Letras viajeras

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Letras viajeras
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Letras viajeras



Manuel Rico









ISBN: 978-84-15930-57-0



© Manuel Rico , 2015



© Punto de Vista Editores, 2015





http://puntodevistaeditores.com





info@puntodevistaeditores.com



Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.




Índice





El autor







Introducción







Gentes y tierras con corazón de roble







Donde termina la alta Alcarria







Caminata con Rubén Caba por tierras del Arcipreste







Visita a Bécquer en su celda de Veruela







Calaceite, Donoso y el boom latinoamericano







Corazón de roble II: de Soria a San Esteban







John Dos Passos, de Nueva York a La Mancha profunda







Con Azorín, en Riofrío de Ávila







Los foramontanos de Víctor de la Serna







La sierra del poeta olvidado: otro Madrid







Cela, la Alcarria y los más débiles







Corazón de roble III: hacia Aranda de Duero







Con Richard Ford, por tierras de Albarracín







Andersen visita Cádiz y Granada







“Horas en Córdoba”, con Azorín







Las Hurdes caminadas por Unamuno







Sarnago y la Alcarama de Abel Hernández







Viaje a la

Soria sucedida

de Gerardo Diego







Juan Goytisolo, viajero por los campos de Níjar







Verano del 62: Juan Marsé viaja al sur







Cádiz, de la sierra al mar







Por el sueño navegable de Castilla con Guerra Garrido







Richard Ford nos lleva a la Cantabria del siglo XIX







En el Café Gijón de Francisco Umbral







El Duero de Julio Llamazares I







El Duero de Julio Llamazares II







Cees Nooteboom y

El desvío a Santiago







Pessoa, guía turístico de Lisboa







Miguel de Unamuno llega a Coimbra







El canto viajero de Claudio Rodríguez







Con Mestre en el otoño de El Bierzo







Por las Hurdes con Ferres y López Salinas







Por la sierra de Ayllón con Jorge Ferrer-Vidal







En la “ciudad castellana” de Azorín







En “La isla dorada” con Miguel de Unamuno







El año en Provenza de Peter Mayle







En Trás-os-Montes, con Julio Llamazares (I)







Viajar por Soria con Antonio Machado







Por

Donde Las Hurdes se llaman Cabrera

, con Ramón Carnicer







En Trás-os-Montes, con Julio Llamazares (II)







Corazón de roble IV, de Peñaranda a Maderuelo







Por las Rías Bajas con Miguel de Unamuno







Jesús Torbado y su

Camino de plata







En León, con Gamoneda y su infancia







El autor



Manuel Rico (Madrid, 1952) es poeta, narrador y crítico literario. Licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid, ha colaborado en diversos diarios y revistas (El Mundo, El Sol, Cuadernos Hispanoamericanos, Ínsula, Letra Internacional, Mercurio, Turia…). En la actualidad, además de sus colaboraciones en revistas, ejerce la crítica de poesía en el suplemento Babelia, del diario El País. Es autor, entre otras obras, de los libros de poemas La densidad de los espejos (Premio Juan Ramón Jiménez de 1997), Donde nunca hubo ángeles (Visor, 2003), y De viejas estaciones invernales (Igitur, 2006). Una amplia selección de su obra poética se recoge en la antología Monólogo del entreacto. 100 poemas. (2007) publicada por Hiperión. Trenes en la niebla (Espasa, 2005) y Verano (Alianza, 2008) son sus últimas novelas, esta última galardonada con el Premio Ramón Gómez de la Serna 2009. Es autor del único ensayo publicado sobre la totalidad de la poesía de Manuel Vázquez Montalbán, Memoria, deseo y compasión (Mondadori, 2001) y del libro de viajes Por la sierra del agua (Gadir, 2007). Dirige la colección de poesía de Bartleby Editores y la sección de cultura del diario digital Nueva Tribuna.



Con su libro Fugitiva ciudad, obtuvo el Premio Internacional de Poesía Miguel Hernández en su edición de 2012.




Los textos que componen esta obra provienen del blog del autor “Letras viajeras”



(

http://www.eco-viajes.com/blogs/letras-viajeras/

).





Introducción



Escribió el comediógrafo belga Francis de Croisset: “La lectura es el modo de viajar de aquellos que no pueden tomar el tren”. La literatura de viajes es, en el fondo, otra forma de viajar. Aunque hayamos visitado determinados paisajes o ciudades, aunque los conozcamos a fondo por haber vivido en ellos durante un tiempo, cuando leemos un libro, o una pieza literaria en la que se cuenta el recorrido de un determinado escritor por esos lugares, volvemos a vivir nuestra experiencia. Filtrada por la mirada del escritor, enriquecida por perspectivas nuevas, que se mezclan con nuestros recuerdos, nuestra mirada y nuestra memoria hasta fundirse con la apuesta narrativa o poética del autor.



Intento recordar cuáles fueron mis primeras lecturas viajeras y me viene a la cabeza alguna de las leyendas de Bécquer. Aunque se trataba de un relato, tuvo la virtud de hacerme viajar al monasterio de Veruela, a los paisajes del Moncayo. Después leí al Unamuno de Por tierras de Portugal y de España, al Azorín de Castilla y, sin solución de continuidad, desemboqué en el Viaje a la Alcarria, de Camilo José Cela.



Recuerdo aquellos “viajes” con la imaginación en tardes de verano en mi casa familiar en un barrio periférico de Madrid. Con Unamuno, olía los bosques de la sierra de la Peña de Francia, en Salamanca, o sentía el bochorno del sol implacable de algún pueblo de Castilla al mediodía o el fresco, oloroso a cuero y a madera, de alguna casa solariega con zaguán en sombra de algún capítulo del libro de Azorín, o el frío matinal en la estación de Atocha cuando Camilo José Cela se dirigía, al amanecer, al tren de madera que habría de llevarlo a Guadalajara, primera estación de su viaje inmortal.



Eran letras viajeras, invitaciones a conocer ciudades, cordilleras, caminos, aldeas, con el poderoso instrumento de la imaginación avivada por la palabra. Después vendrían muchos libros más. Muchos viajes sin tomar el tren. A lugares que, con el paso del tiempo, pasarían de la imaginación a la realidad.



Las páginas que siguen recuperan esa experiencia, tienen algo de sedimento de mi relación con todos esos lugares. Su textos, nacidos de mi compromiso con la regularidad que requiere un blog inserto en una revista online de viajes (Eco-Viajes.com), son el fruto de sucesivas lecturas y relecturas, de reencuentros con libros que leí hace mucho tiempo y de descubrimientos inesperados, de acercamientos a libros viajeros aparecidos en los últimos años. En su escritura he caído en la cuenta de que también en géneros como la poesía y el relato hay mucho de literatura viajera, que es posible, en ambos, descubrir y degustar su proteína visitando escenarios, paisajes y localidades de la mano del narrador o del poeta de una forma nueva, imprevista: captando sus olores, sus ruidos, su música, su esencia en definitiva.

 



Todo ello (y quizá mucho más, pero eso ha de juzgarlo el lector) está en Letras viajeras. En la palabra de otros he encontrado realidades conocidas convertidas en nuevas realidades. En mi palabra, un instrumento para gozar de ellas y para transmitir ese gozo a los lectores. En eso consiste, tal vez, el misterio de la literatura. Y no sólo de la viajera. Buena lectura.





Gentes y tierras con corazón de roble



En la primavera de 2011 leí los primeros capítulos de Corazón de roble, de Ernesto Escapa, un apasionante viaje a lo largo del río Duero y sus afluentes. Desde Urbión y los campos de Soria a la urbe de Oporto. Libro denso de lectura fluida (aunque parezcan términos contradictorios) que nos acerca las gentes, los pueblos, las aldeas y la naturaleza que el Duero baña. Dada la variedad y la extensión del viaje que Escapa nos cuenta, me referiré a él en otros capítulos.



En el que ahora abordamos, es Soria, provincia en la que nace y en torno a cuya capital, como escribió Machado, “traza el Duero su curva de ballesta”, la protagonista. Ernesto Escapa entra en la ciudad de iglesias románicas y calles de soportales y sombras, visita el instituto donde don Antonio daba sus clases de francés, nos cuela en la iglesia de Santo Domingo, o en la de San Nicolás, o en la Concatedral de San Pedro y nos invita a meditar en sus interiores frescos y olorosos a incienso; desciende, caminando, hasta el río y sus extensas praderas, nos acerca a Numancia y sus ruinas, nos devuelve a la ciudad, baja de nuevo al río, hasta el mágico y dorado (dorada piedra del románico) monasterio de San Juan de Duero y nos deja paseando bajo los álamos hasta llegar a la ermita de San Saturio (“álamos del camino en la ribera / del Duero, entre San Polo y San Saturio”).



Ese viaje con las palabras a la orilla del Duero me trajo a la memoria una tarde de julio de 2008: había un cielo de nubes rizadas y viento calmo. Contemplé, a lo lejos, San Saturio con una luz especial y vi la posibilidad de atrapar el instante. Guardo como oro en paño la fotografía.



Desde este Madrid urgente y millonario de habitantes, visitar, aunque sea con la lectura, una ciudad como Soria, en la que la modernidad se posa sin que se quiebre la sensación de tiempo detenido que se respira en sus calles, en sus cafés, en sus tiendas (mercerías, papelerías, pastelerías, alguna antigua taberna), en su viejo y sabio Casino Numancia —en cuyo edificio tiene su sede la Fundación Antonio Machado y en una de cuyas salas he tenido la fortuna de leer poemas—, es una experiencia que gratifica, invita e incita. ¿A qué? Pues a tomar el coche, o el tren, o el autobús, y perderse por un par de días como poco entre sus calles centenarias para vivir la experiencia a la que el libro de Escapa nos conduce inevitablemente. Y sentir que, al menos en parte, nuestro corazón tiene algo de ese Corazón de roble cuya coronaria avanza desde Urbión a Oporto. Y que, en Soria, late alimentado por versos de Gerardo Diego, por la prosa densa e iluminadora de Gaya Nuño, por las memorias de Dionisio Ridruejo o por los poemas de García Nieto evocando Covaleda. Pero eso, Covaleda, vendrá después. Buenas tardes.





Donde termina la alta Alcarria



“Ahí, donde termina

la alta Alcarria, empieza el pino, hacen cuesta

las viñas, nacen sin esperanza

los centenos; ahí,

donde se oye sobre la piel el canto

de los grajos, está mi pueblo.

Lugar donde la noche se hace

desfiladero, sombra,

cañada...”



La pequeña ciudad se ve a los pocos kilómetros de abandonar Villaconejos de Trabaque en dirección a Priego, en la carretera provincial que llega de Guadalajara. Allí respira una palabra afilada, bruja, que ha convertido el aire, los cañones de los ríos (la Hoz de Beteta, el Estrecho de Priego) o la plaza del pueblo en raras bóvedas de templos góticos. El poeta, cuyo nombre es Diego Jesús Jiménez, duerme en el cementerio asomado a las cumbres que rodean Priego, pero su palabra está en sus libros: con ella viajamos a la orilla del Escabas, nos miramos en el espejo de sus aguas como se miran los juncos y los mimbrales, o la propia infancia del poeta, nos adentramos en los bosques donde todavía respira una naturaleza no vulnerada, avanzamos hasta Fuertescusa en busca del balneario de Solán de Cabras (un reducto del reposo y de la ensoñación en medio de pinos y roquedas), el agua nos sabe a alfarería ─ahora entiendo, tanto tiempo después, por qué Jiménez tituló la colección de poesía que dirigió en los años 70 con el nombre de Alfar─, a arcilla todavía húmeda, a barro sin cocer, a paja y a granero. Ahí está, en los poemas de La ciudad, de Coro de ánimas, de Fiesta en la oscuridad, esa sierra casi virgen que tan poco se conoce.



Pocas veces un poema nos invita a viajar como lo hace en la escritura de Diego Jesús Jiménez. Digo más: nos lleva de viaje casi en volandas por espacios que ni imaginábamos. Recuerdo cómo, hace mucho tiempo, llegué a esos parajes después de haber leído “Fiestas en Priego”, o “En el silencio”, o “Fabulación” y los viví con aún mayor intensidad que si nunca hubiera tenido entre mis manos uno de sus libros. La Fuente de los Tilos, el casco urbano de Cañamares, muy cerca de los pinares que protegen el río Escabas, Cañizares, el pueblo de Beteta, son escenarios tocados por la poesía de Jiménez de los que, tras haberlos recorrido, uno no puede apartarse durante mucho tiempo. “Casi se han convertido en templos / las azadas, / en puras herramientas del corazón”. En las vegas, en las orillas veraniegas frecuentadas por le libélula y el abejorro, en los pinares que huelen a tomillo, a hongos, a rosas silvestres, en los bosques inexcrutables que cubren las laderas (“En la oscura paciencia de los bosques”, otro poema de Jiménez), por encima de los precipicios de roca que presiden la carreteras que horadan la serranía y que conducen a Albarracín y sobrevuelan los buitres, está el lenguaje del poeta.



Pero están también las piedras, aún no devastadas y a la espera de restauración, que conforman las ruinas del Convento del Rosal, en las afueras de Priego, donde, cuando anochece, despiertan los fantasmas, los viejos monjes, los santos a los que el poeta da vida en un magnífico texto, “Ante las ruinas del Convento del Rosal”, el poema del libro Bajorrelieve con el que quedamos invitados a acudir a esa serranía tan próxima y desconocida, tan apegada a la palabra poética.



En todo caso, concluyo abriéndoos la puerta a un viaje al universo evocador del río Escabas en el poema que lleva su nombre:



“Tiene la vieja luz de los nogales,

el resplandor descalzo de los suelos sagrados

donde oscuros aromas de maderas mojadas

habitan su penumbra. Entre el olor amargo

de los mimbres aún verdes y la lluvia, teje la claridad áspera

de la higuera su perfume dormido.”





Caminata con Rubén Caba por tierras del Arcipreste



El 8 de mayo de un año indeterminado de la década de los setenta del pasado siglo (probablemente fuera en 1974, o en 1975), un escritor hoy apenas conocido, Rubén Caba, hacía noche en la villa alcarreña de Hita. Pernoctó, en la casa particular de Marta, una feligresa recomendada por el párroco (no sabemos más detalles) puesto que, según escribió el propio Caba, “el pueblo no dispone de fonda ni hay nadie que alquile habitaciones”. Al día siguiente emprendió el viaje, a pie y “en cabalgadura” (que sería en unos tramos mula en otros burro), que nos cuenta en un libro hoy inencontrable titulado Por la ruta serrana del Arcipreste (publicado en 1977 y reeditado en 1995), libro que tuvo, además, una versión previa aún más inencontrable, Salida con Juan Ruiz a probar la sierra. He comprobado, de todos modos, que la magia de Internet puede facilitar la tarea del lector/viajero al que acucie la curiosidad y el deseo de poseerlo.



Leer hoy ese libro es hacer un doble viaje: al tiempo de Juan Ruiz, a los episodios que cuenta en sus Cantigas y que discurren a comienzos del siglo XIV y, sobre todo, a la realidad de los años setenta del siglo XX en un territorio tan cercano a Madrid como poco conocido. Rubén Caba caminó y cabalgó a lo largo de más de 400 kilómetros de la mano del Arcipreste.



Así nos cuenta su salida de Hita de camino a Uceda y Torrelaguna: “Morral a cuestas, garrota en mano, pie calzado con bota caminera y el prurito de partir hacia la sierra. Con el primer sol, el lector pone proa a Taragudo, aldea que no tiene campo de fútbol ni cancha de frontón (...), sino una explanada donde los jóvenes practican el baloncesto”. De ese modo comienza, tras un pequeño capítulo descriptivo de la villa de Hita, Rubén Caba su caminata. Y así iniciamos, metiéndonos en su piel, nuestro viaje.



Un viaje que discurre, en veinticinco jornadas, por llanadas de verdes trigales, por alamedas inmensas al cruzar el puente sobre el Jarama antes de enfilar hacia la sierra, que sube por una casi desconocida carretera de montaña entre Torrelaguna y Lozoyuela (allí se mezclan jara y abismos de roca por igual), que se adentra en el valle del Lozoya y sus praderas y sus pueblos ribereños hasta llegar a Rascafría y al monasterio cartujo de El Paular ─donde evocará a un poeta olvidado y cantor de sus bosques, Enrique de Mesa─ y enfilar hacia el puerto de montaña de Malagosto hasta llegar a Sotosalbos y más tarde a Segovia para entrar en la “otra sierra del Guadarrama”, subir a la Fuenfría y llegar a San Rafael, a La Tablada, a Guadalix.... hasta volver por Torrelaguna, Valdepeñas de la Sierra, Tamajón, Cogolludo y al fin Hita. Casi un mes caminando, ¡se dice pronto!



Con la palabra de Ruben Caba nosotros caminamos también. Y sentimos bajo nuestras posaderas la grupa de la yegua Paola o del burro Chaparro. Respiramos el aire, oloroso a cerveza y a humo, de Casa Paca, lugar de las partidas de naipes de las tardes en Oteruelo, cenamos en Rascafría al arrullo de las melodías que cantan una chicas a la puerta de la fonda, conocemos a los párrocos de Sotosalbos y Rascafría, dialogamos con un ciclista británico perdido por aquellos caminos, recorremos el itinerario que, en Segovia, hacía Antonio Machado cada mañana para ir al instituto y olemos al lobo, como lo hace la yegua, entre Valdepeñas de la Sierra y Tamajón, ya de vuelta al lugar de partida.



Pero si algo nos sorprende de manera especial es ver en el libro, en el mapa que precede al relato, el nombre de una auténtica y desconocida maravilla. Se trata de las ruinas de un monasterio cisterciense casi desconocido, el monasterio de Bonaval, una celebración entre románica y gótica cercana a Tamajón y Retiendas Y, cómo no, leer términos a punto de perderse como cayada, trocha, marañal, breñas, o labores, que en la ciudad hemos olvidado del mismo modo que olvidamos las palabras que las nombran: “apriscar la yeguada”, por ejemplo. Es decir, llevarla al refugio del aprisco (otra hermosa palabra).



Terminamos el viaje deseando iniciarlo de nuevo. Y preguntándonos, al cerrar el libro, qué ha sido, más de treinta años después, de los personajes que nos han salido al paso durante los veinticinco días en que hemos acompañado a Rubén. También de Paola, la yegua, y de Chaparro el rucio. Casi nada.





Visita a Bécquer en su celda de Veruela



A Félix Romeo, in memoriam.



“Hace dos o tres días, andando a la casualidad por entre estos montes, y habiéndome alejado más de lo que acostumbro en mis paseos matinales, alcancé a descubrir, casi oculto entre las quiebras del terreno y fuera de todo camino, un pueblecillo cuya situación, por extremo pintoresca, me agradó tanto, que no pude por menos de aproximarme a él para examinarlo a mis anchas”.



Estas palabras, en las que Gustavo Adolfo Bécquer nos cuenta, al comienzo de la tercera de sus cartas Desde mi celda, su paseo matinal por los caminos de las estribaciones del Moncayo, fueron escritas desde la celda que ocupó, entre diciembre de 1863 y octubre de 1864, en el Monasterio de Veruela, una maravilla de piedra dorada del románico, nacida en el siglo XII a partir de una abadía cisterciense y perdida entre la vegetación de una de las carreteras que llevan a Vera del Moncayo. El pueblecito al que se refiere es un pequeño enclave, al pie del Moncayo, llamado Trasmoz. En las palabras de Bécquer y en el librito que en 2008 publicó la editorial Olifante, titulado Carta tercera Desde mi celda, hay una puerta que todos podemos abrir. Es la puerta a otro tiempo y a un lugar maravilloso y envolvente que es preciso visitar: la comarca del Moncayo, el propio Moncayo y, sobre