles en cada momento y con cada comentario, algo que tampoco difiere, supongo, del resto de novios del mundo que se ven en esa situación. Con el tiempo, simplemente dejó de importarme. Mar me demostraba constantemente que estaba conmigo por quien era y no por lo que tenía, así que fue algo que siempre estuvo en un segundo plano.

Mar, para mi fortuna, no era exactamente como sus padres. Era una chica con los pies en la tierra, humilde, trabajadora, risueña la mayor parte del tiempo, dulce, muy tozuda y luchadora. Fue un auténtico golpe de suerte conocerla. Ese día por la mañana tenía un viaje programado para ver a un viejo amigo, pero mi coche no estuvo por la labor de arrancar. Fue algo llamativo porque no me había dado problemas en dos años. Sin una pronta solución ni apaño al que recurrir, acabó en el taller. Así que no me quedó otro remedio que cambiar de planes a contrarreloj. Tras cotejar varias posibilidades para hacer el trayecto la única opción real, si no quería desperdiciar mucho tiempo, era el viaje en autobús. Y así fue como el azar o el destino, con una variación minúscula en un momento que consideras insignificante, cambió el resto de mi existencia. Mar iba a ser mi compañera de asiento en el autobús.

Éramos de la misma ciudad pero no nos habíamos visto nunca. Tras el típico saludo incómodo, pasaron unos minutos hasta que empezamos a hablar por una tontería que le dije sobre los cascos que regalaban en el autobús. Reconozco que fue la peor excusa para comenzar una conversación, pero ayudó a que ya no paráramos durante las dos horas que duró el viaje. Hablamos de arte, cine, música, trabajo, de los motivos de nuestros viajes, que casualmente compartíamos ya que ella también visitaba a una amiga. En resumen, de todo un poco. Hubo una conexión especial, al menos yo lo creí así. Teníamos muchas cosas en común y realmente habíamos congeniado. Mentiría si dijera que no me ilusioné desde el primer momento. Cuando el autobús llegó a nuestro destino, y antes de despedirnos, intercambiamos nuestros teléfonos y quedamos en llamarnos en cuanto volviéramos a la ciudad. Yo desde luego pensaba hacerlo.

Pero nuestro sino parecía empeñado en no hacernos esperar tanto. Esa misma noche, cuando tomaba algo con mi amigo, la vi entrar acompañada de otra chica por la puerta del pub donde nos encontrábamos. No podía creerlo. La sorpresa para ambos fue mayúscula. Nos saludamos con entusiasmo, pero nerviosos ante la coincidencia. Tras nuestra invitación, tomaron asiento junto a nosotros. Aún no lo sabía, pero para mí vergüenza y desgracia, el pub disponía de karaoke. Después de varias cervezas, muchas risas y una persistente insistencia por parte de Mar, acabamos cantando a dúo. La canción que elegimos fue Tender, del grupo británico Blur. Sin saberlo, sus primeras estrofas terminarían siendo toda una declaración de intenciones.

Tender is the night

Lying by your side

Tender is the touch

Of someone that you love too much.

Horas más tarde, refugiados en la noche, nos besamos por primera vez. Y así, empezó nuestra historia.

Capítulo X

Bajamos en el ascensor hasta la planta baja. Habíamos alquilado una furgoneta para hacer la mudanza, la teníamos aparcada en la misma puerta. En el coche que teníamos, aparte de llevar muchos kilómetros a sus espaldas, era imposible que cupiesen todos nuestros bártulos; incluso la furgoneta, siendo amplia y espaciosa, estaba atestada. Se abrieron las puertas y al salir a la entrada del edificio, para nuestra sorpresa, vimos a un tipo desconocido metiendo cartas en los buzones. Habíamos vivido un año allí y de sobra conocíamos al chico de mantenimiento que hacía también las labores de portero. No era él. Al escuchar el sonido del ascensor, se giró hacia nosotros mientras introducía la última carta en su correspondiente cajetín.

—Hola, buenos días, soy el nuevo portero —dijo a modo de presentación—. Es mi primer día aquí, ¿me permiten echarles una mano con esas cajas? —preguntó mientras las señalaba.

—No, no te preocupes, puedo con todo —respondí un poco seco, pero intenté remediarlo rápidamente agradeciéndole el gesto—. Gracias.

—Perdonen, creo que no han avisado de mi llegada a todos los propietarios. Al chico que hasta ahora estaba de mantenimiento lo han operado y yo estaré cubriendo su puesto el tiempo que él esté de baja. Aunque por lo que veo se marchan, ¿no es así? —preguntó sin intención, al menos así me pareció.

—Pues sí —respondió Mar—. Hoy mismo nos mudamos. Así que vamos a coincidir poco por el edificio —dijo mientras me miraba y sonreía con su mirada de incomodidad. La conocía muy bien, era un libro abierto.

—Eso parece, pero quién sabe, estoy seguro de que coincidiremos antes de lo que creen, aquí… o en cualquier otro lugar —dijo enigmáticamente mientras nos miraba fijamente y sin parpadear.

—Eh… —la contestación me dejó sin palabras—, seguro que sí, pero ahora tenemos muchísima prisa —dije en un intento por cortar la conversación lo antes posible.

—Les abro la puerta. —Y mientras lo hacía dijo—: Que tengan muy buen viaje allá donde vayan.

—Muchas gracias —contestamos al unísono mientras salíamos.

El nuevo portero, que ni siquiera llegó a mencionar su nombre, era una de esas personas que aunque solo hayas visto una vez son difíciles de olvidar. No sé si carismático era la palabra adecuada, pero su actitud y rareza en la forma de expresarse y mirar había quedado más que contrastada. Era muy delgado, escuálido. Su pelo, castaño claro, le llegaba en una media melena a la altura de los hombros, lo llevaba grasiento y pegado a su frente, lo que no le otorgaba precisamente un aspecto aseado. Tenía una barba poblada y ojos grandes, con marcadas ojeras negras debajo de ellos. Si su apariencia era peculiar, su manera de actuar lo era más. Había algo en él que inspiraba inmediatamente desconfianza, una mala vibración, algo intangible que estaba ahí y que no podía ser negado.

Ya en la calle, Mar y yo nos lanzamos una mirada cómplice y ella me susurro con incredulidad:

—Vaya tipo peculiar, ¿eh?

Por el modo en que la miré no hizo falta que se lo confirmara, aun así no me resistí a preguntarle.

—¿Te ha parecido rara la contestación que nos ha dado o ha sido cosa mía?

—¿La de que seguro coincidiríamos antes de lo que pensamos o algo así? —preguntó mientras esbozaba una media sonrisa.

—¡Esa misma! No he entendido nada de lo que quería decir, pero menos mal que nos vamos de aquí y de la ciudad, aunque no sé si deberíamos avisar a los vecinos de que ahora tienen un loco a domicilio, como en la película —dije, y ambos explotamos en una sonora carcajada.

No podíamos imaginar que tardaríamos mucho tiempo en volver a reír de esa manera.

Mar abrió la puerta trasera e hizo sitio en la repleta furgoneta. Al verla así, rebosante, pensé que toda nuestra vida estaba ahí, en unas pocas cajas. Exceptuando algunas cosillas que habíamos utilizado hasta última hora, todo lo demás estaba cargado desde la noche anterior, con la intención de empezar el viaje a primera hora de la mañana. Nos quedaban cientos de kilómetros por delante que afrontábamos con inmejorable ánimo y con la ilusión del nuevo y desconocido futuro que nos aguardaba en la capital. Nos montamos en la furgoneta, encendí el motor, y mientras la besaba le dije:

 

—¿Preparada, verdad? Allá vamos.

En ese momento, sonó su teléfono. Lo sacó del bolso, miró la pantalla y me dijo:

—Espera un segundo, es mi madre.

Me fue imposible no pensar lo oportuna que podía llegar ser a veces Mercedes. Descolgó.

—Dime, mamá. No, estábamos a punto de salir ahora.

Se hizo un silencio y la expresión de Mar cambió radicalmente. Se ensombreció. Algo pasaba.

—¿Cómo? —preguntó consternada—. No, no puede ser. —su tono fue perdiendo intensidad a cada palabra que pronunciaba hasta quedar en un hilo suave y fino de voz—. Vamos para allá ahora mismo.

Colgó. Se giró hacia a mí desde su asiento, me miró con lágrimas en los ojos y una expresión de tristeza indescriptible. Se lanzó hacia mis brazos y rompió a llorar.

—¿Qué ha pasado? —pregunté desconcertado y desbordado por la repentina situación.

—Mi padre… —dijo apoyada en mi hombro y con la cara húmeda por el correr de sus lágrimas—. No saben qué ha pasado, pero se ha desvanecido esta mañana en casa y ha entrado en coma. Está muy grave en el hospital. Arranca, por favor.

Se me encogió el corazón al ver como se derrumbaba. La consolé y abracé con todas mis fuerzas. Mientras acariciaba su pelo y su espalda, levanté mi cabeza lentamente y, con una mezcla de incredulidad y terror, vi como el nuevo portero nos observaba inmóvil y sonriente a través del cristal de la puerta del edificio.

Capítulo XI

En el momento en que vi la pistola mi cerebro se desconectó de la visión y volví en mí mismo. Ya había visto suficiente para saber que tenía que largarme de allí a toda prisa. Quizás hasta ese momento no tomé verdadera conciencia de la gravedad de la situación. Aunque no entendía el porqué, tenía más que suficiente con saber que ese desequilibrado quería matarme. Rápidamente fui hacia la puerta del edificio, la abrí y sin mirar atrás comencé a correr sin rumbo calle arriba, esquivando a los peatones. Solo quería correr y alejarme de allí.

Mientras lo hacía, recapitulé mentalmente todo lo acontecido hasta ese momento y cuanto más lo pensaba más irreal me parecía. Corría, huía y lo único que quería era despertar de esta pesadilla. Intenté, sin éxito, recordar algo a lo que pudiera aferrarme para comenzar a construir el puzle en que se estaba convirtiendo mi realidad, pero no tenía las suficientes piezas y las pocas que tenía no encajaban. La gente me miraba extrañada, con esa mirada acusadora con la que mirarían a un ladrón huyendo de su perseguidor. No podría decir cuánto corrí o cuánto me alejé, las calles pasaban una tras otra, giraba una calle a la derecha, otra a la izquierda, sin orden ni concierto, lo único que pretendía era apartarme lo máximo de aquel lugar. Mi sudor comenzaba a mezclarse con la lluvia que aún caía cuando decidí detenerme. Había tenido una idea. Quizás no sirviera de mucho, pero era algo por lo que empezar.

Caminé con rapidez mientras, continuamente y como si de un incontrolable tic se tratase, miraba hacia atrás con el temor del que se sabe amenazado. Busqué un bar por los alrededores y por suerte no me fue difícil dar con uno. Justo en la esquina de la calle donde me había detenido se alzaba el típico bar de barrio que se puede encontrar en cualquier ciudad. Entré y comprobé que no había demasiada gente, así que, sin esperar un segundo, hablé directamente con el primer camarero que reparó en mi presencia.

—Buenos días, póngame un refresco de naranja, el que tenga, da igual —dije sin rodeos mientras recuperaba el aliento—. Y, por favor, si pudiera ser, ¿podría dejarme los periódicos locales que tenga por aquí? Todos los que tenga, si tiene atrasados, desde hace una semana más o menos en adelante, sería perfecto.

—Con el refresco puede contar seguro —contestó amablemente—. Lo de los periódicos ahora mismo le digo, normalmente se tiran, pero puede que por aquí dentro haya alguno. Ahora vuelvo —dijo mientras se adentraba por la puerta que suponía daba a cocina.

—De acuerdo, muchas gracias.

Esperé impaciente en la barra mientras miraba a través de los cristales del bar hacia la calle, sondeando a la gente que caminaba completamente ajena a mí y proseguían con su rutinaria vida. Lo hacía por seguridad, por cerciorarme de que el portero del edificio de Mar no me había seguido. Estaba en un estado de alerta total. Mis dedos repiqueteaban incesantemente el mostrador metálico y mi corazón palpitaba muchas pulsaciones por encima de lo que lo haría en estado normal. No sabía cuánto tiempo podría aguantar la presión que notaba en el pecho. Hombres y mujeres pasaban por delante del bar. No había rastro del portero. Parecía que no había peligro, al menos de momento.

—Tome, aquí tiene su refresco —anunció el camarero, y me hizo volver de mis preocupaciones—. Ha tenido suerte, he buscado y hay bastantes diarios atrasados, aquí los tiene —dijo mientras dejaba apilados en la barra un buen número de ellos.

—Muchísimas gracias.

Di un largo trago al refresco y empecé a mirar las fechas de los diarios. Los clasifiqué por orden de antigüedad. Tenía de los últimos ocho días, incluido el de hoy. Debería encontrar lo que buscaba, aunque fuera lo que menos deseaba. Fui directamente a las últimas páginas y comencé a mirar las necrológicas, desde el periódico más antiguo hasta el de ese mismo día. Buscaba en ellos la esquela con el nombre de Mar, para que, de ser cierto, me confirmara la peor de las noticias. Pasaba las páginas nervioso, con rapidez, como quién busca el posible número premiado en una lotería. Nombres y más nombres de personas desconocidas para mí y que ya no estaban en este mundo pasaban ante mis ojos al correr de las hojas. Un periódico le sucedía al anterior. Pedro, Cristina, Raquel, Guillermo… no había rastro de la muerte de Mar. Acabé con el último y nada de nada, ni una reseña, ni siquiera la noticia del supuesto accidente. Desesperado, los retiré de mi lado empujándolos con la palma de mi mano.

Estaba perdido. Solo manejaba teorías, a cual más descabellada. Quizás el hombre de mantenimiento había mentido sobre la muerte de Mar solo para tener la excusa perfecta para bajar al sótano a por la pistola. Pero… ¿quién era y por qué quería matarme? ¿Cuántas personas o seres estaban metidos en todo esto? ¿Qué querían de mí? ¿Por qué recordaba solo cosas puntuales? ¿Por qué Mar me avisaba constantemente del peligro? ¿Estaba realmente viva o había muerto?

Demasiadas preguntas se agolpaban en mi mente, aunque esta última no tardaría en tener respuesta.

Capítulo XII

En un estado de absoluto abatimiento, pagué mi refresco y pregunté al camarero por el servicio. Quería refrescarme la cara y ver si con suerte también lo hacían mis ideas, si bien sabía que siquiera pensarlo era ser demasiado optimista. Entré por la puerta que me señaló el trabajador y cerré el pestillo. Enfrente de mí, había un lavabo con un espejo sobre él y un pequeño urinario en uno de los laterales. Abrí el grifo y después de echarme agua en la cara me miré con detenimiento en el espejo. Me noté envejecido y cansado. Tenía treinta y cuatro años, pero la tensión, angustia e incertidumbre que estaba padeciendo se reflejaban en todas y cada una de mis facciones. Las pequeñas arrugas que tenía en la frente estaban más marcadas, la piel más seca. Las gotas de agua resbalaban lentamente por un rostro que por momentos me costó reconocer y que sequé con mi propia camiseta.

Salí del servicio. Mientras caminaba con fingida decisión hacía el exterior, escuché que el camarero hablaba por teléfono. Cuando me encontraba a poco menos de un metro de la puerta, este dijo en tono alto:

—Perdone, caballero —me giré hacia él—, el teléfono… es para usted.

Me ofrecía el auricular con su mano derecha. Lo miré perplejo. Indeciso me acerqué, mientras pensaba si sería buena idea contestar a la llamada. ¿Quién podría ser? ¿Qué querría? Tal vez solo intentaban localizarme, si bien es cierto que lo que más me acongojaba era que fuera quién fuera, ¿cómo sabía que yo estaba allí? Mi decisión de entrar en ese bar había sido totalmente aleatoria y casual. De hecho, que yo recordara, jamás había estado allí. Algo atemorizado, agarré el auricular y esperé unos segundos mientras el camarero se alejaba a otros menesteres. Con el teléfono en mi poder, titubeé un instante, pero era consciente de que no tenía alternativa. Pasara lo que pasara, para bien o para mal, quizás todo empezara a aclararse. Finalmente contesté:

—¿Sí?, ¿quién es?

—Abel —respondió una voz femenina al otro lado de la línea—, por favor, no tenemos tiempo, no preguntes nada y haz lo que te digo si quieres que por ahora estemos a salvo.

—¿Mar? —pregunté estupefacto—. ¿Eres tú?

—No hay tiempo para explicaciones, apaga tu móvil en cuanto acabe esta conversación, entiendo cómo te puedes sentir ahora mismo, pero te ayudaré en todo lo que pueda, solo quiero que tengamos alguna oportunidad de salvarnos.

—¿Salvarnos? ¿Qué está pasando, Mar? ¿Por qué corremos peli..?

—¡Calla y escúchame, por favor! —vociferó levantando la voz—. Ve al Novo Hotel. He reservado la habitación ciento cuarenta y siete, está a mi nombre y he dicho que vas a ir. No tendrás problema para entrar, aunque yo no estaré allí. Confía en mí, en la mesita al lado de la cama tienes una carta y una maleta con toda la ropa y cosas necesarias que me ha dado tiempo a recoger de tu casa.

—¿Has estado allí? ¿En mi casa? ¿Quiénes eran los tipos que entraron? ¿Cómo sabías que estaba aquí y cómo conoces todo lo que estoy viendo?

—Lo siento, Abel, no puedo contarte más —se apresuró a decir—. Tengo que irme, tendrás noticias mías… Haz todo como te he dicho, por favor.

Colgó. Escuché con desesperación como la línea empezaba a comunicar. Con cara de imbécil, como se suele decir en estos casos, colgué lentamente el auricular y saqué mi móvil del bolsillo. Tenía poca batería, pero no dudé en apagarlo tal y como me había indicado Mar. Antes de marchar con el firme propósito de seguir sus instrucciones aún me quedaba una cosa por hacer allí dentro. Me acerqué por última vez al camarero que me avisó de la llamada y le dije en voz baja:

—Perdone, una pregunta, ¿cómo sabía usted que la llamada de teléfono era para mí? No nos conocemos…

—Solo seguí las indicaciones de la chica —contestó—, fue muy concisa.

—¿Concisa? ¿Qué dijo? —inquirí apresurado.

Su respuesta, aunque pensaba que ya difícilmente algo podría sorprenderme, lo consiguió.

—Dijo que quería hablar con el chico que acababa de entrar en el servicio y que había estado mirando los periódicos.

No le contesté. Instintivamente me giré y corrí fuera del local. Miré con desesperación a ambos lados de la calle, izquierda y derecha, esquivando con la mirada a los transeúntes, buscándola. Mar debía estar por allí forzosamente, tenía que haberme visto entrar allí de algún modo y por eso llamó. Esa hubiera sido la explicación más lógica y la única posibilidad real si todo hubiera sido normal. Pero mi vida, desde esa mañana, no lo era. Por supuesto, Mar no estaba en la calle.

Capítulo XIII

Encendí y aceleré el motor con rapidez mientras le preguntaba a Mar en qué hospital estaba su padre. Por suerte, lo habían ingresado en el más moderno de la ciudad. Según había leído en varios medios, el antiguo estaba en reformas, sin camas disponibles y con serios problemas de déficit de espacio y personal. Cuando el tráfico lo permitía, agarraba la mano de Mar y la miraba de soslayo, estaba destrozada. Intentaba tranquilizarla y trasladarle mi apoyo, pero todo era en vano, era un mar de lágrimas. Se mostraba inconsolable. Tardaríamos alrededor de unos quince minutos en llegar si no había demasiada confluencia de vehículos por las vías principales, que era lo normal en nuestra ciudad.

No sabía muy bien cómo actuar. No me atrevía a decirle que todo iría bien, que quizás todo quedara en un susto y que no sería nada grave, porque tenía la corazonada de que no sería así. Ella y yo sabíamos que se trataba de algo importante, desconocía las palabras exactas con que su madre le había comunicado la noticia, pero Mar era una chica fuerte y poco alarmista, y verla hundida de esa manera me hacía intuir la gravedad del asunto.

—Tranquila, Mar, por favor, ya queda poco para llegar y saber qué ha pasado —le dije suavemente.

—Estoy muy preocupada, Abel, he escuchado a mi madre muy mal, como si todo estuviese perdido —dijo entre sollozos.

 

Agarré una vez más su mano mientras encaraba la última curva antes de tomar la entrada al hospital. Llegamos, y mientras aparcaba Mar llamó a su madre para preguntarle en qué planta y habitación estaba ingresado su padre. De ese modo no perderíamos un tiempo que se antojaba precioso. Anduvimos con rapidez hacia la entrada y cogimos el ascensor hasta la quinta planta. Mientras miraba absorto cómo pasaban los números en la pantalla electrónica del ascensor, pasé la mano por encima del hombro de Mar. Temblaba. Al abrirse las puertas, salió disparada como un resorte y rápidamente giró a la derecha y siguió los letreros que mostraban qué dirección tomar según el número de habitación que buscases. Comenzó a correr y yo seguí sus pasos. Al final del pasillo, de espaldas, estaba Mercedes.

—¡Mamá! —gritó mientras su madre se giraba hacia ella y se fundían en un fuerte abrazo.

Comenzaron a llorar. Observaba la escena a poca distancia, pero siempre en un prudencial segundo plano. Empezaron a hablar mientras se secaban las lágrimas con un pañuelo.

—¿Qué ha pasado, mamá? ¿Cómo está papá? —preguntó Mar directamente, presa de nervios y ansiedad.

—No sé muy bien qué ha pasado, cariño —empezó a relatar la madre—. Estábamos en casa, como un día cualquiera y al poco de levantarse empezó a encontrarse mal. En realidad, anoche, antes de acostarse me comentó que se encontraba raro, con un leve malestar, pero le dije que tal vez le había sentado mal la cena, no sé… es lo primero que pensé. Pero esta mañana, cuando me lo volvió a decir, sí me preocupé, y a los diez minutos, mientras hablaba por teléfono, escuché un golpe seco en el dormitorio. Acudí con rapidez y lo encontré tirado en el suelo, boca abajo. No reaccionaba. Imagina la impresión, ha sido espantoso.

—¿Han dicho algo los médicos? —intervine por primera vez en la conversación.

—Todavía nada en claro. Llegamos en la ambulancia hace una hora, me han dicho que espere aquí, que en cuanto sepan algo saldrán para informar, no os puedo contar mucho más. Eso es lo que ha pasado, pero estoy muy preocupada. En el traslado en la ambulancia no paraban de ponerle cables, monitorizarlo, no sé hasta qué punto es normal, no entiendo demasiado, pero por la reacción de los sanitarios, creo que es bastante grave.

—Mamá, no adelantemos acontecimientos, ¿has llamado a Clara?

—Sí, llamé a tu hermana un minuto antes que a ti, debe estar de camino. ¿Qué vais a hacer con la mudanza, el traslado, el trabajo?

—Ahora eso no importa, mamá —contestó tajante Mar—. Tranquilízate, ahora lo único importante es papá. Ya nos encargaremos de lo demás cuando toque.

Mientras conversaban, vimos como un médico se acercaba hacia nosotros. Los tres lo miramos con expectación. Se aproximaba y nos miraba. Me tensé, no tengo duda de que nos ocurrió a los tres. Sabíamos que venía con noticias y todo apuntaba a que no serían buenas. Se detuvo junto a nosotros y preguntó por Mercedes.

—Soy yo —contestó—, dígame, ¿cómo se encuentra?

—Bueno, le hemos hecho varias pruebas y ahora mismo no podemos decir con seguridad qué le ha ocurrido. Hemos descartado varios diagnósticos con esos estudios, pero aun así sabemos que está mal, muy mal. Siento comunicarles que no hay demasiadas esperanzas, probablemente sea cuestión de horas. Estamos algo desconcertados, pero haremos lo posible por revertir la situación. Ahora mismo se encuentran con él tres de los mejores médicos de este hospital, pero somos conscientes de lo crítico de su estado. Lo siento mucho.

Después de dar tan funesta información, se marchó. En un primer instante no reaccionamos, no dábamos crédito. De repente el padre de Mar iba a morir. Fueron unos momentos durísimos. Al poco tiempo llegó Clara, la hermana de Mar, y la pusieron al corriente de las poco halagüeñas novedades. Lágrimas y abrazos llenos de dolor se sucedieron. Yo me mantenía en un discreto segundo término, atendiendo a Mar y a su familia en todo lo que requerían. Caía el día. Se sucedieron las horas sin saber nada más en una larga, triste y desesperanzada estancia en el hospital a la espera de las peores noticias.

Ya con la luz de la luna reflejada en los cristales de las ventanas, los cuatro nos encontrábamos sentados en las incómodas sillas que había en el pasillo donde estaba la habitación del padre de Mar. En mitad de la noche, Mercedes y Clara se levantaron para ir a comprar agua a las máquinas expendedoras. Tras preguntarnos si queríamos algo, se encaminaron pasillo abajo. Mar y yo nos quedamos solos por primera vez desde nuestra llegada al hospital. Desde que el médico informó de la situación habíamos hablado poco, alguna pequeña conversación sin importancia, en momentos así quizá sobran las palabras. Mar me agarró la mano con firmeza y, aunque pueda parecer paradójico, noté que ella intentaba tranquilizarme a mí. Me miró tiernamente. Estaba ojerosa después de llorar durante horas, pero se mostraba completamente serena. Continuó mirándome y casi en un susurro dijo:

—Abel, tengo que contarte algo.

—Dime, cariño —contesté un poco extrañado.

—No te asustes, pero sabía que esto iba a ocurrir. Mi padre acaba de morir. En este mismo instante. Y yo sabía que sería hoy.

Capítulo XIV

Tras salir del bar y buscar infructuosamente a Mar entre la multitud, mi único objetivo era cumplir a rajatabla las instrucciones que me había dado por teléfono. No manejaba otras alternativas y, aunque sabía que podía ser arriesgado, la falta de opciones me empujaba a hacerlo. No tenía otra salida. Si realmente era ella la que había llamado y todo era tal y como me había comentado, iría al hotel, recuperaría alguna de mis cosas, leería esa misteriosa carta y, sobre todo, tendría una oportunidad de salvarme. Y salvarla a ella. Aun sin saber exactamente de qué. Esa era la posibilidad optimista. La pesimista era que todo fuera una burda mentira. Que Mar no hubiera sido la artífice de la llamada y todo formara parte de una artimaña de ellos para conocer mis movimientos, saber con exactitud a dónde me dirigía y acabar conmigo con una facilidad pasmosa. Las dos opciones estaban abiertas.

Mientras caminaba hacia el Novo Hotel, no paraba de darle vueltas a la llamada. Irremediablemente pensaba que si había visto con mis propios ojos cómo esos seres habían cambiado su aspecto hasta ser exactamente igual que Mar, cuán poco les costaría adoptar su timbre de voz y engañarme por teléfono. A cada paso que me acercaba a mi destino, el miedo y la incertidumbre crecían poderosamente en mi interior. Me obligué a no pensar más, algo realmente difícil.

Continuaba andando, y al ritmo que lo hacía no tardaría más de unos quince minutos en llegar. Intentaba aparentar normalidad y tranquilidad, pero no me deshacía de la sensación irracional de que todo el mundo me observaba. Todo parecía un enorme montaje orquestado alrededor de mí, al igual que en la película de Jim Carrey, El show de Truman. En dicha película, una ciudad entera estaba habitada por actores que actuaban a las órdenes de un director de televisión que retransmitía en directo la vida de Carrey, protagonista absoluto del reality y el único que era ajeno por completo a semejante pantomima. Por un momento deseé que todo lo que estaba viviendo fuera eso, una película, un engañabobos, pero de sobra sabía que era la vida real.

Aceleré el paso. Ya veía el exterior del hotel al final de la calle. Repasaba mentalmente los datos que Mar me había proporcionado y traté de imaginar la conversación con el recepcionista, con la intención de facilitarme las cosas. «Bastante complicadas estaban ya», pensé. Llegué a la conclusión de que no debería haber ningún problema. Aminoré la marcha. La fachada del Novo Hotel se erigía ante mí. Había llegado.