La marea de San Bernardo

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La marea de San Bernardo
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La marea de San Bernardo

Roberto Villar Blanco


ISBN: 978-84-15930-71-6

© Roberto Villar Blanco, 2015

© Punto de Vista Editores, 2015

http://puntodevistaeditores.com

info@puntodevistaeditores.com

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

ÍNDICE

BIOGRAFÍA DEL AUTOR

(BAR ENTREPARÉNTESIS)

LOS CUADERNOS

EL VIAJE

EPÍLOGO

BIOGRAFÍA DEL AUTOR

Roberto Villar Blanco (Buenos Aires, 1962) abandona su país natal a los veintisiete años. Desde entonces, reside en Madrid. Deja inconclusos sus estudios de Psicología. Descubre y desarrolla su faceta de guionista de televisión, ejerciendo como tal en programas y series.

Tutor en el Máster de Dirección y Realización de Series de Ficción (Universidad Nebrija, 2011) y profesor de la asignatura Guión de Ficción para Televisión (Escuela TAI, 2011), ganó en 2003 el VIII Premio de Novela Corta Manuel Díaz Luis, con Andén; en 2007 el XII Premio de Novela Carolina Coronado, con Asoma tu adiós. Además ha sido finalista en 2005 del XI premio de Relatos Breves Ciudad de Peñíscola, con el relato Las monjas no confiesan, y en 2006 del Premio Azorín de Novela, con La última piel.

En el año 2008, publicó dos novelas: Asoma tu adiós, en Pre-Textos; y La verdadera historia de Carmen Orozco, en Espasa-Calpe.

En Punto de Vista Editores debutó en 2015 con Andén.

A Pablo.

“No olvidamos nada, y lo olvidamos cada vez menos.”

Elías Canetti

(BAR ENTREPARÉNTESIS)

El bar en el que paraban todos a festejar la llegada a más o menos mitad de camino no fue el que eligieron para estirar las piernas y la tensión –en ese momento creían que querían bajar del coche para eso–. Las inmediaciones estaban atiborradas de coches particulares y de coloridos y polvorientos micros de empresas de transporte público, por entre los que se movían como dentro de un laberinto de histeria veraniega, felices y tirantes familias, parejitas besuconas, niños gritones, perros y perritos ladradores y gruñones. Había dos colas para hacer pis, una de cada sexo, y se escuchaba una mezcla de músicas que invitaba a contener las ganas, incluso, de aligerar la vejiga. Y de mear –dijo Pablo–. El bar en el que todos entraban estaba perfectamente integrado en ese trozo de paisaje impersonal de la carretera: había nacido al unísono con esos metros de asfalto que lo bordeaba.

Ellos dos no estaban de vacaciones.

Un poco más adelante, y algo más alejado de la ruta nacional número 2 –ruta 2, para los amigos–, desgajado de ella, rodeado de arbustos, pastos amarillos y basuras ocres, se alzaba o se hundía una ruinosa construcción a medio derruir o a medio construir. Un cartel de madera carcomida, en el que parecían haber llovido tormentas de ácido, colgaba de una cadena oxidada. El aire espeso lo hacía girar lentamente. Faltaban algunas letras, sólo la palabra BAR estaba intacta. Pablo dedujo el nombre a partir de una N, una A y una S. Leyó en voz alta y en mayúsculas las palabras que habían sido rojas:

-BAR ENTREPARÉNTESIS.

Les pareció un buen nombre, una promesa. Sin siquiera mirarse, los amigos conjeturaron que si en algún lugar podía suceder algo era allí dentro.

En las cercanías no había coches ni micros estacionados. Los turistas desdeñan las emociones fuertes. Pero ellos, si algo no eran, eran turistas. Pensaron que querían bajar, como hace unos momentos, pero ya no sabían para qué. Definitivamente habían hecho una elección equivocada. Y les gustaba.

Guillermo hizo salir el coche del asfalto con un repentino giro del volante que provocó, además de un presagio oscuro compartido por ambos amigos, que la cabeza de Pablo chocara contra el hombro de Guillermo. Enseguida enfiló hacia el bar y esta vez Pablo golpeó su costado derecho contra la puerta.

Cuando frenó repentinamente, la tierra reseca envolvió el coche, entró en él y también los envolvió a ellos. Desde donde estaban, a varios metros del local, la ventana parecía tener un cortinado grueso que filtraba de azul la escasa luz del interior.

Salieron del vehículo. Caminaron lentamente hacia el bar. Demorándose, como si esperasen que la parte de ellos que habían dejado en el coche se uniera a sus cuerpos antes de alcanzar la puerta. Pero no fue así: tuvieron que entrar solos.

Comprobaron que no había cortina alguna y que el color violeta negruzco que predominaba no permitía ver desde fuera el interior del, como acotó Pablo en voz muy baja, antro infame. Por la ventana escapaba un humo que abandonaba el tono oscuro a medida que se mezclaba con el aire exterior.

Los coches dejaron de pasar durante unos segundos –o lo hicieron sin apoyar las ruedas en el asfalto– y ninguno de los dos escuchó ningún grillo. Guillermo estiró su mano para empujar la puerta y ninguna música se escuchó. Cuando semiabrió la puerta ambos sintieron en sus caras el aliento del interior del lugar: un vaho que resumía un clima: un eructo silencioso que les dijo entren y váyanse al mismo tiempo. Se sintieron invasores, buzos en una fosa marina, atrapados por una argamasa que sólo en apariencia era invisible.

Los hombres se giraron levemente para ver a los forasteros. Había dos mujeres en la barra. A una de ellas –la sebosa– las tetas le sobresalían a ambos lados del pecho, por lo que, aún estando de espaldas, eran perfectamente apreciables las profundas estrías blancas dibujando el mapa orográfico de un delta en la piel morena, y también sucia, de sus mamas.

La otra, desde esa primera perspectiva, era la antítesis de todo lo feo, lo malo, lo triste, lo turbio. Su ropa sugería y velaba con sabiduría milenaria. Esa mujer le gustó tanto a Guillermo, que si el rostro de ella no confirmara esa vista trasera de su cuerpo estaba decidido a marcharse inmediatamente de allí y descreer para siempre de cualquier propuesta de pureza del universo, por más rotunda que esta fuera.

Se escuchaban unos ronquidos que sólo por momentos parecían jadeos por ir acompañados del roce rítmico de algún mueble –la pata de una silla o de una mesa– contra el mugriento suelo de madera. El olor era a sexo estancado y a vino estancado.

Cuando llegaron a la barra la gorda los recibió rascándose una axila mojada.

La hermosa contrapartida de la repulsiva obesa giró imperceptiblemente su cuello, recién entonces abrió los ojos que miraron a Guillermo exhortándole a olvidar las desgracias del mundo y de su propia vida. Pablo le dijo a su amigo que le gustaba la gorda.

–No te puedo creer –dijo Guillermo perdido en las pupilas marinas de la belleza.

LA BELLA volvió a mostrarle la nuca, la espalda, las nalgas, las piernas, los talones. Provocando turbulencias de aire en Pekín se bamboleó de forma inadmisible hasta desaparecer por un prometedor vericueto del lugar.

–A mí me gusta la gorda –repitió Pablo.

–Voy al baño, Pablo –dijo Guillermo palmeándolo sonriente, como autorizando a su amigo de toda la vida a que hiciera lo que le saliera de las pelotas.

Guillermo siguió el sendero fresco de LA MARAVILLA que aún se dibujaba entre la mierda. Pudo comprobar que el ronquido y el gemido eran la misma cosa, que el roce de la mesa contra el suelo era eso, que una cabellera roñosa se agitaba entre las piernas de un tipo que se llevaba a la boca un vaso de líquido oscuro y bebía lo que no le chorreaba por los pelos brillantes de su barba pringosa.

Era consciente de su vomitivo entorno, pero un perfume carnal, blanco y febril, conducía a Guillermo entregado, sin pudor ni temor ni angustia hacia la explosión de la vida y de la muerte. No pensaba en su amigo. Ni siquiera pensaba en sí mismo.

LOS CUADERNOS

En Barajas, cuando Angélica se quedaba llorando en Madrid y yo me iba diciéndole que no llorara, no había aún viaje de los cuadernos. Dos días después, en Buenos Aires, el día que decidí quemarlo todo, llovía con una lentitud desesperante.

La decisión no fue el resultado de sopesar dudas antiguas y urgencias recientes. Fue un decreto repentino, sin más sentido que el de satisfacer el despótico criterio que gobernaba los actos menos sensatos de mi vida por aquél entonces, hace cinco años, cuando tenía veinticinco.

Ese día, como cada vez que llueve, la lluvia alborotó los pensamientos de mucha gente. No los míos. Tenía la cabeza ocupada con otras lluvias, pretéritas y futuras.

 

Cuando se lo propuse, Pablo no preguntó el porqué. Fue un alivio: no hubiera sabido qué responderle. En algún tiempo compartí con él la notable capacidad para improvisar sólidas y muy estructuradas mentiras en décimas de segundo; no así la habilidad de creerlas, que era sólo suya. Él mantuvo y perfeccionó su destreza hasta límites inconcebibles para otros que no fuera yo. Con el volar de mis años, conforme menguan mis idoneidades más abyectas, he ido puliendo el que, tal vez, sea el más nítido perfil de mi personalidad, aquel consistente en no saber y no molestarme en improvisar coartadas para disimularlo. Cada vez tengo más “no sé” para responder con determinación a los interrogantes de los días que fueron y de los que vienen.

Pablo, quien desde que nos conocimos, cuando los dos teníamos cinco años, estuvo siempre al tanto de mis vaivenes existenciales –y de las largas épocas en las que no existía vaivén alguno– conocía sobradamente mi pertinaz capacidad de no saber y no desestabilizaba mis convicciones preguntándome tonterías.

Daba igual. De haberle contado alguna historia que sostuviera mi afán, él no se hubiese adentrado demasiado en las tripas de mis argumentos. Habría aceptado sin pensar. Incluso su fervor –que tenía tan poco criterio como mi propuesta– habría avivado aún más mi empeño en llevar a cabo ese absurdo o tal vez sólo banal cometido. Ya estaba deslizándome por la pendiente líquida y envolvente de la catarata sin retorno. Pablo no estaba dispuesto a esperarme abajo, aguardando que me estrellara solitario contra las rocas. Eran ineludibles mi impulso sin freno y su adhesión sin dudas.

El día que Pablo se plegó sin condiciones a mi decisión de quemarlo todo también llovía con una lentitud desesperante. Había que darse prisa. No temíamos que brotara dentro de nosotros un débil esqueje de juicio, sino que el desencanto ante cualquier nimio obstáculo que surgiera nos hundiese en la cómoda desesperanza que disipara nuestro estúpido plan.

Los vestigios de mi idea tienen una fecha incierta. Datan, con toda seguridad, de un día que no recuerdo. Probablemente por la noche. Alguna de esas terribles noches adolescentes en las que lloraba oscuro y callado, atenazado por lo que había y por lo que no había hecho. Impotente ante un miedo proveniente del futuro y de la habitación de mis padres, según creo haber desvelado años más tarde.

Las gotas tardaban una eternidad en atravesar el aire. Parecían un póster estático, una fotografía tamaño ventana. Pablo y yo hablábamos. Nos quedábamos en silencio. Hablábamos. Y el agua no acababa aún de recorrer el rectángulo de aire enmarcado por la ventana de la habitación de Pablo. Lo curioso es que no se trataba de una lluvia diferente. Era la misma multitud de gotitas que cinco minutos antes, cuando había llegado a su casa, comenzara su recorrido kilométrico a través del hueco de la pared de su cuarto.

No tengo pruebas que sostengan las coartadas que expreso en estas páginas. Pero espero que confíes en mis palabras. Todo lo que te cuento ha ocurrido con la fidelidad con que mi memoria me lo dicta. Ella es infiel con lo que recuerda (son todas iguales), pero sin embargo, es memoria de un solo hombre cuando me susurra y me grita esa parte del pasado del tipo que yo era y del pasado del tipo que fue Pablo.

Si vas a pedirle pruebas irrefutables a la memoria estás perdido: ella te convencerá de lo que quiera. No pidas peras al olmo ni verosimilitud a la nostalgia. La memoria necesita que el tiempo –el tiempo que discurre y el tiempo que nubla y solea– la distorsione para poder conjeturar, aproximadamente, algún recuerdo. Si fuera posible recordar prescindiendo de los engaños de la memoria tendríamos la peor clase de pasado.

El aroma que respirábamos en la habitación de Pablo era el mismo aroma de Pablo. Lo que me resulta imposible es aventurar qué fue primero, si el olor de Pablo o el olor de su habitación. Tanto si había nacido con él, si le había sido conferido por su habitación, o si lo había obtenido por otros medios, el perfume que llevaba Pablo encima o dentro, era él mismo. Él en sí mismo. No olía mal, a ver si me explico: olía a él. Carente de otra fragancia externa. Pablo era su perfume. Eso, en un sentido entrañable no lo puedo decir de nadie más. Mi amigo nunca tuvo gotitas de esencia ajena. Su autenticidad descarnada se mostraba desnuda a cada momento. Impúdico con su propia forma de ser, enrostraba a quien fuera su diplomacia inverosímil carente de todo tacto.

Tal vez por ser un tipo con el caracú bien visible, Pablo te podía resultar ligeramente desagradable en un primer contacto, pero eso era sólo hasta que estabas un buen rato con él. Entonces lo más probable es que lo encontraras definitivamente por siempre jamás absolutamente repulsivo. En algún caso, sobre todo con algunas chicas, ocurría el efecto contrario, y ellas quedaban entregadas sin condiciones a su arrobador tufillo, momento que él −temiéndolo fugaz− aprovechaba para besar y manosear todo lo que pudiera, antes de que el arrobamiento femenino, que, como la eternidad, tiene un límite, se disipara con cualquier excusa del aire.

Si hay alguien que nunca, ni siquiera en el acercamiento inicial, encontró desagradable el olor a Pablo, ese tipo soy yo, Guillermo, su amigo de la infancia. Pablo y Guillermo: los únicos amigos desde siempre, los que se sobrevivieron mutuamente.

Desde un primer y lejano momento quise quedarme a entender el mensaje que desprendía su fragancia. Eso ocurre algunas veces en las vidas de dos chicos de cinco años. Pero si ocurre, lo hace a esas edades, y ya nunca más. No conozco casos de amistades inmunes a los atentados del futuro iniciadas después de los nueve o diez años. Pongamos los once como fecha límite. El olor propiciatorio de la amistad tiene fecha de vencimiento, como el de las flores que caducan para meterse, después, en los libros o en los tachos de basura.

Pablo y yo no seríamos amigos del alma si nos hubiéramos olido por primera vez a los treinta años, edad que tengo ahora. A estas alturas, mi actitud sería similar a la de casi todos cuantos lo conocieron después de los cinco años de edad, y no tuvieron la fortuna de ser sus amiguitos desde el jardín de infantes, ni pervivir a todos estos años de amistad.

Cada uno tiene el olor que se merece mucho antes de tener la cara que se merece. No sé cuál es el mío, pero si logro describir a que olía Pablo, sabrás qué clase de tipo era −tal vez acabes comprendiéndolo aunque no te importe en absoluto−. Probablemente puedas también deducir, comprender y explicarme qué clase de tipo soy. Conocer, quizá, si merezco la cara que tengo y las arrugas del espejo que vendrá, el de los cincuenta o los sesenta que ya están presagiándose. Pablo, en cambio, nunca envejecerá y acabará de morir cuando yo desaparezca con estas páginas bajo el brazo. O cuando el fuego quiera saber de mí, y haga cenizas de ellas. O viceversa.

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