El Mesías

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El Mesías
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El Mesías: un estudio sobre Cristo en el libro de Isaías

© 2021 por Samuel Pagán

Publicado por Editorial Patmos,

Miami, FL. 33169

Todos los derechos reservados.

Las citas bíblicas han sido tomadas de la Reina-Valera 1960® © Sociedades Bíblicas en América Latina, 1960.

Renovado © Sociedades Bíblicas Unidas, 1988.

Utilizado con permiso.

Revisado por Florencia Himitian

Diseño de portada e interior por Adrián Romano

Conversión a epub: Cumbuca Studio

e-ISBN: 978-1-64691-150-9

Categoría: Estudio bíblico

DEDICATORIA

A mis colegas del extraordinario ministerio de las traducciones bíblicas. Especialmente a quienes tienen el compromiso de llegar con el mensaje de las Escrituras a cada lengua de las comunidades indígenas del mundo.

Muchas gracias por haberme permitido crecer entre ustedes y disfrutar de esta extraordinaria tarea.

CONTENIDO

Prólogo

INTRODUCCIÓN

Derrota, exilio y liberación

El imperio babilónico

Las deportaciones

El período persa

Gobierno desde Samaria

La vida espiritual de la comunidad judía

El Libro de Isaías y el entorno social de los judíos

La sociología de la desesperanza y la teología mesiánica

1. LA VISIÓN DE ISAÍAS

La visión

Relatos de la vocación profética

La tierra está llena de su gloria

Un Dios santo requiere un pueblo santo

Santidad, gloria y humildad

Madurez profética

La esperanza como valor teológico

2. LOS POEMAS DEL SIERVO SUFRIENTE DEL SEÑOR

Los poemas del Siervo Sufriente del Señor

Exilio y creatividad teológica

Interpretaciones colectivas

Interpretaciones individuales e históricas

Interpretaciones ideales

Interpretación mixta

Interpretación mesiánica

El Siervo del Señor y la Hija de Sión

Interpretaciones del Siervo del Señor en el Antiguo y el Nuevo Testamentos

La iglesia es sierva del Señor

3. HE AQUÍ MI SIERVO EN QUIEN ME DELEITO

Vocación y misión

He puesto sobre él mi Espíritu

Implantación de la justicia

4. HIZO MI BOCA COMO ESPADA AFILADA

Escúchenme costas

Atiéndanme pueblos lejanos

En quien me glorificaré

5. PARA SOSTENER CON MI PALABRA AL FATIGADO

Me ha concedido tener una lengua instruida

Cada mañana despierta mi oído

El Señor abrió mis oídos

6. VARÓN DE DOLORES

Mi Siervo tendrá éxito

Será puesto en alto y engrandecido

¿Quién ha creído a nuestro anuncio?

7. EL ESPÍRITU DEL SEÑOR ESTÁ SOBRE MÍ

El Señor me ha ungido

Las buenas nuevas a los pobres

Hoy se ha cumplido esta Escritura

Acerca del autor

Bibliografía selecta

PRÓLOGO

Con su acostumbrada gentileza, el doctor Samuel Pagán me ha concedido el honor de escribir el prólogo de su último libro —que bien podría decirse que es uno de los mejores. El tema que Pagán aborda es de suma importancia porque trata acerca de uno de los vínculos más sólidos y vistos entre las Escrituras de Israel y la predicación y misión cristianas. Los pasajes acerca del Siervo Sufriente son leídos repetidamente en nuestras iglesias, particularmente en los tiempos de Cuaresma y de Semana Santa. Dicho contexto hace que generalmente se subrayen sobre todo los sufrimientos del Siervo al que se refiere Isaías y su paralelismo con los sufrimientos de Jesús. Pero existe también otro punto de contacto importante entre Isaías y Jesús. Se trata del pasaje que Jesús lee en la sinagoga de Nazaret, que se encuentra en el capítulo cuatro de Lucas, que marca el comienzo de su ministerio público, el cual Pagán acertadamente toma como una especie de programa para su ministerio y para la iglesia de hoy. Es importante esa conexión, pues de ese modo se subraya no solamente el sufrimiento del siervo sino también otras dimensiones de su misión, como bien indica Pagán en el último capítulo de su libro.

Al escribir un prólogo, existe siempre la tentación de resumir lo que el autor dice. En este caso la tentación es fuerte, pues mucho de lo que Pagán aborda merece ser repetido y subrayado. Sin embargo no quisiera robar a los lectores el disfrute del libro mismo, sino dejarlo en sus manos para que poco a poco, al ir leyéndolo, vayan descubriendo las distintas dimensiones de este Siervo Sufriente al que se refiere Isaías y que Jesús encarna. Más bien trataré de relacionar algo de lo que Pagán menciona en el libro y de lo que Isaías dice acerca del Siervo Sufriente con los orígenes de la predicación cristiana, y con lo que nos dicen acerca de la interpretación de las Escrituras de Israel.

Cuando los cristianos hoy leen los pasajes del Siervo Sufriente, frecuentemente, se plantean la pregunta de si lo que escribe Isaías se refiere a Jesús o si se trata más bien de algún personaje contemporáneo del mism profeta. Hay creyentes que tildarían de hereje al erudito bíblico que señalara la posibilidad de que Isaías se refiriera a aquello que acontecía en sus días o a alguien que estaba sufriendo sin merecerlo en aquel tiempo, porque supuestamente no estaría creyendo en las «profecías» de Isaías.

Tales juicios yerran por dos razones:

En primer lugar, porque limitan el término «profecía» a aquello que predice el futuro. Ciertamente, los profetas de Israel hablaron acerca del futuro que Dios guardaba en sus secretos designios. Pero lo que los hacía profetas no era hablar del futuro sino más bien hablar en nombre de Dios, dar una palabra de parte de Dios, a veces sobre el futuro, otras sobre el presente y otras sobre el pasado. El verdadero profeta bíblico y cristiano no es quien predice el futuro, como lo hace un supuesto vidente frente a una bola de cristal o a unas cartas de baraja. Pensar que esa es la tarea del profeta bíblico lo rebajaría al nivel de uno de esos supuestos videntes que embaucan a los crédulos. La verdadera tarea del profeta bíblico es llevar al pueblo el mensaje divino. Ciertamente, este puede incluir anuncios o advertencias acerca del futuro, pero también, frecuentemente, incluye una guía para el presente, así como una interpretación del pasado y de su significado para la vida actual del pueblo.

 

En segundo lugar, pensar que para interpretar los pasajes acerca del Siervo Sufriente se debe escoger entre Jesús y algún personaje de los tiempos de Isaías conlleva el error de olvidar el modo en que los primeros cristianos entendían las Escrituras de Israel. Ellos no solo creían que se trataba de palabras que anunciaban el futuro sino también de los hechos que había realizado Jesús. Esto fue lo que dijo claramente aquel cristiano de nombre Justino, que pronto se transformaría en un mártir cuando aún el Nuevo Testamento estaba en proceso de creación. En lo que se presenta como un diálogo entre Justino y un rabino judío, el primero declara que: «Algunas veces el Espíritu Santo permitía que tuvieran lugar hechos que eran figura o sombra [tipos] del futuro, y otras daba palabras en las que se anunciaba lo que sucedería, a veces hasta usando verbos en tiempo presente o pasado cuando en realidad se referían al futuro. Quien no comprenda esto no podrá entender correctamente lo que dicen los profetas» (Diálogo con Trifón, 114:1). Una visión semejante se encuentra en Colosenses 2:17 donde, refiriéndose a las antiguas leyes de Israel acerca de la comida, la bebida y los días festivos de la luna nueva y del sábado, dice que «todo lo cual es sombra de lo que ha de venir; pero el cuerpo es de Cristo». La sombra no es un engaño sino que refleja una realidad. Si alguien se acerca a nuestra puerta, frecuentemente vemos su sombra antes que a la persona. Al interpretar las Escrituras de Israel, los antiguos cristianos afirmaban su realidad pero al mismo tiempo insistían en que apuntaban a una realidad aún mayor, de igual modo que la sombra anuncia a aquel que viene. Así, al comentar acerca del Evangelio de Juan, San Agustín dice: «Todo lo que la Ley manda respecto al culto al Señor era sombra de lo que vendría después. ¿Qué era esto? Lo que se cumplió en Cristo. Así dice el Apóstol: “Todas las promesas de Dios son en él” (2 Co 1:20). Y en otro lugar dice que todo lo que les sucedió [a los antiguo Hebreos] se escribió como figura para nosotros, para cuando llegara la plenitud del tiempo (1 Co 10:11).» Agustín, Sobre el Evangelio de Juan 28:9.

Para resumir, cuando los antiguos cristianos leían las Escrituras de Israel no buscaban en ellas solo palabras que pudieran aplicarse como tales a Jesucristo, sino también buscaban en ellas señal de los patrones que Dios toma en sus acciones, y que culminarían en Jesucristo.

Eso era importante para aquellos cristianos, pues había quienes se burlaban de las Escrituras de Israel diciendo que las leyes dietéticas, el descanso sabatino y otros mandatos parecidos no tenían importancia ni sentido. Como resultado de tales opiniones, hubo creyentes que llegaron a la conclusión de que las Escrituras de Israel no eran palabra del Dios que se encarnó en Jesucristo sino de algún otro. Frente a esto, la iglesia afirmaba que aquellas leyes antiguas eran anuncio, figura o sombra de lo que acontecería con Jesucristo —y luego con la iglesia misma. Esto los llevaba a declarar, por una parte, que no se debía confundir la sombra con la realidad, y que por tanto tenía razón la Epístola a los Colosenses al declarar que no se debía obligar a los creyentes a guardar las leyes dietéticas o sabáticas. Tales leyes eran como la sombra que anunciaba al que habría de venir —como cuando vemos una sombra en la puerta de nuestra casa y sabemos que alguien ha llegado. Sin embargo eso también quería decir, por otra parte, que no se debe pensar que la sombra es la última palabra. La sombra tiene valor porque nos anuncia a quien viene, y en cierto modo nos muestra su silueta. Pero el haber visto la sombra no es razón para rechazar la realidad, sino todo lo contrario.

Llevados por estos principios, aquellos antiguos cristianos seguían un método de interpretación bíblica a través del cual veían en ciertas palabras un anuncio claro de lo que acontecería con Jesús y luego con la iglesia. Pero también veían en otras la narración de los acontecimientos, o el establecimiento de prácticas que eran como la sombra que anunciaba a Jesucristo.

La visión que llevaba a este método de interpretación era la de un Dios que es fiel a sí mismo y a sus promesas; fe en un Dios que actúa según ciertos patrones, tipos o figuras —razón por la que frecuentemente tal interpretación se llama «tipológica».

Procediendo de este modo, aquellos antiguos cristianos seguían lo que ya era un patrón bíblico mucho tiempo antes de Cristo. Los autores bíblicos que escribieron en tiempos del exilio, hablando de él y de la promesa de un regreso a la tierra, veían en la historia del éxodo un patrón que Dios repetiría a su tiempo. (Véase, por ejemplo, Isaías 43:10-16.) Siglos después, cuando otros hebreos se vieron oprimidos por el gobierno de Siria, tomaron no solo la historia del éxodo sino también la del exilio como modo de entender la situación en la que se encontraban. Esto se cuenta en la historia de los Macabeos, cuando la difícil situación llamaba a la desesperación, pero Judas Macabeo anuncia al pueblo que el Dios del éxodo todavía reinaba y los salvaría (1 Mac 4:8-11). En el Nuevo Testamento, cuando dice que Juan es «una voz que clama en el desierto» no está diciendo —como frecuentemente se piensa— que nadie lo oiría o que hablaría en vano, sino más bien que, como el profeta anunció antaño un camino en el desierto hacia el futuro que Dios le había prometido a Israel, ahora este nuevo profeta Juan anunciaría la redención que Dios prometía. El ser una «voz que clama en el desierto», en lugar de referirse a una supuesta futilidad de sus esfuerzos, hace de Juan un heredero y continuador de la obra de los antiguos profetas de Israel.

Por otra parte, tal interpretación tipológica tiene la ventaja de que no agota el sentido de las Escrituras limitándolo a un solo acontecimiento o a un solo momento. Si, como algunos piensan, Isaías 53 es solo una profecía que anuncia a Jesús, eso quiere decir que por muchos siglos cuando los hebreos leían ese pasaje no tenían la más mínima idea de lo que quería decir. ¿Acaso no eran las palabras de Isaías también palabra de Dios para ellos? Además eso también significaría que cuando hoy leemos ese pasaje lo atribuiríamos únicamente a Jesús, sin ver lo bien que podría aplicarse a la obediencia cristiana.

La importancia del libro que estamos presentando reside precisamente en lo siguiente: Los pasajes acerca del Siervo Sufriente no hablan únicamente acerca de Jesús sino más bien de un patrón de las acciones de Dios que encuentra su punto cúlmine en Jesús, pero que también ha de servirnos hoy para ver el modo en que Dios actúa ante nuestro sufrimiento y debilidad. Esto se ve particularmente en el último capítulo del libro, donde el autor relaciona el ministerio de Jesús tal como se describe con palabras de Isaías en Lucas 4 no solamente con el Siervo Sufriente de la antigüedad y con Jesús, sino también con la iglesia y con los creyentes de hoy. Por esa razón es que, felicitando al autor y recomendando a todos su lectura, me complace presentar este libro al público creyente de hoy.

¡Dios te bendiga y te guarde, apreciado lector!

Justo L. González

Decatur, GA.

Junio, 2021


«Cuando Jehová hiciere volver la cautividad de Sion,

Seremos como los que sueñan.

Entonces nuestra boca se llenará de risa,

Y nuestra lengua de alabanza;

Entonces dirán entre las naciones:

Grandes cosas ha hecho Jehová con éstos.

Grandes cosas ha hecho Jehová con nosotros;

Estaremos alegres.

Haz volver nuestra cautividad, oh Jehová,

Como los arroyos del Neguev.

Los que sembraron con lágrimas, con regocijo segarán.

Irá andando y llorando el que lleva la preciosa semilla;

Mas volverá a venir con regocijo, trayendo sus gavillas.»

—SALMOS 126

DERROTA, EXILIO Y LIBERACIÓN

En cualquier obra literaria es necesaria la comprensión adecuada del contexto histórico que enmarcó a los autores, editores y destinatarios del mensaje para una lectura inteligente y para la comprensión de los textos. En un estudio bíblico, el entender los aspectos históricos, religiosos, culturales y lingüísticos es fundamental por una razón básica: el Dios que se revela en las Sagradas Escrituras interviene en medio de la realidad y de la historia humana. Y el análisis de esas particularidades revela características teológicas de importancia capital para la comprensión y valoración adecuada del mensaje bíblico.

El caso específico del Libro del profeta Isaías manifiesta una singular complejidad histórica y literaria: la obra debe estudiarse a la luz de tres períodos históricos diferentes. La primera sección del Libro (caps. 1—39) se relaciona directamente con la vida y el ministerio del profeta Isaías en Jerusalén (ca. 740-700 a.C.); la segunda parte de la obra (caps. 40—55) se puede relacionar con la época del exilio en Babilonia (ca. 587-538 a.C.); y la tercera sección de este importante libro profético (caps. 56—66) apunta hacia el período post exílico de dominación persa (ca. 538-450 a.C.).

Esa particular característica literaria de este libro profético demanda de las personas que estudian sus mensajes un esfuerzo notable. La historia de Israel y de Judá en esos períodos manifiesta años de independencia y cautiverio, guerra y paz, tranquilidad política y turbulencia social, conflictos nacionales y amenazas internacionales, exilios y liberaciones, además de dificultades sociales y reformas religiosas. El Libro de Isaías también toma en consideración y alude frecuentemente, en medio del complejo panorama político y militar de la región, a la presencia de tres imperios que tenían importantes y agresivas políticas expansionistas: el asirio, el babilónico y el persa.

Sin embargo, es fundamental, para proseguir nuestro análisis de esta importante obra profética y literaria, afirmar que la redacción final del Libro de Isaías presupone posiblemente el contexto exílico babilónico y el entorno postexílico relacionado con el imperio persa. Estos períodos, que se caracterizaron por las luchas contra los samaritanos, la supervivencia histórica de los judíos y su búsqueda de sentido como pueblo, es el amplio marco de referencia para la comprensión canónica del Libro de Isaías, y particularmente para el estudio y disfrute de los cánticos del siervo sufriente del Señor.

Los temas acerca de la esperanza o el juicio, que se revelan en toda la obra profética de Isaías, no sólo deben ser comprendidos como el mensaje a las diferentes generaciones previas, sino la palabra divina que llegó a la comunidad judía que deseaba descubrir el sentido fundamental de la vida, luego del dolor exílico y las dificultades asociadas a la reconstrucción nacional luego del destierro y sus agonías.

Un período histórico de importancia medular para la comprensión adecuada del Libro de Isaías es el exilio en Babilonia. Esta época reconoce el avance del imperio babilónico en el Oriente Medio y, específicamente, evalúa su intervención definitiva en Judá y Jerusalén.

El nuevo imperio babilónico, fundado por Nabopolasar, llega a su esplendor con la presencia del gran estratega militar Nabucodonosor (ca. 605-562 a.C.). Las campañas de ese general babilónico en Palestina trajeron dolor, desolación, muerte, destrucción, cautiverio y deportación. Las instituciones nacionales cayeron frente a las nuevas estructuras administrativas, económicas, sociales y militares impuestas por el imperio babilónico. La conciencia nacional fue herida. Y hasta la religión, con sus símbolos de culto, templo, sacerdotes y sacrificios, recibió un fuerte golpe.

En efecto, Judá fue uno de los pueblos derrotados por el imperio babilónico que vio cómo su historia y sus vivencias diarias fueron afectadas adversa y permanentemente por el exilio. Y este es el entorno histórico y teológico que sirve de trasfondo a los cánticos del Siervo Sufriente del Señor. Ante las sociologías del dolor y la desesperanza, se manifiestan las teologías de la vida y la esperanza.

 

EL IMPERIO BABILÓNICO

Cuando Nabucodonosor venció a Egipto en la famosa batalla de Carquemish (c. 605 a.C.), el panorama histórico de Palestina tomó un nuevo giro: la influencia y el poder del imperio babilónico se convirtieron en factores políticos fundamentales en la región. Los ejércitos egipcios fueron definitivamente derrotados, quedando Siria y Palestina a merced del imperio vencedor.

Mientras Judá estuvo bajo la dominación egipcia del faraón Necao, Joacim, el rey de Judá, fue su fiel vasallo. Sin embargo, con el abrupto cambio político internacional, el monarca judío trató de organizar una resistencia a Babilonia. Ese gesto de valentía y afirmación nacional produjo que se levantaran los contingentes babilónicos, junto a grupos guerrilleros de las regiones vecinas (2 R 24:2; Jer 35:11), para mantener a Judá dominada. En el año 598 a.C. sucede a Joacim su joven hijo de 18 años, Joaquín (o Jeconías), que vio cómo la ciudad de Jerusalén se rendía ante la potencia extranjera, a solo tres meses del inicio de su reinado.

Con la victoria babilónica sobre Judá en el año 597 a.C., comenzó el período conocido comúnmente en la historia bíblica como el exilio. Ese lapso se caracterizó por una serie de cambios bruscos en el gobierno y la presencia de líderes políticos al servicio de la potencia extranjera; además de matanzas y deportaciones en masa, y dolor en la fibra más íntima del pueblo.

El año 597 a.C. fue testigo de la primera de una serie importante de deportaciones. El joven rey Joaquín, la reina madre, los oficiales gubernamentales y los ciudadanos principales, junto con los tesoros de la casa de Dios y los del monarca, fueron exiliados a Babilonia. El movimiento político emancipador de Joacim le costó muy caro al pueblo: las ciudades principales fueron asaltadas, el control del territorio fue reducido, la economía paralizada y la población diezmada. La crisis de liderato nacional fue total y las personas que quedaron, según el profeta Jeremías (Jer 34:1-22), no representaban lo más eficiente de la administración pública ni actuaban con sabiduría en el orden político.

Con la deportación del rey Joaquín, su tío Sedequías (o Matanías) quedó como gobernante. Como líder no parece haber sido muy sabio; además, por haber sido impuesto por el imperio dominante, no fue tomado muy en serio por los exiliados en Babilonia. Joaquín, aún en el exilio, se mantenía para muchos como rey en el destierro (Jer 28:2-4).

Con el nuevo líder de Judá, se juntaron algunos ciudadanos prominentes que quedaron en Palestina y comenzó un nuevo fermento de rebelión patriótica y nacionalista. Reuniones con Edom, Moab, Amón, Tiro y Sidón se llevaron a cabo para establecer un plan regional coordinado como respuesta al avance babilónico. Sin embargo, estos planes no prosperaron.

Con las dificultades internas en Babilonia, y posiblemente con la promesa de ayuda de Egipto, renació el espíritu de rebelión en Judá, que culminó en una derrota adicional y una experiencia de dolor inolvidable. Babilonia desarrolló todo su poderío militar y, aunque Jerusalén demostró valor y coraje, en el año 587 a.C. el ejército de Nabucodonosor entró triunfante por los muros de la ciudad. La ciudad de Jerusalén fue derrotada, destruida, incendiada y saqueada. Sedequías vio la muerte de sus hijos; posteriormente fue cegado y llevado cautivo a morir en Babilonia. Muchos ciudadanos murieron en la invasión; otros, por las consecuencias de la violencia babilónica; algunos líderes militares y religiosos fueron ejecutados frente a Nabucodonosor; y un gran número de la población fue dispersa o deportada a Babilonia. Esta segunda deportación fue testigo de la culminación de la independencia nacional y el fin de la personalidad política de Judá.

En torno al exilio en Babilonia, y referente a los eventos que rodearon la conquista y destrucción de Jerusalén, la arqueología ha arrojado mucha luz. Luego del saqueo de Jerusalén, los babilónicos comenzaron a reorganizar a Judá con un nuevo sistema provincial. Con la economía destruida, la sociedad desorganizada y la población desorientada, asumió la dirección del país un noble llamado Godolías. El nuevo gobernante movió su gobierno a Mizpa en busca de una política de reorganización nacional, pero no pareció recibir el apoyo popular y en poco tiempo fue asesinado. El descontento continuó en aumento y la tensión llegó a un punto culminante. Según el relato del profeta Jeremías (Jer 52:28-30), una tercera deportación surgió en Judá en el año 582 a.C., posiblemente como respuesta y represión al malestar y la rebeldía. No es de dudar que la provincia de Judá fuera incorporada a Samaria en ese momento, como parte de la reorganización social y política de los babilónicos.

Cuando hablamos del exilio y su entorno histórico pensamos en dos, y posiblemente tres, deportaciones que dejaron una huella dolorosa que nunca será borrada de la historia bíblica. Según el relato del Libro de los Reyes (2 R 24:12-16), los cautivos y deportados en el año 598 a.C. fueron 10 000, y sólo quedaron «los más pobres de la tierra». De acuerdo con el de Jeremías (Jer 52:8-30), se entiende que las tres deportaciones sumaron 4600 personas. De ese número, 3023 fueron llevadas en el año 598 a.C.; 832 en el 587 a.C.; y 745 en la tercera deportación del año 582 a.C.

Ese último relato, que se incluye en el Libro del profeta Jeremías, posiblemente proviene de algún documento oficial del exilio y presenta una figura realista y probable de lo sucedido. La importancia de esos 832 ciudadanos de la ciudad, deportados a Babilonia al caer la ciudad de Jerusalén, no puede ser subestimada. En ese grupo se encontraban los líderes nacionales: comerciantes, religiosos, militares y políticos. Eran figuras de importancia pública, que al faltar en la vida y la administración pública produjeron caos en el establecimiento del orden y en la reorganización de la ciudad.

El período exílico culmina con el famoso edicto de Ciro (2 Cr 36:22-23; Esd 1:1-4), que permite a los judíos regresar a sus tierras y reedificar el Templo de Jerusalén. Las referencias bíblicas al evento ponen de manifiesto la política exterior del imperio persa. Este edicto se ejecuta con la victoria de Ciro sobre el imperio babilónico en el año 539 a.C.

Aunque se hace difícil describir en detalle lo sucedido en Judá luego del año 597 a.C., y particularmente en Jerusalén después del 587 a.C., el testimonio bíblico coincide con la arqueología en que fueron momentos de destrucción total. Todo el andamiaje económico, político, social y religioso sucumbió. La estructura administrativa de operación regular de la ciudad y la sociedad fue destruida. El liderazgo del pueblo fue deportado y los ciudadanos que quedaron tuvieron que enfrentarse al desorden, a las ruinas, a la desesperanza y a las consecuencias físicas y emocionales de tales catástrofes. A esto debemos añadir el ambiente sicológico de derrota, la ruptura de las aspiraciones, la eliminación de los sueños, el desgaste de la energía síquica para la lucha y la obstrucción del futuro.

Los deportados y la gente que quedó en Jerusalén y Judá enfrentaban un gran conflicto y dilema, luego de la invasión de Babilonia. ¿Cómo se podían reconciliar las expectativas teológicas del pueblo con la realidad existencial? ¿Cómo se podía confiar en la palabra fiel comunicada por los antiguos profetas de Israel? ¿Cómo se explicaba teológicamente que el Templo de Jerusalén fuera quemado, destruido y profanado, cuando el pueblo lo entendía como habitación del Señor y lugar de oración, refugio y seguridad? (2 R 8:10-13) ¿Cómo se explicaba la ruptura de la dinastía de David, cuando ya había una profecía de eternidad y los salmos comunicaban la relación paterno filial de Dios con el rey? (Sal 2:6) ¿Cómo se entendía que el canal para la bendición de Dios al pueblo era a través del rey? (Sal 72:6) ¿Cómo se explicaba que «la tierra prometida» estuviera en manos extranjeras, cuando ese tema fue crucial y determinante en los relatos patriarcales?

Lo que sucedió en Palestina a comienzos del siglo VI a.C. consistió en eventos singulares. La historia se caracterizó por el dominio de Babilonia y la deportación de los líderes del pueblo al exilio; el cambio de la dinastía davídica por títeres de la potencia extranjera; la reorganización de la sociedad con los patrones e intereses babilónicos; el fin de los días de Judá como nación autónoma; y la profanación del Templo de Jerusalén.

La segunda parte de Libro de Isaías (Is 40—55) responde a esa situación histórica extraordinaria del pueblo. Ante el dolor del exilio y el cautiverio en Babilonia, el Libro de Isaías presenta su mensaje firme de consolación y restauración nacional.

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