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Letrame Editorial.

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© Carmen Pujol Usandizaga

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Acuarela de portada: Carmen Pujol Usandizaga

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1114-839-9

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

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A Walter, vigilante pertinaz en lo que él ya sabe.

A mi Mar, azul y paciente guía a través de mi lenta cabeza informática.

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Para Eko.

Haznos un hueco en tu estrella que allí nos encontraremos en un rato.

¿Hay alguien ahí?

Adoro los gatos.

Y espero que después de sesenta años dedicados a la astronomía me perdonen el haber puesto uno en el cielo.

Jérome de Lalande (1732-1807)

Astrónomo francés que delimitó la Constelación Felis en el espacio.

¡Eeeooo! ¿Hay alguien ahí? Si algún terrícola me escucha, ¿podría tomar nota y pasar a limpio esta historia? El último desprendimiento ha debido arrastrar mi cuerpo a los confines del Universo aunque ha sido una sorpresa grande descubrir que el paso de viva a muerta está resultando de lo más entretenido. Porque desaparece una por capas… Andaba yo en la idea de que cuando una se moría, iba según sus méritos o perversidades al cielo o al infierno y ahí se quedaba para siempre en una inercia boba en la que al cabo se fundía de aburrimiento. He superado varios desprendimientos hasta alcanzar el estado de muerta. No tengo cuerpo, solo ojos, voz y algo de memoria. Y sé que relato desde las alturas y no del fondo del mar porque veo estrellas y otros objetos que no reconozco, y amaneceres y atardeceres del revés que no puedo describir, no porque sean mejores que los que veía en la Tierra, sino porque me son extraños y todavía las palabras para describirlos no se han inventado. De vez en cuando, obispos empaquetados de dos en dos se destacan en la oscuridad atados a una noria que gira sin cesar. Por el movimiento de sus labios, adivino que cantan, pero yo no puedo oírlos. A pesar de las ataduras, los purpurados no parece que sufran. Pero esto no me asombra. Mi perplejidad se manifiesta ante la constatación de que me hallo en un universo que se expresa en francés, por lo menos hasta donde mi mirada puede abarcar. A pocos metros de mí, la estela de un cometa ha escrito en lo oscuro: L’infini n’existe pas.

Y fue al llegar aquí que vi la enorme boca y me estremecí… Pero debo apresurarme, nuevos cambios se acercan y quiero narrarme antes de que el olvido me reduzca a polvo porque estos ojos y esta memoria también desaparecerán. La explosión de una supernova me ha cegado momentáneamente. Pero ya no tengo miedo. Tampoco su recuerdo. Mis lágrimas atraviesan el espacio en cristales afilados, brillantísimos. Apenas me quedan sensaciones aunque me confunde este empeño mío de seguir contando historias. La repetición, la repetición, los obispos giran en la noria mientras la memoria persiste en contar la misma historia de amor irrenunciable, la imposible huida, la atracción bestial, el desamparo… Más allá, la estela de otro cometa penetra la oscura boca en pirueta admirable: L’amour c’est la musique du malade.

Qué infames delitos arrastraría que, ya de pequeña, hicieron que me volcara en la familia. Un pertinaz sentimiento de culpa creció conmigo. El caso es que, para refocilo de mis padres, yo servía para todo. Porque con solo trece años, fregaba suelos y perolas y quitaba el polvo y daba de cenar a mis hermanos y les tomaba la lección y planchaba las camisas de mi padre y saltaba al estanco para procurarle sus cigarrillos y hacía remiendos y atendía a mi abuela sin ascos en sus últimos respiros y me confeccionaba mis propios vestidos y…

Y así era la cosa, sí, porque yo era buena, buenísima, pero ni mi madre, que era de agudo calado, cayó en la cuenta de que había parido una moza que, tras una pátina de abnegación y solicitud, era más puta que las gallinas. Que hacía ya tiempo que al Felipe, el estanquero, y al Sebas, el del colmado, les dejaba tocarme el trasero a cambio de tabaco y salchichones. Y no era tanto por quedarme con los cuartos que me daban en casa, que también, sino por lo que me gustaba que me anduvieran trajinando.

Mas una tenía sus principios y yo no quería ser puta, sino santa y me dio entonces por volverme pía, porque tenía para mí que para salirme del camino trazado debía rezar muchas novenas y rosarios aunque al enterarme de la fatiga que tal cosa suponía, me entró tal pereza que abandoné entonces los misales y decidí que sería escritora que está a medio camino entre el puterío y la santidad.

Una enana marrón se me ha acercado más allá de lo prudente… sin perderla de vista sigo con mi historia. A los diecisiete años, me pusieron a trabajar con mi padre que oficiaba de veterinario, aunque empecinada todavía en la escritura, entre rebuznos y mugidos, abría a escondidas mi cuaderno e inventaba vidas de santas. Mi primer y único editor fue el cura de la parroquia que hacía fotocopias y las vendía a dos reales entre los feligreses, no dándome a mí sino la absolución inmediata y sin penitencia cuando le confesaba los pecados de mi lujuria.

Sabino Heredia. Fue antes que nada, un crujido. El de la escarcha bajo sus zapatos al cruzar el umbral de la consulta de mi padre. Sabino Heredia, se presentó, concejal del Ayuntamiento de Robledo. Cuando se quitó el abrigo, aprecié al instante su robusto cuello y sus bigotes, sus ojos fríos, su aparente indefensión.

Extendió hacia mí la jaula con la muerte adentro mientras la química de nuestros cuerpos comenzaba a viciar el aire del cuarto.

—El pájaro no canta.

Pocas palabras y ya su cuerpo segregaba feroces, félidas feromonas al tiempo que mi aleta ventral se insinuaba fugaz.

Todas las historias de amor están fabricadas con la misma materia de la que están hechos los espejos pero en Sabino Heredia y en mí el centro de curvatura se dislocaba de tal forma que las imágenes que proyectaban hacían pensar que nuestros espejos retenían otra sustancia. Aun así, no voy a dar la tabarra contando lo obvio. El canario estiró la pata en la mesa de operaciones pero ya nada importaba. El destino nos tenía bien agarrados por el pescuezo y cuando nos soltó, mi aleta anal palpitaba descontrolada y el lomo de Sabino se arqueaba pleno de pelos erizados.

Nos casamos en la parroquia de mi pueblo y nos instalamos en Robledo, la aldea de pescadores que había visto crecer a Sabino Heredia. El viento marino me devolvió la piel aceituna y brillante de mi niñez pero también me obligó a depilarme con más frecuencia debido a las escamas que comenzaron a salirme en las cejas. Como una mala metáfora abandoné el ansia de purificación y mi anhelo por ser escritora al observar una tarde el gesto de compasión de mi felino cuando leía el cuadernillo de Vidas de Santas y Beatas, mi primer libro editado por el cura que nos casó. También fue que Sabino Heredia tenía la hebra larga y fina la aguja, y yo sabía coser, con lo que íbamos reparando, aquí y allá, la red donde estábamos atrapados. Y así, yendo y viniendo y en el quita y pon, nos encontrábamos a menudo en el suave inicio de la curva del espejo, y veces hubo de felicidad grande… Pero sin trabajo ni afición, me encontré al poco en la necesidad de cultivar mi aburrimiento de la forma que me era más natural.

El primero que afinó mi lecho fue mi suegro, más tarde el primo de Sabino hasta llegar al pleno de la concejalía de Robledo. A los pescadores no los toqué. Olían a pescado viejo y un terror antiguo hacía que los rehuyera. Cuando al volver del Ayuntamiento las garras de Sabino Heredia me apresaban, me quedaba quieta. A continuación, me revolvía dando un golpe súbito con mi aleta caudal y, húmeda y fría, resbalaba de entre sus manos y escapaba.

Y así, los años fueron amontonando pesares y alegrías en nuestras vidas. También en mis codos, callos de hastío de tantas horas en la ventana contemplando el sucederse del mar. A mis espaldas, el rencor de Sabino Heredia, mi silencioso félido. Que cada vez achicaba más los ojos, que cada vez más se relamía los bigotes. Un meteoro acaba de despeñarse por el agujero… afortunadamente y como quien no quiere la cosa hace tiempo que me he ido apartando del feroz socavón.

Cuando me salieron las primeras escamas en el tobillo izquierdo, supe que iba a morir. Y fue tanta la certeza que no hubo lugar al desespero. Ocurrió al filo de la oscuridad, en el punto ciego dónde la noche pacta con la mañana su rendición, cuando el fondo del mar se aquieta y todo se interrumpe, y el aire es polvo deshilvanado en un firmamento indeciso; salté de la cama, fui al malecón y de una corrida me lancé al agua. Y aquí debo apresurarme porque un nuevo desprendimiento se acerca y la memoria empieza a fallarme. Recuerdo que me refugié bajo una roca donde vivía una familia de meros y ahí me quedé hasta que la metamorfosis se cumplió. Supe que había llegado la primavera porque había mar de fondo y el agua resplandecía de plancton y por los muchos calamares y atunes que rondaban la boca de la cueva. Cuando abandoné mi refugio me había convertido en una hermosa lubina. Nadé torpe y tímida unos metros hacia el arrecife y descubrí aliviada que un millar de peces me estaba esperando.

 

Me enseñaron a alimentarme y a defenderme. A sobrevivir. Mientras me complacía en algunos, otros se complacían en mí. Un descarado besugo me mostró cómo morderles el culo a los bañistas, a estar seca en lo húmedo, a dejarme ir entre las algas sintiendo sus escalofriantes caricias… pero… maldita sea su estampa… un quasar asesino por poco me da… Al rebufo de su trayectoria he comenzado a dar tumbos y he aparecido a doce mil años luz de donde me encontraba. Es un escenario diferente, los obispos han desaparecido y las criaturas en esta parte del espacio han abandonado la lengua francesa. Una giganta bailona, de las que sacan a pasear en las fiestas de mi pueblo, se me acerca curiosísima. Pero tan asustadiza es que al gritarle Uuuhhh, sale a la carrera y no la veo más.

Pero contaba de mi besugo… Nadaba precisamente a su encuentro cuando me clavaron el arpón en las agallas. Amanecía y las aguas estaban revueltas. Por eso no vi a mi verdugo. No fue un dolor intenso, pero sí largo y aniquilador, de alguna manera, no físico. Le ayudaron a subirme a la barca, me sacaron el arpón y me dieron un golpe en la cabeza… me dieron un golpe en la cabeza…

Una vez en la pescadería me depositaron en el hielo, indecible crueldad, todavía respiraba. A mi izquierda, un salmonete se mordía la cola, a mi derecha, ya muerto, un enorme calamar. Me clavaron un pincho con el precio. Todavía respiraba. Treinta euros. Nunca sentí tanta vergüenza. Esto sí que era ser puta, porque no había elección, porque no había remedio.

Al entrar en la tienda, Sabino Heredia me reconoció de inmediato.

—Aquí la tiene, la lubina que andaba buscando. Fíjese lo hermosa que es. Y todavía está viva. Observe las agallas… yo mismo la he pescado esta mañana… ¿se la limpio?

—No la toque.

Había emoción en el movimiento atigrado de sus brazos, en sus uñas largas y curvas al hundirse en mi costado. Me rescató así del jodido hielo y no quiso, Sabino Heredia, que me envolvieran. Agradeció, pagó y me introdujo bajo su camisa, pegada a su piel.

Una vez en casa, tuvo a bien cubrirme de sal antes de introducirme en el horno. Y mientras me cocía, se echó en el suelo, recogió modosamente sus patas delanteras, entornó los ojos y esperó a que la metamorfosis se cumpliera. Al poco, la sal comenzó a resquebrajarse y la cocina se llenó con el aroma de mi cuerpo. La primera acometida le hizo maullar de rabia. Porque se quemaba. A zarpazos rompió el blanco túmulo que me protegía y me zampó entera, no dejando de mí ni las raspas. Cuando acabó conmigo se relamió los bigotes y se durmió.

El arco de un gato se destaca en el azul profundo. No es una galaxia, no es una nebulosa. Clavado en el firmamento, sus ojos rasgados me observan.

Impulsada por el viento estelar me aquieto junto a él, mientras medito qué nuevos estadios de vida o muerte me esperan.

Una estrella blanca emite destellos descompasados. Y en el espejo cóncavo de la bóveda inerte, finalmente, me reconozco y me nombro Piscis Austrinus. Desde mi labio superior la luz de Fomalhaut ilumina mi constelación que, a veintidós años luz del Sol, abre su boca de pez al universo.

El vidrio roto

De vez en cuando Pablo Soler hacía una escapada. Aquella tarde de julio salió como siempre parapetado tras unas gafas y un sombrero, no fueran a reconocerlo. Una vez en la Herder, tuvo suerte y no tardó en encontrar el libro que buscaba. Una cuidada edición en versión original de The conquest of happiness de Bertrand Russell se hallaba a su alcance en la mesa donde se exhibían los últimos títulos publicados. Se entretuvo un rato hojeándolo pero al rato levantó la vista, le pareció reconocer a una vieja amiga y se apresuró a pagar y abandonar la librería. Desde la calle Balmes bajó a las Ramblas. No tenía prisa. Los niños, de colonias, y María en Londres cumpliendo la visita anual a sus padres. No, no tenía ganas de volver a la casa vacía y a los recuerdos. Apretó el libro contra su pecho y se refugió en el Zúrich hasta que la caída de la noche lo obligó a volver.

Pero de esta escapada han pasado unos meses y ahora es invierno. Cual pescador que lanza su red al mar, María Novotny hace volar un día más el mantel sobre la mesa del comedor. Ella, tan cuidadosa y autómata, coloca plato sobre plato, vasos y cubiertos, las servilletas y el agua en el centro. El pan, la sal. Y la pimienta para el mayor. En la cocina, la sopa a fuego lento y la dorada en el horno. La pequeña fruncirá el ceño, pero comerá del pescado sin protestar porque sabe que después llegará su postre preferido. Andan los hijos en esta mañana de domingo en el cuarto de juegos extrañamente formales y silenciosos. La mujer, cuidadosa, autómata, abre la ventana para mitigar el olor a tabaco del medio paquete que se ha fumado esta mañana. Sabe que a su invitado le molesta. Invitado pretendiente y solícito que desde hace un año la requiere.

El fuego de la chimenea caldea la estancia. Desde la biblioteca, abierta a la sala, Pablo Soler ha contemplado esta escena infinidad de veces y sabe cómo acabará. Tumbado sobre la hierba y enmarcado por un fondo de encinas, sonríe a la cámara mientras observa a María, la gracia de los movimientos, la transparencia de la piel, la elegancia innata. Y su tristeza. El contraste del ahora, cinco años después del accidente, con aquella risa blanca que la desbordaba cuando estaba con él y que se truncó aquel ocho de agosto de 1959 cuando la dejó para siempre. Y esto es lo único que le perturba; la constatación de que su mujer está atrapada por un sentimiento arcaico de fidelidad a su memoria, y apenas soporta verla en este estado cuando solo la urgencia de criar a los hijos impide el derrumbamiento total. Sabe también que por las noches cuando los niños ya duermen se acuesta leyendo una y otra vez sus cartas cuyo sentido ha perdido de tanto leerlas. Y es ahora cuando piensa en el libro que compró para ella aquella tarde de julio en la Herder. Le había quitado el envoltorio y dejado a la vista en el escritorio donde él solía trabajar. Tardó unos días María en reparar en él. Hasta que una mañana de lluvia, aburrida, comenzó a hojearlo intentando recordar si lo había comprado ella o Pablo o era uno de esos libros traspapelados que corrían por la casa huérfanos de dueño y cómo después se entregó a él absorta embebiéndose de las palabras del filósofo en las tardes de invierno antes de que llegaran los niños. Pablo está convencido de que el pensamiento de Russell le ayudará a escaparse de él y a rehacer su vida junto al hombre que desde hace tiempo intenta conquistarla. Además está ya un poco cansado, que su generosidad tiene mucho de egoísmo, que él también quiere cerrar página y trascender a otro estado de cosas que intuye más estimulantes que estar ahí amarrado a una vida familiar que ya no le pertenece. Aunque hay un dato en esta mañana de domingo que no se le escapa y que lo desconcierta. Por vez primera María se ha pintado los labios y enfundado el vestido negro que le regaló tres semanas antes del accidente. Y comprueba complacido cómo su mujer atiende todavía a la recomendación que le hizo en su momento acerca de lo innecesario de llevar joyas con este traje.

Que los amigos la fueran abandonando fue un hecho que María casi agradeció, que la tristeza no cala, pero va empapando las relaciones, que se contagia aunque uno no quiera, tal poder tiene, que todos tenemos lo nuestro y no estamos para aguantar tanto tiempo penas ajenas y la de María, piensan, está siendo demasiado larga, y uno de ellos que se las da de psicólogo, además de poeta, mantiene, con voz que se escucha, que a esta mujer lo que le pasa es que se recrea en su dolor y es como si no quisiera desprenderse del manto que la abriga y la mantiene en una especie de letargo funcionando a base de automatismos, pálida pena la niebla que no la deja ver más allá de su casa y de sus hijos, puro masoquismo, remata este listo. Solo Luis Gasset aguanta paciente, que ya llegará su momento, mientras ella lo atiende fría y educada dejándose querer.

Suena el timbre y María no se inmuta. Los gritos de sus hijos saludan al recién llegado que aparece con un par de orquídeas y una caja que los niños le arrebatan. El pastel de chocolate vuela por el pasillo mientras «mamá, mamá, mira lo que nos ha traído Luis», como si fuera una cosa nueva, como si no supieran que él jamás se presenta sin el codiciado postre para ellos.

Pablo adivina como María lo ayuda a quitarse el gabán, agradece las flores y lo invita a pasar a la sala. Ya en el campo de su visión, valora Pablo una vez más la buena planta de Luis, admira su porte, la sonrisa franca. Sí, está seguro de que María conseguiría rehacer su vida al lado de este hombre que la trata con una consideración exquisita. Transcurre al principio la velada como en sordina entre conversaciones adultas adaptadas a mentes infantiles hasta que el pretendiente se lanza a contar sus aventuras. Y en esto Luis es un maestro, narrador que se envalentona y crece en función de su auditorio, exagerando o inventando historias que sabe que a los niños los divierte sobre su experiencia en las plataformas petrolíferas del mar del Norte en un mar desatado donde el frío y el viento acompañaban aquel encierro que provocaba multitud de situaciones al borde de la supervivencia.

Pero todo tiene un límite, que la paciencia de los niños se acaba en cuanto terminan de comer, y no hay cuento que los retenga por apasionante que sea y se revuelven y miran a su madre pidiéndole que les ahorre el suplicio, que no hay cosa peor que mantener sentadas a criaturas en conversaciones interminables de sobremesa que los mayores ejercitan sin compasión alguna. Y María, en vez de permitirles ir a ver la tele, se levanta, alarga un par de billetes al mayor y los anima a ir al cine, que dan La isla del tesoro, sí, hijo, sí, en el Savoy y no te separes de tu hermana, pero espabila porque la sesión empieza a las cuatro y media. Y que cuando salgan pueden merendar en las granjas. Así que ahora ya no es el pastel lo que vuela por el pasillo, sino recorriendo el camino contrario, la excitación de los chiquillos ante el acontecimiento inesperado.

Despejada de críos la casa, María y Luis se quedan solos por vez primera. Se aprecia una cierta torpeza en los movimientos de los dos mientras él la ayuda a retirar los platos, recoger las migas, doblar el mantel. Ya en la cocina le llega la risa de ella, que Pablo apenas reconoce de tanto tiempo sin oírla. Minutos después aparece Luis portando la bandeja del café. Se ha quitado la chaqueta y la corbata y muestra una imagen más relajada, una concesión a las formas que antes no se había atrevido a mostrar.

Hace frío en estos primeros días de diciembre. Luis aviva el fuego de la chimenea y espera a María que aparece al poco, labios retocados, suelta la melena. La voz de Nina Simone suena en el tocadiscos. Pablo reconoce el viejo LP que tantas veces los había acompañado mientras hacían el amor y se pregunta quién de ellos ha escogido este disco en el deseo de crear una atmósfera íntima, música de jazz cálidamente rota y sugerente. Se acomodan en el sofá y Julia le muestra entonces el libro de Russell. La pierna de ella enfundada en media transparente se pega decidida al pantalón de él. Luis entonces rodea su cintura en un gesto natural por llegar mejor a las frases que ella ha subrayado. Desde la biblioteca Pablo no pierde detalle y percibe como su mujer va tomando posiciones inequívocas en el asunto. Porque es ella la que abandona el libro y le dice algo al oído que Pablo no puede oír, la que al rato ataca y seduce, la que se coloca a horcajadas sobre sus rodillas, la que desnuda y se desnuda, la que entrega su boca a la boca de Luis, que parece que anda el hombre un tanto desconcertado y contraataca con alguna broma en un intento por disimular su timidez, porque salta a la vista que él no esperaba tanto y no sabe cómo lidiar con este ataque repentino, casi indecente de María. Sí, ciertamente el libro ha conseguido el efecto anhelado. Por fin se produce la situación que después de tanto tiempo los dos hombres deseaban y que culmina sobre la alfombra en cópula precisa y ardiente que coincide con el final de la última canción del disco.

 

Desde la biblioteca, Pablo ha cerrado los ojos con el último compás, que se le queda dentro rebotando una y otra vez en su cerebro en una salmodia inacabable. Permanece así en trance, con los ojos cerrados, vacío, atento únicamente a este último compás. Hasta que de repente la ve llegar. Súbita, imparable, devastadora. Tremenda ola que se estrella contra sus sentidos, que lo deja sin aliento, que lo empapa. Atrapado cierra los ojos en un intento de restablecer un orden, el que sea, con tal de mitigar esta desazón que se ha apoderado de él. Pero no puede pensar, no puede razonar porque la ira, los celos y el miedo han encontrado al fin la vía que socava su cuerpo hasta agotarlo. En un intento de contrarrestar su incoherencia apela al sentido del humor, al sentido común, al sentido de la dignidad y repasa una y otra vez la situación intentando averiguar el origen de este disparate. Pero todo es en vano, y él, que tan bueno y generoso se creía, asiste perplejo al acto de cómo la vida y la muerte se dan cínicamente la mano.

Y ya la noche ha caído sobre la ciudad, sobre la casa. Luis se ha despedido, los niños han vuelto eufóricos del cine y en su habitación Jim Hawkins lucha aguerridamente contra el malvado Long John Silver a bordo de la Hispaniola.

A partir de este día, los acontecimientos se sucederán con la inexorable tiranía del tiempo cuando coge carrerilla. María permite que Luis se quede a dormir los fines de semana y al llegar las Navidades su presencia en la casa es cada vez más frecuente. Hasta que la noche de Reyes, Pablo decide actuar. En realidad ya lo ha hecho antes haciendo desaparecer el libro de Russell por la trampilla de la basura. El desespero del primer día ha dado paso a una apatía engañosa agazapada en un fondo de permanente irritación.

Son las tres de la madrugada y en la sala los juguetes esperan silenciosos el momento inefable de la mañana cuando cobrarán vida bajo la alegría de los niños. Un ruido de pasos indica a Pablo que Luis, como cada noche, se ha levantado para ir al baño. Espera detrás de la puerta. No dice nada, no se mueve. Bajo la débil luz del pasillo simplemente se deja ver mostrándose en toda su cadavérica presencia. Es suficiente. Y aunque por una fracción de segundo parece como si Luis calibrara la posibilidad de un enfrentamiento, se da la vuelta y procurando no perder la compostura alcanza el recibidor, recoge su abrigo y se lo echa encima del pijama. Tiemblan las manos del pretendiente mientras maniobra con dificultad el cerrojo de seguridad. Cuando finalmente lo consigue, no espera al ascensor y se precipita escaleras abajo.

Pablo cierra entonces la puerta de su casa con cuidado, vuelve a la biblioteca y se encarama hasta la segunda estantería. No puede evitar esta vez que el cristal se raje ligeramente al separarlo del marco. Sabe que lo que observe a partir de ahora quedará distorsionado, pero no le importa. Se deja envolver por el paisaje en blanco y negro y compone esa sonrisa suya tan inocente, tan fotogénica mientras se acomoda plácidamente en la hierba que empieza a amarillear pero que conserva todavía el perfume incomparable de aquella lejana primavera de 1954.

El remero envidioso

¡Oh envidia, raíz de infinitos males y carcoma de las virtudes!

Todos los vicios, Sancho, traen un no sé qué de deleite consigo, pero el de la envidia no trae sino disgustos, rancores y rabias.

Miguel de Cervantes

Cuando tuve que soltar el remo para rascarme violentamente la barriga supe que mis días como capitán del equipo de remo del Club Náutico de Calahonda habían concluido. Era Domingo de Ramos. Los ruegos de mis compañeros animándome y quitando hierro al asunto fueron inútiles porque yo no dudé nunca de que el incidente había sido decisivo para que el equipo rival, al mando del esforzado Ceferino Bustamante, consiguiera la victoria y la Copa por nueve décimas de segundo. No tenía otra opción. Había soltado el remo, y este acto en competición era imperdonable. Tan clara tenía mi decisión que no se te volteó ni una vez el estómago mientras presentabas tu dimisión en lacónica carta al presidente del Club en la que sugerías un par de nombres que podrían con merecimiento sustituirte. Sustitución que se llevó a cabo de inmediato al tiempo que yo renunciaba a toda actividad deportiva. Con gesto que desde este día fue habitual me acariciaba la barriga mientras me despedía de mis compañeros.

Todo había empezado unas semanas antes durante la proyección de una película en el cine de Calahonda cuando un ligero escozor alrededor de mi ombligo comenzó a molestarme, y al que no di importancia, a pesar de que estuve rascándome durante toda la sesión y de la rojez que apreciaste en tu tripa a la mañana siguiente cuando despertaste.

Mañana que desperté y fui a remar como de costumbre. El entrenamiento aquel día exigió un esfuerzo superior debido al viento. Me desgañité intentando que mis hombres empeñaran al máximo sus fuerzas para que la endeble embarcación no zozobrara. Hacía rato que los otros equipos se habían retirado, pero yo sabía que la experiencia de dominar la canoa en estas condiciones podría convertirse en el futuro en importante baza psicológica que no tardó en dar su fruto cuando, dos horas más tarde, entramos agotados en la cafetería del Club. Pedimos unas cervezas y mientras mis hombres esquivaban turbios elogios, me alejé unos pasos para verla mejor. Efectivamente, ahí andaba: ni buena, ni mala, ni negra, ni colorada, aquello que escapaba por la mirada oblicua de Ceferino Bustamante era envidia, verde y viciada, de la peor. Porque nos sentíamos superiores. Era justo lo que me había propuesto. Ahora estaba seguro de que la próxima, decisiva regata del Domingo de Ramos, la ganaríamos. Y fue al dar el último sorbo de mi cerveza que sentiste de nuevo, redoblado, aquel picor en la tripa.

Picor que ya no me abandonó a excepción de las horas que dedicaba al deporte. Comenzaba con un cosquilleo, un picorcillo leve que rara vez me incomodaba pero que se volvía reconcomio agrio y montaraz si mi mano rascaba con demasiada fruición. Estudié así la forma de refregarme con tiento. Aprendí enseguida que con una ligera imposición de mi mano el picor desaparecía. Aunque también supe del tremendo placer de rascarme sin freno y de lo difícil que era entonces parar, porque el picor era insufrible y solo encontraba alivio en el fregoteo cada vez más furioso de mis uñas. Hallaba remedio sumergiéndome largo rato en la bañera con agua templada hasta que la comezón remitía al tiempo que me llenaba de fríos y de un cansancio tan enorme que me apresuraba a meterme en cama después de embadurnar mi arrebolada barriga con polvos de talco. Por ver qué enfermedad padecía, acudí al médico, y aquel redomado imbécil te dijo que lo tuyo era «caso clarísimo de estrés» y que te arreglaras para pasar una temporada tomando las aguas en un balneario.

Balneario al que no fui jamás. Como jamás volví al Club Náutico de Calahonda después de aquel Domingo de Ramos. Había soltado el remo. Vergüenza grande que no cabía en mi pecho. Vergüenza que se adhería a mí, niebla que me envolvía y no se dejaba respirar mientras las ganas de rascarme crecían incesantes. Inventé una hepatitis y me recluí en casa. Mis compañeros se preocuparon (al principio), venían a verme (al principio), luego, las visitas fueron espaciándose, y yo me alegré porque su presencia me impedía rascarme a gusto y me hacía revivir, no la competición, no la vergüenza que ya formaba parte de ti, sino aquel movimiento de cuchilla, aquel romper el agua con tus remos, la embestida de tu cuerpo avanzando, retrocediendo, clavando, respirando. Y la raja en el agua, y abriendo círculos en la superficie, el reguero de gotas cayendo estremecidas.

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