Christine

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© Carlos Cardona

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1114-469-8

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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Para mamá y papá.

Gracias por siempre apostar por este jovencito que dice ser escritor.

Nota del autor

Siempre me declararé admirador de cada una de las historias que buscan un rincón en mi cabeza y me permiten ser el medio que pueda darles vida. Con cada una de esas historias he atravesado distintas etapas, muchas han sido similares, algunas completamente opuestas, pero siempre, siempre es un viaje disfrutable.

Debo confesar que en algún momento comencé a dudar de que podría concluir la novela, el camino se extendió mucho más de lo que imaginaba, yo buscaba invertir nada más cuatro meses, hasta que Christine me susurró al oído que ella no sabía vivir apresurada, se impuso, me obligó a contemplar con atención cada una de sus facetas.

Dentro de treinta y cuatro capítulos, Christine enfrasca una historia que se me ocurrió cuando cursaba mi segundo semestre en la universidad, no sabría explicar con exactitud qué canciones, películas o vivencias fueron las detonantes, pero entonces surgió, tomé asiento en la sala a las once de la noche y comencé el borrador del que sería uno de mis escritos más complejos hasta el momento. Cuando pienso en Christine, vienen a mi mente muchos colores, un escenario de noche repleto de estrellas, y ahora también un bosque; pensar en Christine es relacionarlo inevitablemente con todo ello, luego vas a entenderme.

Puedo definir a Christine como a una bocanada de aire fresco en medio de todo el desorden en este mundo descabellado, es el recordamiento constante de que el amor y la bondad nunca dejarán de ser.

También debo confesar que Christine es drama total, ni ella ni sus personajes son los culpables, una vez que firman mi contrato ficticio, aceptan los términos de un escritor que disfruta escribir del caos, triángulos amorosos y frecuentes intervenciones románticas, te advierto que no importa lo que pasen, pueden estar tan desgarrados como felices, y siempre habrá lágrimas. Ojalá pueda conmoverte a ti, al menos un poco, igual que en mi plan original, sería un placer.

¿Sabes qué más sería un placer? Claro, si es que te quedes hasta el final, Dios quiera que sí… espero que puedas contarme tu capítulo, personaje o diálogo favorito… lo que sea, para mí vale más de lo que cualquiera podría imaginar, escuchar la opinión de mis lectores es como combustible, un empuje que me incita a seguir haciendo lo que me apasiona.

Después de casi un año donde tuve que revalorar el borrador más de dos veces, cambiar el desarrollo de algunos capítulos y hasta el mismísimo final… después de un tiempo donde escribí alimentándome literalmente del aire del bosque en casa de mi mamá, pero también pasando la mayoría del tiempo en mi habitación, escuchando música, narrando algunos capítulos primero en notas de voz, deteniéndome a medias cuando estaba seco de ideas, resurgiendo con furia luego de paseos en bici, agotado por el ejercicio y la escuela, pero escribiendo a las doce o una de la mañana porque, si no lo hacía, me marchitaba… después de debatir en mi cabeza sin lograr decidir si Christine Simmons se parece más físicamente a Amanda Seyfried o a Taylor Swift, de si la portada temporal debía ser rosa o morada, si era necesario o no añadir título a los capítulos... o de si todo debía ser escrito en primera o tercera persona; después de todo eso, intentando entregarte un escrito lo más pulido posible en mis intentos humanos, finalmente dejo volar a Christine y le doy permiso de hospedarse también en tu corazón.

Podría hablar por horas de todo lo que amo de esta historia, pero mejor me despido antes de ponerme demasiado intenso y hacerte huir.

Capítulo uno. Simmons

Fue en Nochebuena cuando Cordelene, un pequeño pueblo, rústico y colorido, se iluminó con el nacimiento de Christine Simmons, niña robusta de cabellos dorados y ojos enormes. Se desconocen datos exactos, como el año, el día y la hora, lo único que se sabe es que su llegada fue repentina para toda la familia.

Lidia —su madre— estaba orando por los alimentos junto a esposo e hijos cuando su fuente se derramó.

La mujer llamó a la pequeña como su regalo adelantado de Navidad, siempre se lo decía antes del beso de buenas noches, a Christine le encantaba escucharlo.

En los primeros recuerdos de la inquieta Simmons aparecen sus hermanos Arturo y Adriana, resistiéndose a jugar con ella, ambos le llevaban un par de años de ventaja, no tenían el menor interés en dedicarle atención. Arturo y Adriana empezaban a involucrarse en las preocupaciones cotidianas, la niña tenía las típicas tareas del preescolar y el niño, como alumno de primaria, si no estaba resolviendo sumas y restas, se encontraba en la cancha de fútbol con sus amigos de clase.

Otros de los primeros recuerdos de Christine son las paredes color rosa de su casa, el techo marrón y desgastado que cubría sus cabezas… el aroma de las verduras cocidas, el calor de la fogata abrazándoles…

Lidia se convirtió instantáneamente en su personaje favorito de todo el mundo, siempre estuvo allí apoyándole, conversando con ella en la ducha, contándole cuentos para dormir, despertándole con datos interesantes de las noticias del día, tarareando a su lado boleros y canciones lentas en el camino a la escuela....

Tanto Christine como Lidia compartían la pasión por la música, ellas literalmente dependían de ella; escuchaban música al despertarse y al acostarse, cuando se ordenaba la casa o se cocinaba, cuando alguna de las dos estaba triste o contenta, inspirada o abrumada; la música siempre estaba allí.

Lidia siempre quiso ser cantante, habría podido hacerlo sin problema, tenía presencia escénica, era simpática, hermosa, de pómulos altos, nariz respingada y ojos almendrados de color miel, su porte tan elegante provocaba que cualquier persona a su alrededor se detuviera para mirarla.

El único y mínimo problema era que «mamá» no tenía buena voz. Cuando ella lo asimiló con dolor, se propuso a aprender a tocar guitarra, luego acordeón, en ambas ocasiones ocurrió lo mismo, John —el padre de Christine— le compró los instrumentos, Lidia se inscribió a unas clases y asistió a ellas un par de veces hasta que se rendía, parecían muy difíciles y ella era intolerante a la frustración.

Christine también quiso aprender a tocar un instrumento, ella optó por el teclado, su madre aceptó comprarle uno a cambio de que ella —ya en preescolar— se comprometiera a obedecer a la maestra y a trabajar a la par con sus compañeros, Christine no era la estudiante estrella de su salón, a ella no le gustaban las ordenes ni las rutinas. La infanta tocaba todo el tiempo después de clases.

Otra de sus vivencias más marcadas en su memoria fue la noche de su quinto cumpleaños, ella recordaba a toda su familia cantando alegremente villancicos… no se olvide que también era Nochebuena. Christine tocó Rodolfo el reno para ellos, en su cabeza lo hizo magistralmente bien; fue todo lo contrario, ella ni siquiera reconocía lo que era un acorde.

Todo parecía ir extremadamente bien en su vida, al menos era lo que ella creía, Christine no se percataba de otras cosas. Le costó mucho tiempo entender lo que desató el desenlace atroz de aquella noche. Eso que cambió radicalmente su vida. Sergio —amigo de Lidia y por ende también de la familia— sacó a plática una anécdota de cuando era joven, por supuesto que su memoria incluía a la señora Simmons y al entonces novio que ella tenía, Sergio se dejó llevar por la euforia y la fiebre del vodka, reveló detalles incómodos del antiguo amorío de Lidia frente a John.

Al igual que Sergio, John estaba alcoholizado, era el más tomado en esa mesa, siempre tuvo problemas serios con la bebida, otra de las cosas que una niña de escasa edad no pudo reconocer.

El último recuerdo de Christine sobre esa noche fue el haberse quedado dormida en las piernas de mamá, disfrutando la ligera fricción de la tela de su falda floreada contra su mejilla. Lidia sonreía ampliamente, acarició una y otra vez el cabello de la pequeña.

Horas más tarde, Christine miró otra versión de mamá, completamente distinta; estaba sacándoles de casa a ella y sus hermanos, lucía exaltada, sus ojos morados e hinchados delataban preocupación, el hermoso semblante que le definía estaba envuelto en moretones, la menor de la familia no comprendió, solo obedeció las indicaciones, subió apresurada hacia el auto, al igual que sus hermanos.

 

Estaba recuperando el aliento cuando miró a su derecha, a la distancia observó a su papá en la cocina, el hombre estaba tirado en el suelo, escurría sangre de su cabeza, un jarrón de cristal hecho añicos alrededor de su cuello. Fue traumático.

John no murió, pese a las probabilidades que estuvieron presentes, él se recuperó pronto y pidió disculpas a su esposa. La noche del cumpleaños de Christine no era la primera vez que algo así sucedía, lo único diferente fue que, esa vez, Lidia sí se defendió.

Después de haber sido atacada con tal furia, Lidia, asustada, quería alejarse de su marido, deseaba mudarse a la ciudad de Pallbroke con su hermana, Ely. Pero eso no sucedió, la redención de su marido terminó por ser convincente.

Pese a lo esperado, el señor Simmons nunca cambió, la relación agresiva hacia su mujer continuó. Duraba pequeñas temporadas estable, pero siempre regresaba a los golpes.

En una ocasión, Christine llamó asustada a la Policía, memorizó el teléfono de ellos en una ida al mercado, Lidia no tenía el número registrado en la libreta de contactos. La niña habría querido, mas no logró detener el caos en casa. Sus padres supieron disfrazar la situación cuando las patrullas aparecieron ante su puerta. Esa noche, papá la castigó en el sótano por un par de horas, ella lloró amargamente, imaginó que ese hombre jamás perdería.

Su cumpleaños número nueve fue un rayo de esperanza a su vida, la tía Ely y su esposo Miguel asistieron a su cumpleaños. La rubia niña se acercó a la familiar y, sin rodeos, le preguntó si existía la posibilidad de mudarse con ellos. Ambos —Los Larry: tía Eli y su esposo Miguel— comprendieron que algo no estaba bien, aceptaron esa propuesta sin pensarlo mucho; al día siguiente, Christine se fue con ellos a Pallbroke. Su madre y dos hermanos hicieron lo mismo semanas después.

Capítulo dos. Adriana

La vida de Christine en Pallbroke volvió a ser bonita, no podía ser de otra manera, era un lugar tan mágico en todo su esplendor, rodeado de gente amable saludando por doquier, atardeceres majestuosos —solían destacar más en el bosque—, calles repletas de flores… y lo que más le caracterizó siempre a Pallbroke: sitios exquisitos para ir a comer; además del enorme respeto que mantenían por la cultura mexicana, para una niña que tarareaba canciones de Agustín Lara con su madre, le fue fácil adquirir también el gusto por el mariachi.

Sus tardes las pasaba al lado de su hermana Adriana y amigos de la colonia, se divertían con todo tipo de juegos, actuaban novelas que se inventaban, creaban concursos de canto y belleza, se retaban en juegos de mesa, partidas de futbol y en el popular juego del «Quemado», ella nunca solía llegar muy lejos debido a su lentitud, el balón le detenía de inmediato, una y otra vez de manera muy cruel, como cuando golpeó su estómago y le dejó sofocada, o cuando aterrizó en su cabeza, haciéndole ver estrellitas. Con todo, Christine jamás se rindió.

También jugaban a las escondidas, brincaban la cuerda, tocaban los timbres de las casas cercanas para enseguida escapar a toda velocidad, se encaminaban al bosque con fósforos y malvaviscos, fingían que hacían una fogata, buscaban el tesoro perdido… algunas noches planificaban pijamadas en casa de alguno de ellos para contarse historias de terror y jugar videojuegos. Pasaron mucho tiempo así, hasta que algunos del grupo comenzaron a alejarse de las hermanas Simmons; no podía culpárseles, cada vez resplandecían más las diferencias entre ellas dos, esas riñas les llevaban a fuertes peleas, a veces eran cosas muy simples, Christine quería hacer otra cosa diferente a la que Adriana deseaba, o viceversa. Al principio, la menor le dejaba ganar, prefería mantener la armonía, con el paso del tiempo se hizo cansado, Adriana rara vez estaba dispuesta a una tregua y sus dramas no siempre tenían un motivo razonable. Cuando Christine se cansó y decidió alzar la voz fue que iniciaron las peleas, luego los golpes… Se hizo costumbre que una de ellas terminara marchándose a casa entre lágrimas.

La relación con los otros terminó por quebrantarse en su totalidad, luego de que Adriana y Christine optaran por hablar pestes a sus amigos, la una contra la otra, intentando crear bandos contrarios; fue demasiado para un par de niños leales y pacíficos que se conocían desde el nacimiento, prefirieron echarlas del club.

Esa situación fue más difícil para Christine que para su hermana, Ady, a diferencia de ella, ya contaba con amistades en la escuela, solo tuvo que reforzarlas, la otra, en cambio, seguía sin adaptarse a sus compañeros de clase. Nunca la trataron mal ni fueron groseros… simplemente eran niños, cuando Christine llegó como la nueva no supo cómo acercarse y ellos nunca parecieron tener el suficiente interés por conocerla, se hizo una más en el salón, esa a la que se le hablaba solo cuando tenían que hacer trabajos en equipo. Christine tuvo que aceptar la idea de sentarse aleatoriamente en una mesa llena en la cafetería para escuchar conversaciones en silencio. La situación perduró por mucho tiempo.

En esa fase fue que conoció a Erick Vázquez, hermano mayor de uno de los niños que era integrante de su antiguo grupito de amistades. Erick vivía a cinco casas de la suya, constantemente lo miraba cuando salía al supermercado, o a hacer cualquier cosa, pero eso era todo, ni siquiera se saludaban; por eso fue muy sorpresivo cuando él se le acercó aquella tarde al finalizar las clases, Christine iba camino a casa, él simplemente le dirigió la palabra por primera vez, trataron temas simples, de niños, conversaron durante todo el camino.

Probablemente fue la seguridad que Erick manejaba, sus ojos coquetos… tal vez fue solo el hecho de que por primera vez alguien colocaba atención sobre ella… sin importar cómo, Christine se enamoró.

Nuevamente volvió a saltar la cuerda, jugó al «Quemado», volvió a quemar bombones con un fósforo, esta vez fue todo al lado de Erick.

Un día, entre muchas carcajadas y abrazos incómodos, Christine se decidió a robarle un pequeño beso a Vázquez, él le correspondió con uno más largo. Luego le confesó su amor. Oficialmente se convirtieron en novios.

A ella le faltaba mucho para los diez años, por otra parte, Erick iba a ajustar ya los doce, muchas inquietudes aparecían en su mente de puberto, la relación no permaneció solo en juegos y conversaciones fáciles de digerir.

Lidia jamás se enteró de esa relación, de lo contrario, no la habría permitido jamás; Lidia siempre le tuvo mucha confianza y como Christine le aseguró que Erick era solo un amigo, le creyó, también creyó en la bondad que reflejaba el rostro del chico. Así que, mientras la madre cambiaba de empleo una y otra vez, Christine y Erick se besaban detrás de las casas cercanas, eran besos intensos, salvajes, como los que se miran en las películas románticas.

Pareció lindo mientras duró, hasta que una tarde, así, de la nada, mientras jugaban con la pelota, Erick le confesó que le interesaba otra jovencita de su edad…

Él estaba tan decidido a deshacerse de Christine por completo, le confesó que no solo estaba atraído por esa chica, ellos llevaban tiempo viéndose a escondidas. Esa chica era Adriana Simmons.

¿Qué hizo Christine al enterarse, además de colapsar en llanto y soltarle un par de bofetadas a Erick? Se dirigió al supermercado y compró muchas gomas de mascar, adquirió de todos los sabores. Llevó las gomas de mascar a su boca y después de degustarlos por un largo rato, pegó todas y cada una de ellas en el cabello negro intenso de su hermana cuando dormía.

Adriana no pudo acusarla con su madre, no tuvo alternativa, ella ya era un poco mayor, por desgracia, no lo suficiente para recibir el permiso de hacerse un novio, por eso tuvo que inventar una historia falsa sobre una compañera que extrañamente se había ido de Pallbroke un día después de ese acto vandálico, esa niña le pegó todos esos chicles por la envidia que Adriana le provocaba. Lidia le creyó, estuvo con ella cuando tuvo que despedirse de su enorme cabellera para quedarse con un peinado en forma de hongo.

Adriana le prometió a Christine que se vengaría, aunque, días después del devastador ataque, ella terminó enamorada de su nuevo look. Todo quedó en paz. Lo de ella con Erick tampoco funcionó. También la engañó con alguien más.

Capítulo tres. Lidia

Para Christine, su estadía al lado de la tía Ely y el tío Miguel fue toda una aventura, ambos —pareja sin hijos por elección— disfrutaban de pasar tiempo de calidad junto a sus sobrinos. El tío Miguel —enamorado de la cocina— los convertía en su ejército de trabajo para crear toda una variedad de platillos, su fuerte siempre fueron los postres, todos estaban de acuerdo con eso; aunque sus alitas sabor búfalo y sus camarones al mojo de ajo cumplían también con las expectativas.

Por otro lado, la tía Ely —cinco años menor que su hermana Lidia, no igual de agraciada, pero con sonrisa de envidia— disfrutaba de llevarlas de compras fuera de la ciudad cada vez que le era posible, les compraba ropa, alguno que otro juguete y artículos de belleza. Christine y Adriana tuvieron sus primeras paletas de maquillaje gracias a ella.

Arturo tuvo escasas intervenciones en todos esos recuerdos de la infancia de Christine, tan pronto entró a la adolescencia, se encargó de renunciar a sus estudios para apoyar a su mamá y, al igual que ella, adquirir un empleo. Estuvieron trabajando juntos durante un tiempo como meseros en un mismo restaurante de comida rápida, luego fueron cajeros y rivales en supermercados distintos, en poco tiempo volvieron a encontrarse en un despacho contable, esa vez desempeñando roles distintos. El señor y contador Enrique Pérez le pagaba a la madre no solo por limpiar el lugar de trabajo, sino también por mantener en orden su casa, Arturo era uno más de sus secretarios, fue así durante cuatro meses, hasta que Pérez, en un momento de ocio, se sentó a conversar con Lidia para conocer más a fondo sobre su vida; él ya reconocía lo que muchos en la ciudad, sabía que era una madre soltera con tres hijos, empezando de nuevo a sus treinta y tantos años… pero desconocía que era una mujer —aunque sin carrera universitaria— que destacaba por su inteligencia, correcta manera de hablar y pasión por el continuo conocimiento. Enrique quedó maravillado ante ella, decidió generar algunos cambios en su sistema, Lidia pasó a ser otra de hacer la limpieza a convertirse en otra de sus secretarias, pocos se habrían imaginado que rápidamente escalaría para convertirse en asistente y mano derecha, algo todavía más inimaginable que se hizo una realidad, fue que con los meses se convirtió literalmente en una contadora igual o más esencial que Enrique en el despacho.

Dos meses después de que Christine cumplió los once años, se mudó junto a madre y hermanos a una nueva casa, no era muy bonita, aunque la renta era accesible y contaba con cuatro habitaciones pequeñas.

Christine se encerró en nuevas paredes —pintadas de un azul marino— que narrarían nuevas historias… esa fue la primera vez, sin las distracciones positivas de sus tíos, que pudo darse cuenta de lo mucho que su mamá se esforzaba por ellos, pasaba noches en vela dedicadas completamente a sus tareas del despacho, apresurada de casa al trabajo, y viceversa, nunca sin dejar de preguntarles qué tal se encontraban y detenerse a escuchar sus anécdotas, cuando los chicos no la estaban pasando bien, Lidia buscaba cualquier manera de cambiar la situación, costara lo que costara. Amaba verlos sonreír.

Hospedados en una colonia más silenciosa y hasta un tanto apática, nuevos personajes comenzaron a aparecer en sus vidas. Puberta y ligeramente más expresiva, Christine ahora contaba también con cuatro amigos en el salón de clases: Mary, Mau, Hugo y Tania.

Hugo en una mañana se apareció un poco extasiado y risueño delante de ella para hablarle de Uriel, uno de sus amigos del otro grupo —el «B»—,

Uriel —un gordito simpático y pecoso— quería ser novio de la rubia, le pidió a Hugo que le hiciera el favor de darle su propuesta de noviazgo; sin Christine saber qué decir, buscando nunca dañar los sentimientos de Uriel, le prometió a Hugo que lo hablaría con su mamá y al día siguiente le tendría una respuesta… y así fue, lo habló con ella mientras miraban un programa de chismes en la televisión.

—Dale una oportunidad, no te casarás con Uriel de igual modo —respondió Lidia sin profundizar en el asunto.

Fue así que la joven aceptó la propuesta de noviazgo, luego lloró mucho cuando estuvo de regreso en casa, se sintió mal porque Uriel no le interesaba en absoluto.

 

Los primeros días de su noviazgo fueron extraños, ni uno ni otro se dirigían la palabra, cada quien seguía con su vida igual que siempre, hasta que un día Uriel se acercó y la invitó a almorzar a su lado. Desde entonces, siempre se mantenían juntos en los recesos. Nunca ocurrió un beso, ni siquiera un abrazo, aunque existían las proposiciones disfrazadas, ella nunca cedió, todo eso orilló a Uriel a terminarla en menos de un mes. Christine lloró cuando eso sucedió, no por el noviazgo, lloró porqué la terminó y, de inmediato, suplanto su compañía en el receso con otra niña más. Ella lo consideraba su amigo.

El amor fue y vino en sus narices, Arturo presentaba todo el tiempo a una novia diferente, su hermana Adriana, conforme crecía más canas verdes le sacaba a su mamá, ante los ojos de Lidia se suponía que la mediana seguía sin estar en edad para tener novio, pero ella, de todos modos, los tenía, la retaba triunfante, en un abrir y cerrar de ojos eran Lidia y Christine quienes debían lidiar con esos fracasos que desentonaban en llanto y mal humor.

Otro hombre relevante que llegó a su vida fue un novio de Lidia, llamado Ricardo Venegas, tres años más joven que ella, aunque lucía mucho mayor, no era un problema, todas esas arrugas alrededor de su cutis parecían funcionar para resaltar su lado interesante. Ricardo era un tipo atractivo, siempre de buen humor, melena perfectamente peinada, ojos pequeños, pero pispiretos, dentadura como la de un artista, al igual que su bronceado natural.

Él era un amigo —también contador— de su jefe, fue así como se conocieron, ese noviazgo fue bueno durante un tiempo, miraba películas en las tardes con toda la familia, algunas veces se quedaba a cenar. Era uno de esos novios que les mandaba detallitos con Lidia a los tres de vez en cuando, los chicos llegaron a estar en su departamento en más de dos ocasiones, fue muy buen anfitrión, les llevó al campo a jugar la pelota, Christine pudo reconocer que sus pocas habilidades deportivas eran la herencia de Lidia.

Con Ricky —como la madre lo llamaba— fue que Christine también regresó al bosque, crearon su primera fogata real para hacer malvaviscos. Parecía un cuento de hadas, Christine y Ady hablaban de cómo se notaba en los ojos de Ricky todo el amor que tenía para con su madre, Venegas era un tipo de los buenos, pero también uno de tantos de los que tenían problema con la bebida, fue por eso que Lidia lo dejó, no se iba a arriesgar a pasar por algo así de nuevo.

Christine siempre pensó que, si Ricky realmente se hubiera esforzado por dejar ese mal hábito, habría florecido hasta un matrimonio. Esa siempre sería una de sus muchas suposiciones.

Capítulo cuatro. Álex

Los cuatro amigos que Christine tenía solían incluirla en todos sus planes, hasta que se fueron alejando lentamente por encontrar su desdén como constante respuesta.

Cuando se convirtió en adolescente, Christine abrazó al cien por cien su soledad, la amaba, cuando más sola se encontraba, se sentía mucho más cómoda. Llevaba prendas oscuras y su cabello dorado —suelto, extremadamente enredado y descuidado— para cualquier lado.

No le gustaba sonreír mucho, todo respecto a su apariencia estaba en un lugar de descuido, Christine escuchaba mucho rock y, al mismo tiempo, tenía una severa adicción por las películas románticas, algunas noches se devoraba más de tres seguidas.

Sus fines de semana los gastaba frente a su computadora, jugando los videojuegos de moda. La inercia estuvo con ella durante mucho tiempo… Cuando cumplió quince años, el guion de su destino comenzó a generar escenas inesperadas. Cambios drásticos. Cambios de ciento ochenta grados.

Todo comenzó cuando la familia Morris se mudó frente a su casa, de los cuatro integrantes de la familia, dos eran jóvenes: Álex y Milo. Álex era de su edad y Milo solo un año más joven que ellos.

Lidia se decidió a no perder tiempo tan pronto notó la curiosidad que los rostros nuevos despertaron en Christine, esperaba que pudiera convertirlos en buenos amigos, mucha falta le hacía, la madre decidió llevarle a la mañana siguiente para darles una cordial bienvenida a la colonia «Abraham Darby».

Milo y Álex se presentaron sin la menor intención de crear tema de conversación, saludaron por cortesía, de inmediato tomaron asiento en su sofá, a Christine no le parecieron muy buenos anfitriones, sus padres sí eran atentos, Mario y Elena Morris se disculparon por todos los libros, cuadernos, lápices y colores desordenados sobre su mesa.

—Estamos preparando nuestra clase para mañana —comentó la mujer—, somos maestros de Primaria, yo daré clases a segundo grado y mi esposo a tercero.

Lidia Corrin alardeó sobre esa noble labor, enseguida colocó sobre las manos de la nueva vecina un recipiente lleno de galletas caseras de chocolate, fingió que las hizo para ellos, no era cierto, Adriana las preparó una noche antes sin ninguna razón, la madre creyó conveniente robarlas, la ocasión lo ameritaba.

Lidia les habló también sobre su trabajo en el despacho, luego le dio a Elena un par de direcciones, como la del supermercado y la mejor carnicería de la ciudad, sin omitir sus restaurantes favoritos.

Christine se mantuvo dispersa mientras las voces amables de esas mujeres se respondían entre sí; ella analizó un poco a los chicos, Milo y Álex sostenían una conversación discreta entre ellos, de vez en cuando —los ojos enormes de ambos rostros— la observaban, jamás le obsequiaron una sonrisa. La chica lo pensó y lo pensó, por sus ropas y cada uno de los objetos en casa, ellos parecían tenerlo todo, bellos y un poco adinerados, por eso debían parecer tan engreídos. Su mamá los percibió diferente…

—Estos niños lucen muy aburridos —Lidia indicó en voz alta.

Ellos dos sonrieron tímidos ante el comentario.

—Lo están —respondió el padre sin despegar la mirada de sus apuntes—, querían que les lleváramos a conocer más de la ciudad, comprenderá, señora, que, por desgracia, lo que menos tenemos ahora es tiempo.

—Exacto, es una verdadera desgracia. —Elena hizo un pequeño puchero.

—No para Christine —dijo Lidia, mirándole con una amplia sonrisa.

Christine entró en pánico, no lo vio venir, en sus adentros solo podía negarse:

«Dios, no puede ser», «no», «no», «no», «no».

—Si ustedes están de acuerdo —Lidia buscó la mirada de los hermanos—, mi hija se encargará de darles un recorrido por Pallbroke, no permitirás que tus jóvenes vecinos pasen su tarde de sábado aburridos en casa, ¿verdad, Christine?

Todas las miradas recayeron sobre la señorita ante tal pregunta. Christine asintió de inmediato ante la presión. Los señores Morris festejaron con aplausos tan pronto los chicos les hicieron saber que el plan les gustaba. Quedaron de verse esa tarde a las cinco y treinta. Y así fue…

Antes de la cita amistosa, Christine le reclamó a su mamá por decidir en su lugar.

—Siempre se puede escapar, Christine, siempre —recalcó Lidia—…, pero seré honesta, sabía que no lo harías, y qué bueno, me da mucho gusto. —Se movía de un lado a otro en la cocina, estaba preparando pollo en salsa verde, y papas fritas—. Linda, eres una jovencita de quince años y, ¡la vida se te está yendo mientras tú estás encerrada en tu habitación! No tengo nada contra tus gustos, pero creo que estás en un tiempo ideal para equilibrar tus prioridades.