El 3ro

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A. A. CARRIZO

El 3ro


Carrizo, A. A.

El 3ro : camino hacia la oscuridad / A. A. Carrizo. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-2001-2

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.

CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA

www.autoresdeargentina.com info@autoresdeargentina.com

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

AGRADECIMIENTOS

Para mis padres, Marcelina y Ángel que gracias a su educación llena de ejemplos y valores, me convirtieron en el hombre que soy.

Y no puedo olvidarme de Dámaris y Marcelo (Tacho) un gran amigo, ambos con su paciencia y ánimo, hicieron que esta aventura de escribir fuese divertida y desafiante.

PRÓLOGO

Algunos tuvimos la suerte de tener a alguien que nos contaba historias o nos leía cuentos llenos de aventuras para poder ir a dormir cuando éramos pequeños. Pero ese tiempo pasó, fuimos creciendo y cambiamos esos cuentos por los de suspenso y terror. Luego de esa lectura, pedíamos que dejen la luz prendida o en otros casos, que algún adulto se fijara debajo de nuestra cama o dentro del armario, en caso de que hubiera criaturas nocturnas o monstruos escondidos.

Seguimos creciendo y la educación que recibimos en la escuela nos ha enseñado que todas las historias tienen un principio, un desarrollo y un desenlace. Al igual que la vida, tenemos un principio con nuestro nacimiento, un desarrollo que es el transcurso de la vida y un desenlace que es nuestro final, lo que llamamos muerte.

Nuestra historia como individuos es casi insignificante cuando se compara con la historia de la sociedad a la que pertenecemos, salvo que hayamos logrado un aporte muy superior a los estándares establecidos. La misma historia de la sociedad es una parte pequeña dentro de la historia de un país, y esta a su vez es una pequeña parte de la historia de la humanidad.

Pero ¿qué pasa cuando una historia que le pertenece a la humanidad, una trama secreta de la que no se sabe su inicio, se cruza de improviso con la historia de tu vida? Ya sabemos el posible final de nuestra historia, si tenemos suerte, pero no se sabe cuál es el final de la otra. Ahora solo puedo pensar en un desenlace que anhelo, pero que es probable que no llegue a ver. Lo único que sé es que el final de esa gran historia de la humanidad todavía no está escrito.

¿Serías capaz de ingresar a una trama secreta y oscura de la humanidad? Si lo haces: ¿Lo harías por voluntad propia o por no tener otra opción? Sea cual fuere la respuesta, tu vida en ese momento habría de cambiar para siempre y debes estar seguro de dar el 100% cada día. Y, aun así, te cuestionarás al final de tus días si acaso habrías podido hacer algo más.

De ahora en más al mundo lo verás diferente, al igual que al resto de las personas, porque estás escribiendo parte del relato de la humanidad y aunque ellos no lo sepan, son partícipes necesarios de tu historia y de mi historia de vida. Aquella noche cuando era niño, mi vida cambió y de adulto cambiaría una vez más por parte del mismo protagonista… Y si hoy estás leyendo esto, tu vida también ha cambiado…

Bienvenido a la G.D.S.

CAPÍTULO 1
Una historia irreal

Esta historia comenzó hace mucho tiempo.

En unos de los tantos viajes que realizábamos en familia, mi padre iba al volante y mi madre en el asiento del acompañante y yo, por supuesto, en el asiento trasero. Tenía todo ese gigantesco asiento solo para mí; yo era solo un niño de cinco años. Recuerdo que llevaba en mi bolso algunas galletitas dulces para comer en el camino.

Estos viajes eran largos, entre doce y quince horas, dependiendo de cuánto tráfico encontráramos en la ruta nacional 9 hasta la provincia de Córdoba y de allí por la ruta nacional 38; ese tiempo incluía la espera para cargar combustible o lo que nos llevara comer algo en algún parador.

Nunca he olvidado esa noche de verano, ni esa luna llena que parecía gigante por la ventanilla del auto, en la que viajábamos hasta la casa de mi abuelo en Catamarca. El paisaje nocturno me mostraba los diferentes matices del color negro en los árboles y sus formas tan variadas al costado de la ruta 38. Este tipo de paisajes se cortaban al llegar a los pequeños pueblos, cercanos a la ruta, donde se veían las típicas estaciones de servicio y los paradores que, con sus carteles luminosos, atraían a los insectos del lugar.

En nuestros viajes familiares escuchábamos música en la radio (sé que al día de hoy parece una antigüedad, pero en ese entonces era una de las formas que teníamos para divertirnos y hacer más ameno el camino). Las diferentes tonadas de los locutores nos daban pistas de dónde estábamos durante el recorrido.

A unos diez minutos de uno de esos pueblos que cruzamos, escuchamos un gran estruendo, en el silencio de la noche. Mi padre miró por el espejo retrovisor para ver si no venía nadie, y una vez que estuvo seguro de ello comenzó a aminorar la marcha.

Mientras el auto iba mermando la velocidad, dijo:

—Ese golpe fue metal contra metal…

Él daba por sentado que había sido un accidente vial, uno de los tantos que año a año ocurren en la temporada de verano. Entonces, tomó todas las precauciones necesarias. Él y mi madre habían estudiado juntos la carrera de medicina; ambos se graduaron y como médicos estaban dispuestos a ayudar a quien lo necesitara.

Pasaron un par de minutos desde que escuchamos el estruendo hasta que encontramos el lugar del accidente: se trataba de un Peugeot blanco, un auto grande oscuro y una camioneta gris. La camioneta y el auto blanco estaban sobre la ruta, había pedazos de chapa y vidrio rotos regados por el pavimento y en la banquina, mientras que el vehículo oscuro se encontraba a unos diez metros de la ruta más o menos. Tenía el techo completamente destruido, y eso era señal de que había volcado.

Mi padre prendió las balizas y se detuvo en la banquina, ambos se bajaron a ayudar.

—Te quedás en el auto y no te bajás de acá. Afuera es muy peligroso —me ordenó mi madre.

Sacó la linterna que guardaba en la guantera, para casos de emergencia y fueron a sacar del baúl el botiquín de primeros auxilios para dirigirse al lugar del accidente. Estacionamos a veinte o veinticinco metros de aquel accidente. Agarrado fuerte de los asientos de adelante, yo podía ver el panorama de los autos destruidos como si fuera una película de cine. Mis padres metían sus manos entre el metal arrugado de aquellos vehículos, para ver si sus ocupantes estaban vivos y si podían ayudar en algo.

Solo se veía un cuerpo en la ruta y otro tirado a metros del vehículo oscuro que estaba alejado de la ruta. Pensé qué habría sucedido para que esos autos colisionaran de esa forma tan violenta.

Entre la oscuridad de la noche, con la luna llena y la luz de nuestro auto, vi a mi padre regresar al auto. En ese momento, una luz comenzó a cobrar intensidad a mi espalda, y al darme vuelta vi que eran las luces de una camioneta que venía por la ruta en el mismo sentido que nosotros. Mi padre levantó los brazos y comenzó a agitarlos para que la camioneta lo viera y aminorara la velocidad. El conductor se bajó de la camioneta con su matafuego, y en un típico acento cordobés, dijo:

—¿En qué le puedo ayudar?

—Lo mejor es que dé la vuelta. Cruz Del Eje está cerca y allí podría encontrar algún patrullero o personal de la Policía provincial, para informar del accidente y pedir que envíen ayuda lo antes posible —respondió mi padre.

Vi a mi madre dirigirse a la parte posterior de la camioneta y llamar a mi padre. Él, al escucharla, con un pequeño trote se acercó a ver. Mientras eso pasaba, el hombre de la camioneta emprendió la vuelta al pueblo más cercano para solicitar ayuda. Luego de un par de minutos, me di cuenta que aquel cuerpo que antes estaba tendido en el campo, ya no estaba. Pensé que me lo había imaginado. De repente, una sombra en el espejo lateral de nuestro auto me tomó por sorpresa, al girar, vi que era una persona que caminaba por la banquina, muy cerca del auto.

En ese momento no lo sabía, pero mi vida habría de cambiar para siempre. La figura que se aproximaba llevaba la ropa del cuerpo que pensé que había imaginado.

Su rostro se asomó lentamente por la ventanilla y llegué a ver sus ojos. Su mirada y su color me parecían diferentes. Miré de nuevo al frente, donde se encontraban los autos chocados y mis padres, pero sentía la presencia en la ventanilla, y la sombra de aquel individuo inundaba el auto. Volví a girar mi cabeza a la ventana, la cual se ensombrecía por causa de esa persona y en un momento cruzamos las miradas. Su rostro no mostraba dolor; al contrario, comenzó a dibujase en él una leve sonrisa.

Mostrándome algo aún más aterrador que aquel accidente y el cuerpo sin vida en la carretera, sus colmillos se asomaron, los vi agrandarse, y de su boca salía sangre. Salté al otro lado del asiento, en un intento por alejarme de aquella ventanilla y de aquel rostro tras el vidrio.

 

Al ver por la otra ventanilla, allí seguía ese rostro maléfico con sus colmillos, intentando esta vez abrir la puerta de atrás, pero para suerte mía estaba con el seguro puesto. No sé cómo, pero esta persona se convirtió en una criatura que me horrorizaba. Con su dedo golpeó la ventanilla y escuché las siguientes palabras, que quedaron grabadas para toda la vida en mi mente:

—¿Cómo te llamas, pequeño? Bueno, eso no importa... Recuerda lo que te digo: nunca me viste. Si me entero de que le contaste a alguien sobre mí, voy a volver a buscarte ti y voy a lastimar a tus papás.

En ese momento se escuchó unas sirenas que anunciaban la llegada de la policía de la Provincia, los bomberos y algunas ambulancias. Esta criatura maligna con forma humana que se había acercado al auto, sin llegar a saber yo sus intenciones, salió corriendo para el campo, mezclándose con la sombra de la noche y los árboles del lugar.

El miedo que sentí en ese momento nunca más lo volví a sentir. No podía decir ni hacer nada, estaba completamente paralizado. En mi interior gritaba de miedo, pero mi boca estaba cerrada, como si alguien me hubiese pegado los labios. Cerré los ojos para que así todos mis sentimientos y esa pesadilla que había sufrido despierto se desvaneciera en mi mente.

Al escuchar abrirse la puerta delantera del auto me sobresalté. Era mi madre, y al ver esta reacción de mi parte destrabó de inmediato el seguro de la puerta trasera y se sentó a mi lado. Yo estaba temblando, y con el amor que solo una madre puede dar, me tomó entre sus brazos y me dijo:

—Ya está cariño, ya está… Dentro de unos minutos papá va a volver y nos vamos a ir de acá. Seguro te asustaste por todo este accidente. Tranquilo, ya nos vamos a ir.

El resto de ese viaje lo pasé sentado y con el cinturón de seguridad puesto. No quería dormir, ni tampoco mirar por esa ventanilla. El paisaje que tanto me distraía se convirtió en un escenario de miedo y terror. Escuché a mi padre comentarle a mi madre, algo como:

—En el auto oscuro los policías encontraron un cuerpo con el cuello desgarrado, lo que les llamó la atención fue que extrañamente no había tanta sangre como debían haber encontrado…

Esas vacaciones fueron muy difíciles para mí. Paramos en una villa turística llamada El Rodeo, en el Departamento Ambato, a treinta minutos de la capital de la provincia. La villa estaba rodeada de montañas verdes, y para llegar allí debíamos transitar un camino sinuoso al borde del precipicio. Al entrar a la villa se podían observar las casas en el valle, al costado del camino y también en las laderas de la montaña. Recuerdo el mástil en el medio del pueblo con la bandera argentina flameando, y un camino que salía desde allí y a cien metros un puente colgante sobre un río con agua de deshielo.

Ese verano me la pasé caminando de la casa al río, pero al caer el sol en el valle, las sombras del lugar me llevaban en mi mente de regreso a esa noche en el auto.

Cada año que pasaba allí mis vacaciones las disfrutaba cada vez más. El abuelo, un alemán estricto –no tanto con su nieto– había llegado al país después de la Segunda Guerra Mundial, en el año 1946. Su vida era el trabajo con la madera y su casa que levantó con sus propias manos desde los cimientos. Allí me enseñó sobre las diferentes maderas y cómo trabajarlas, me enseñó a pescar y también algo de su idioma. Mi padre también me lo enseñaba a veces, y mi madre me instruía en el francés. Para mí era más fácil a veces entenderle al abuelo en su idioma nativo que en su español con acento alemán.

Una vez que estábamos armando un banco, con la inocencia que tiene uno de niño, le pregunté al abuelo:

Der Ahn, ¿por qué vives tan lejos de nosotros?

—Yo nací en un país que está muy lejos de aquí. Mi país y mi ciudad fueron destruidas. Solo vi escombros donde antes había edificios y bellas casas. Necesitaba un lugar donde hubiera tranquilidad, donde la naturaleza se aprecie en todo su esplendor, que todo esté para construir…—respondió con su rostro serio característico.

Muchos años pasaron y seguimos viajando juntos en familia para ver al abuelo y volvíamos a pasar por aquel lugar del accidente, a veces de día, a veces de noche, y en cada viaje le agradecíamos a la Virgen del Valle por su protección.

Esta historia nunca se la conté a mis padres cuando los tenía conmigo, ni tampoco a mis amigos de la infancia con los cuales compartí cumpleaños, campamentos y las noches que me quedaba a dormir en casa de algunos de ellos. Crecí y me convertí en un hombre que por convicción seguía siempre hacia adelante sin importarle nada. Lo único que importaba era seguir hacia adelante. Muchos años han pasado y traté de considerar el suceso traumático como una pesadilla o un mal sueño, pero siempre terminé convenciéndome de que sí estuve despierto.

Cuando era niño no podía encontrar una palabra para describir la mirada de esa criatura. Con el tiempo pude hallar una que la describía: deseo.

Más adelante encontré otro término para nombrar a esa criatura que aún hoy me niego a usar y ese término que mejor encajaba es… vampiro.

CAPÍTULO 2
Un día más

Es temprano. Estoy en la cama mirando al techo, esperando que el maldito despertador suene de una buena vez para levantarme.

A las seis y media comienza a sonar el maldito, y es hora de empezar un nuevo día con la rutina. Para las siete de la mañana; ya estoy bañado y cambiado. Prendo la hornalla de la cocina para calentar el agua, mientras termino de atarme los zapatos en el dormitorio, al volver me sirvo el agua hirviendo en la taza y se hace la magia: un café calentito y humeante. Después, como cada día, prendo la televisión para ver las noticias de la mañana.

Resulta que las noticias son las mismas de ayer, la protesta por acá, corte de calle por allá; es un día más en una gran ciudad como en la que vivo. Busco mi maletín, las llaves, el bolso para ir al gimnasio, mi teléfono celular. Solo me falta el control remoto para poder apagar el televisor y ¡listo, ya no me falta nada para salir al trabajo!

Baje en el ascensor como todos los días hasta el garaje y me subo a mi SUV y lo enciendo un ratito luego de una noche fría, mientras pongo en la consola música de los ‘80. Y ahora sí arrancamos un nuevo día. Unos veinte minutos de viaje desde mi departamento en el barrio de Almagro hasta el Microcentro son más que suficientes para convertirte de una persona tranquila en una persona malhumorada por el tráfico de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Y me repito la misma pregunta todas las mañanas: “¿Quién me mandó a comprar un auto?”. Obtengo la misma respuesta todas las mañanas: “Es la comodidad con la cual a vos te gusta vivir”.

Unos minutos antes de las ocho, paso la credencial por la recepción y camino hacia el ascensor, donde la buena gente que trabaja en el mismo edificio que yo, y a quienes saludo todas las mañanas, van ensimismadas en sus propios problemas y me cierran la puerta del ascensor en la cara.

Y yo, que fui bien educado, digo en mi interior: “¡Pedazos de mierda! ¿No ven que estoy llegando? Podrían haberme esperado unos segundos…”.

Me vuelvo a tranquilizar y me recuerdo: “Vamos, que recién comienza el día…”

Trabajo en una consultora de negocios. Lo que nos distingue del resto es la capacidad de generarles oportunidades de negocios tanto en el ámbito nacional como internacional a toda nuestra cartera de clientes. Un día normal está lleno de reuniones con clientes, con el personal, llamadas telefónicas, mails y videoconferencias. Pero se respeta una premisa: la hora de almuerzo es sagrada para todos. Es donde se toman las decisiones fundamentales para el resto de la jornada.

Todos en la oficina pensamos lo siguiente: “Comer liviano o no, una ensalada o algo más contundente, total después vamos al gimnasio y quemamos todas las calorías”.

Es mediodía, es hora de buscar mi abrigo y salir de la oficina. Presiono el botón del ascensor con la flecha descendente y veo que está a dos pisos del de la oficina. Recibo un llamado a mi teléfono celular. Es Claudia, una compañera que me pide que le compre un chocolate cuando vuelva. El viejo conocido pecado después de la comida.

El ascensor se detiene y comienzan a abrirse las puertas y pienso para mi interior: “Sí… a esta hora siempre hay mucha gente… y no pienso esperar otro…”

Entré sin saber que en ese día y en ese ascensor mi vida cambiaría.

Me dirigí al fondo del ascensor como es mi costumbre. Adentro había una mujer con su saco rojo, que es el uniforme de la oficina del bróker de seguros de tres pisos más arriba que la consultora. Un muchacho del delivery, que siempre lo veo a esta hora aproximadamente trayendo alguna comida una de las oficinas de edificio y tres de ejecutivos de alguna otra empresa. Yo estaba mirando mi celular por algún mensaje que por algún motivo no hubiera visto, cuando escuché a unos de estos ejecutivos decir:

—¿Cómo se llama “tú, pequeño”? Bueno, no importa... Recuerda lo que te digo: te va a causar líos.

Después de tantos años reconocí su voz y casi las mismas frases que me había dicho aquella criatura la noche de aquel accidente fatal, pero esta vez con acento francés.

Cerré la aplicación que estaba revisando y miré la superficie refractaria del ascensor para ver a estas personas. Mientras, apretaba el ícono de cámara para intentar sacarles una foto sin que ellos se dieran cuenta.

La señal sonora nos avisaba que llegamos a la planta baja, la cual cubrió en ese momento mi accionar. Cuando las puertas del ascensor se abrieron, comenzamos a descender: la mujer del bróker de seguros primero, después los ejecutivos y al final el muchacho del delivery.

Me quedé para que no sospechara que lo había reconocido después de tanto tiempo, pero estaba vez no me paralicé de miedo. A continuación, marqué el piso de la oficina para hacer tiempo, mientras me preguntaba qué iba hacer, mientras miraba la foto de esta “persona”. Lo había reconocido por su frase, por su voz, por su rostro, el cual no había cambiado en nada en absoluto desde aquella noche en la ventanilla del auto de mi padre.

Esa noche había cambiado mi vida para siempre, y si ese ejecutivo era la criatura que había visto de niño, yo tendría que ser más inteligente que él. Volví a marcar el botón para ir a la planta baja y vi los números en el tablero descender como la cuenta regresiva de una película. Mientras pensaba qué haría al bajar, sonó la señal sonora que avisaba que había llegado, esta vez solo.

Salí del ascensor como si nada hubiese cambiado y me dirigí a la recepción del edificio. Allí estaba Eduardo, que forma parte del personal de la empresa de seguridad que tiene el edificio. Le consulté si podía ver el libro donde la seguridad registra la entrada y salida de todas las personas que no pertenecen al edificio.

Eduardo me respondió:

—No puedo permitirte eso, es solo para el personal de seguridad de la empresa.

—Ok. Lo entiendo.

Se me ocurrió consultarle de otra forma, para que él no tuviera problemas con su empresa.

—Con el muchacho del delivery, salieron tres ejecutivos... ¿Te podrías fijar cuáles son sus nombres y a que empresa pertenecen?

Eduardo se sonríe, sabiendo que no me lo podría decir. En un papel escribió los nombres de estos ejecutivos y la empresa a la que representan, y lo dejó encima del mostrador. Como cualquier mago, pasé la mano por encima del papel y lo hice desaparecer. Tal como lo recibí, lo guardé y después de esto solo atiné a decirle:

—Eduardo, te debo un gran favor.

Salí del edificio para ir a almorzar, pero mi apetito se había ido y solo caminé e intenté pensar con claridad. Encontré un café de los llamados “tradicionales”, de los pocos que aún quedan, y busqué con la mirada una mesa lejos de la puerta. Por suerte había una vacía en un rincón; me senté de espaldas a la pared, mientras miraba fijamente la puerta de entrada.

Enseguida el mozo se acercó a la mesa, con la carta en la mano, y me interrogó:

—¿Caballero, va a almorzar?

—No…, pero sí voy a querer un café doble.

Y antes de que el mozo se fuera le pregunté:

—¿Cuál es el nombre de la red wifi del café y su contraseña, por favor?

De inmediato me entregó la carta, mientras me señalaba dónde estaba escrito el nombre y la contraseña.

 

Saqué mi teléfono celular, me conecté al wifi y busqué la empresa que esos ejecutivos representaban. El nombre de la empresa era Le Groupe. Revisando su sitio web, aparecen los ejecutivos a cargo de la oficina regional que se encuentra aquí en microcentro y en unos de los edificios más exclusivos en Puerto Madero. Y los nombres que resaltan en su sitio web son: Jerome Merchant y Pierre Fournier. Para mi sorpresa, al ver la foto reconocí que eran los mismos que encontré en el ascensor del edificio. Es empresa multinacional posee oficinas por el todo mundo y con intereses muy diversificados dependiendo la región donde se encuentre.

El tiempo del almuerzo acabó, había terminado mi café y ya era hora de volver a la oficina. Empecé el camino de retorno, pero en mi cabeza no podía olvidar lo sucedido. Antes de llegar al trabajo me paré en un kiosco cercano para comprar ese bendito chocolate por el cual me había llamado Claudia.

Ingresé al edificio, pasé la credencial y me encaminé hacia el ascensor, donde me quedé esperando que llegara a la planta baja, cuando siento una palmada en la espalda. Era Eduardo, y me dijo:

—Si no apretás el botón, no va a bajar el ascensor o no se va abrir la puerta sola, che…

Asiento con una leve sonrisa, dando por sentado que lo que me decía estaba en lo correcto. Se aleja unos cuantos pasos, se detiene, gira la cabeza, e intrigado me dice:

—¿Todo bien?

Mi respuesta sincera y sin pensar fue:

—Aún no lo sé.

Subí al ascensor, marqué el piso de la oficina. Pasé por el escritorio de Claudia para dejarle el chocolate que me había pedido y luego de eso me dirigí a mi escritorio donde pasé el resto de la tarde solo respondiendo mails; no quise atender ningún llamado.

Las cinco de la tarde marca el fin del día laboral. Luego voy al gimnasio para despejarme. Pasé por la SUV, agarré el bolso y me fui al gimnasio que está a la vuelta del trabajo. Comencé con la bicicleta fija, después algo de cinta caminadora, y para terminar de despejarme la cabeza comencé a darle piñas a la bolsa, a ver si lograba sacar tensiones y el estrés de aquel cruce inesperado.

Al ver la hora, había perdido la noción del tiempo. Me di una ducha rápida, me cambié y salí corriendo del gimnasio rumbo al estacionamiento, para volver lo más rápido posible a casa.

Al llegar al garaje del edificio, un vecino salía y con sus luces me saludó. Yo levanté el brazo en señal de respuesta. Saqué el bolso, el maletín y me dirigí a la puerta del garaje que se comunica con el pasillo en el cual se encuentra la puerta del ascensor. Miré en mi maletín buscando la llave de mi departamento y al ver mis manos, me di cuenta de que mis nudillos estaban colorados de los golpes que le había dado a la bolsa.

Llegué al piso de mi departamento, ambas puertas del ascensor se abrieron, y caminé por el pasillo iluminado en medio de un silencio absoluto. Abrí la puerta y la cerré rápidamente con llave. Prendí la luz y fui directo a la mesa donde se encuentra el control remoto para prender el televisor y que comience a haber un poco de ruido en esa tarde-noche silenciosa.

Después me dirigí al dormitorio y me senté en la cama. Por primera vez en el día sentí algo de alivio al descalzarme. Volví al living donde se encontraba la televisión prendida, me desabroché el cinturón y me desplomé en el sillón. Cerré los ojos por un momento y al abrirlos miré la hora en la pantalla: eran las 22:10 y no tenía nada para cenar. Tuve una regresión a la infancia e hice lo que tenía que hacer. Agarré el pan y saqué la manteca de la heladera, me senté a la mesa mirando la televisión y comencé a partir el pan con el cuchillo para luego untarle manteca y le agregué azúcar, “este es un placer que nunca cambia”.

Cuando terminé de cenar, apagué la televisión y comencé a lavar lentamente el plato y el cuchillo; los dejé sobre la mesada para escurrir bien el agua para poder luego secarlos tranquilamente. Era tarde; fui al baño a cepillarme los dientes, volví al dormitorio y encendí la luz, volví a la cocina, sequé el plato y el cuchillo. Luego verifiqué que la puerta estuviera cerrada y apagué la luz de la cocina. La luz del dormitorio me sirve de guía para mi destino final de esa noche para finalizar este día de sorpresa y estupor.

La noche ya pasó. Es temprano y estoy en mi cama, mirando al techo, esperando que el maldito despertador suene para levantarme como todos los días (aunque mis pensamientos no me dejaron dormir tranquilo).

A las seis y media comienza el día, con la rutina diaria. Prendo el calefón y preparo ya la taza con el café; esta vez será de máquina y con azúcar, para despabilarme. Me dirijo al baño y abro la ducha, dejando que corra el agua fría recorra todo mi cuerpo, todo vale para despertarme. Busco la ropa para el trabajo y agarro una campera que espero que sea suficiente en el día de hoy.

Siendo las siete, tomo el café, lavo la taza y la dejo escurrir mientras voy de atarme los zapatos en el dormitorio. Busco mi maletín, las llaves y mi teléfono celular; creo que ya es tiempo de salir al trabajo. Me subo a mi SUV escuchando mi música y arranco un nuevo día de trabajo. Los veinte minutos de viaje son eternos, pero esta vez no me importaba si había cortes o protesta durante el camino, ni siquiera el tráfico me molestaba hoy. Llegué sin contratiempos a la oficina. Como siempre, unos minutos antes de las ocho, que es la hora de entrada.

Entro al edificio, paso la credencial por la recepción y camino hacia el ascensor, donde la buena gente que trabaja en el mismo edificio hoy no está. La sensación en el ambiente es diferente, algo cambió. Dentro del ascensor veo a una joven del bróker de seguros; estaba llorando mientras un compañero de trabajo trataba de consolarla.

Bajé del ascensor y al entrar me encontré con el mismo ambiente que se respiraba en la recepción y le pregunté a una telefonista qué había sucedido, que todos se veían tan decaídos.

—Nancy, una de las chicas del bróker, fue asesinada ayer a la noche —me respondió.

Me dirigí al escritorio, prendí mi computadora y mientras se iniciaba, tomé ese tiempo para mirar a mis compañeros y colgar mi campera en el perchero. Me acomodé y comencé con el trabajo diario. De a poco los sonidos característicos de la oficina inundaron el ambiente. Trascurrió una hora tras otra después de un comienzo de día laboral diferente, para intentar convertirse en un día, digamos, “normal”. Y como todos los días, llegó el horario en que comienza el desfile, quién come qué cosa y quién va a comprar.

Agarré mi campera antes de que me hicieran algún pedido de comida extraño y salí de la oficina con rumbo al ascensor. Apreté el botón, para mi suerte, se detuvo y se abrieron las puertas. Y, como todos los días, pienso para mi interior: “Horario de mucha gente… Y no pienso esperar otro”.

Ingresé al ascensor y solo estaba el muchacho del delivery. Mientras descendíamos, tomé mi teléfono celular para ver la hora y la temperatura. Al levantar mi cabeza, vi al muchacho mirarse al espejo. La señal sonora marcó que llegamos a planta baja; descendió primero él y después yo, como de costumbre.

El día anterior, en aquel bar tradicional me sirvieron un café como hace tiempo no tomaba y quería volver a experimentar esa sensación. Caminé por la calle en sentido opuesto al tránsito en busca de esa infusión tan deseado. Mientras la puerta de vidrio se abría, sentí un escalofrío, al ver reflejada la imagen del otro ejecutivo que el día anterior había visto en el ascensor con aquella criatura.

De todos modos, entré al bar y busqué la misma mesa de antes, lejos de la puerta y con mi espalda dando contra la pared. El mismo mozo se acercó a la mesa y me consultó:

—¿Caballero, va a almorzar hoy?

—No, pero sí voy a querer un café doble bien caliente y rápido si puede ser, pero esta vez con tostadas, mermeladas y manteca. Pero por favor, que el cuchillo sea serrucho y no de los lisos —contesté.

El mozo se alejó caminando hacia la barra a encargar mi pedido y se quedó parado junto a la caja, hablando con alguien (supongo que debería ser el encargado del café). Mientras eso sucedía, yo seguía mirando fijamente la puerta de entrada, cuando de repente, se abrió lentamente y eran un par de mujeres que venían de comprar por la zona, sus bolsas de la tienda las delataban. Un hombre mantuvo la puerta abierta mientras ellas entraban, y unos segundos después, volví a ver el mismo rostro de aquella noche.

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