Cuadernos de escribir la vida

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Cuadernos de escribir la vida
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© Derechos de edición reservados.

Letrame Editorial.

www.Letrame.com

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© Mónica Libertad Gómez Suárez

Fotografía de autor: Isabel Wagemann

Imagen de la cubierta: © Manuel Iglesias García. “Nube deshilachada”,

Parque Natural de Redes, Asturias, 2004

www.iglesiasmanuel.com

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1386-671-0

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

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Mónica Libertad Gómez Suárez (Madrid, 1968). Es doctora en Ciencias Empresariales y profesora de Marketing en la Universidad Autónoma de Madrid.

Como docente e investigadora ha elaborado más de cien publicaciones, que incluyen artículos científicos, libros, monografías, documentos de trabajo y ponencias.

En cuanto a narrativa, ha publicado cuatro relatos en los libros colectivos Señales de Humo, Archipiélago de instantes, Un puente al otro lado y La huella de los sospechosos, elaborados en los talleres de escritura de la Casa de la Cultura de Tres Cantos.

Cuadernos de escribir la vida es su primer libro de relatos, basado en una selección de veintidós cuentos que comenzó a escribir en los citados talleres y en los cursos de la Escuela de Escritores de Madrid.

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Para Álvaro, mi tauro cabezota.

A mi balela, por contarme tantas historias.

A mis padres, por su apoyo constante.

A Eva, por aguantar mi perfeccionismo.

A Juanjo, la persona que inspira mis sueños.

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«Had I the heavens’ embroidered cloths,

Enwrought with golden and silver light,

The blue and the dim and the dark cloths

Of night and light and the half-light,

I would spread the cloths under your feet

But I, being poor, have only my dreams;

I have spread my dreams beneath your feet;

Tread softly because you tread on my dreams».

William Butler Yeats

Prólogo

El diario rojo

La tía Sole siempre hacía buenos regalos. El día en que Libertad cumplió doce años, le trajo el mejor de todos: un diario con tapas rojas y bordes dorados. Se cerraba con una llave minúscula. Lo llenó de anécdotas adolescentes: el accidente con los padres de Susana, los veranos en Asturias, su primer amor... Terminó de escribir su última página un verano de 1986, cuando todo era de color de rosa. O no. Sus diarios sí sabían lo que bullía dentro.

Con los años, le siguieron varios más. Viajes a Nueva York con olor a bagel, una coz de caballo en Agadir que cambió su destino y la destinó a quedarse en la universidad, el olor pesado a lejía de hospital en esa Nochebuena de 1991, en que hasta el turrón sabía amargo, la vida en la residencia Erasmus de Rotterdam, la sufrida tesis e infinidad de viajes.

Los empezó a llamar «cuadernos de escribir la vida», como hacía una escritora de bestsellers en un libro dedicado a su hija. Nunca quiso que nadie los leyera. Rellenó muchas páginas en decenas de cuadernos de espiral de tamaño variable, repletos de vivencias personales: cartas no enviadas, crónicas de viajes, citas de escritores... Y pétalos secos, poesías improvisadas, fotocopias, entradas de cine o de teatro. Hasta que un día decidió dejar de escribir sobre su persona, metió todo en una caja y se inscribió en un taller de literatura.

Entonces comenzó a crear la mayoría de los cuentos que se presentan en este libro.

Libertad es tímida, perfeccionista, poco disciplinada para escribir lo que no tiene que ver con su trabajo. Con un miedo al ridículo que le impide exponerse demasiado. Por eso, cuando leía los relatos en el taller, el pulso se le aceleraba. Terminaba consciente de que ya le habían salido los coloretes y miraba a sus compañeros, tratando de percibir en su mirada si el cuento les había gustado.

Al principio, llegaba a casa hecha polvo. «¡Nunca podré escribir bien! ¡Mis cuentos son grises!». Pero poco a poco empezó a dedicar más tiempo «al oficio», incluso hizo un blog en el que recogía todas sus historias. Con sus profesores aprendió a construir transiciones, a adelantar el conflicto, a trabajar la verosimilitud o a intercalar ambientes con acción. Esos maestros le sugirieron incluso algún que otro toque especial, que solo pueden dar aquellos que echan horas al oficio de escribir y además saben transmitirlo. También aprendió de sus compañeros, especialmente de las colegas de tertulia, que luego se convirtieron en amigas, tras tantas horas de conversaciones literarias compartiendo lecturas y relatos.

Fue un alivio dejar de hablar de la realidad e inventar escenas que primero planificaba concienzudamente y después, para su sorpresa, le salían bastante distintas a lo que había pensado. Qué emoción crear a sus personajes y ponerlos a andar; construir vivencias inventadas o reales, cambiando fechas, lugares, nombres; generar conflictos, para que fueran historias y no simples anécdotas. Las corregía una y otra vez. Siendo tan perfeccionista, creía que nunca iba a estar satisfecha del todo.

Diez años trabajó puliendo sus primeros relatos y subiéndolos a su blog. Mientras tanto, escribió unos cuantos más. El año en que volvió a sonreír, un amigo de Gijón le regaló una foto maravillosa para la portada. Seleccionó veintidós cuentos, escribió un prólogo, los maquetó e incluso preguntó a una editorial el coste de la autoedición. Pero un día, ella no sabe por qué, decidió guardarlos en una carpeta del ordenador titulada «LIBRO». Ahí se quedaron. De vez en cuando, en primavera o verano, abría de nuevo el archivo, corregía algo y lo volvía a guardar, junto a una copia de seguridad.

Hasta que en 2020, un año en que su mundo está dando un vuelco por la pandemia, Libertad ha decidido hacerse un regalo: publicar, por fin, su libro de cuentos y compartirlo con las personas que la han acompañado rellenando renglones y también, ¿por qué no?, con nuevos lectores que lo puedan encontrar en el ciberespacio, una vez salga de su ordenador. Cuando alguien mueva sus páginas resucitarán la loca de la tintorería, Pepito con sus lagartos, el abuelo Juan agredido por un jamón o el joven doctorando que hace un viaje interestelar por curiosidad científica y… por amor.

Sí, Libertad cree que será un buen regalo. Tanto, como aquel pequeño diario que le dio la tía Sole hace ya cuarenta años, aquel cuaderno rojo con llave minúscula en el que comenzó a escribir su vida.

¡Y un jamón!

A mis abuelos

Mi abuelo Juan estuvo a punto de morir durante la guerra, pero no en el frente, sino por culpa de un jamón. Y todo por ser excesivamente sociable.

—No sabes lo bueno que era —me dice mi abuela Maruja.

Lo que ahora ella recuerda de esos tiempos es, sobre todo, el hambre y el agobio por no saber racionar bien la comida. No era mitad de mes y le quedaban unos pocos cupones en la cartilla de racionamiento. Además, las interminables colas. Ese día no había podido dejar a Chavi, que tenía tres años, con la vecina. Llevaban más de una hora esperando en la fila para entrar en la tienda de comestibles. Por fin, llegó al mostrador y pidió medio kilo de patatas, que luego limpiaba bien para utilizar las mondas en los caldos. También un hueso, que recocía varias veces. Como siempre, Chavi se ganó al tendero con su lengua de trapo.

—Hola, Esteban. ¿De qué color es tu coche? ¿Me lo prestas?

Esteban no tenía coche, pero siempre bromeaba con Chavi diciéndole que un día lo montaría en su automóvil.

—Pues ya lo sabes. Es negro —respondió amable el tendero.

—Y ¿me lo prestas? —insistió el niño esbozando su más amplia sonrisa.

—Ahora no puedo, que estoy trabajando, pero te doy una galletita que te ha hecho Paca esta mañana.

Chavi agarró la galleta, que tenía forma de coche, y se tiró al suelo para arrastrarla como si fuera un juguete. Maruja lo levantó corriendo y le dijo:

—No hagas eso, las galletas se comen. ¿No tienes hambre? Y dale las gracias a Esteban.

—Yo no quiero comerla, quiero jugar.

Maruja le arrebató la galleta y se la guardó rápidamente en el bolsillo del abrigo. El niño comenzó a berrear. Lo tuvo que sacar a rastras de la tienda, aguantando miradas y cuchicheos de la gente que esperaba en la cola, pero no le importó, ya tendría algo para darle de merienda.

Cuando llegó a casa eran las cuatro de la tarde. Se cambió el vestido por una bata cómoda. La ropa era algo que también empezaba a escasear. Ella iba arreglándose con su máquina de coser, reciclaba las telas y aprovechaba lo que podía para hacerle ropa a Chavi.

 

Oyó la llave de la puerta. Le extrañó bastante, normalmente Juan no venía hasta la noche.

—Traigo una sorpresa, cierra los ojos —dijo él dejando la puerta abierta.

Maruja pensó que quizá le traía alguna baratija o entradas para el cine. Cerró los ojos y su boca se abrió cuando, por el rabillo del ojo derecho, vio que su marido tenía entre las manos una pata de jamón.

—¿Dónde lo has conseguido?

No podía creerlo, llevaba sin comer jamón desde comienzos de la guerra. Juan le dio un beso.

—¿Qué te parece? Me ha tocado en el sorteo del Luarca —dijo sonriendo.

Mientras colocaba la pata bien tapada en la encimera, Maruja no podía creer su buena suerte. «Ya tenemos carne para una temporada. Todos los días voy a hacerle a Chavi un bocadillo de jamón para merendar», pensó mientras se secaba de un manotazo una lágrima que se le escapaba rodando hacia la mejilla.

Al día siguiente, se fueron a las Vistillas después de la siesta. Los fines de semana hacían vida casi normal. Solo muy de vez en cuando se oía algún disparo lejano por la Casa de Campo. Pasearon un rato y dejaron a Juan en el bar. Ella volvió al parque con el niño.

Al regresar esa tarde, nada más abrir la puerta de casa, oyó unas risotadas y se encontró a su marido bebiendo vino, acompañado de cuatro individuos más. Había varios platos vacíos sobre la mesa. Maruja no tuvo más que girar la cabeza para ver que al jamón, sobre la encimera, ya le faltaba casi un cuarto. Rápidamente, se hizo paso entre el humo y le puso un trapo por encima. Adivinando la bronca que se avecinaba, Juan se levantó diciendo:

—¿Qué os parece si nos vamos a echar una partidita?

Se fueron corriendo, casi sin despedirse.

Cuando Juan volvió por la noche, no le esperaba ningún plato en la mesa. Maruja estaba acostada y se hizo la dormida. No quería discutir con él, esperaba que fuera suficiente con la cara que le había puesto. Durante dos días estuvo enfurruñada, pero Juan era tan cariñoso que se le fue pasando el enfado. Incluso el jueves consiguió fabes e hizo un guiso con el jamón.

Al domingo siguiente se llevó al niño al cine por la tarde. Esteban, el tendero, les había invitado. Juan se fue al bar con sus amigos. Cuando Maruja volvió a casa, se encontró sobre la mesa de la cocina tres vasos de vino, un cenicero lleno de colillas y un solo plato, con algún resto de tocino. El jamón estaba cubierto con el trapo, pero aun así el hueco era evidente. Maruja lanzó un grito al destaparlo. ¡Faltaba más de medio jamón!

Esa noche, Juan volvió a llegar tarde. Maruja le esperaba levantada en la cocina. En cuanto oyó girar la llave en la cerradura, cogió la pata del jamón ya enflaquecido.

—¿Otra vez? — gritó.

—Bueno, es mío, ¿no? Si me tocó a mí, puedo hacer con él lo que quiera —replicó él desde la puerta de la cocina.

—¡Ah, sí! Pues ¡toma jamón!

Y le lanzó la pata a la cabeza con bastante puntería. Juan cayó de espaldas en el suelo. Quedó tendido como un fardo, al lado del jamón.

—Tu abuelo era un hombre buenísimo —repite mi abuela al terminarme de contar esta historia—, cuando pude reanimarlo, casi ni se quejó. Estuvo varios días sin poder andar, pero Chavi comió bocadillos de jamón durante un tiempo.

Y ríe enseñando el único diente que le queda sano, mientras una lágrima resbala por su mejilla, como aquel día en que creyó que un jamón les ayudaría a pasar la guerra.

La poesía de los lagartos

Para Pepe, un niño muy singular

Ha sido un día genial. Ayer aprendí una poesía y hoy la he recitado en clase. Luego hemos hablado del que la escribió, un tal García Lorca. Según don Carlos, murió durante la guerra. No se lo he contado a mi padre, creo que a él no le va a gustar que aprenda cosas sobre ese poeta. A mí no me importa lo que piense, pero después de lo que ha dicho Loli Godoy en el patio, es mejor que no se entere de lo que hice ayer en el colegio.

El domingo, Fravi y yo fuimos a cazar lagartos al cerro que hay al lado de casa. Cogimos varios y luego los soltamos porque mamá no nos dejaría tenerlos en casa. Solo nos quedamos con uno. Iba a ser nuestra mascota. Decidí llamarlo Franquito porque se parece un poco al generalísimo. A Fravi no le pareció muy bien, tiene miedo de que papá se entere de que nos reímos de él, pero es que el lagarto está tan arrugado como Franco cuando sale en la tele. Ya no se parece en nada al del retrato de la entrada, cuando era gordo y estirado. Me refiero a Franco, claro, no a Franquito el lagarto.

Pusimos a Franquito en una caja y lo dejamos en la cabaña del patio donde papá guarda las herramientas. Le estuve dando de comer a escondidas tres días, pero ayer me cansé y, además, quería enseñárselo a mis amigos, así que lo llevé al colegio. Iba a sacarlo en el recreo y se me ocurrió algo todavía mejor en clase de Lengua, que era algo aburrida.

Don Carlos escribía en la pizarra y noté que Franquito estaba quieto en la caja, así que le hice una seña a Miguel Ángel Corredera. Él siempre tiene cosas interesantes porque su padre, que es teniente general, viaja mucho y al volver a casa le trae regalos. El mes pasado fue a Alemania y vino con un Lego, un juego de piezas cuadradas que encajan unas con otras y que sirven para hacer todo tipo de construcciones. Miguel Ángel solo me dejó tocar dos piezas y luego lo guardó en su cajonera. ¡Qué suerte tiene! Mi padre no me regala esas cosas. Además, estoy castigado sin juguetes por haber cogido su pistola sin permiso.

Cuando Miguel Ángel me miró, saqué el lagarto de la caja. Solo quería enseñárselo, pero se me revolvió y cayó al suelo. Don Carlos estaba mirando hacia nosotros, así que no me pude levantar para recogerlo. Franquito se metió entre las piernas de Loli Godoy que, al sentir al lagarto, se puso a pegar unos chillidos horrorosos y se subió a la mesa. Franquito estaba más asustado que ella, así que se fue corriendo hacia los percheros del final de la clase. Se metió en el abrigo de Cristina Caraballo, que empezó a llorar. Las demás niñas también gimoteaban. Bueno, no todas, que Marta es una valiente y me sonreía sentada tan tranquila en su silla, pero las demás sí. Algunas incluso se subieron a las mesas y no solo las niñas, también hay otros cobardes en clase que corrían más deprisa que el lagarto.

Don Carlos no se subió a la mesa, claro. Cuando consiguió enterarse de lo que había pasado, se enfadó conmigo, me mandó coger al lagarto y me dijo que lo soltara por la ventana. Franquito se fue corriendo feliz hacia la valla del patio. Don Carlos me ordenó que me sentara y dijo que ya hablaríamos en el recreo. Luego pidió a todos que se callaran para seguir con la clase.

Cuando sonó el timbre, los demás se levantaron y se fueron al patio. Miguel Ángel fue el último en salir. Mientras don Carlos borraba la pizarra, hizo una seña desde la puerta, como que me iban a cortar la cabeza y se fue riendo.

Don Carlos se sentó en la mesa. Sacó un libro del cajón y pasó varias hojas. Luego se vino hacia mí.

—Tú sabes bien lo que has hecho, ¿no?

—Pero, don Carlos, es que se ha escapado.

—Anda, anda, Pepe, que ya nos conocemos. Hoy no vas a salir al recreo y te vas a aprender esta poesía y mañana la recitas en clase.

—Pero profe, jolín, todos están ya en el patio y me quiero comer el bocadillo.

—¿Quieres que te lleve al despacho del director?

—No, no. Ya me pongo.

—Está bien. Hasta mañana.

Y diciendo esto, salió por la puerta. ¡Vaya fastidio! Todo el mundo jugando y yo, aprendiendo poemas. La poesía decía así:

«El lagarto está llorando,

la lagarta está llorando.

El lagarto y la lagarta

con delantalitos blancos.

Han perdido sin querer

su anillo de desposados.

¡Ay, su anillito de plomo!

¡Ay, su anillito plomado!».

Don Carlos es un fenómeno. Si llega a estar don Raimundo, me expulsan una semana. Me aprendí la poesía en un momento. Hoy en clase hemos hablado de ella y de los escritores de esa época, la Generación del 27. Para don Carlos, García Lorca es el mejor poeta que ha habido en España. Como nos ha dicho que ya murió hace mucho tiempo, todos hemos empezado a preguntarle cómo, pero no nos ha dado muchos detalles porque Loli Godoy se ha empezado a hacer la interesante, diciendo que adivináramos lo que le había contado su madre. Don Carlos la ha cortado recordándonos que debíamos aprender el pretérito pluscuamperfecto. Luego ella nos lo ha dicho cuando salíamos al recreo. Por lo visto, lo mataron por rojo y maricón. ¿Y a mí qué?

En cuanto hemos terminado las clases, me he ido a la valla a buscar a Franquito. Tenía ganas de contarle que me ha gustado mucho la poesía y que voy a leer más cosas de García Lorca.

Kangora

Para Mª Paz

La mujer vomitó en una palangana que sujetaba una de sus hijas, mientras la otra la sostenía por los hombros. Entonces, una rata negra cruzó justo por delante de mi brazo. Esa rata simboliza todo lo que significó mi visita a Kangora: horror, rabia y muerte entre la basura.

Una hora antes no era capaz de imaginar lo que vería o sentiría. Simplemente íbamos a visitar el centro de Lea Toto en Kangora, más o menos a tres cuartos de hora de Nyumbani Home. Se trataba de que nos informaran sobre la tarea que hacían allí, cuántos niños seropositivos atendían y los programas que seguían con ellos y con sus cuidadores, básicamente sus madres, que también tenían sida. Al final de la entrevista, la asistente social, una preciosa y dulce mujer de treinta años que se llamaba Alice, nos propuso visitar una de las casas de los beneficiarios del programa y nosotros accedimos encantados. Nos dijo que veríamos a una niña de cuatro años y a su madre, ambas con VIH.

Subimos en el coche y nos internamos en el suburbio, slum, como lo llaman ellos. Pregunté a Alice si no podíamos ir a pie y negó rotundamente con la cabeza. Por lo visto, era peligroso para los musungu andar por allí. El coche fue callejeando, si se puede llamar calles a esos caminos de tierra llenos de baches. Se veía mucha basura, puestos enanos de fruta medio pocha, gente parada en la calle que nos miraba pasar. Muy pocos sonreían, algunos hostiles, otros simplemente curiosos. Era la hora de salida de los colegios y muchos niños con uniforme andaban hacia sus casas.

Mantuvimos una charla sobre lo que hacían esas personas para sobrevivir. Las mujeres se levantan prontísimo para ir al barrio residencial, al lado del slum. Allí se ofrecen para lavar ropa o limpiar las casas más o menos por dos dólares diarios. Las dueñas de esos caserones eligen cada día a las personas que menos cobran. No quieren personal fijo para no tener que pagarles seguridad social.

Tras una larga vuelta, llegamos a nuestro destino. Bajamos del coche en una calle ancha. El chófer de Nyumbani esperaría allí. Fuimos caminando por callejuelas cada vez más estrechas mientras la gente nos miraba con curiosidad. Yo iba muy pendiente de lo que pisaba, pues estaba todo lleno de desperdicios, papeles pisoteados, telas rotas… El olor pestilente de las letrinas me dio náuseas y tuve la tentación de ponerme la mano en la nariz. No lo hice, pero traté de respirar lo menos posible hasta que fui acostumbrándome a ese hedor.

Recorrimos decenas de cubículos pegados unos a otros, con tejado de uralita y puertas de cartón. El suelo era simple tierra aplanada. La ropa colgaba tendida de cualquier cuerda en postes improvisados. Tras varias vueltas por esas callejas polvorientas, llegamos a la casa que íbamos a visitar. Una niña desnuda de unos dos años estaba en la puerta, con su carita cubierta de mocos. Tenía la tripa hinchada, supuse que llena de parásitos.

Alice entró primero. Habló un momento mientras Paolo y yo esperamos fuera, hasta que nos hizo un gesto para que entráramos. Al traspasar el umbral, tuve que acostumbrar mis ojos a la oscuridad de la vivienda, unos cuatro metros cuadrados, sin ventana alguna. Solo cabía un camastro, dos sillas, una mesa y un banco, en el que nos sentamos.

En la cama había una persona tumbada dándonos la espalda, con la cara vuelta hacia la pared. Hablaba muy bajo, con la voz entrecortada. Mientras Alice se acomodaba, fui fijándome en los detalles. Ropa revuelta encima de la cama, una mesa desvencijada, el suelo de tierra irregular. Una adolescente lo limpiaba con un trapo mojado, que luego escurría en una palangana de loza desportillada.

 

Cuando Alice se sentó, me di cuenta de que la que estaba en la cama era una mujer. Alice hizo las presentaciones y luego nos contó que su niña de cuatro años se encontraba en el colegio. Helen, así se llamaba la mujer, había vuelto el lunes del hospital y desde ese día había ido empeorando. Lentamente, una de las hijas la fue volviendo hacia nosotros.

Nunca podré olvidar su cara demacrada, la mirada perdida, esos dientes en una boca demasiado grande, abierta para poder respirar. Alice informó que Helen tenía tuberculosis, pérdida de visión en un ojo y malnutrición severa. Tan solo cuarenta y dos años, uno menos que yo, y parecía mi abuela.

Estuvieron un rato hablando en suajili, Helen con la voz muy queda, Alice con un tono más alto. Una de las hijas sacó un bote con una especie de papilla, lo destapó, incorporó un poco más a Helen y le fue dando poco a poco de comer con una cuchara de plástico. Mientras tanto, Alice nos informaba sobre ella contestando a las preguntas inquisitivas de Paolo, que ni en esas, era capaz de cerrar la boca. Yo, sin embargo, no la abrí en toda la visita.

Helen no podría volver ese día al hospital. Aunque se estuviera muriendo, tendría que esperar a mañana. Alice hizo un inciso para decirnos que, en los hospitales, cuando se enteran de que los enfermos tienen sida, enseguida quieren deshacerse de ellos.

—Y ¿cómo van hasta allí? ¿Está lejos? —preguntó Paolo.

Alice preguntó a la hija y luego tradujo:

—En moto.

Si apenas podía moverse, ¿cómo iba a ir en moto? Por lo visto, una persona conducía mientras otra la sujetaba.

En ese momento, Helen empezó a vomitar. Su hija le acercó una palangana, la misma con la que había estado limpiando el suelo. Se le abrió la blusa completamente. El esternón, hundido, separaba unos pechos escuálidos, que colgaban impúdicos al aire. Paolo apartó la vista. Sentí que mi estómago se encogía con cada arcada de ella y tuve que disimular para secarme una lágrima que ya rodaba por la mejilla. Entonces oí un ruido y por delante de mi brazo pasó, veloz, la rata negra.

La rata, el olor a putrefacción, el sufrimiento de Helen... Sentía impotencia y también me avergonzaba de mí misma pues solo quería marcharme, pero me quedé sentada, tratando de no mirar fijamente para no incomodar, mientras escuchaba la conversación de Paolo y Alice. La enferma susurró algo, Alice acercó el oído a su boca y luego tradujo. Quería saber si esperaríamos para conocer a su hija, le faltaba poco para venir de la escuela.

Paolo miró el reloj y dijo que nos teníamos que ir, que el resto del board nos esperaba para comer. Me pareció inoportuno, aunque internamente lo agradecí, pues yo también quería salir de allí.

Alice y él se fueron hacia la puerta. Me quedé la última. Entonces, me acerqué a Helen, que yacía en la cama, con los ojos entreabiertos, mirándonos salir. Le lancé un beso con la mano y ella, que no había tenido fuerzas hasta ese momento, sacó su brazo huesudo de debajo de la manta, se llevó la mano a la boca y me lanzó un beso como respuesta al mío.

Helen, no te olvido.

El Edén

Don Valeriano entró corriendo en la sacristía con la sotana manchada de barro. Por su cara rubicunda, le caían pequeñas gotas de sudor y respiraba agitado, por la carrera que se había dado para llegar desde Casa Senén. Cuando se dirigió a tomar el chato de la mañana, no pensaba recibir tan buenas noticias. El rumor que corría de boca en boca desde que murió doña Remedios, se lo había confirmado hacía nada el pasante de la notaría: toda la fortuna de la señora sería para su iglesia.

Nada más y nada menos que una hectárea de tierra y diez millones de pesetas. Quién iba a decir que la vieja sería tan ahorradora. Llamó a su obispo para contarle la buena nueva, pero no estaba, así que se dirigió a la casa rectoral pensando que haría con tanto dinero.

—Petra, ¿está ya la cena?

—Sí, señor —dijo la mujer saliendo de la cocina—. Hoy tenemos liebre al chocolate y también he hecho unas patatines, como a usted le gusta.

El cura se sentó a la mesa. Mientras se desabrochaba la sotana, empezó a comer el pan de pueblo que Petra había dispuesto, como siempre, en un cestito al lado de los cubiertos. Petra se estaba poniendo fondona, con lo esbelta que era cuando entró a servirle hacía más de quince años. «La buena vida. Bueno, tampoco es que yo sea un Adonis», pensó mientras se servía su vasito de vino.

Tras la cena, se quedó leyendo un rato en la mecedora y, cuando Petra terminó de recoger, ambos se fueron juntos a la cama.

El fin de semana pasó lentamente. Al fin el sábado pudo hablar con el obispo, que le felicitó por su buen hacer. El domingo, la iglesia estaba llena, todo el pueblo sabía ya que la herencia de doña Remedios iría a la parroquia. Don Valeriano se explayó en su sermón sobre las virtudes que representan la caridad, el ahorro y las buenas obras de sus fieles paisanos. El doctor Fuentes le felicitó al salir de la iglesia.

—Doña Remedios me dijo que quería que se construyera una ermita en su honor en las tierras que iba a donar a la parroquia —comentó mesándose su barba rala.

—No se preocupe, doctor, que eso haremos.

El miércoles le citaron en la notaría, donde procedieron a dar lectura al testamento. Don Valeriano salió exultante. En una semana, una vez liquidado el impuesto de sucesiones, el dinero estaría depositado en la cuenta de la parroquia. Las tierras tardarían en escriturarse un poco más.

Un año después, cualquiera que parara a repostar podía ver el resultado de la herencia. Justo detrás de la gasolinera, había una casa con bombillas de colores y un cartel con letra luminosa e intermitente anunciaba: «El Edén», un buen nombre para el «santo» lugar recién construido en las tierras que pertenecieron antaño a la familia de doña Remedios.

Ay, Carmela

¡Ay, Carmela! Por fin puedo descansar.

Lo primero que hice fue pintarte las uñas de los pies. Hacía tanto que no te las pintabas, que quise hacerlo yo por última vez, para dejarte como antes, cuando nos casamos. En cuanto te veía con el estuche de los esmaltes, me sentaba en el sillón de orejas a observarte mientras limabas lentamente cada uña, levantando un polvillo blanco que manchaba el sofá y me preguntabas:

—¿Qué color me pongo hoy?

—Ese rojo pasión me encanta —decía yo embelesado.

Y ya entonces, por llevarme la contraria, elegías el rosa perla. Mira que te gustaba enfadarme. Terminada la segunda capa, agitabas los dedos del pie soplando a la vez. Era un gesto algo ridículo, porque el aire no llegaba a las uñas, pero me encantaba mirarte, hundido en el sillón de orejas.

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