Insumisa

Text
Aus der Reihe: Narrativa #12
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa


YEVGUENIA YAROSLÁVSKAIA-MARKÓN

Insumisa

Traducción de Marta Rebón

Prólogo de Olivier Rolin

Posfacio de Irina Fliege

www.armaeniaeditorial.com

Título original: Моя автобиография

Primera edición: mayo 2018

Segunda impresión: octubre 2018

Tercera impresión: enero 2019

Cuarta impresión: mayo 2019

Quinta impresión: enero 2020

Sexta impresión: marzo 2021

Primera edicioón ebook: agosto 2021

Copyright de la traducción © Marta Rebón, 2018

Copyright del prólogo © Olivier Rolin, 2017

Copyright del posfacio © Irina Fliege, 2017

Copyright de las notas © Ferran Mateo, 2018

Copyright de la edición en español © Armaenia Editorial, S.L., 2018, 2021

Armaenia Editorial, S.L.

www.armaeniaeditorial.com

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas por las leyes,

la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

ISBN: 978-84-18994-10-4



13 Prólogo, por Olivier Rolin

21 Mi Autobiografía, por Yevguenia Yaroslávskaia

101 Anexos

103 Interrogatorio a Yevguenia Yaroslávskaia del 12 de enero de 1931

107 Sentencia

115 Extracto del acta de la sesión itinerante del consejo de la ogpu

117 Extracto del testimonio de un guardia


125 Posfacio, por Irina Fliege

La foto de esta mujer, de perfil, seria, con algo de inflexible que llama la atención de inmediato, vestida con un abrigo grueso que parece un capote de soldado, me la mostró por primera vez una anciana encantadora, hoy fallecida, en las islas Solovkí en 2012, entre otras fotos de deportados. Antonina Sotchina era historiadora, memoria viva de este lugar cuya huella, hecha de belleza y sufrimiento, no se borra una vez que se imprime en nosotros. El recinto del monasterio de las Solovkí, una fortaleza recostada sobre el mar, plagada de torres como sombreros altos de bruja y de bulbos escamosos de catedral bizantina, maléfica y magnífica, acogió, desde los años veinte del pasado siglo, lo que fue el primer campo del Gulag. En el interior de sus venerables murallas, hechas de bloques ciclópeos, comenzó a funcionar una de las grandes máquinas de matar de los tiempos modernos.

Antonina me dijo que la imagen pertenecía a una condenada a lo que en el lenguaje de la policía política se llamaba «la medida más alta de protección social». Fue ejecutada a principios de los años treinta. Durante mucho tiempo, no supe más. Seguí interesado en la trágica historia de las islas Solovkí, pero por otras razones: estaba trabajando en un documental sobre la biblioteca desaparecida del campo y escribía un libro, El meteorólogo [Libros del Asteroide, Barcelona, 2017], sobre el destino de uno de los detenidos. Sin embargo, no soy ningún experto en Rusia o en las Solovkí. Un escritor no debe ser especialista en nada. Un escritor debe ser curioso, insatisfecho, escrupuloso. En estas historias de otro tiempo, de otro país, me pareció que había lecciones que aprender que hablaban de nosotros: las esperanzas, ilusiones, leyendas, mentiras y cobardías del siglo del que procedíamos. La historia del comunismo real no concierne solo a los rusos. Mientras trabajaba en la película y en el libro, conté con la ayuda generosa y erudita de la directora de la Asociación Memorial de San Petersburgo, Irina Fliege. No sabría dar una mejor idea de ella que el retrato rápido que esbocé en El meteorólogo: «Delgada, despierta, apasionada, sin soltar el teléfono salvo para encender un cigarrillo (aunque manejara muy bien ambos a la vez), emana de ella ese entusiasmo desinteresado que embellece en ocasiones la figura del militante, tan depreciada hoy en día».

Durante todo este tiempo, nunca me olvidé por completo de la joven de la foto. En El meteorólogo, evoqué brevemente la figura de esta «mujer extraordinaria» que un día, en el campo, «se puso un cartel en el cuello donde había escrito “Muerte a los chekistas”». No podía seguir siendo un mero cliché. La fuerza, la violencia misma, que emanaba de este perfil de guerrera pedía a gritos una historia. Estos rasgos tenían que cobrar vida, hablar. Se podría pensar que fue una de esas fotos hechas por los asesinos de la gpu para identificar a sus víctimas. En realidad, fue tomada en Berlín en 1926: fue Irina quien me lo dijo. Nadie podía contarme mejor que ella quién fue Yevguenia Markón, hija de la burguesía intelectual judía de Petrogrado, esposa del poeta Aleksandr Yaroslavski, anarquista, ladrona, deportada a las Solovkí, condenada a muerte, ejecutada a los veintinueve años. Fue ella quien descubrió, en los archivos del fsb, ex kgb, su «autobiografía», escrita poco antes de su ejecución. Este es el documento que vamos a leer.

La impresión que deja es profunda y no solo porque fue escrita al borde de la muerte. Pocas veces he leído el testimonio de un alma tan proclive al absoluto (palabras antiguas, palabras como de Dostoievski: pero, ¿qué otras tendrían sentido aquí?). El absoluto de la pasión amorosa así como de la pasión política, que parecen fusionarse en el fuego de esta corta vida. Es extraordinario el pasaje donde, en unas pocas líneas, evoca el terrible accidente que la dejó lisiada, que casi olvidó mencionar: ¿qué era, en efecto, «en comparación con ese amor tan grande que era el nuestro, de esa felicidad tan deslumbrante?». Uno puede encontrar inquietante esta propensión al extremo, pero en modo alguno puede calificarse como fanatismo: «la espina del perdón universal» está siempre en ella y la aparta radicalmente de la determinación implacable del terrorista. La violencia de sus sentimientos, la fuerte inclinación de su carácter la convierten, si se quiere, en una heroína muy «rusa», pero completamente opuesta al nihilismo de Nechaiev o al Verkhovenski de Los demonios. Ella no dudaría, escribió, en matar a un chekista en el cumplimiento del deber, pero lo salvaría si se estuviera ahogando. Y piensa que los verdugos, incluso el que ejecutó a su marido, son víctimas que ella tendrá que «vengar» si sigue con vida: confieso que no entendí, al principio, la frase en forma de juramento donde ella hace este compromiso; me preguntaba si no habría un error de traducción, pero no, es eso, ella jura vengar, junto a los poetas asesinados, a aquellos que los asesinaron, porque no sabían lo que estaban haciendo.

Puede parecer también extraña su convicción de que los delincuentes eran la única clase verdaderamente revolucionaria. (Extraña y, sin embargo, puede que existan hoy creencias similares entre nosotros). Ella pretende probarlo racionalmente, sin ningún tipo de consideración estética o moral: Son la única «clase» que es seguro que nunca ocupará el poder. Su demostración aspira a la seguridad de un enunciado de física política (esta apasionada también confiesa una pasión por la ciencia). Sin embargo, está claro que su querencia por los bajos fondos, su elección por una vida de ladrona y vagabunda, obedece a una inclinación más profunda, más romántica, menos reductible al frío análisis de las fuerzas sociales. Se palpa un verdadero entusiasmo por el mundo marginal. Los ojos de un prisionero liberado durante la revolución de febrero de 1917 son tan claros que podrían pertenecer, piensa, tanto a un asesino como a un santo. La euforia que siente al robar, que describe muy bien, no responde sólo a un cálculo frío, sino a la exaltación de la vida peligrosa: «Robar me proporcionaba un verdadero placer». Su narración nos descubre un mundo de pequeños proxenetas y prostitutas, niños de la calle y pordioseros, bastante lejos del Moscú de la imaginería soviética. Su pasión la vivió con la sinceridad y el fervor que ponía en todo, reincidiendo una y otra vez con una obstinación imprudente hasta la catástrofe final. El cálculo político demostró ser completamente erróneo. Estaba terriblemente equivocada cuando vio en el inframundo al ejército irregular de la revolución permanente. Todos los grandes testimonios sobre los campos, de Solzhenitsyn a Shalámov, de Eugenia Ginzburg a Julius Margolin, son unánimes al describir a los presos comunes, los urkas, como los principales apoyos de la administración del Gulag, como los enemigos feroces de los presos políticos.

Estar equivocada no le quita valor a su coraje, que despierta admiración. Cuando ella quiere algo, lo quiere hasta el final, hasta las últimas consecuencias. Cuando piensa en algo, lo piensa y lo proclama hasta el final, sin importar el peligro que conlleve. No hay nada que desprecie más que las declaraciones que no comprometen a nada, lo que hoy llamaríamos «postureo» (y Dios sabe que ya estamos acostumbrados). La consideración del peligro no parece ser parte de su relación con el mundo. La mayoría de las víctimas del terror estalinista acabaron «confesando» crímenes imaginarios que les habían sido dictados. Pero ella, ella proclama libremente, desea registrar por su propia mano opiniones que sabe que, incluso la menor de ellas, equivalen a la pena la muerte. En el acta procesal de su interrogatorio —¡redactado por ella misma!— dice militar por la insurrección campesina, por la deserción entre las filas del Ejército Rojo, por los levantamientos en los campos e incluso por «actos terroristas aislados contra agentes de la gpu»… No sé si existe algún otro ejemplo de una intrepidez tan brillante, de una libertad tan insolentemente forjada.

 

Sekirnaya gora, el monte Sekirnaya, se encuentra al noroeste de la mayor isla de las Solovkí. La palabra gora («montaña») es un poco pomposa para designar una elevación que no llega al centenar de metros, pero en cualquier caso es bastante empinada y el punto más alto de la isla, altura desde la que descubrimos un paisaje infinitamente plano de bosques salpicados por lagos, rodeados por el mar. Allí arriba hay una iglesia coronada por un faro, rodeada por un pequeño monasterio, dedicada a la Ascensión y el arcángel Miguel. Allí era donde se llevaban a cabo las ejecuciones en la época del campo. Fue allí donde acabó la apasionante vida de Yevguenia Yaroslávskaia-Markón, un día de junio de 1931. Unos meses después que la de su marido, Aleksandr Yaroslavski, que creía en la posibilidad de la inmortalidad terrenal. Al pie de la montaña, en el sotobosque, las cruces están marcadas como «9 cheloviek», «3 chelovieka», «26 cheloviek», etc…: nueve, tres, veintiséis personas. Estas son las fosas comunes. Pero la cruz no casa con la última morada de Yevguenia, ardiente propagandista del ateísmo (y, por cierto, de familia judía), ni tampoco lo haría la estrella de chapa soviética. Aquí yace una insumisa,1 sin partido, sin Dios y sin amo.

Olivier Rolin

Una advertencia: que no os sorprenda ni os avergüence mi sinceridad. Estoy convencida de que la franqueza siempre es beneficiosa para una persona porque, por muy oscuros que sean sus pensamientos y sus actos, aun así, son mucho más claros de lo que cree su entorno. Durante mi niñez siempre pensé lo bueno que sería si los seres humanos fuéramos transparentes como el cristal y si todos nuestros deseos, pensamientos y verdaderos motivos de nuestras acciones fueran visibles, como a través de una cajita de vidrio. De ser así, todos veríamos a los demás tal como nos vemos a nosotros. Y, en realidad, nadie tiende a pensar mal de sí mismo.

Otra advertencia: esta autobiografía no es para vosotros, investigadores. (Si pensara que nadie más la necesitase, ¡nunca me habría puesto a escribirla!). Simplemente quería dejar plasmada mi vida sobre el papel, y el papel no puedo conseguirlo en ningún otro sitio que no sea la División de Información e Investigación del campo. (El papel ha desaparecido de nuestra Unión. No en vano «renace la producción y se organiza la economía»). Escribo esto para mí. No tengo ningún interés en distorsionar la realidad. Además, no tengo nada que perder. Por eso, digo la verdad sin ambages.

Nací el 14 de mayo de 1902 en Zamoskvorechie,2 en la calle Bolshaia Polianka. Crecí bajo el influjo de tres fuerzas. En primer lugar, la de mi padre,3 filólogo e historiador del hebreo, un hombre, por su mentalidad, más de la Europa occidental que ruso. Tanto en la vida como en la ciencia, amaba todo lo que era concreto, detallado y sencillo. Tenía la mirada puesta en la Edad Media, pero no en la mística Edad Media de los medievalistas filosóficos. Su interés se centraba en la vida social y cotidiana. Por ejemplo, el tema favorito de sus conferencias era el de los peregrinos judíos medievales. Su especialidad era la Alta Edad Media, con unas pinceladas de Renacimiento y de Reforma. De mi padre me viene la pasión por ese periodo de la historia y por la ciencia en general, no solo el simple deseo de adquirir conocimientos y aplicarlos a la vida, sino el amor por la ciencia como se ama algo lleno de colores e imágenes, familiar, íntimo, entrañable… De mi padre también heredé una mentalidad irónica y jovial. O, mejor dicho, eso es gracias a que, en el estudio de la filosofía, evitaba las brumas de la metafísica y apreciaba las disciplinas exactas y precisas: la lógica y la teoría del conocimiento. También heredé de él la capacidad de observación, la curiosidad por cualquier tipo de psicología y forma de vida (eso es, en parte, lo que me llevó más tarde a vivir experiencias sociales, al deseo de estudiar y aprender las costumbres de la «chusma», pero solo en parte…).

La segunda fuerza que me influyó fue el ejemplo de los hermanos y hermanas de mi madre. Era la suya una familia de intelectuales revolucionarios, participantes en los acontecimientos de 1905,4 humildes, honestísimos, fieles a sus principios hasta rayar en la estupidez, comprometidos hasta la miopía. Influenciada por ellos, empecé a sentir una dolorosa vergüenza por la apacible saciedad de la casa paterna, vergüenza por no tener que pasar hambre ni necesidades, pero, sobre todo, vergüenza por haber crecido como una «hija de mamá», a resguardo de cualquier intemperie y constantemente protegida (y me protegían de una manera imperdonable: hasta los catorce años no me permitieron salir sola a la calle, ¡e incluso para ir al liceo me acompañaba una gobernanta!). No dejaba de soñar con la felicidad de vivir en un sótano húmedo, como la hija de la lavandera de nuestro patio, de cubrirme la cabeza con un pañuelo en lugar de con un sombrero (el sombrero es la «marca de Caín» que delata el origen burgués), de correr descalza y trabajar, desde adolescente, en una fábrica… Para mí, era una decisión tomada hacía mucho tiempo que, en el futuro, me convertiría en una revolucionaria clandestina, pero tenía otro sueño todavía más dulce, un sueño secreto: el de rechazar todo lo que tuviera que ver con las inquietudes intelectuales, renunciar incluso a mi formación, abandonar los estudios, dejar a mi familia e irme para siempre a trabajar en una fábrica como una simple obrera y, por si fuera poco, casarme no con un intelectual ni con un líder revolucionario, sino con un obrero raso… De hecho, me habría ido de casa si no hubiese sentido tanta pena por mi padre y mi madre, pues yo era su única hija.

La tercera fuerza que guió mi educación fue la influencia de una gobernanta alemana que me cuidó desde los tres años. De su estricta rectitud burguesa viene mi sinceridad, que muchos consideran palabrería ingenua (¡quizá esos «muchos» tengan razón…!). Esa misma vieja alemana logró inculcarme el amor por la naturaleza, un profundo cariño por el pasado e, incluso, un sentimiento patriótico (algo extraño para una moscovita como yo) por todo lo alemán. Aún hoy, la literatura y la lengua alemanas, los paisajes de Alemania y el Rin alemán me llenan de emoción. Incluso la monarquía de los Hohenzollern nunca me ha repugnado tanto como la de los Románov… Por último, el que me educara una vieja solterona explica que nunca haya sabido vestirme con gusto y elegancia. Incluso en los primeros años de mi juventud solo llevaba prendas extraordinariamente robustas, hechas con retazos de la ropa de mi madre, vestidos un tanto toscos, de corte rudimentario y pasados de moda. Para mí, la ropa siempre estuvo relegada al último lugar de mis prioridades. La literatura y el arte, e incluso la gastronomía, me interesaban y me interesan mucho más que los más estéticos [ilegible] trapos.

Fui niña hasta los seis años… Entre los seis y los doce se formaron los tres puntos principales de mi ideario, dos de los cuales aún profeso. El primero es el del vegetarianismo. El segundo: el egoísmo absoluto («incluso cuando se sacrifica, el hombre lo hace por sí mismo, para evitar el sufrimiento y procurarse, aunque sea por un instante, el gozo de tomar conciencia de su heroísmo…»). Mucho más tarde, diez o doce años después, descubrí estas mismas convicciones en Stirner,5 cuyas obras no conocía. El tercero es que los hombres son universalmente inocentes, que nadie es responsable ni culpable de sus acciones. Una cadena de causas, que depende de la totalidad del mundo, y no del individuo, moldea el carácter de cada persona. Esta, confrontada a ciertas circunstancias, arrastra con una fatalidad implacable, y de manera ineludible, esas circunstancias, y no otras. Del mismo modo, ese al que nos referimos como «bastardo» es poco culpable de su herencia, del entorno o incluso de las circunstancias mayores, las «accidentales», como ese golpe que recibió su madre durante el embarazo, o la impresión fugaz a raíz de una conversación oída por casualidad entre desconocidos en la tierna infancia, todo ello, en suma, determinará su personalidad. Ese individuo podría compararse a una hoja impresa que, por algún motivo, sale defectuosa de imprenta… El producto defectuoso tiene que ser retirado, a veces incluso destruido, pero ¿se le puede considerar culpable? Siempre llevo en mí esa astilla del perdón universal y, aunque odio el sistema —por ejemplo, vuestro sistema «soviético»—, nunca he transmitido mi odio a las personas. Si viera ahogándose a un agente de la Cheká,6 sin dudarlo le tendería la mano para salvarlo, pero eso no me impediría, por supuesto, disparar a ese hombre en cumplimiento de su deber. Le dispararía como a un perro (o como a un agente de la Cheká, que es lo mismo). Un trapo sucio no tiene la culpa de que lo hayan utilizado para limpiar el inodoro, pero cuando ese trapo sucio ofende la vista, ¡habría que tirarlo a la basura…!

El año de mis doce a los trece fue un año perdido. Es el único en el que no me reconozco. Durante toda mi vida, tanto antes como después, fui sincera. Cuando tenía tres años mi madre ya confiaba plenamente en mi palabra de honor. Pero, de repente, a los doce, me convertí en una persona extremadamente falsa, hipócrita y, por si fuera poco, frívola. Las ideas que hasta entonces me apasionaban pasaron a interesarme solo en la medida en que podían servirme para impresionar a alguien. De hecho, dejé de pensar en todo lo que no fueran los chicos…

Un año más tarde, cuando tenía trece, me enamoré perdidamente, con apasionada sinceridad, de la idea de la revolución. Esta atracción se parecía mucho a una pasión amorosa: me causaba rubor y me sentía avergonzada cuando en mi presencia hablaban de la revolución por casualidad, exactamente igual que mis amigas cuando alguien mencionaba al elegido de su corazón… Incluso un coro débil y desafinado tatareando Dibunushka7 suscitaba en mí el mismo dulce temblor que experimenta una burguesa8 cuando oye las notas de un entusiasta foxtrot. A esa edad comencé a leer a Plejánov,9 aunque, a veces, a decir verdad, me aburría. Pero me obligaba a leerlo: ¿cómo, si no, podría convertirme en una erudita propagandista?

En el liceo no era mala estudiante, si bien un poco perezosa. Sacaba buenas notas en geografía, ciencias naturales, alemán, literatura rusa e historia. Lo que peor se me daba era la ortografía: todavía hoy no he aprendido a escribir sin faltas. Cometo errores en las cuatro lenguas que domino: el ruso, el alemán, el francés y el hebreo. Además, era famosa en el liceo por mi mal comportamiento, aunque, en realidad, ese mal comportamiento era peculiar. No hacía travesuras como los otros niños (¿Qué travesuras podía hacer si todos mis pensamientos estaban centrados en la revolución? Por eso, en clase me distraía. Parecía absorta en la resolución de un problema de álgebra, cuando, en realidad, lo que me preocupaba eran las masas trabajadoras. Así pues, como es natural, me equivocaba: donde debía ir un signo más ponía un signo menos. ¡Y, de repente, todo el problema estaba mal!). Por lo tanto, traviesa no era, tampoco promiscua (actitud a la que a menudo se refieren como «mal comportamiento» en los liceos femeninos). No, yo era diferente: consideraba mi deber ser lo más insolente posible con la dirección del liceo, no doblegarme ante nadie y defender a cualquier alumna, con uñas y dientes, si era preciso. Entendía la situación así: los profesores y la dirección representaban el poder; las alumnas, las masas oprimidas… Era una idea infantil, de una ingenuidad rayana en la estupidez y profundamente injusta, sobre todo habida cuenta de que nuestro liceo era una institución privada y cara: la mayoría de las estudiantes provenían de familias burguesas, mientras que los profesores e incluso la directora, por el contrario, eran los mejores exponentes de la clase intelectual progresista y trabajadora… Sea como fuere, me pasé tanto de la raya que, en noviembre de 1917, cuando ya se había establecido el poder soviético, me expulsaron del liceo por armar escándalo, una actitud que había tomado un cariz completamente absurdo y ridículo. No obstante, la expulsión del liceo me vino bien. Me echaron de sexto en noviembre y me esforcé al máximo durante el resto del curso escolar, hasta mayo, para preparar los exámenes de sexto y séptimo. Los aprobé y, en otoño, con dieciséis años, me matriculé en la Tercera Universidad Estatal (anteriormente Cursos Bestúzhev10). Me olvidé de mencionar que crecí y fui al liceo no en Moscú, sino en Leningrado, adonde mis padres se mudaron después de que yo naciera. Cada verano íbamos a Moscú, a casa de la familia de mi madre…

 

Ahora contaré cómo recibí y viví la Revolución. Como ya he dicho, hasta los catorce no me dejaban salir a la calle si no iba acompañada (de la gobernanta o de alguien), pero durante los días de febrero de 1917, aprovechando la confusión general, me escapé de casa: deambulé por las calles, grité «¡verdugos!» bajo el fuego de las armas, en la esquina de la avenida Nevski y la calle Sadóvaia y regresé a casa tan deprisa que nadie tuvo tiempo de percatarse de mi ausencia. Al día siguiente, por la mañana, volví a escaparme… Junto a la fortaleza Litovski11, donde el día antes habían liberado a todos los presos políticos, dos mujeres iban dando vueltas, impotentes, como gallinas cluecas: probablemente esposas de presos comunes… Desde una ventana de arriba de la cárcel una nota de papel voló y cayó al suelo. Decía: «Todos los vigilantes se han largado… Ya llevamos dos días sin comer… ¡Haced algo, liberadnos!». Y como posdata, una conmovedora cita de Nekrásov: «Acompaña al ofendido, / ve con el humillado, / sigue sus pasos; donde la angustia te hiera el alma, / donde sea difícil coger aire, / sé allí el primero en llegar…».12 Eché a correr enseguida en busca de ayuda al comité del distrito. Allí me dijeron que ya habían liberado a los presos políticos, pero que no podían liberar a los comunes. Corrí entonces al cuartel general para pedir auxilio a los soldados. Poco después, estos se abrieron paso a través de la puerta de la fortaleza con sus metralletas y luego nosotros, la turba, entramos inundando los pasadizos que conducían a las celdas. Recuerdo que fui la primera en entrar en un calabozo oscuro. En cuanto me adentré, un prisionero se me arrojó al cuello; era un tipo alto, ancho de espaldas, con una barba rubia poblada y ojos azules muy claros. Recuerdo que en ese momento pensé: «Debe de ser un asesino; los ladronzuelos, los estafadores y los criminales de poca monta no pueden tener los ojos tan claros, tan sinceros, abiertos como los de un santo…». El prisionero no dejaba de temblar entre mis brazos, lloraba de alegría y gemía con voz trémula: «¡No me lo puedo creer, no me lo puedo creer, amigos míos!».

Un ladrón de medio pelo reaccionó de manera completamente diferente a esa libertad no solicitada: «¡Eh! —decía en tono de reproche—, ya no me quedaba casi nada para cumplir mi pena. ¡Habría podido recuperar mi ropa y ahora tendré que irme de aquí con estos harapos de prisionero!».

Sin embargo, se recompensó cogiendo todas las mantas de los catres que tenía al lado, con los que hizo cuatro grandes fardos. Le ayudé a bajar dos, por lo que me dio las gracias con la galantería propia de un rico mercader y me besó la mano a modo de despedida.

Entretanto, en casa se percataron de mi ausencia. Cuando regresé, después de las exclamaciones de rigor, se resignaron a mi independencia enseguida, de un modo imprevisto. Desde entonces pude salir a la calle sola y pasar días enteros fuera de casa sin que nadie me preguntara adónde iba ni por qué… Esa misma primavera, de visita en casa de mi abuela, en Moscú, me afilié al Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia unificado, donde llevé a cabo un trabajo técnico: hacía turnos en el comité del distrito, repartía los periódicos socialdemócratas en las fábricas y los vendía en el barrio de Jamóvniki. «¡Debe de estar de moda, ahora, que las chicas vendan la prensa!», se burlaban las mujeres. Y los señoritos lanzaban miradas hostiles a los titulares de mis periódicos. Los obreros me los compraban con regocijo y simpatía… Una vez, un armenio me soltó: «¡Yo nunca comprar periódico, yo no leer ruso! ¡Compro solo por ti, señorita, por tus ojos negros bonitos…!». En otoño, de vuelta a Leningrado, rompí todo contacto con la organización.

La revolución de octubre me gustó incluso más que la de febrero. La de febrero parecía decir a cada paso: «Con permiso, ¡soy una chica honesta!». La revolución de octubre se quedó enseguida en cueros: «¡Mirad todo lo que tengo…! ¡Y vosotros tenéis lo mismo, no os andéis con remilgos! ¡Dádmelo, y sin rechistar!». (Nota para el necio agente de los órganos de investigación criminal: se trata de una metáfora literaria).

En esta época decidí empezar a pasar hambre. Por principios, me limitaba a la ración de comida reglamentaria, si bien se podían conseguir víveres en el mercado negro y, por lo demás, la mayoría de gente compraba algo, aunque fuera poco: vivir de una osmushka13 de pan al día no es fácil. Además de prepararme intensamente para los exámenes del liceo, ingresé en la escuela de arte dramático del Proletkult.14

Del hambre me puse amarilla, huesuda, parecía una vieja, como las santas de los viejos iconos, pero lo más importante es que el hambre tiene una propiedad: mortifica el espíritu con más eficacia que el cilicio la carne. En la lucha del espíritu contra la carne, la victoria es recíproca; el espíritu solo puede prohibir a la carne: «¡Alto, no te atrevas a comer! ¡No recibirás ni un solo bocado más sin que yo te lo permita…!». La carne obedece, se somete al ayuno, pero se venga cruelmente del espíritu: «Pues tú no pensarás en otra cosa que no sea en mí, no podrás pensar en nada más, ¡a partir de ahora yo seré el objeto de todos tus pensamientos!». Así ocurrió conmigo: me ceñía escrupulosamente a la ración reglamentaria de comida, pero ya no pensaba en la revolución ni en el proletariado, sino en el pan, el pan caliente, denso, sabroso, en patatas tiernas y quebradizas, en gachas de mijo… El hambre me provocaba extraños dolores de estómago, pero no desistía: ¡a fin de cuentas, muchos otros la padecían! Sin embargo, las ideas que me habían llevado a esa hambre voluntaria se volvieron cada vez más insoportables… Pensaba: si me resulta tan difícil pasar hambre a mí, que tengo las grandes ideas como alimento, ¿qué debe de ser el hambre para una persona normal y corriente, para quien el hambre no está embellecida por ningún contenido ideológico, para quien ha caído en toda esta basura revolucionaria como una mosca en la sopa? Entonces lo mandé todo al cuerno, no sin vergüenza ni remordimientos de conciencia, especialmente al principio. Dejé de alimentarme solo a base de la ración reglamentaria para comer todo lo que podían ofrecerme mis padres, que se esforzaban en cebar a su hija enflaquecida… También abandoné la escuela del Proletkult, precisamente porque era cultura proletaria… Informé a mi superior inmediato, el director escénico:

—Dejo la escuela…

—¿Por qué?

—Porque todo esto me ha decepcionado… El comunismo…

—¡Vaya, al menos eres sincera!

El director escénico se encogió de hombros.

A partir del otoño, empecé a frecuentar los Cursos Bestúzhev. Al mismo tiempo, a mi padre, que antes de la revolución trabajaba como bibliotecario investigador (como era judío no podía acceder a un puesto de profesor en la Rusia zarista), le asignaron, gracias al nuevo régimen, una cátedra en estos mismos Cursos Bestúzhev, ya rebautizados para entonces con el nombre de Tercera Universidad Estatal de Petrogrado. Solíamos ir juntos a la universidad, yo para asistir a clases, él para impartirlas… En esa época nos hicimos amigos, casi como si tuviéramos la misma edad, como hermanos. Compartíamos los mismos intereses: yo estudiaba historia medieval y literatura alemana y, como él, no vivía en el presente, sino en el pasado. Su ámbito de estudio, al igual que el mío, abarcaba dos periodos: 1) la Alta Edad Media y 2) el Romanticismo alemán del siglo xix. Heine y Hoffmann eran para mí completamente contemporáneos: mis contemporáneos.

Sin embargo, la cronología hizo que pronto me apartara de la historia, así como la lingüística me apartó de la filología. Entonces tuve que prepararme para los exámenes de las asignaturas de filosofía: lógica y psicología. Desde niña, me sentía atraída por los problemas filosóficos, pero tenía miedo de matricularme en la facultad de filosofía justo después del liceo, pues consideraba la filosofía una suerte de nebulosa mística, algo vago e impreciso. La asociaba con las corrientes «intuitivistas», «teosóficas» y otras que florecían, por ejemplo, en la Volfila15 y que siempre me resultaron extrañas… Amo la precisión en todo: «sí» es sí, «no» es no, «no lo sé» es no lo sé. Descubrí justamente eso con entusiasmo en los manuales geniales e incomparables de Vvedenski,16 con los que tenía que prepararme los exámenes. Era un sistema nítido, rigurosamente coherente —«¡No sabemos! ¡Nunca sabremos! ¡No podemos saber!»—, más claro y comprensible que el kantismo expuesto por el propio Kant, reforzado con el logicismo firme y sofisticado del mismo Vvdenski. Me cambié a la facultad de filosofía y me convertí en una discípula devota de Aleksandr Ivánovich Vvdenski, que entonces aún vivía. Me licencié en la primavera de 1922, no ya en la Tercera, sino en la Primera Universidad Estatal, a la cual se había integrado la nuestra.

Sie haben die kostenlose Leseprobe beendet. Möchten Sie mehr lesen?