La dulce espía navarra

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LA DULCE ESPÍA NAVARRA

LA DULCE ESPÍA NAVARRA

José Luis Vélaz

Primera edición: septiembre 2020

© La dulce espía navarra

© El gran debate electoral

© Jose Luis Vélaz Negueruela.

Imagen de portada:

Tissen Vadim - stock.adobe.com.

Edita: Ulzama ediciones.

Maquetación e impresión: Ulzama Digital.

ISBN E-book: 978-84-122579-2-2

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47

La inteligencia es sublime;

el ingenio bello;

la audacia es grande y sublime.

Immanuel Kant

Salvo concretas excepciones se ha respetado la grafía de los nombres de personas, poblaciones, calles y otros lugares en consonancia con los oficiales existentes en la época a la que se refiere la obra.

La dulce espía navarra es una obra de ficción. Documentada con hechos reales y dentro de un contexto histórico se entremezclan hechos y personajes auténticos con otros de ficción; si bien, el autor ha obrado en todo momento con libertad absoluta para modificar tanto a los personajes como los detalles históricos en función del relato de ficción, resultando por todo ello imaginarios, sin que los hechos narrados tengan que corresponder con la realidad.

LA DULCE ESPÍA NAVARRA*

* La presente historia, aunque de lectura autónoma e independiente, contiene personajes y situaciones de la obra Tiempos de Bruma. El crimen de Lourdes Txiki con la que mantiene una continuidad cronológica.

1

(San Sebastián, enero de 1941)

Oscuridad.

Un vacío tenebroso.

Tras las rejas se escuchan los gritos.

Rompen el sonido del traqueteo del tren que pasa.

La cabeza le da vueltas al abrir los ojos. Reniega del nuevo día.

Siiiiiiiiiiiiuuuuuummm. El estampido de la bala rozándole la cabeza.

De nuevo el abismo, profundo, inmenso, negro, lejano se disipa.

Un beso en su espalda, una mano que la acaricia.

La voz de ultratumba le explica algo.

No comprende nada.

¡Despierta!

…/…

—¿Sabes?...

El silencio era total en el dormitorio.

—Voy a poder quedarme toda la semana…

Unas líneas horizontales de luz penetraban a través de la persiana.

—Esta tarde llegan mis amigas Ana y María José…

Julián abrió los ojos. Se perfilaban los contornos. Eran las nueve.

—Sobre las cinco de la tarde. Iré a esperarlas a la estación del Norte.

El paso rápido de un tren por Ategorrieta rompió el sosiego exterior.

—A la mañana iré de compras por la Avenida.

Alicia, la hija del general, que a su dorso lo abrazaba, desbordaba felicidad.

—¡Esto es vida!

Entre palabras besaba la tersa espalda humedecida de Julián.

—¡Ay, qué lástima que tengamos que levantarnos!

Luego le acariciaba. Ambos estaban completamente desnudos.

—¿Y tu marido?

La fina y cuidada mano de Alicia se acercaba cada vez más al aparato genital. Hasta que llegó insolente.

—Está de maniobras, en el Pardo. Toda la semana.

Julián Echániz se echó a reír por las caricias, ella también. Se dio la vuelta, besó a la mujer y se levantó de un salto.

—Ahora no podemos.

Antes de levantar la persiana, de forma intuitiva, como medida de precaución, miró por la rendija al jardín exterior. Luego entraron con fuerza los rayos solares que procedían del este, entre huecos que dejaban los oscuros nubarrones, filtrados por las elegantes cortinas de blanco satén.

Alicia había apartado con el pie la sábana y de costado, apoyando el codo sobre la almohada y la cabeza sobre su mano, con la sedosa larga melena de suaves ondulaciones de color caoba recorriendo, como el agua de un manantial, el curso del bello perfil hasta desembocar sobre la tierna palidez de su pecho; miraba, con pícara sonrisa, el esbelto cuerpo desnudo de Julián a través de esos ojos rasgados marrones que, ahora, con el reflejo del sol brillaban, poseyéndolo.

—Muuua. —Alicia juntó sus labios carnosos imitando el sonido de un beso.

Julián volvió a sonreír, moviendo la cabeza de lado a lado.

Mientras se duchaba recordó la última vez en el hotel de Madrid, justo antes de conocer a Marie. Su enorme salacidad, prometida y a pocas fechas de casarse. Sonrió. Desde entonces no había vuelto a coincidir con Alicia. Esta noche había sido parecida. Cuatro o cinco veces, ya ni lo recordaba. Apenas había podido dormir. Luego sueños extraños. Se estaban haciendo demasiado habituales.

Se afeitó. Se aplicó una loción con suaves palmadas. Después se engominó el cabello negro mojado y salió del baño, toalla por la cintura, dejando tras él un espeso halo de condensación. Del salón procedía aún el aroma de la leña quemada en la chimenea la noche anterior; frente a la cual, en una mesa acristalada de centro, quedaban los restos del champán sobre un par de copas pompadour, y sobre la alfombra de pelo alto algunas prendas, despojadas con la furia de la pasión mientras los troncos crepitaban entre el ardor de las llamas.

Alicia sonriendo lo contemplaba satisfecha mientras él terminaba de vestirse frente a la cómoda del dormitorio. Un traje azul oscuro, camisa blanca y fina corbata del mismo tono que el traje. La pistola, una Browning FN, que siempre llevaba con cariño pues había pertenecido a su padre, se la colocó a la espalda, sujeta por el cinturón. Se calzó y cogió el sombrero, luego la gabardina beis se la colgó bien doblada sobre el antebrazo. En realidad ella, la mimada hija del general, no sabía nada de él. De un agente secreto del régimen, o lo que fuera, era mejor no saber nada, pero en realidad eso le importaba un comino. Desde niña había logrado conseguir todos sus caprichos. Por encima de todo. Y esta relación con aquel hombre tenía dos ingredientes que la estimulaban al máximo: su seductor atractivo y el secretismo en el que se envolvía.

Antes de despedirse miró a la mujer descubierta por la sábana, totalmente desnuda, que con el dedo índice lo atraía, insinuando que se acercara. Así lo hizo. Ella mirándolo fijamente con una traviesa sonrisa descarada le tomó de la corbata obligando que Julián se inclinara, haciendo que sus claros ojos azules relucieran al incidir en el rayo de luz matinal que iluminaba la escena. Se besaron. Entonces Julián sintió que una mano magreaba su masculinidad. Se apartó con una carcajada nerviosa, observando el rostro con expresión lasciva de la mujer y su cuerpo lozano y se volvió a excusar. Era un verdadero suplicio para él, pero tenía mucha prisa y una misión que cumplir.

Aún, cuando cruzaba el umbral de la puerta del dormitorio pudo escuchar que ella decía:

—Eres mi pequeño vicio. Verdaderamente adictivo para mí.

Luego le lanzó un beso con la mano y los labios extendidos. Él sonrió.

2

Algo sintió antes de subir a su apartamento, cercano a la playa de Gros, en la calle del Doctor Claudio Delgado de la capital donostiarra. Subió despacio hasta el quinto piso mirando por el hueco abierto de un ascensor que no existía. Con la mano agarraba la culata de la pistola, sujeta entre el cinturón a su espalda, lista para actuar. Oyó pasos. Se detuvo. De pronto sobrevino el ruido de un aguacero pegando con fuerza en el lucero a lo alto de la escalera. Un hombre que no conocía, de edad provecta, bajaba lentamente. Se saludaron. Al llegar a su piso, en el descansillo de las manos A y B, se paró inquieto. La cerradura había sido manipulada. Sacó el revólver y de un puntapié suave la puerta se abrió. Las luces del interior se hallaban encendidas, la ropa y demás efectos de los cajones y armarios esparcidos por el suelo. Registró todos los recovecos, arma en mano. Nadie. No había nadie. Miró hacia el techo y lanzó un juramento, en voz baja.

Desde la misma gasolinera de la avenida de Navarra pudo llamar a Philippe Blanchard. El reloj del frontis de la estación de servicio marcaba las diez y diez. Quedaron en verse a la tarde, a las cinco, en el anfiteatro del Teatro Bellas Artes de la calle Urbieta. Antes tenía que cumplir una pequeña misión. Era de las fáciles. Sin uso de las armas y, en principio, sin especial peligrosidad, aunque eso nunca se sabía. Pero esa era su vida. «La vida o es aventura o no es nada», solía decir y también sabía que era, en esos tiempos de bruma, por lo general, de corta duración, así que cada minuto lo vivía intensamente.

Era un día típico de invierno, desapacible, las nubes circulaban con prisa, algunas dejaban chubascos y tras su paso volvía el azul luminoso al cielo. La mar de fondo del noroeste azotaba con fiereza el litoral aumentada por olas encrespadas del viento del oeste que rugía con fuerza. Las campanas de la iglesia del Corazón de María repicaban y algunas ancianas vestidas de negro riguroso subían apresuradas las escaleras que daban acceso al interior de la parroquia para asistir a los oficios religiosos. Guarecida del tiempo inclemente, en un recoveco, a lo alto de la escalinata, sentada en un escalón, ante el portón principal, la Domi, una mujer bien conocida por aquella zona, también cubierta de la cabeza a los pies por invariables atavíos negros; como cada día, esperaba paciente la caridad de algún alma generosa, unas monedas que la ayudaran para alguna comida. Al pasar frente a la puerta del colegio de los padres claretianos colindante, que Julián conocía muy bien de sus años escolares, anteriores a la tragedia de su familia, el griterío de la chiquillería procedente del patio delataba la hora del recreo. Cerca de la entrada, en una esquina protegida, la cestera aprovechaba que en ese momento del recreo no llovía para extender sobre la pulcra funda de blanco algodón de su cesta ambulante, colocada sobre un par de caballetes, las chucherías que algunos niños afortunados plantados ante tanta golosina —regalices, caramelos, matigotxo, pipas y un largo etcétera—, se esforzaban en pensar en qué gastar las perras gordas o chicas de la paga que guardaban con ahínco en sus puños cerrados, puños que, en el caso de los más favorecidos, encerraban una moneda de 25 céntimos de peseta. Esta última, también conocida como un real, algunos la preferían conservar para hacer de tope en el extremo de la cuerda, a través de su agujero central, y facilitar el lanzamiento de la peonza o de la chiva, como así se llamaba en la capital donostiarra.

 

En la curva, tras el colegio, hacia el barrio de Sagüés, las ráfagas de viento se incrementaban a expensas de su orografía, por lo que Julián tuvo que sujetarse el sombrero. Un poco antes de llegar al frontón donde dos parejas de chavales jugaban a pelota a mano como si les fuera la vida, Julián miró su reloj de pulsera. Todavía faltaban veintidós minutos para la cita, así que aprovechó para entrar en la panadería de al lado a comprar un bollo de leche y azúcar con chocolate como todo desayuno. Luego, mientras se lo comía, dejando correr el tiempo, se quedó observando el partido: ¡Zas! ¡Cras! El agudo sonido de la dura pelota de kiski al golpear contra la pared destacaba entremezclado con el rugido del viento y los airados gritos de los pelotaris de manos inflamadas y dedos esparadrapados.

Doce minutos antes de la hora prevista para la entrega se desplazó hacia el Monpás. El pequeño barrio de Sagüés estaba desierto. Un barrio de extendida mala fama por aquel entonces, como ajeno a la bella ciudad, de casas pobres alrededor del matadero de Cemoriya, con gentes marginadas llegadas al albur del posible trabajo en las nuevas obras que se anunciaban, y con alguna ramera barata. Por la calle no andaba un alma. Solo se oía al viento rugir y el estallido de las olas al romper. Algunas, al chocar contra las rocas, ascendían varios metros por encima en una vista espectacular. Era la segunda vez que lo mandaban a recoger la información que Charlie le debía entregar. Un nombre en clave que no decía nada de alguien que no era nadie. Las pocas palabras que se habían tenido que cruzar la primera vez, habían revelado el fuerte acento francés de su contacto. Era una labor que a él no le correspondía como hombre de acción ejecutora pero quien lo venía haciendo había sido detenido y aparecido muerto, flotando en el Urumea, pocos días después. Desde entonces esa información había sido entregaba por Charlie y recogida por Julián y, en este caso, como había ocurrido en el anterior, el lugar elegido estaba en las abruptas rocas al fondo del Monpás. Un lugar muy peligroso de por sí en los días en que azotaba el temporal.

Conforme dejaba las últimas viviendas de Sagués y avanzaba con el mar a su izquierda y la falda del monte Ulía a su derecha, entre la bruma mezclada con el aire húmedo y salino expandido por los rociones de las olas pudo entrever las figuras de dos hombres con largos abrigos oscuros, cubiertos con sombreros, calados hasta la frente, que se sujetaban con una mano enguantada mientras la otra, uno la mantenía en un bolsillo y el otro entre la abertura del abrigo. Julián tomó la culata de su pistola con el dedo preparado en el gatillo, manteniéndola a su espalda. El ruido del viento y el océano rompiendo contra la costa era ensordecedor. «Es extraño encontrarse esta mañana con alguien por aquí», pensó. El cerebro de Julián entrenado para la acción mantenía los ojos pendientes del mínimo movimiento de las manos de los hombres que ya se encontraban a escasos metros por delante de él. Desde que había divisado sus figuras viniendo del lugar al que él se dirigía había ido escorándose hacia su izquierda, por donde venía el viento, para que ellos pasaran por su derecha, pues como en el mar, siempre era mejor tener el viento a favor.

No se miraron al cruzarse, o eso parecía porque Julián lo hizo de reojo pero sin poder ver los rostros de esos hombres, ocultos por los sombreros y las manos que los sujetaban sobre sus cabezas y los cuellos de los abrigos levantados. Lo peor venía después. Al quedarse de espaldas. El ruido ambiental inhabilitaba cualquier otro sonido. Por eso, sin dejar de sujetar la pistola, Julián se detuvo cara al océano, vigilando de soslayo, hasta que los hombres se hubieron alejado lo suficiente, luego prosiguió su camino. Era imposible cruzar el escabroso sendero por entre las rocas, sobre las que chocaba el mar con enorme violencia, para llegar al punto en el que se habían encontrado la vez anterior. Las olas lo sobrepasaban a menudo muy por encima arrastrando hacia el abismo con gran fuerza cuanto atrapaban. A Julián, en ese momento, le vinieron a su memoria siniestras imágenes, recordando su niñez, cuando desde las aulas del colegio, alguien señalaba algún cadáver flotando en aquel mar enfurecido y luego salían raudos para ver más de cerca los intentos por recuperar los cuerpos de los ahogados.

Llegó al límite del que no era posible pasar. Los rociones y el aire acuoso mojaban su gabardina beis. Era la hora de la cita y su contacto no aparecía. Esperó unos minutos, intranquilo. Resultaba muy extraño. Allí no podría seguir mucho más. La marea estaba subiendo y pronto aquella zona estaría absolutamente cubierta por la pleamar. De repente, de entre las rocas, vio emerger el cuerpo sin vida de una persona. Se acercó lo máximo posible al precipicio. Era muy fácil resbalarse. En un descuido una ola le pasó de refilón haciéndole perder el equilibrio asiéndose como pudo al primer agarre que encontró. Abajo, con los duros embates, el cuerpo sin vida era golpeado sin piedad contra las rocas, luego era absorbido hasta que nuevamente aparecía entre la blanca espuma. Flotaba como un títere al son del mar con la cabeza sumergida hacia abajo. Pero él nada podía hacer. «¿Será Charlie?», se preguntó. «¿Un accidente?». «¿Lo habrán matado los hombres que acaban de pasar?». «Y, en ese caso, ¿por qué no entraba yo en el mismo lote? ¿Por qué me dejan seguir vivo?». Demasiadas preguntas sin respuesta. Miró a su alrededor. No había nadie. Una ola gigantesca y peligrosa se acercaba con enorme rapidez hacia la costa. Era cuestión de segundos. También de vida y muerte. Debía salir de inmediato. Con gran esfuerzo y agilidad se precipitó en busca de la salvación. Casi sin aliento, agazapado, apenas pudo zafarse por centímetros de verse arrollado por el descomunal embate. Desde el suelo pudo ver aquella ola, tan terrible como majestuosa, ascendiendo a la altura de un cuarto piso, que se abalanzaba junto a él. Al caer violenta e indómita, cerró los ojos y respiró profundamente. Luego se reincorporó. Con un pañuelo se vendó la mano izquierda ensangrentada por los cortes del roce con las rocas y se fue.

3

Sacó una entrada sin enterarse de la película que proyectaban. Le dijeron que eran dos en sesión continua. A esa hora las entradas no eran numeradas. Se excusó del acomodador, a quien, no obstante, le dio una propina. Había pocos espectadores esparcidos por las primeras filas y alguna pareja en las del medio. En la última, en el mismo sitio que las veces anteriores, conforme subía los escalones entre la penumbra, pudo percibir la solitaria silueta de Blanchard. A la derecha del pasillo central.

—Malas noticias. No traigo nada —dijo Julián, en un leve cuchicheo.

—¿Nada?

—Charlie no estaba allí. Al menos vivo. En el mar, flotando sin vida, he visto el cuerpo de un hombre. No puedo asegurar que fuera él, pero es probable... Cuando llegaba al lugar de la cita me he topado con dos hombres que volvían de allí.

—¿Podrías identificarlos?

—No. No dejaban ver sus rostros.

—¡Maldición!

—Eso no es todo. Como le he adelantado esta mañana, estoy quemado. Han detectado mi escondrijo.

Julián miró al señor Blanchard. Siempre había confiado en él, desde que trabajando en el hotel de Londres y de Inglaterra le hubiera conocido. De hecho por eso, cuando se lo pidió, había entrado a trabajar para la red británica, donde colaboraban ellos, los franceses del extinto Deuxième Bureau en la capital donostiarra. Por eso, y por el buen dinero que obtenía que le había permitido dejar el pluriempleo. Su destreza en el tiro, que bien había demostrado en torneos del monte Ulía, y la que tenía en el uso de las lenguas, francesa e inglesa, amén de su facilidad para las relaciones sociales, en especial con las damas, había hecho, pues, fuera captado y pronto destacado como uno de los espías más sobresalientes de la red en España. Y eso lo conocían bien en la Embajada británica en Madrid y en el MI6, ni qué decir tiene lo apreciado que era para Mr. Goodman, más conocido en la red con el apelativo Cabeza de Ajo, el cónsul británico en San Sebastián.

—Hay que hacer algo. Rápido —volvió a decir.

—Sí. Pero quién o quiénes están detrás —se preguntó Blanchard. Apoyaba ambos codos en los brazos de su asiento, con las manos entrelazadas y la mandíbula sobre las mismas, mientras miraba sin ver la pantalla. En ese momento John Wayne, pañuelo al cuello, chaleco de cuero, sombrero calado hasta los ojos y un rifle, amenazaba a un piel roja para que se fuera por donde había venido.

—Desde que el subinspector Márquez sustituyó al fallecido Veramendi está ejerciendo presión sobre las redes extranjeras —añadió Blanchard.

—Creo que es cosa de la red nazi de Bilbao.

—¿Martincho? —El capitán Georg Helmut Lang, alias Emilio Martincho, desde su sede en el hotel Excelsior de la calle Hurtado de Amézaga de Bilbao, propiedad del nazi Otto Messner, ejercía un férreo control sobre la red británica en la zona, en especial desde el rescate de Julián en Pancorbo y sobre todo tras la fuga de Marie Etchepare—. Podría ser. No lo sé… En cualquier caso, ahora, la Abwehr, la Gestapo y la policía franquista, en España, están muy unidas —alegaba Blanchard como si lo hiciera para sí.

—Márquez se encuentra muy a gusto y a menudo en la sede del partido nacionalsocialista alemán de esta ciudad. Tienen gran influencia con él —señaló Julián.

—Sí claro, en el fondo Paul Winzer adiestra a la policía española y a su vez tiene barra libre para que la Gestapo persiga a quien desee en este país.

—Y Winzer viene bastante a menudo a San Sebastián teniendo mucha relación con Beissel y otros del partido nazi en la ciudad.

—Hay que pensar algo. Nos reuniremos el jueves en mi casa a las cinco de la tarde. No faltes… Toma este sobre, dentro tienes una llave y una nueva dirección para alojarte de manera provisional.

—De acuerdo, pero de momento, estos días, creo que seguiré en la casa de una amiga, en Ategorrieta.

—Ten cuidado —advirtió el señor Blanchard.

En ese momento unos impactantes disparos resonaron por toda la concavidad del teatro seguidos por los sobrecogedores mugidos de las reses, en el caos de una estampida provocada, procedentes de la película, cortando la conversación y haciendo que ambos se sumergieran por unos instantes en la misma.

—Me gustan este tipo de filmes —dijo Blanchard, que aún mantenía el mentón sobre sus manos cruzadas, con una sonrisa.

Julián se volvió hacia él, inquieto, como vigilante de que no hubiera nadie más a su alrededor, antes de decir con un ligero susurro:

—Creo que tenemos un topo.

—¿Cómo?

—Sí. Algún infiltrado.

—¿Por qué dices eso?

—Son muchas cosas. Samu flotando en el Urumea. Mi apartamento, que se suponía absolutamente secreto, descubierto y saqueado. Ahora Charlie. El próximo seré yo. Lo que no comprendo es por qué me están prorrogando la vida.

—¿Qué insinúas?

—¿Acaso no se da cuenta? Si no se hace algo rápido la red saltará por los aires en breve. Y esto viene de antes. ¿Cómo pudo desbaratarse la operación Gavilán en Madrid contra el ministro de Franco?

—Antes pensábamos que se trataba de Marie.

 

—Pero luego resultó ser la artífice del asalto del desfiladero de Pancorbo para salvarme la vida…, aun a costa de la suya propia. Al final tuvo que salir huyendo ¿No resulta muy contradictorio?

—Es cierto. El enigma de Marie Etchepare nos persigue. Sin embargo, tenemos información de que colaboraba con la Abwehr y, a su través, luego con Martincho y la Gestapo. Nos la endosaron en una operación de contraespionaje. Quizá algo hizo que cambiara o… ¿acaso todo correspondía a un plan predeterminado?...

Blanchard miró al perfil del joven levemente iluminado por los tonos grises que reflejaba la pantalla y a continuación hizo una pregunta muy directa:

—¿Hubo algo entre vosotros dos en Madrid?

Un silencio, quizá demasiado largo, se produjo. De fondo se oían algunos diálogos de la película. Blanchard, seguía manteniendo su directa mirada incisiva.

—¿Lo hubo? Eso explicaría, quizá, algunas cosas. Dos personas, extremadamente atractivas, viviendo juntas en la misma morada en momentos tan intensos y… todos conocemos tus dotes seductoras.

—No. No hubo nada.

—No sé. Mmmm. También está el misterio de la muerte en la fábrica abandonada de Zarauz. Ramón Ubarrechena se llamaba. Ahora sabemos que pertenecía a la red del capitán Lang en Bilbao.

Fue Julián el que entonces miró a la silueta de Blanchard que recogía su abrigo, el paraguas y su sombrero para salir.

—Lástima —dijo Blanchard refiriéndose a la película—. Debo irme. Puedes quedarte a ver cómo termina. En cualquier caso aguarda un rato antes de salir.

Al borde del pasillo se puso el abrigo y el sombrero, entonces se agachó hacia Julián y añadió:

—Todos esos enigmas están unidos, pero todavía hay cosas que no conocemos… Recuerda. El jueves a las cinco en mi casa. Te espera una nueva misión.