Cuadernos perdidos de Japón

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Aus der Reihe: Candaya Abierta #11
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Cuadernos perdidos de Japón
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Patricia Almarcegui


Patricia Almarcegui (Zaragoza) es escritora y profesora de Literatura Comparada. Ha publicado numerosos ensayos y libros de viaje. Los libros de viaje: realidad vivida y género literario (2005), Ali Bey y los viajeros europeos a Oriente (2007), El sentido del viaje (2014, 2º premio de ensayo Fray Luis de León), Una viajera por Asia Central (2017), Conocer Irán (2018), Los mitos del viaje. Estética y cultura viajeras (2019). Y es autora de las novelas: El pintor y la viajera (2011, traducida al francés y al persa) y La memoria del cuerpo (2017).

Ha sido profesora invitada en The American University in Cairo y en la Sorbonne, París IV. Ha realizado estancias de investigación en el Instituto de Literatura Comparada y Sociología de la Universidad de Columbia, Nueva York. Su investigación se centra en la Estética Literaria y los Estudios Culturales.

Es colaboradora de Diario.es y de los suplementos culturales ABC, La Vanguardia y El País, y ha publicado artículos en Cuadernos hispanoamericanos, Revista de Occidente, Jot Down, Quimera, Altaïr Magazine…

Candaya Abierta, 11

CUADERNOS PERDIDOS DE JAPÓN

© Patricia Almarcegui

Primera edición en papel: abril de 2021

© Editorial Candaya S.L.

Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles

08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)

www.candaya.com

facebook.com/edcandaya

Diseño de la colección:

Francesc Fernández

Imagen de la cubierta:

Olga Subirós

Maquetación y composición epub

Miquel Robles

BIC: FA

ISBN:978-84-18504-33-4

Depósito Legal: B 6147-2021

Índice

Portada

Autor

Créditos

Índice

Dedicatoria

CUADERNOS PERDIDOS DE JAPÓN

FE DE LECTURAS

Página final

A Eugenia, que ya no está pero sigo oyendo su voz

Hay un tren Shinkansen de alta velocidad que se llama Kodama. El mismo apellido de la mujer de Jorge Luis Borges: María Kodama. Creo que ella le enseñó muchas más cosas que las que él reconoce. Juntos seleccionaron fragmentos y tradujeron El libro de la almohada, de Shei Shōnagon, dama de la corte del siglo X. Los títulos de los fragmentos que más me gustan son: «Cosas que despiertan una querida memoria del pasado», «Cosas que pierden al estar pintadas» y «Cosas que están cerca aunque estén lejos». Y uno de los temas que trata y prefiero: la despedida de los amantes. Según Shōnagon, lo mejor de pasar una noche con ellos son las cartas que nos envían al día siguiente.

No se quita el sombrero azul durante el viaje. Lleva una chaqueta roja y encorva la espalda para trabajar en la mesa del avión. Su marido está también muy ocupado a su lado. Tienen una caja de cartón rectangular con tesoros y papeles. Los he visto en la sala de embarque. Son mayores y se mueven con paciencia. No se levantan de los asientos y siguen ausentes a las miradas de los pasajeros. Están muy concentrados en sus movimientos. Hacen origami mientras el mar de Barents pasa por la ventana.

El hombre y la naturaleza tienen el mismo origen.

Mi ahijada no entiende que su madre se duerma cuando ven juntas Your name. Han ido dos veces al cine y tiene un póster con los protagonistas de la película en la habitación. Su madre le dice que no la entiende. Me la han grabado en un pen drive, la he empezado a ver y la he dejado a medias. Yo tampoco la entiendo, pero no pienso decírselo a mi ahijada.

El prestigio de la civilización china fue tan grande en la época clásica que los poetas de la corte japonesa preferían el chino medio. Así, la escritura, practicada por la aristocracia en la época clásica, se hacía preferentemente en chino, la cultura imperante hasta el siglo VIII. Lo mismo que los estudios de letras en la Universidad.

El japonés se reservó para géneros «menores», como los cuentos, diarios o la forma más antigua de la poesía japonesa, el waka, la forma poética típica a lo largo de diez siglos, que sobrevivió gracias a las mujeres que escribían poemas en su encierro privado y a los hombres que les respondían, también, mediante poemas. Ellas no podían ir a la universidad y estudiaron en casa, al igual que los hombres del rango más alto. En privado aprendieron el silabario japonés, kana, con el que «elevaron» tanto los géneros menores como el waka.

En el primer viaje a Japón mi cuaderno de notas azul voló y se cayó a un riachuelo mientras bajaba caminando desde la cumbre de la isla de Miyajima. En el segundo olvidé el cuaderno negro encima de una máquina de billetes del metro en la estación de Shibuya. Ya no me acuerdo del color que tenía el que me robó mi expareja entre los dos viajes a Japón. En el cuaderno negro había escrito sobre mi boda. Buscaba una escritura más desnuda y sencilla, y narrar mi segundo viaje al Japón con ella. En el cuaderno cuyo color no recuerdo, había un poema. Lo escribí la mañana que murió mi padre.

Minae Mizumura plantea en su novela Cuando la lengua japonesa desaparezca (2015) la crisis del idioma japonés. Según la escritora, el inglés es la lengua dominante de la globalización y el japonés se encuentra en decadencia. ¿Qué ocurrirá cuando los miembros mejor educados de la sociedad se vuelvan aún más bilingües? ¿Qué tipo de escritos leerán en sus lenguas maternas? ¿Únicamente lo que se lee un día y se olvida al siguiente? ¿Seguirán leyendo en su propio idioma?

En las clases de japonés aprendo algo nuevo: es un signo, casi un dibujo, un círculo al que le falta un fragmento en la parte derecha inferior. Indica que hay un sustantivo en la frase. Cuando lo trazo, aprieto tanto el lápiz que el dibujo vibra y el ideograma nunca me sale redondo.

Tengo unos veinte cuadernos de viaje que he escrito a lo largo de dos décadas. El primero lo hice entre Damasco, Palmira y Alepo. No sé cuándo fue pero un día dejé de tener uno para la vida y otro para el viaje. Los cuadernos se convirtieron en diarios.

El mapa físico desde el cielo. El avión alcanza Siberia para cruzar Hokkaidō y llegar a Tokio. Nunca recuerdo cuál es la vegetación de Siberia, ¿la tundra o la taiga? Los ríos sangran de hielo la tierra y se ensanchan en lagos. Trazan meandros infinitos en espirales a veces estrechas y a veces anchas. El mar sigue helado pero hay corrientes que dibujan el deshielo. La costa está nevada e irrumpe en el agua. Suecia, Dinamarca están congeladas en blanco y negro entre bosques secos.

Diario de viaje, 2 de abril de 2018.

«Como no conocían los caminos hacían el viaje perdiéndose y volviéndose a orientar».

Ise Monogatari.

Durante el periodo de esplendor de las letras japonesas, la llamada época Heian, entre los siglos VII-XII, la mujer no tenía nombre al nacer: lo adquiría más tarde a través de un familiar y para ello debía educarse y destacar en la música, la caligrafía, la danza y la poesía.

«No parece un libro muy optimista», me dice un amigo cuando ve en mi mesa de trabajo el libro Poemas japoneses a la muerte. Escritos por monjes zen y poetas de haiku en el umbral de la muerte. Compilados, prologados y comentados por Yoel Hoffmann, los textos se traducen del francés al castellano. Hay una tradición de escritura de poemas de los monjes que se despiden de la vida. La preparación para morir, la espera para otro viaje. A veces pienso que no es posible que se escriban en el umbral de la muerte, porque creo que nadie podría escribir en ese estado algo así: «Salto ahora al abismo de la muerte./El suelo se deshace,/el cielo gira» (Rankei Doryu). ¿O sí podría?

Me cuentan que han publicado una entrevista del coreógrafo Nacho Duato en la que habla de lo guapo que es. Tengo el suplemento en casa y miro las fotos para comprobarlo. Posa delante de una mesa de despacho grande y sólida, el libro de Hoffmann asoma por detrás.

Sobre la lápida del cineasta Yasujirō Ozu destaca un ideograma: Mu. La Nada.

El 80% de la población de Japón se concentra entre Tokio y Fukuoka.

«En teoría estaba mal visto que una mujer aprendiera a leer y a escribir de verdad (es decir, en chino), aunque se conocen algunos casos posteriores de mujeres que fueron educadas en los clásicos chinos, como la autora de El libro de la almohada (Makura no Sōshi), Sei Shōnagon, y la de Los cuentos de Genji (Genji Monogatari), Murasaki Shikibu. La educación de las mujeres consistía en aprender a leer y escribir las letras fonéticas (kana), caligrafía (tenarai), poesía japonesa (waka) y música (aprender a tocar el wagon, el koto y el biwa)».

 

Torquil Duthie en la introducción de

Poesía clásica japonesa [Kokinwasashū].

Voy a salir por la noche. Voy a pasear de madrugada. Voy a disfrutar de las calles estrechas y silenciosas en la oscuridad. Voy a volver al hotel cuando me dé la gana. No hablo japonés pero voy a viajar por primera vez tranquila.

«ZAS», aparece en mayúsculas en mitad de la página. «Silencio», dos viñetas después y, entre medio, solo un dibujo. Unas piedras y el pavimento de la calle. La protagonista acaba de intentar suicidarse tirándose por la ventana. Me estremezco y no me atrevo a seguir. El segundo tomo del manga de Yoshitoki Ōima, Silent Voice, vendió 61.000 copias en su primera semana de publicación. Shoko, una estudiante de 12 años, sorda de nacimiento, sufre bullying en el colegio, especialmente de parte de su compañero Shoya, y se ve obligada a cambiar de escuela. Cuando en la clase se enteran de que él es el máximo responsable, los compañeros lo empiezan a acosar. Años después intenta redimirse y tratar de volver a conectar a Shoko con sus antiguos compañeros del colegio con los que nunca llegó a entablar amistad.

En japonés el verbo pintar es el mismo que escribir: Kaku.

«El agua agota», decía mi madre cuando yo era pequeña. Me baño en todas las bañeras de pino y baños públicos que puedo. El hotel de Sendai está a las afueras. Llego de noche con una bandeja de sushi y una cerveza. Al caer la tarde venden los productos perecederos en los supermercados a mitad de precio y hay una oferta grande. La bañera es pequeña pero me han dado las llaves del cuarto y me puedo bañar sola. El cuerpo se dilata y se relaja dentro del agua caliente. Cierro los ojos y oigo el gorgoteo grave del agua. Intento escuchar mi sonido interior, cómo suenan la sangre y el corazón. Abro la mochila y saco del fondo mis palillos reutilizables y mi bote de salsa de soja. Cruzo las piernas y arrastro la mesa hasta encajarla encima de las rodillas. Con la espalda muy erguida elijo el orden de los colores y texturas, el langostino lo dejo siempre para el final. El suelo está oscuro y la habitación en penumbra. Entonces lo escucho en el aire, El sentido del viaje, y le pongo título por fin a mi ensayo.

Los tres hoteles más tristes en los que me he hospedado están en Astorga, Madrás y Ueno.

Del aeropuerto internacional al centro de Tokyo hay 66 km. Cojo el autobús para no tener que estrenar aún el Japan Rail Pass. He comprado el más largo, de tres semanas; voy a estar mes y medio y no quiero gastarlo. Atravieso la ciudad más rica y moderna que conozco. Se extiende en decenas de centros semejantes a los de las ciudades más modernas del mundo. No hay gente por las calles. El agua de las bahías entra en la ciudad. Los edificios están muy cerca unos de otros: se miran entre sí, coquetos. De pronto el verde claro de una isla improvisada. El agua baña de reflejos la arquitectura y la hace más moderna y comprensiva. Puentes que abren y cierran la locura de esta ciudad expandida y gris al igual que la bahía. La atravieso desde las alturas y floto entre los puentes, el agua y los edificios.

Diario de viaje, 4 de agosto de 2009.

La naturaleza es un organismo femenino que respira. Donde la naturaleza expira, se observa una elevación del terreno, y donde inspira, venas y arterias.

Creo que es en una conversación entre Antoni Tàpies y Jose Ángel Valente: el poeta cita el libro Zen en el arte del tiro con arco, de Eugen Herrigel. Lo compro en Madrid. Está en las estanterías de la derecha de la librería Hiperión. “Pensamiento oriental”, pone en la sección. Herrigel tarda un año en aprender a tensar el arco. El libro traslada el zen a la sensación física. Viajo a la isla de Shikanoshima, enfrente de Fukuoka. No apunto el nombre en mi diario de viaje y tardo una mañana en encontrarlo en la red. Hay un santuario en lo alto donde se practica el tiro con arco. Me coloco mirando al mar. Abro las piernas, basculo la cadera, estiro el brazo izquierdo y giro el codo derecho doblado hacia atrás todo lo que puedo. Imagino que tenso un arco invisible en dirección al mar. Dicen que la práctica del zen en calma y soledad es un lujo y que solo lo practica una élite.

Japón es la segunda economía de Asia y la tercera del mundo.

«Si puedes, quédate en Shibuya», me dice mi amiga Olga. Reservo un hotel desde Barcelona. El autobús del aeropuerto me deja en los bajos de un hotel de lujo. No sé dónde estoy pero me dicen que he llegado. Enseño el papel con la dirección y creo entender que le faltan números o letras. Arrastro la bolsa negra de ruedas por el barrio más moderno de la ciudad más moderna del mundo buscando las calles por las que debo ir. Son estrechas y empinadas y tienen restos de la juerga de la noche anterior. Hace mucho calor. Veo por primera vez los hoteles del amor con los neones azules y rojos innecesarios en una mañana de agosto y el cartel con los precios por horas. Busco mi hotel entre las luces. Está en una calle más ancha. «El check in es a las 16 h», me dice el recepcionista. Dejo la bolsa, voy a una barra de enfrente y pido lo mismo que comen los demás. Un bol con caldo y udon. Luego, me bebo una cerveza en el bar del hotel para hacer tiempo. La sangre se dilata y me muero de cansancio. Por fin me tumbo en una cama y duermo. Oigo la calle animadísima por la ventana y salgo a dar un paseo. Son las cuatro de la mañana.

Han pasado los años y ya no lo recuerdo bien. ¿Quién llega al embarcadero de la isla de Shikanoshima? ¿Los actores de la compañía de teatro de la película Hierbas flotantes, de Ozu, o yo?

Vuelvo a Shibuya ocho años después. Hemos encontrado un apartamento que parece estupendo. «¿Cuántos metros tiene?», pregunto a mi pareja mientras busca alojamiento en la red. El autobús del aeropuerto nos deja en los bajos de un hotel de lujo. No sé dónde estoy pero me dicen que hemos llegado. Enseñamos el papel con la dirección y creemos entender que le faltan números o letras. Arrastramos la bolsa negra de ruedas por el barrio más moderno de la ciudad más moderna del mundo buscando las calles por las que ir. Son estrechas y empinadas y tienen restos de la juerga de la noche anterior. Se acerca un hombre. Nos pregunta en inglés adónde vamos. Nos dice que le sigamos. Lleva un cartel con un imperdible en la parte izquierda del pecho. Caminamos veinte, treinta minutos, detrás de él. Va deprisa y la maleta me molesta cada vez más. Cuando habla, solo se dirige a mi pareja. Llegamos a un edificio gris de dos plantas. Faltan aún unas horas para las cuatro y aún no podemos entrar. «Pueden esperar aquí», le dice a mi pareja y señala el bar de diseño de la planta de calle. Nos despedimos y le damos mil y unas veces las gracias. «Estoy aquí para eso», contesta. Lleva un cartel con un imperdible en la parte izquierda del pecho.

«A mí lo que me más me gusta de Japón es ir en taxi», me dice un amigo a su vuelta de viaje de Tokio y Kioto. «Me he gastado un presupuesto». Ver desde el coche los edificios, las calles, la modernidad de Tokio. «Esos conductores tan corteses y educados, con sus guantes blancos y la gorra. Sí, un presupuesto».

¿Quién ha dicho que Japón es silencioso y que no hay ruido?

«Deseaba plasmar en una novela las emociones de una mujer, convertidas ahora en sentimientos comunes a todas las mujeres japonesas. Sin embargo, había una única razón por la cual las novelas de Hiroko serían inevitablemente prohibidas. En tanto sus denuncias como ser humano y como mujer fuesen verdaderas, y en tanto esa expresión fuese adaptada por todas las mujeres, más razones habría para que sus novelas fuesen prohibidas».

Una flor, Miyamoto Yuriko.

Cojo la guía de viajes del derecho, del revés, de todas las formas posibles y la leo sin parar, con ansia. Como si faltara algo, como si siempre faltara algo por saber de Japón y ella lo pudiera completar. Surgen mil dudas porque tengo la guía de viajes enfrente, mirándome. El texto del futuro perfecto. Si preparo el viaje con ella, todo irá bien y me haré con lo nuevo y extraño.

Diario de viaje, 8 de agosto de 2009.

Lo escribió José Ángel Valente y era algo así: las experiencias solo terminan cuando se escriben.

«Pensaba llamarlo Japón a cuatro manos o Japón en cuatro tiempos», digo al regidor de cultura y organizador del curso. «Sí, me gusta. ¿Has dicho literatura, grabados y manga?». «Sí», contesto. «¿Y comida, no vas a hablar de comida? Hay un restaurante nuevo que está bien». «No. No se me había ocurrido». «Ya hablo yo con ellos. Podríamos incluir una sesión sobre el arte del sushi y una degustación. Sí…, el curso se llamará Un tast del Japó».

Las ilusiones son los sueños de día.

En Shibuya hay jóvenes extraños. Creo que compiten entre sí para ver quién es capaz de forzar más su aspecto. No se parecen a nada que haya visto antes y no tengo referentes. Solo una vez, creo, en un aeropuerto de enlace. Era una familia americana y la hija adolescente iba por delante. Se movía lánguida, desgarbada, con una melena blanca y larga. Pensé que se había extraviado, que viajaba sola y no encontraba la puerta del embarque de su destino. Me giré para verla.

Diario de viaje, 4 de agosto de 2009.

Las tribus urbanas siguen igual. Llamando la atención por su aspecto, queriendo igualarse unas a otras en su provocación. Nueve años después, lo nuevo se ha vuelto viejo y conservador.

Diario de viaje, 15 de marzo de 2018.

El Arcipreste de Hita nació el mismo año que el bonzo budista japonés Kenkō Yoshida, y escribió el Libro de buen amor el mismo año en que este empezó Ocurrencias de un ocioso o Tsurezuregusa.

Querida María Jesús:

¿Cómo estás? Quizás te acuerdes de mí. Fui alumna tuya, después trabajé en la universidad y hace cinco que vivo en Menorca dedicada a la «ficción».

Hace unos días volví a Japón. Llevaba, entre varias lecturas, el libro Colección de arenas y piedras de Ichien Muju.

En fin, que me encontré este cuento que te mando por fichero adjunto tan similar al de “Pitas Payas” del Libro de buen amor.

Un saludo desde Ciudadela de Menorca:

Patricia Almarcegui

Querida Patricia:

Me acuerdo perfectamente de ti, y de vez en cuando sigo tus andanzas a través de noticias en la prensa. Te agradezco mucho que hayas pensado en mí al leer este Pitas Payas japonés. Desde que me ocupé una vez de este cuento, me han ido llegando otras curiosas versiones: la última, o penúltima, de México, a la que ahora sumo la tuya.

Un fuerte abrazo (también de Juan Manuel),

María Jesús

«Don Pitas Payas, pintor de Bretaña» es uno de los cuentos más conocidos del Libro de buen amor. Un pintor de Bretaña tiene que ir, un mes después de casarse, a Flandes por trabajo. Antes de marchar, su mujer le recuerda que va a dejar de lado «sus deberes conyugales» y él le pinta en el ombligo un pequeño cordero para que ella se guarde de «toda altra locura» durante su ausencia. Pitas Payas está dos años fuera y su mujer encuentra un amante. Cuando esta se entera de que su marido vuelve de Bretaña, le pide a su amante que le pinte de nuevo el cordero para que no sospeche nada. Al verlo, Pitas Paya exclama: «¿Cómo es esto, madona, o cómo pode estar/que yo pinte corder e trobo este manjar?». A lo que ella responde: «¿Cómo, mon señer, en dos anos petid corder non se fazer carner?/Vos veniésedes temprano e trobaríades corder». María Jesús Lacarra explicaba en sus clases magistrales de Literatura Medieval que el cuento era un fabliaux, un relato breve que alertaba del comportamiento astuto y desvergonzado de las mujeres. Sin embargo el de Pitas Payas era diferente. Arcipreste de Hita no avisaba de la «maldad» de las mujeres, sino de la de los hombres, que se van de viaje y dejan a las mujeres sin cumplir con sus deberes conyugales y sexuales: «non seas Pitas Payas […], con dezires fermosos a la mujer conbides;/desque te lo prometa, guarda non lo olvides».

 

En el libro del monje budista Ichien Muju, el animal pintado es otro. Un hombre dibuja una vaca en las partes íntimas de su esposa para asegurarse de la fidelidad durante su ausencia. A su vuelta, ella le pide a su amante que la pinte de nuevo. Pero «aunque el dibujo era bueno, no era exactamente el mismo porque la vaca del dibujo del marido estaba tumbada, mientras que la del amante estaba sobre cuatro patas». La mujer no reprende a su marido pero le contesta: «No tienes motivo de enojarte conmigo, sino con la vaca que se ha movido […], ¿cómo esperas que una vaca pueda permanecer tanto tiempo en la misma postura?». Y él se olvida del asunto. Ichien Muju escribe: «Verdaderamente era un hombre de natural generoso y complaciente». Sí, como nos contó María Jesús Lacarra, los fabliaux de Arcipreste de Hita son un caso especial: no riñe a las mujeres, sino a los hombres.

Los barcos están al lado de la estación de metro de Asakusa. El río Sumida está silencioso. Enfrente se recorta el motivo decorativo: una escultura dorada del edificio de la cerveza Asahi, un cuerno amarillo que ondula emulando la espuma. Los japoneses que vienen en el barco se emocionan cuando arrancamos. Piden unas cañas gigantes y se asoman para ver cómo se aleja el casco antiguo. En los muros de las orillas aparecen pintados grabados de autores de ukiyo-e. Algunos son de Hiroshige y muestran cómo eran las riberas del río en el siglo XIX. Es casi mediodía y en la ciudad no se oye nada. No hay nadie en las calles. Solo niños de uniforme con sus profesores y bebés con sus babysitter. Atravesamos los rascacielos mudos. Parecen troncos oscuros entre el agua. Hoy es día lectivo y la gente trabaja, por eso no hay nadie en la calle. Poco a poco aparecen los hombres solitarios de negro. Buscan un banco y se sientan separados entre sí, al igual que los edificios, para almorzar una pieza mirando hacia el río. Flotamos abriéndonos camino entre la ciudad muerta de rascacielos y yo no puedo imaginar cómo sería hace dos siglos.

Mirar de otra forma. Con perspectiva. Desde arriba, con altura, buscando la composición y las estructuras.

«Las mujeres de la aristocracia pasaban sus vidas sin ser vistas en público. O bien estaban en sus casas, en sus jardines, o si salían, lo hacían dentro de un carruaje con persianas que las ocultaban pero les permitían ver hacia fuera. Por este motivo, la primera impresión de la belleza de las mujeres que tenían los hombres consistía no en su belleza física, sino en el buen gusto de su carruaje, de su perfume, de sus ropas, y en esa habilidad para tocar instrumentos, en su caligrafía y poesía».

Torquil Duthie en la introducción de

Poesía clásica japonesa [Kokinwasashū].

El museo Edo-Fukugawa es un alarde. Busca una imitación exacta del barrio de comerciantes de Fukugawa del siglo XIX y reproduce a tamaño real las calles de Tokio a finales del periodo Edo (del 1603 al 1867). Una joven voluntaria nos lo explica en inglés con el mismo detalle y documentación histórica con la que se ha construido. La puerta (tori) del templo separa el exterior del interior del poblado. Los papeles blancos en forma de rayo simbolizan el deseo de que llueva. Las casas con tatamis pertenecen a los ricos, los pobres no tienen. La comida se almacena en las cajas lacadas que luego dan lugar a los bento, fácilmente apilables gracias a su forma. Entre la torre del agua que surte al pueblo y el quiosco para comer, hay un descampado que serviría como cortafuegos en el caso de incendio. Los objetos cotidianos de las casas, talleres y almacenes, dice la guía, son en su mayor parte originales. «¿Saben cuáles son?», nos reta. Y señalamos unas sandalias, un libro de cuentas y un ábaco. Las casas se han reproducido a tamaño natural entre la oscuridad del museo. Los focos imitan los cambios de luz a lo largo del día y se oye en los altavoces el canto del gallo, las cigarras, una tormenta y, con la calma, llega la alborada. Es una visita extraña pero valiosa. La escala ha cambiado. No hace falta imaginar el Tokio antiguo a partir de un grabado ni de una pintura a las orillas del Sumida, tampoco en una película de Kenji Mizoguchi. Estoy dentro de un poblado gracias a una reproducción.

Oriente y Occidente no han estado tan separados como nos han contado.

Consulto mi correo en un café de Tokio. Mi hermano me escribe desde la playa, está con mis padres. Cuenta que la noche anterior mi madre, ya enferma, con una memoria que se desvanece poco a poco, aseguró mientras comía sus rodajas de melón que Nureyev había estudiado con María de Ávila en Zaragoza. Lola lo vio de adolescente por la calle, se fijó en sus andares elegantes y le dijo: «¿Por qué no aprendes ballet?». El aceptó y se convirtió en Nureyev. «Te confundes. Eso fue con Víctor Ullate», dice mi hermana. «No», dice mi madre, «yo he visto bailar a Nureyev en el Teatro Principal y es muy bueno». Y tiene razón, Nureyev vino a bailar a Zaragoza hace años.

Mi madre admiraba a su profesor de yoga. Un respeto en ella desconocido para mí. Era verano y yo había dedicado unas semanas a escribir una endiablada introducción para los viajes de Marco Polo. El cuello también sufría y me molestaba mucho. «Ponte así», me dijo mirando al mar, y me enseñó un ejercicio para relajarlo. Mi madre hacía yoga desde siempre y a mí nunca me había interesado. El dolor desapareció y ese invierno empecé a practicar Kundalini.

En el santuario de Meiji-Jingū. Las puertas de los templos encuadran la naturaleza; así la alejan, pues al enmarcarla, le dan un valor más grande. Al mismo tiempo la acercan, la introducen en la mirada y te recuerdan que es accesible, está allí para que la atravieses, para ti.

Diario de viaje, 6 de agosto, 2018.

Llueve delicado en Kioto.

¿Por qué dicen que Japón es el país de las aglomeraciones y los espacios pequeños?

«Ella olía a Tokio», dice uno de los dos masajistas sobre la protagonista de la película Los masajistas y una mujer (1938), de Hiroshi Shimizu.

Un hombre termina de recortar un pino con las manos, extrae con mucho cuidado la pinaza de las ramas y construye un bonsái.

«Solo un país rico puede emplear a sus habitantes en profesiones tan raras y diferentes», dice mi amiga Mela.

Qué poca relación ha tenido Occidente con la naturaleza. Apenas el romanticismo y fue trágica, evidentemente, pues se habían alejado mucho.

Diario de viaje, 6 de agosto de 2009.

Hay un mendigo sentado en el suelo en la estación de Namba en Osaka. Es delgado, tiene la barba larga y puntiaguda, y viste de negro. Se pone de pie, levanta una pierna al frente mientras gira la cabeza al lado contrario y cambia de pierna. Tiene una riela de bolsitas de plástico blanco a su izquierda del mismo tamaño. Están alineadas y guardan igual distancia entre sí. Todas tienen lo mismo: envoltorios rojos de patatas fritas, y latas negras, vacías y delgadas, de la misma bebida. Desclasados sofisticados de países ricos.

Los hoteles son la casa del viaje. A veces tristes, a veces alegres, pero siempre al final del día se merecen las palabras vuelta y hogar. «Me voy a casa», le dije a un viajero holandés después de compartir un curry de atún en Cochín. «La he dejado en casa», me excusé en el taxi de Colombo cuando me pidió la dirección del monasterio. «Solo sueño con volver a casa», escribí en el viaje larguísimo en bus de camino a Nuwara Eliya.

A diferencia de otros países, Japón no tiene una línea de pobreza oficial y no se puede saber con exactitud el número de personas que la sufren. En octubre de 2009 el Ministerio de Trabajo publicó un informe que decía que 22 millones de personas vivían en la pobreza. Otro estudio mostró que una de cada tres mujeres japonesas de 20 a 64 años vivían solas y en la miseria. Según un informe de UNICEF, Japón tiene algunas de las tasas más altas de pobreza infantil en el mundo desarrollado.

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