Rana de arena

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Rana de arena
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Hoyos García, David

Rana de arena / David Hoyos García. – Medellín: Editorial EAFIT, 2020 170 p.; 21 cm. -- (Letra x letra).

ISBN: 978-958-720-714-9

ISBN: 978-958-720-715-6 (versión EPUB)

1. Saint Louis (Senegal) – Descripciones y Viajes. I. Tít. II. Serie

966.3 cd 23 ed.

H867

Universidad EAFIT – Centro Cultural Biblioteca Luis Echavarría

Rana de arena

Libro de viaje

Primera edición: julio de 2021

© David Hoyos García

© Editorial EAFIT

Carrera 49 No. 7 Sur-50

Tel. 261 95 23, Medellín

http://www.eafit.edu.co/editorial

https://editorial.eafit.edu.co/index.php/editorial

Correo electrónico: fonedit@eafit.edu.co

ISBN: 978-958-720-714-9

ISBN: 978-958-720-715-6 (versión EPUB)

Coordinación editorial: Carmiña Cadavid Cano

Diseño y diagramación: Alina Giraldo Yepes

Imagen de carátula: Dibujo en apuntes de libreta de viaje, visita a San José del Guaviare (2021). Tobías Arboleda, artista plástico (ilustrador), realizador audiovisual y músico.

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la editorial.

Universidad EAFIT | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad: Decreto Número 759, del 6 de mayo de 1971, de la Presidencia de la República de Colombia. Reconocimiento personería jurídica: Número 75, del 28 de junio de 1960, expedida por la Gobernación de Antioquia. Acreditada institucionalmente por el Ministerio de Educación Nacional hasta el 2026, mediante Resolución 2158, emitida el 13 de febrero de 2018.

Editado en Medellín, Colombia

Diseño epub: Hipertexto – Netizen Digital Solutions

A Pilar

Le désert lui-même a pris un sens, on l’a surchargé de poésie. Pour toutes les raisons du monde, c’est un lieu consacré. Albert Camus, L’été

Dakar

El guardia revisó mi pasaporte y me miró desconfiado al tiempo que pronunciaba: “Co-lom-bia”. Recorrió sus páginas lentamente y observó los sellos de viajes anteriores.

—¿Por qué viaja tanto? –me preguntó en un francés impecable– ¿Qué tipo de cosas transporta usted? –continuó.

A pesar de estar acostumbrado a este tipo de preguntas en los aeropuertos, no podía ocultar mi angustia: me sentía completamente extranjero, pero en el sentido más amplio que tiene la misma palabra en francés, étranger, extranjero y extraño, minúsculo de alguna forma. El guardia me indicó que lo acompañara y me llevó por unos pasillos largos mientras disponía de mi pasaporte en su mano derecha y yo le preguntaba si todo estaba en orden. Después de guardar silencio, me dijo que me sentara en una silla de madera revejida, junto a otro pasajero. Casi media hora pasó cuando otro guardia, de unos dos metros de estatura, me dijo que entrara a una sala con mis pertenencias. El otro hombre permaneció a la espera. Dentro de la sala el guardia que me invitó a pasar (leí Modou en su chapa de identificación policial) junto con otro, Cheikh, me pidieron que colocara todo lo que traía sobre la mesa al mismo tiempo que me preguntaban de dónde venía, por qué viajaba, qué me traía a Senegal, por qué lo hacía solo; y si algo he aprendido con los años es que en las aduanas hay que mantener la calma, hablar muy despacio, tratar con muchísimo respeto al guardia y mirarlo a los ojos, tal vez aprecien un aire de sinceridad. Modou y Cheikh revisaron minuciosamente todo lo que traía en mi mochila de viajero, los sánduches, el agua y una botellita de vino que la azafata me había ofrecido en el avión de AirFrance. Cheikh me pidió luego que me quitara la ropa y así lo hice, lentamente, hasta quedar desnudo. Ellos revisaron cada doblez y me pidieron que hiciera una sentadilla para ver si dejaba caer algún objeto que estuviera aprisionado entre mis nalgas. Luego, hicieron un par de llamadas pero no entendí lo que decían: hablaban en wolof. Modou me pidió que me vistiera de nuevo y que guardara mis pertenencias en la mochila. Así lo hice. Ambos guardias salieron del cuarto, Cheikh con mi pasaporte en su mano, y me dejaron allí. Cerré mis ojos y me puse a respirar profundo, todavía de pie, hasta que unos diez minutos después me pidieron que saliera y tomara asiento al lado de la persona que esperaba su turno. En esos momentos es muy difícil socializar, pues los miedos están a flor de piel, sin embargo, me preguntó que de dónde venía y le dije que de Montreal. Él me dijo que era de Beirut, infelizmente su pasaporte tampoco era bienvenido. Hubiera querido hablar más con él, pero Modou lo invitó a pasar al cuarto donde minutos antes yo había estado. En eso llegó Cheikh y me entregó mi pasaporte.

—Todo en orden –me dijo–. Puede irse, pero déjeme esa botellita de vino. Se la entregué sonriéndole y él sonrió también.

Recorrí los pasillos de ese aeropuerto ya vacío, con la sensación del sudor en mi piel y cargando doce kilos en mi espalda. Hasta que arribé a la zona de recepción de pasajeros internacionales. Había algunas personas ahí, y una de ellas se acercó a mí, me abrazó eufórico y, sin maliciar, hice lo mismo, “Mustapha, ¿eres tú?, fue largo el viaje…”, le dije en mi francés andino. Le entregué una bolsa con los sánduches y el agua. Me hizo señas de que lo siguiera y así hice, traspasamos unas barras que separaban el corredor de la sala de espera y ya había andado unos treinta metros cuando de repente escuché mi nombre a lo lejos: el verdadero Mustapha me gritaba y yo me vi en medio de los dos mientras intercambiaban miradas de desprecio, como dos leones indomables. El verdadero Mustapha me llamó también con mi apellido, me dijo que trabajaba para Syto, que me estaba esperando hacía dos horas. Traía consigo una bandera de Quebec. Le creí. Tomé en mis manos la escarapela del otro Mustapha y vi que su foto no coincidía con su rostro. Luego, pidió disculpas y se marchó con mi bolsa de sánduches y el agua. Lo vi perderse en el horizonte del estacionamiento del aeropuerto. El verdadero Mustapha me abrazó. Quise besar la tierra y besarlo a él. Todo mi cansancio, el tiempo de espera, la escala en París me hacían desfallecer, y solo quería llorar y revolcarme en la arena del desierto como lo hacen las ranas.

Era de noche cuando me instalaron en un hotel desde donde podía sentir una explosión de olores: el de la mar, el de la sal y el del sudor, y también el de los dobleces de mi piel. Me llevaron al cuarto una fataya que me comí en la mayor de las lentitudes.

Soñé tranquilo.

Dakar a las siete de la mañana tiene un color especial, el de la piel africana.

Baño de agua fría.

Bajé las escalas del hotel con mi mochila en las espaldas. Mustapha me esperaba. Me dijo que el camino era largo, que si quería podía dormir en el auto.

Tomamos la ruta hacia el norte. No puse ningún filtro a todo lo que vi: calles de arena, baobabs como los de Le Petit Prince, mangos y ñames. Niños corriendo por la calle, mujeres de cuello largo, dentaduras perfectas, un pequeño mirar a un pedazo de Atlántico: piraguas coloridas apiñadas en la playa, olor a mariscos y a pescado seco. Un caballo que cojea solitario, viejos autos que se corroen en la arena olvidados al borde de la ruta, un dromedario arrancando hojas de un árbol, un rebaño de cabras que siguen el sentido contrario a la dirección de este sol ecuatorial. La luz resalta colores. Ocre al fondo, marrón a mi derecha, naranja a mis espaldas.

Horizonte

En este país de arena el horizonte es el referente por excelencia. Cuando amanece, percibo una leve oscuridad que le deja su lugar al cielo azul. Con el calor del principio de la tarde, concibo que no es posible observar más allá sin sufrir una alucinación que hace que se pierda el foco de mis ojos, y que me da una idea de hombres que vienen a mí, pero que no son más que sombras: es la reverberación del desierto.

Al fin de la tarde, la arena se hace un polvo dulce que se desliza entre los dedos de las manos, o que se deja llevar por el viento para ocupar otro lugar en el mundo. Atrás quedó la imagen de la tierra dura, la tierra abismal del mediodía, los médanos, las colinas de dunas: lo que puede ver un extranjero en Marengo cuando se entera de la muerte de su madre. Antes de llegar la noche, ese horizonte es el espejo de un sol que raya y que se marcha con su calor y, cuando está oscuro, tierra y firmamento se confunden.

Viento


Cuando el sol se oculta, un viento frío comienza a atravesar el desierto. Creo que me dice algo: los cantos de una mezquita que llama a Isha, un instrumento de cuerda, un cacareo o un maullido en una aldea lejana. Solo cuando el viento para, puedo, tal vez, escuchar la voz de algunos hombres que, más cerca de mí, deambulan en la oscuridad, parejas que acaban de disfrutar de sus sexos, ranas que saltan a mis pies. De repente, el silencio se posa sobre Saint-Louis, el viento de la noche y un manto frío de misterio traen el sueño a los niños, a las mujeres que hacían sus cábalas, a los hombres que oraban arrodillados y pronunciaban los noventa y nueve nombres de Allah.

 

Desierto

Al recorrer las calles de Ndar, calles de arena, pienso que encontraré la mar en breve, pero el horizonte no me señala más que un desierto. El olor a sal también me engaña. No sé cómo diferenciar el olor de la arena de la playa y el de la arena del desierto. Por estas calles, en las que el sol arrecia perpendicular y en las que la sombra es escasa, camino con una foto en mi bolsillo para que siempre sea fácil encontrarla.

Los pies

Cuando camino por las calles de arena, tengo una fuerte tendencia a mirar hacia abajo. No para ocultarme de las miradas, tampoco en señal de vergüenza, ni mucho menos para encorvarme hacia el pequeño abismo de una acera: lo hago para mirar los pies. Guardo especial interés por aquellos que están descubiertos en parte o desnudos por completo, aquellos a los que se les puedan apreciar sus formas y en los cuales pueda detenerme por un instante. Los que llevan zapatos me interesan poco.

Algunos niños tienen los pies demasiado grandes, sobre todo los talibés, que van por la calle pidiendo dinero. Sus pies, siempre descalzos, están llenos de la arena del desierto que se cuela entre dedo y dedo o detrás del tobillo, incluso sobre el empeine.

Imagino la textura de sus plantas: debatiéndose en la ambigüedad de ser callosas y suaves al mismo tiempo.

Las mujeres usan sandalias. Puedo observar sus pies tan estilizados como sus figuras, tan delicados como cada una de sus formas. Sus brazos y manos también lo son. Al igual que en su rostro, hay en los pies algunas tonalidades que me dan indicio de una marcha bajo la sombra de un baobab o sobre las dunas del desierto. Sus uñas están pintadas de rojo o de marrón. Las marcas, algunas indelebles, dan la idea de pertenencia, o bien, y por qué no, alguna señal ceremonial que se borra con el tiempo, las noches o en el momento del amor.

Lo que no dudo es que todos estos pies saben caminar en la arena. Ni sus pasos ni sus posturas se pierden al pisar sobre ella como sí me ocurre a mí. Sus pies, como si se tratara de magníficas formas deslizables, no tienen secretos.

Los pies de Marietou son de una adolescente: tan largos, y apenas definidos, buscan su lugar en la tierra. A veces son torpes, pero ellos no lo saben. Se confunden, no están al tanto de cuál debe ir primero, si el izquierdo o el derecho, no saben tampoco calzarse, ni mucho menos seducir: son aún neófitos.

La piel de los pies de alguna mujer que veo pasar cuando me siento en la acera contrasta con las sandalias amarillas que lleva puestas. Entiende que el color amarillo le da más vida, y también al pequeño anillo que abraza su índice derecho. Mi mirada se hace atrevida cuando no solo miro sus pies, sino también el compás de sus rodillas y la cadencia de sus caderas.

El agua y la sed

Mis ojos se abrieron hoy a las siete de la mañana. Aunque no quería mantenerlos así y aunque una forma de atracción a la cama hacía lo posible por conservarme horizontal, la sed no tuvo piedad. Necesitaba saciarla y, en esa condición, medio dormido y a tientas, en la oscuridad de mi cuarto, quise encontrar agua. Mis manos torpes y también adormecidas movieron la mesa en la que suelo tener dos botellas plásticas, ambas cayeron al piso, pero nada se derramó…, nada se perdió…, estaban vacías, solo un ruido en el silencio agitó el espacio.

Es terrible tener sed y no tener el agua cerca. Es terrible cuando la sed se convierte también en la necesidad de tener lo añorado. La voluntad de permanecer dormido se esfumó y mi objetivo se concentró en conseguir agua.

Aquí en Senegal ocurre que durante la sequía el agua se vuelve tan escasa y apreciada, tan insuficiente e inalcanzable, que ni el sereno ni la brisa que aparecen con el fin de la tarde logran enfriar el espíritu. Es conveniente traer a la memoria un recuerdo, una imagen o un sueño del agua en la boca o del agua que se derrama por el cuerpo para distraer la sed.

En casa había un chorrito exiguo, que apenas podía humectar las yemas de los dedos. Con mucha paciencia llené las botellas que habían caído de la mesa. Todos dormían. Mientras esperaba que se despertaran, escribía. Bebí.

Sin embargo, aún tengo sed.

Una semana

Soy microscópico: las madrugadas y las tardes, el sol y las nubes, el viento sereno de la noche, la oscuridad reinante y, sobre todo, las personas que están aquí conmigo, con las cuales comparto, con quienes observo el pasar de los días, y cuyos códigos apenas asimilo y respeto, me hacen sentir minúsculo.

Ha pasado una semana. Ya he vivido mucho, sentido mucho (si mi sentir no es solo lo que percibe mi piel), pero no lo suficiente. Tomé una pausa para pensar sobre eso, para poder observarme y entender que el tiempo es preciado, la compañía es preciada, como es preciado recordarla… Todo tiempo que podamos aprovechar juntos será preciado, será un tesoro, porque ese es el momento más importante.

Muy temprano, aún durmiendo, se dibujan en mis sueños las voces de la mezquita que anuncian que el día está comenzando. La arena de las calles, que es también la arena del desierto, permite al sol reflejarse y entrar por todas partes, absorber el espacio. Me hace cerrar los ojos y ocultarme tras la sombra de una columna, sentarme en una acera o también entrar en mí. Ese mismo sol es el que más tarde se oculta por el oeste en un viaje silencioso y cadencioso hacia el otro lado del Atlántico, digamos Colombia, para alegrar con sus rayos las montañas, las costas, las selvas y los llanos. A ese sol lo despido despacio y le deseo siempre un buen regreso, aunque sé que mi voz solo será una de las tantas que él escuchará en ese preciso momento.

Todavía no es tiempo de lluvia. He escuchado que puede venir al comienzo de agosto. Me encantaría tenerla hoy aquí conmigo para descubrir su olor, para que en cualquier momento y en cualquier lugar me sorprenda con sus gotas, que mis pestañas se sumerjan por completo en ella.

Solsticio

Recuerdo que hace cinco años caminaba por las calles de Narvik para poder ver el solsticio, el verdadero día en el que el sol no se oculta y en el que el día dura todo el día. Hubo rastro de un amanecer que era también un atardecer, simplemente porque el sol siempre estuvo allí. Aquellos días en Noruega me marcaron porque, a pesar de que ya no nevaba, había una cobija blanca que ocultaba el verdor de los prados y luego los árboles, y las flores salieron en una primavera tan efímera como un recuerdo de sí misma. Viendo todo eso yo me preguntaba qué era un verano. En ningún momento pensé que otros solsticios me sorprenderían luego en México, en Canadá o aquí en Senegal.

Solo la noche oculta el sol en Senegal. Hoy no hay nubes que puedan disimularlo por un instante, no hay una lluvia que pueda encubrirlo sencillamente porque no es momento para ello. El sol, omnipresente, reina sobre los hábitos. En la mañana, observa a los niños salir hacia sus escuelas, y a las mujeres mezclar los granos para el alimento. Al mediodía, cuando es más fuerte, hace que nos ocultemos en casa para adormecernos; en la tarde, inicia su caída para comenzar a ocultarse tras la mar, y deja la frescura y la oscuridad del inicio de la noche.

Hoy, en este solsticio, coincide que la luna está casi llena, y la noche, que suele ser muy oscura, permite un destello plateado que nos deja distinguir la forma de la arena, de los árboles, de las cabras que aún deambulan por ahí, de las personas que al pasar de lado levantan su brazo en señal de saludo.

También hoy, antes de la luna llena, caminé por el puente sobre el río, ese que separa las dos Saint-Louis, hacia el oeste, desde la isla hacia Sor en el continente, que es donde me esperaban, y pude ver el reflejo lunar sobre algunos peces en medio de la calma del agua. Al fondo se ven las luces de la aglomeración urbana que es esta ciudad sin semáforos, con aceras invadidas de comercios, con niños que se acercan a pedir comida, con animales y desechos.

Saint-Louis de Senegal / Ndar

Los designios naturales permitieron que el desierto abriera paso al inmenso río Senegal. El río sagrado, que da vida a muchas vidas, que irriga los extensos valles del interior, que calma la sed de aquellos que recién atraviesan el desierto, que rocía poblaciones enteras con su brisa y que, durante la estación de lluvias, nos recuerda que su cauce es intocable y que su lecho es bendito.

Ningún campesino que cultive las tierras en lo alto de Guinea podrá dimensionar que ese arroyito tímido crecerá a tal punto que su anchura y su caudal impedirán comunicar sus dos orillas, y que más adelante dibujará la frontera natural con Mauritania, para después, con todo su ímpetu, encontrarse con el Atlántico en la Langue de Barbarie. Justo allí, en ese punto, está Ndar, siempre testigo del descubrimiento del delta que ambos, mar y río, propician a cada segundo.

Los franceses llamaron a esta ciudad Saint-Louis pero localmente se llama Ndar, que es su nombre original en wolof. Sobre todo los viejos, quienes se refieren a ella como símbolo de resistencia, evitan pronunciar Saint-Louis. Ellos nacieron bajo un severo régimen francés, que promovió la trata negrera hasta fines del siglo XIX y luego armó contingentes enteros que desembarcaron en las costas europeas durante las dos guerras mundiales para pelear en nombre de la bandera que ondea la Liberté en el cuadro de Delacroix.

La ciudad se traza sobre tres puntos: el continente, una isla y una península sobre el río. En el primero, el inminente desierto cubre las calles con sus arenas ardientes por donde cruza siempre el viento caluroso de los días. El río deja entrar bracillos que humedecen tímidamente algunos sectores del norte. La pasividad de estas aguas es agradecida por los campesinos.

Esta parte de la ciudad se llama Sor, y está dividida en once barrios: Balacós, Darou, Ndioloffene, Diawlingue, Medina, Diaminar, Leona, Diamguene, Corniche, Pikine y Cité Ngak, que es el barrio en el que vivo. La ruta que liga a Dakar con Mauritania, y que viene desde Gambia, Casamance y Guinea, atraviesa Sor y sigue hacia la aldea de Ngallele en el este. Ndar se convierte en la última ciudad senegalesa antes de la frontera. Es por eso que el tránsito de personas, mercancías y animales encuentra en esta ciudad una convergencia; y la ruta obliga a los camioneros a hacer aquí una parada de rigor antes de adentrarse en las altas dunas del Sahara en Mauritania y luego hacia Marruecos.

Sor está situada a la orilla sur del río Senegal. Sus cuadras están trazadas de forma cuadriculada, así que es fácil orientarse siempre siguiendo el levante y el poniente. Al caminar por los barrios se descubren escenas cotidianas: puertas abiertas por donde es posible atravesar la mirada, árboles que cuidan el descanso de los talibés, cabras rebeldes que se debaten entre entrar o salir de casa, niños que tal vez nunca vieron un toubab, niños que quieren jugar.

A la isla de Saint-Louis sobre el río se llega después de recorrer la Avenida General De Gaulle que comienza en el estadio de fútbol, al frente del Espace Jeune, el sector en el que está la sede del Ministerio de Seguridad Nacional y la iglesia de Notre-Dame de Lourdes, y que termina en el puente Faidherbe. A lo largo de dicha avenida está el mercado público y toda una gama de comercios que atiborran las aceras. Por el medio de la calle pasa un bus y de su exhosto sale una humareda que cubre por un instante los aromas a pescado, a mango, a la mierda de cabra que tapiza los alrededores de las chazas de objetos inútiles fabricados en China o Bangladesh, y los corredores de altos locales de cuyos techos cuelgan los tejidos estampados en Holanda y vendidos aquí como africanos. Una polvareda se levanta al paso del bus, escucho los gritos de los talibés, siento el calor del mediodía.

El tercer punto, que es la península, conocida también como la Langue de Barbarie, tiene la extensa playa sobre el océano, el Gueto de Ndar, que es la villa de pescadores, y una carretera que va hacia el norte de Ndiago y de allí a Nouakchott.

 

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