Los niños terribles

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Los niños terribles
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© A.B. Schneider

Diseño de edición: Letrame Editorial.

ISBN: 978-84-18542-10-7

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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A mi padre… a quien extraño.

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PRIMERA PARTE:

LA INFANCIA FELIZ

o

Capítulo 1: Inés

El doctor Daniel Salinas decía haber querido ser psiquiatra desde que tenía memoria. En opinión de su madre, dicha memoria debía estar limitada a un tiempo bien reciente, pues hasta hacía unos años deseaba ser oftalmólogo y antes de eso se paseó por todas las especialidades que se le cruzaron. Fuera esto cierto o no, desde el momento en que quedó aceptado en Psiquiatría —los cupos de oftalmología, dermatología, y hasta neurología ya estaban tomados— supo que su destino era ayudar a muchas personas a alcanzar vidas plenas, pese a enfermedades tan terribles como la depresión. Apenas recibido como especialista, se postuló como psiquiatra a una de los hospitales clínicos más prestigiosos del país.

Tres meses después, aceptando que dicho hospital no tenía intención de llamarlo, y que su historial académico no debía ser tan atractivo como él pensaba, aceptó cubrir unas horas de consulta ambulatoria en un centro de salud mental privado. La paga era buena y tenían un beneficio indispensable para todo médico que se precie de serlo: una máquina de café con pase libre.

Cuando le entregaron los datos de su primera paciente, una adolescente de dieciséis años, esperaba toparse con alguna chiquilla rica con deseos de llamar la atención de sus padres a través de fallidos intentos suicidas o anorexia. Al ver que la ficha con los antecedentes tardaba en cargarse en el sistema, y que ya llevaba cinco minutos de retraso, decidió arriesgarse a atenderla sin leer su expediente. ¡Qué historia podías tener a los dieciséis años!

La joven, de estatura más bien baja y delgada, tenía un rostro en forma de corazón particularmente bello, pese a la cicatriz que lucía por encima de su ceja derecha, y unos ojos color miel que transmitían hastío. El cabello, castaño y lacio, iba tomado en una coleta, pero no debía llegarle más allá de los hombros. No portaba ninguna joya o complemento de los que las adolescentes solían usar, y aunque Daniel buscó exploratoriamente por un tatuaje visible, tampoco encontró nada. Sin duda, el diagnóstico era depresión…

—Y bien, Inés, ¿qué te trae por aquí?

—Un auto.

Al doctor le tomó unos minutos entender la réplica, y se preguntó si se trataba de algún tipo de sarcasmo o más bien la respuesta de una mentalidad concreta. El rostro de la chica no dejaba adivinar gran cosa. «¡Diablos, debí leer la ficha!»

—En realidad, me refiero al motivo que te trae por aquí.

—Porque mi padre me manda. Se siente más tranquilo si estoy medicada.

—¿Y por qué te dan medicamentos?

—No lo sé…, usted es el que tiene mi expediente… Seguro que ahí han puesto más explicaciones de las que me han dado a mí.

«Nota mental: ¡No volver a enfrentar un paciente sin leer la maldita ficha!».

—Preferiría que tú y yo habláramos antes de leer tu expediente…, eso me ayudaría a conocerte. —La joven no respondió a eso y pareció incluso complacida. ¡Bien jugado! —. ¿Qué medicamentos estás tomando?

—Una pastilla azul alargada, y una blanca redondita que hay que partir en dos. —Creyó ver una sonrisa en los labios de la chica. Claramente sabía que la respuesta era molesta y ridícula.

—¿No sabes cómo se llaman?

—¿No es usted el doctor? A mí nadie me paga por memorizar esas cosas…, a usted sí.

El resto de la consulta transcurrió con la misma tónica, con respuestas cada vez más molestas por parte de ella, pero sin decir gran cosa.

—¿Dirías que tienes buenas relaciones con los chicos de tu edad?

—¿Ha visto la hora? —respondió Inés, apuntando al reloj ubicado sobre la cabeza de él—. Según ese aparato, ya se acabó la consulta. Seguro que tiene otros chiflados esperando a ser atendidos.

—No está bien que… —«Te refieras a otros como chiflados», iba a agregar, pero pensó que esto podía incrementar la resistencia por parte de ella—. No te preocupes por otros pacientes… Como era la primera entrevista contigo, procuré dejar más tiempo. —«Eso, y que, al ser un jodido sustituto sin experiencia, los pacientes me rehúyen como a la lepra».

—Muy bien por usted, pero a mí nadie me ha avisado de que esto se extendería más allá de la hora, y tengo otras cosas que hacer.

Dicho esto, se puso de pie, hizo un gesto con la mano que Daniel interpretó como un «adiós» y salió por la puerta sin mirar atrás.

Al volver a escudriñar la pantalla del ordenador, la ficha se había cargado al fin. Una hora después, y tras leer lo que parecieron mil páginas de expediente clínico, Daniel se enteró de que Inés, la menor de cuatro hermanos, tras perder a uno de ellos, perdió también a su madre en un accidente de auto donde ella iba en el asiento del copiloto. Los bomberos tardaron tres horas en sacarla del vehículo y todo ese tiempo, la madre muerta había estado a su lado. Se había intentado con al menos ocho terapeutas distintos en los últimos dos años y un sinfín de tratamientos fallidos que, si bien la mantenían menos críptica de lo que al parecer fue durante un tiempo, no lograban cumplir con el principal objetivo: hacer desaparecer los fantasmas.

No había un diagnóstico claro. No encajaba en esquizofrenia, y algunos llegaron a plantear que lo inventaba, lo que era bastante probable. En una terapia de ocho meses, alegaba ya no verlos más, pero entonces fue el padre quien llegó reclamando que se le oía hablar por las noches y que, por tanto, no habían cumplido con el objetivo para el que se les pagaba.

Describían al padre como un hombre cariñoso, pero sobrepasado con la situación de sus hijos, todos con algún tipo de problema. Daniel había encontrado, sin esperarlo, un caso increíble, y se propuso dar a la chica la ayuda que necesitaba, encontrar el diagnóstico que los demás no habían logrado, y devolver la tranquilidad a aquel padre. Seguro que los otros médicos no habían sido tan brillantes como él, ni habían tenido su perseverancia. Él haría la diferencia, para esta chica y su familia… La próxima vez que Inés viniera, estaría preparado.

Desafortunadamente para Daniel y el tiempo que invirtió en prepararse para la segunda visita, la chica no regresaría. Esa tarde, cuando Inés llegaba a casa, se encontraría con que Esteban, el mayor de sus hermanos, había sido hospitalizado tras una sobredosis. En opinión de todos, el mayor de los chicos solía ser un buen joven, católico extremo y siempre queriendo agradar. Hasta el día que murió su madre. Las drogas se convirtieron en algún momento en un ridículo consuelo, y la razón de que sus calificaciones en la universidad, que nunca habían sido muy brillantes, le valieran una seguidilla de reprobaciones, hasta que ya no tenía sentido ir más. Pero el episodio de esa tarde generó un remezón en Fernando Santa María, el acongojado padre, pues su hijo mayor necesitaba su ayuda imperiosamente.

Fernando resolvió por tanto que debía exigir una solución al problema de su hija —ya iban dos años de sesiones psiquiátricas nada baratas, sin llegar a ningún lado— y planificó una visita con el director de la clínica, un psiquiatra de renombre internacional, que dos años antes le había prometido resolver el problema rápidamente.

La solicitud de Fernando fue clara y al grano: quería que le devolvieran una hija normal, o el reembolso de su dinero. El director alegó que era todo lo normal que se la podía devolver, y que en última instancia la culpa no era de ellos, sino de la madre naturaleza. A modo de consuelo, le recomendó un libro, escrito por un colega, sobre la aceptación de un hijo enfermo.

—¿Y qué se supone que hago yo con ella? —preguntó Fernando.

El médico miró el reloj, algo molesto de todo el tiempo que le estaban quitando ese cliente disconforme. Estaba tentado a hacerle ver que ese no era su problema. En lugar de eso, optó por un recurso más político, propio de un psiquiatra de renombre internacional: sonrió amable, le regaló su propia copia del libro mencionado y le señaló la salida.

Fernando, que era un hombre práctico, resolvió no darle más vueltas al asunto y olvidarse del dinero perdido. Arrojó el libro a la basura, se encendió un cigarrillo y decidió aceptar que su hija no dejaría de ver fantasmas. Si lo pensaba, había alternativas bastante peores que imaginar cosas y resolvió que, si su aceptación de ese detallito dejaba las cosas en paz con Inés, él estaba dispuesto hasta a creer en vampiros.

Esa noche, besó a la joven en la frente y le sonrió a modo de transmitir su aceptación. Una vez en su cuarto, tomó la guía telefónica y buscó por algún centro de rehabilitación para su hijo mayor. Era hora de dedicarle tiempo y dinero a Esteban.

 

Inés fue la más feliz ante la rendición de su padre. Odiaba a todos y cada uno de los médicos con que había estado, el modo en que la miraban y la incredulidad con que la trataban constantemente y que la había llevado a pensar en sugerir a la Real Academia de la Lengua a que incorporaran la palabra «mentirosa» como sinónimo de «loca», pues, en la práctica, para la gente era lo mismo.

En alguna ocasión, uno de los médicos le había hecho ver que, si ella fuese racional, vería con claridad que los fantasmas no pueden existir. Ella estaba muy de acuerdo con él: todo apuntaba a que no debían existir, por lo que alguien debería hacérselo ver a los fantasmas, y así le ahorrarían tener que ir a los interminables controles y terapias fallidas con psiquiatras.

Lo peor de todo era aguardar a ser atendida en la sala de espera, acompañada de Margarita, su nana de toda la vida y a quien ella odiaba con saña. La mujer, si no encontraba alguna revista de copuchas de la realeza para leer, le hablaba de cómo debía revolverse su madre en la tumba al saber en qué se habían convertido sus hijos. «Si tan solo Sebita no hubiera muerto…», solía repetir, recordando las múltiples virtudes de su difunto hermano, y ganándose un renovado odio por parte de Inés.

Durante un tiempo, quien la acompañaba a los controles era Pablo, su otro hermano, y habían llegado a un encantador acuerdo: asistir solo a una de cada dos sesiones, y en aquellas en que no acudía, gastarse el dinero de la consulta en placenteras tardes de cine, helados y golosinas. ¡Era increíble la cantidad de golosinas que se podían comprar con el dinero de una consulta psiquiátrica! Lamentablemente, Esteban los había descubierto y no dudó en denunciarlos, con lo que las tardes agradables terminaron y la insoportable Margarita se convirtió en su chaperona. Dejar de sufrir su compañía sería uno de los aspectos más agradables de no visitar más psiquiatras.

Otra libertad que se sumaba, era dejar de lado la pastillita azul —el único medicamento que realmente tomaba de todos los que le habían sido indicados, y únicamente porque le gustaba el sabor de la cobertura—. Inés decidió que ahora que su padre la consideraba menos una complicación y más una hija, había llegado el momento de hacer una vida normal… O todo lo normal que se pudiera llevar cuando tenías un maldito fantasma persiguiéndote constantemente.

Por eso, cuando Pablo le propuso que emprendieran un negocio juntos, Inés, en su desesperado intento por encajar entre personas normales, aceptó entusiasta, sin imaginar que el producto que iba a vender era su capacidad para contactar con espíritus.

Con toda la seriedad de sus dieciséis años, intentó argumentar que, por razones inexplicables, solo podía contactar adecuadamente a un fantasma bien específico: su difunto hermano Sebastián. Pero en opinión de Pablo, la persona más práctica que Inés conocía, ese era un detalle que no necesitaban aclarar a los demás.

Pablo, que habiendo nacido sin una mano se consideraba un maestro en el arte de despistar, desocupó el antiguo cuarto de costuras de su madre, montó una mesa con mantel blanco, y hasta llegó a sugerir a Inés que usara una pañoleta con lunas y soles en su cabello, para dar más seriedad a las cosas, a lo que Inés se opuso terminantemente. Acordaron que sería solo un cintillo… y de color rojo, «para que no digas que te estoy imponiendo nada», le aclaró Pablo, y la niña resolvió que, si no fuera el único que la miraba como algo distinto a un estorbo, le habría dado con la puerta en la cara, a él y su emprendimiento.

—¿Y si nada de esto resulta para distraerlos de la verdad?

—Entonces coloco mi brazo amputado sobre la mesa…, y si eso no es suficiente, les doy mi mejor sonrisa —le guiñó el ojo—. Si mi feo rostro o mi discapacidad no consiguen distraerlos, al menos les daré la lástima necesaria como para evitar que nos corran a palos. —Inés no pudo menos que acceder. De sus tres hermanos, ciertamente Pablo había sido siempre el menos agraciado, pero para ella, era el más bello y luminoso de todos. «¡Si solo los demás pudieran verlo!».

Cuando la primera cliente se presentó en el cuarto en penumbra, las dudas de Inés se disolvieron prontamente, pues Pablo, que había cubierto las ventanas y distribuido velas en torno a la mesa, convenció a la recién llegada —una anciana, abuela de una amiga, que quería contactar a su difunto marido— de sentarse a prudente distancia de Inés y no hacer jamás preguntas directas a la joven, para evitar distraerla de su concentración. «Aunque usted la vea con los ojos abiertos, siempre hay una parte de ella en otro mundo», expuso el joven con voz dramática.

No hubo lugar para dudas por parte de la mujer, pues su hermano tenía tal capacidad de respuesta para las preguntas más difíciles, que incluso ella llegó a creer por un instante que contactar al difunto marido era posible. En toda la sesión, se limitó a asentir o negar con la cabeza un par de veces, según había acordado con Pablo, y él entregaba la información que la mujer buscaba.

Al marcharse, aunque nada concreto había sido dicho, la anciana dio las gracias, entregó a Pablo la cantidad pactada y salió por la puerta limpiándose una lágrima del rostro.

—¡He ahí una clienta satisfecha! —exclamó Pablo.

Como Inés alzara una ceja escéptica, el joven le hizo ver que no hacían nada muy distinto a los psicólogos, psiquiatras y otros oidores profesionales a los que las personas acudían con problemas de la cabeza y que cobraban por ello un dineral, sin dar tampoco garantías de resolver nada. A Inés, una experta en el tema, le hizo sentido la comparación.

A la semana siguiente, tuvieron tres clientes un mismo día y decidieron que, estando las vacaciones de verano prontas a terminarse, tendrían que colocar un horario a su negocio. Como Margarita reclamara que la cera de las velas le estaba manchando el piso y que le contaría a Fernando de este nuevo oficio por el riesgo que corrían de quemar la casa, Pablo decidió que era hora de cambiar la modalidad de trabajo. Repartió el teléfono del hogar con horarios en los que podían llamar, ofreciendo servicio a domicilio.

En una de sus visitas, una mujer los recibió con múltiples velas encendidas alrededor de la imagen de un santo, y al ser consultada, dijo que era una práctica que tenía de niña, no dejar que las velas se apagaran nunca. La causa: ayudaban a espantar a los fantasmas.

—¿Alguna vez ha visto a un fantasma? —le preguntó Inés, a lo que la interpelada respondió persignándose que afortunadamente nunca.

—¿Ya ve que las velas funcionan? —sonrió la mujer. Inés concluyó que el miedo era algo bien personal y, a veces irracional. De otro modo no entendía que la mujer se cuidara de espantar espíritus que nunca había visto con un método ridículo, a la vez que contrataba el servicio de unos adolescentes para contactar a su difunto hermano…, un espíritu.

Uno de sus clientes pensó incluso que le podrían ayudar a encontrar una carta, dejada por su madre, que al parecer tenía mucha importancia para él. Pablo había comenzado ya a improvisar con ambigüedades, cuando Inés le interrumpió, indicando al hombre que estaba en una caja de zapatos en la última repisa de su armario, junto a unas fotos de él cuando niño.

Luego que el hombre subiera las escaleras al lugar donde debía estar la mencionada caja, Pablo se apresuró a tomar rápidamente las cosas puestas sobre la mesa, para estar preparados a huir si el hombre los enviaba al demonio o se negaba a pagar cuando no encontrara nada.

Grande fue su sorpresa, y alivio, cuando este bajó las escaleras, con una arrugada carta en la mano, repartiendo besos a ambos.

—¿Cómo supiste que estaba ahí? —preguntó Pablo, camino a casa, algo confundido.

—¡Yo que sé! —contestó Inés encogiéndose de hombros—. Tú eres el experto en las explicaciones...

Pablo resolvió que mientras pudieran avanzar con el emprendimiento, estaba dispuesto a aceptar que el misterio quedara sin respuesta.

Pasados unos meses desde que instalaron el negocio, un hombre de voz grave los contactó para una reunión de médiums en una antigua casona del centro de la ciudad. Pablo consideró adecuado asistir para oficializarse en el medio. Inés pensó que era una mala idea, pero la increíble capacidad de persuasión de Pablo pudo más que su buen juicio.

A las dos horas de compartir con los iluminados —cuál más loco de lo que ella se suponía debía estar— descubrió que el silencio era su mejor aliado. Pronto consideraron que debía tener realmente un don superior, que su mutismo solo era demostración de esto, y que la inocencia y sinceridad de su don se podía percibir en su aura azul..., o rosa, o verde, o celeste… Entre sus nuevos compañeros hubo una larga discusión respecto al color con que percibían el aurea que rodeaba a la chica. Camino a casa, Pablo le preguntó de qué color creía ella tener su aurea, a modo de broma.

—Negra… —respondió Inés. Pablo se abstuvo de hacer más preguntas el resto del camino.

La llamada que podría haber disparado su negocio llegó dos meses después, cuando un canal de televisión les contactó para participar de una nota periodística que querían incluir en su programa. Pablo aseguró que ese sería el salto que necesitaban para hacer despegar su empresa.

Inés no alcanzó a tener una opinión propia al respecto, pues esa misma tarde, y antes de que Pablo le refiriera la feliz noticia, Fernando atendió una de las llamadas que buscaban contratar los servicios de la niña.

Todo acabó con una conversación padre e hijo, en que Fernando le explicó lo nefasto que aquello podía ser para el estado mental de Inés, y Pablo aceptó, a cambio de un aumento en su mesada, dejar de lado su recién descubierta fuente de ingreso.

—¡Supongo que hasta aquí llegó el negocio, hermanita! —dijo esa noche a Inés. Le entregó la mitad de las últimas ganancias no repartidas, y salió del cuarto, dejándola, sin saberlo, acompañada del único ser que jamás la abandonaba: su inseparable fantasma.

Capítulo 2: Javier

Alonso Santander sabía desde joven que, con sus antecedentes familiares, las probabilidades de morir de cáncer de estómago eran altas. A los catorce años, comenzó a buscar ávidamente cualquier artículo que pudiera hacer alusión a modos de evitarlo, quitó de su dieta los aditivos y las grasas, siendo el primer adolescente en rechazar una hamburguesa promocional de una tienda de comida rápida, aludiendo a la cantidad de toxinas contenidas en lo que se le estaba regalando.

Como el promotor disfrazado de payaso mirara con cara de poco entendimiento lo que sea que el chico raro había querido decirle, Alonso lo tradujo para él: «Digo que esa hamburguesa es veneno para la salud». El dueño del local, enterado de lo ocurrido, intentó entablar una demanda contra las calumnias del chico, pero como no había dejado tarjeta de presentación y la descripción de «un adolescente pálido, ni muy alto ni muy gordo», no ayudaba mucho a dar con él entre los 6 millones de habitantes que se contaban en la ciudad para entonces, desistió de su empeño.

Así, Alonso pudo seguir su vida inconsciente del efecto que sus palabras habían tenido en la sensibilidad del hombre y sin nada que le hiciera cambiar su rumbo en la búsqueda de una alimentación saludable. A los diecisiete años ingresó en la carrera de ingeniero en alimentos.

Veinte años después, con doce libros a cuestas e incontables publicaciones en distintas revistas nacionales e internacionales, era considerado un experto en la nutrición saludable, y el ejemplo de un hombre apegado a las pautas de una vida sana: se alimentaba solo de productos que él mismo cosechaba, había eliminado las carnes de su dieta, así como cualquier producto derivado de animales; solo consumía agua purificada y no había forma de verlo ingerir algo con más proceso en su cadena de producción que la cocción o el congelamiento. Llevaba una rutina de ejercicios tres veces a la semana, evitaba el estrés e invertía en sistemas de purificación del aire en cualquier espacio donde pasara más de tres horas en forma habitual.

Asistía a controles regulares cada seis meses con su médico de cabecera y solicitaba la toma de tanto examen como existiera en el laboratorio, al punto de que el médico temió que sería testigo de la primera anemia autoinducida. Por eso se sorprendió tanto al enterarse que igual había desarrollado un cáncer de estómago.

 

—¿Hay algo que quieras decir? —preguntó el médico nervioso, al revelarle que el tumor se había diseminado ya a varios órganos, arruinando cualquier pronóstico.

—La verdad, sí…, que no debí rechazar esa hamburguesa.

Javier tenía ocho años cuando se despidió de su padre por última vez antes de irse a la escuela. Al volver, Sofía, su madre, le informó brevemente de que Alonso había muerto.

A los ocho años, la muerte de un ser querido deja huella y presenta una dicotomía en la línea del pensamiento de un niño. Javier podría haber abordado la pérdida desde una actitud narcisista y enfrentado el mundo desde la perspectiva del desamparo. Pero en lugar de eso, el niño, que había sido inseparable compañero de esos dolorosos últimos tres meses de su padre, superpuso el deseo de Alonso sobre el suyo, y se alegró al saber que el hombre que tanto amaba y admiraba, ya no sufriría más.

Superado ese primer hito en su vida, y sin dar espacio a decantar su dolor, vino el segundo gran golpe para él, el descubrimiento de un detalle que hasta entonces había pasado desapercibido para el niño: que Sofía jamás había amado a su padre…, ni a él.

Cuando tienes dos padres y hay uno que te ama demasiado, no te preocupa mucho el poco afecto que te demuestra el otro. Pero cuando pierdes uno de tus padres, el amor, o falta de este, que percibas en el padre que queda, es determinante.

Pero nuevamente, Javier optó por el camino menos probable y, en lugar de resentir aquella falta de afecto o envidiar a su hermano Nicolás por recibir el cariño y preocupación que su madre jamás había mostrado ni mostraría por él, optó por ver en ello el modo que tenía su madre de compensar a su hermano por no haber tenido jamás un padre que lo quisiera.

El niño recordó la historia que Alonso le había contado alguna vez sobre su madre: una mujer muy enamorada de un príncipe, a la que el príncipe había dejado por otra mujer, no sin antes entregarle un niño como regalo. Ella amaba a ese niño y lo resentía al mismo tiempo, por lo que buscó otro príncipe al que poder amar y que le ayudara a amar al niño. Pero con el nuevo príncipe nació otro hijo que acaparó toda la atención del nuevo príncipe y, así, ella y su hijo mayor quedaron solos otra vez.

Javier, a sus ocho años, llegó a la conclusión de que era lo más razonable que su madre quisiera más a su hermano, y que él debería querer a Nicolás un poco más también. Incluso cuando Sofía le prohibió volver a hablar de Alonso en su presencia, Javier no se lo tomó como una ofensa contra la memoria del hombre al que había querido tanto, sino como un intento de defensa de una mujer que sufría mucho. Y se prometió que la ayudaría a ella también a ser feliz… «Y así, algún día, ella también me querrá a mí».

Tomó el recuerdo del amor incondicional de su padre como escudo y se dispuso a ayudar a su hermano a sentirse querido. Con cada muestra de desprecio por parte de Sofía, o indiferencia de su hermano, el escudo iría creciendo.

Pero, a medida que ese escudo crecía, el niño héroe tras él se fue sintiendo menos digno de amor. El precio a pagar por su heroísmo, lo supiera o no, sería su propia autoestima, el poder que alguna vez lo había hecho sentir invencible.

Nicolás no era en sí una mala persona. Simplemente la expectativa de que su verdadero padre, con quien había retomado contacto hacía poco, ocupara un lugar en su vida, superaba su dolor por la muerte de un padrastro que, sin ser literalmente malo, nunca había mostrado por él el mismo cariño que a su hermano menor.

Tampoco aborrecía a Javier, aunque lo había envidiado a veces. Pero es difícil tener empatía por alguien cuando, en toda tu vida, nadie ha sido lo suficientemente empático contigo. Las migajas de afecto que de cuando en cuando le daba su madre le resultaban insuficientes; después de todo, era culpa de ella que él no tuviera un padre, porque algo debió hacer para alejarlo…, estaba seguro. Que su padre tuviese ahora una nueva familia, con una esposa amorosa, cuatro hijos y un perro que denotaban felicidad en cada fotografía, era para Nicolás una muestra irrefutable de que el problema no había sido el pobre hombre… «De estar con él, seguro que yo también sería más feliz».

Por eso, no habiendo pasado ni tres semanas desde la muerte de Alonso, y con Javier aún llorando al hombre en su habitación por las noches, no le importó demasiado como se vería que estuviera organizando su cumpleaños número quince. Era para él una maravillosa oportunidad de invitar a su padre y ser el centro de atención en la vida de este por un día. El hombre asistió, compartió con él una foto y se retiró tempranamente, pues «tenía cosas que hacer». Aún no habían acabado de apagar las velas.

Vinieron cinco nuevas invitaciones por parte de Nicolás a su padre. Las cinco fueron aceptadas, pero la impaciencia del hombre porque la reunión impuesta acabara pronto, era perceptible en cada una de ellas.

La desilusión entró en pugna con una creciente necesidad de afecto, y de ello nació un hambre patológica por llamar la atención del hombre. Una luz de esperanza nació el día que Sofía descubrió los cortes que se hacía en el cuerpo y lo llevaron al psiquiatra. Finalmente, en el rostro del padre se advirtió una preocupación real, y tan necesitado estaba Nicolás de su amor, que interpretó aquello como afecto.

Los cortes siguieron, las calificaciones bajaron, le diagnosticaron una anorexia nerviosa, y en su ficha clínica apareció en dos ocasiones la frase «ideación suicida», lo que hizo llorar a su madre, y en su padre, contrario a lo que él esperaba, aparecieron las primeras señales de hastío. En los próximos tres meses, el hombre rara vez respondía a sus llamadas, alegando estar ocupado y, aunque siguió pagando las consultas al psiquiatra, ya no iba con él a dejar el cheque, sino que enviaba las transferencias.

Y entonces vino el terrible episodio del teléfono: Nicolás llegó por accidente a la cocina, atraído por las voces del auricular, cuando comprendió que el altavoz estaba puesto y que se trataba de una llamada entre Sofía y su padre. Lo decente habría sido cortar el altavoz, pero comprendiendo que hablaban de él, en lugar de hacer lo decente, se quedó a escuchar. En resumen, su madre le pedía al hombre que no ignorara a su hijo, que sus cambios de humor la preocupaban, que temía que se suicidara. «Si quieres te pago el velorio», fue la fría respuesta del hombre. Nicolás comprendió que la expresión no era en broma y esta verdad lo devastó.

Esa noche, dio con las pastillas para dormir de Sofía y se tomó las cinco que quedaban de golpe. Debió esperar tres horas a que su hermano menor fuera a su habitación a consultarle algo. Al ver la caja y envase de pastillas, dramáticamente sostenido por su hermano, el niño corrió a por su madre.

En el servicio de urgencia, tras tranquilizar a Sofía, el médico dijo que la dosis era demasiado pequeña para ser mortal, por lo que no había mucho de qué preocuparse en ese momento, pero recomendaba adelantar la cita de Nicolás con su psiquiatra.

Ese mismo día recibió un par de tarjetas de compañeros de curso y profesores instándolo a animarse y a sobreponerse, ¡como si a él no se le hubiese ocurrido que animarse y sobreponerse fuera la solución! El problema estaba en cómo hacerlo cuando tu padre te quiere muerto.

Mientras aparentaba dormir para no hablar con nadie, una de las enfermeras que anotaba sus signos vitales en la ficha le dijo a la otra que no entendía por qué un joven tan guapo intentaba matarse. La otra le respondió que lo más triste es que fuese tan idiota para pensar que lo conseguiría con cinco pastillas, y ambas se largaron a reír.