Los últimos hijos de Constantinopla

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Hortense, u Hortensia, en español, como el nombre de la flor que designa, iba a ser un bello ser, aunque a veces algo frágil y vulnerable. Como se sabe, nació en el seno de una familia acomodada y de unos padres ejemplares cuyo mejor tesoro fueron sus hijos. Católicos devotos, participaban frecuentemente en obras de caridad y figuraban siempre entre los principales benefactores de las actividades de Saint Esprit.

Al llegar a Constantinopla, Giuseppe Infante había adquirido su propia dársena y había puesto en pie un importante gabinete de construcciones navales al que acudían con frecuencia los apoderados del sultán, así como representantes de las potencias europeas. Era un infatigable personaje que trabajaba con mucha seriedad y había acumulado la experiencia de varias generaciones que habían ejercido anteriormente este oficio en Malta. En casa, el estilo de vida era un poco menos austero que en la de los Ellul y el principal énfasis era proporcionar a sus hijos la mejor educación.

Joseph, el hijo mayor, fue a las mejores escuelas y, ya de niño, además del maltés, que se seguía hablando en familia, sabía hablar francés, italiano, inglés y griego. Su hermano Nicola, por su parte, no era tan estudioso y aprendía con dificultad. Las niñas eran más pequeñas. Redonditas y siempre con una sonrisa, parecían dos pequeñas modelos, vestidas siempre con la ropa más bonita, encajes, bordados, gorritos con flores, zapatitos de seda; en definitiva, dos auténticas muñecas. La naturaleza, además, las había dotado de una predisposición al buen humor y una gracia irresistible. Ambas lucían un cutis de porcelana, con las mejillas ligeramente sonrosadas. Tenían pequeños ojos negros llenos de brillo y vivacidad. De sus gorritos primorosos asomaban unos bucles que adornaban sus suaves facciones y caían hasta sus hombros. Hortense, en cuanto supo andar, desarrollaba una actividad incesante que sorprendía y hacía sonreír a todos los que seguían sus movimientos. Joanna, más guapa y estilizada, tenía un temperamento mucho más plácido. Las dos se entendían maravillosamente bien y jugaban juntas todo el día.

Cuando nació Emilio, en 1891, Hortense ya tenía 6 años cumplidos y estaba encantada de tener un hermano más pequeño al que cuidar. Muchas veces se negaba a jugar con su hermana para poder estar con él. Biaggio fue el último hermano y, aunque todos ellos se querían y adoraban, sería con él con quien Hortense se sentiría más unida. Como todos los niños, Hortense se despertaba temprano y empezaba el día cantando y riendo y haciendo travesuras. Se acercaba a despertar a sus padres cubriéndoles de besos y metiéndose en su cama pero, como enseguida se aburría, acudía corriendo a la habitación de sus hermanos y pronto provocaba y participaba encantada en una pelea de almohadas. No tardaban mucho en llegar las ayas indignadas, intentando restablecer el orden. Gran dormilona, la única ausente en esta fiesta era Joanna, permaneciendo pegada a las sábanas. Hortense volvía a la habitación que compartía con su hermana y empezaba a hacerle cosquillas.

—Con que todavía en la cama, ¿eh, pillina?

Joanna, con su buen humor de siempre, abría los ojos llenos de sueño y empezaba a partirse de risa. De nuevo los gritos y juegos de los niños alertaban a las ayas, que entonces intentaban imponer su férrea disciplina: rápido, a lavarse, a vestirse, desayunar y salir de paseo al parque. Pero en ese momento llegaría Concetta para salvarles de tales penitencias. Le encantaba estar rodeada de sus hijos a pesar de la confusión y el desorden que sembraban por toda la casa. Las ayas se quejaban de su indulgencia y sacudían la cabeza con cierta desaprobación. ¿Cómo educar a estos seis pequeños sin un mínimo de disciplina? ¿Y cómo domar a Hortense, aquella niña con un corazón de oro pero tan llena de vida y de voluntad a la que nada parecía resistírsele? Era un pequeño torbellino de energía que a todos dejaba agotados. Giuseppe, su padre, intentaba tratarla con más seriedad, pero ella siempre terminaba saliéndose con la suya.

Los Infante eran una pareja de espíritu abierto y querían asegurar, como ya se ha dicho, una buena educación tanto para sus hijos como para sus hijas. A los 7 años Joanna comenzó a acudir a la escuela de Saint Benoit. Hortense, más pequeña, echaba de menos a su hermana y empezó a aburrirse en casa. Pronto le llegó su turno y se incorporó con mucho entusiasmo. Sus informes escolares eran realmente prometedores. Eran informes que insistían en su destreza manual, en su inventiva y buena disposición. También alababan su apariencia muy aseada. Desde bien pequeña, era una especie de sirenita, siempre bañándose y perfumándose con colonia y talco. Era muy escrupulosa con sus vestidos y le molestaba la más mínima mancha.

Sin embargo, cumplidos los 14 años, Hortense comenzó a perder interés en los estudios. Y siendo una niña precoz, el limitado programa escolar para niños le resultaba aburrido. Su gran vivacidad e imaginación parecían llevarle en otra dirección. Hortense anhelaba convertirse en diseñadora de moda de la alta costura de París, que tenía tanta fama. Un día no pudo resistir la tentación de abordar el tema con sus padres, y lo hizo sin rodeos:

—Ya no quiero ir a la escuela. Quiero estudiar costura y diseño.

Sus padres se quedaron boquiabiertos. Los informes escolares seguían siendo buenos y hasta entonces ella nunca se había quejado.

—Pero, Hortense, ya sabes coser, bordar, hacer encaje y croché —le explicó su madre.

—Eso no es nada, Mamá, yo quiero aprender bien el oficio y ser una gran modista, une grande couturière.

Pero sabían que de todas formas Hortense terminaría casándose.

La joven se había arrodillado ante su padre pidiendo insistentemente y con lágrimas en los ojos que le permitiera cambiar sus estudios. Siempre cauto, pero muy sensible a los deseos de su hija, le acarició con suavidad la cabeza, le secó las lágrimas y le prometió pensar sobre el asunto.

Transcurrieron unas semanas en las que Hortense se mostraba inconsolable. Lo hacía todo como antes, pero maquinalmente, absorta en sus pensamientos. Mientras tanto, los Infante pedían orientación a la maestra de Hortense, quien les ofreció un buen consejo:

—Su hija Hortense es una joven muy precoz y madura. Sabe lo que quiere y hay que dejarla estudiar lo que realmente le gusta. No es una niña que pierda el tiempo y logrará todo lo que se proponga. Tiene una voluntad de hierro —opinó la hermana de Saint Benoit, quien conocía a Hortense desde los siete años.

Los Infante empezaron a buscar entonces una buena escuela de diseño y costura. Eligieron una francesa, en el barrio de Usküdar, que gozaba de cierta fama. No se encontraba cercana a la casa, pero Hortense tenía su propia doncella, quien antes ya había sido su aya, y que ahora le servía también de carabina. El día en que por fin sus padres le dieron la buena noticia, Hortense recuperó su alegría de antaño y comenzó una nueva vida. Así, mientras Joanna seguía con la rutina de la escuela, Hortense se desplazaba cada día en coche de caballo a su academia de diseño, corte y confección.

Los primeros días resultaron duros, para Hortense, que nunca había encontrado obstáculos en su camino. Casi todas las alumnas eran de origen humilde y la miraban con cierta envidia y recelo. Madame Olivier, la directora, tampoco estaba segura de querer tener entre sus alumnas a una joven de familia rica que podría resultar caprichosa y crear mal ambiente entre el alumnado. Pero con su tacto, respeto y gentileza, Hortense mostró poco a poco que era todo lo contrario. Escuchaba con la máxima atención y hacía exactamente todo lo que le decía Madame Olivier, y además lo realizaba con esmero y a la perfección. Aprendía con una facilidad asombrosa y tenía unas manos de hada. No tardó mucho tiempo en ganarse la admiración de su maestra, quien nunca había tenido una alumna tan prometedora y aplicada. Poco a poco también supo vencer la desconfianza de sus compañeras, pues siempre estaba dispuesta a ayudarlas a mejorar y, finalmente, a lograr los mismos resultados que ella. Madame Olivier apenas podía creerlo. Desde que Hortense había llegado, sus clases eran más amenas y todas trabajaban como abejas en una colmena. Estaban tan entregadas a su trabajo que apenas hablaban entre ellas, excepto para hacer algún comentario relevante o una recomendación. Hortense había encontrado su ambiente y estaba feliz.

Los cursos de la academia duraban cuatro años. La mayoría de las alumnas seguían solamente los dos primeros años, lo que les daba una base práctica bastante sólida para ofrecer sus servicios a las grandes modistas. Los dos últimos años se dedicaban al diseño y la innovación. Hortense esperaba con ansia llegar a esa etapa, que era la que verdaderamente le interesaba. La joven había heredado una parte de la maestría de los Infante como constructores, solo que, en su caso, en lugar de diseñar y construir barcos, ella quería diseñar moda. Tenía un ojo que medía a distancia, que captaba el arte de la costura, y que imaginaba lo que iba mejor para cada cuerpo y para cada ocasión, un talento que la acompañaría el resto de su vida.

Cuando por fin comenzó a diseñar sus propios modelos, dio rienda suelta a su desbordante imaginación y dejó sorprendida a la propia Madame Olivier. Bastaba con que le diese un retal para que ella hiciese el uso más acertado y el diseño más elegante. Al tener la habilidad de diseñar sus propios vestidos, era la envidia de todas sus amigas. Tampoco le faltaban modelos voluntarias para ensayar todas las ideas que iban surgiendo. Hacía poco que las dos hermanas de Concetta, Nata y Notsi, habían llegado a Constantinopla. Nata, que era comadrona, estaba casada y no tenía hijos. Y Notsi tenía un hijo llamado Zacarías y tres hijas: Violeta, Antoinette y Catherine, cada una más dispuesta que la otra a que su prima Hortense les diseñara sus vestidos. Hortense, encantada, las llevaba a las mejores tiendas de telas, donde hallaban retales a buen precio, telas que resaltaban la belleza de cada una. A pesar de tener sus propios gustos y preferencias, ellas dejaban a Hortense tomar la decisión sobre el diseño, sabiendo que ella sabía resaltar lo más positivo en ellas.

 

La casa de los Infante se convertía a menudo en una especie de taller de corte y confección bajo la dirección de Hortense. En una habitación se guardaban las telas, en otra se tomaban las medidas, se cortaba y cosía y en una tercera estancia se hacían las pruebas. Hortense pasaba parte de sus horas libres instruyendo a sus primas a coser lo que ella misma había diseñado y cortado. Al final se realizaba una especie de gran desfile ante toda la familia para mostrar los modelos, vestidos por sus propias dueñas. En tales ocasiones coincidían a veces visitas de amigas íntimas, como las de María y Argento Ellul.

Ellas, que ya conocían a Hortense desde que era un bebé, sentían por ella mucho cariño y veían cómo estaba convirtiéndose en una verdadera mujercita llena de ingenio. María y Argento solo tenían varones en casa y echaban de menos la compañía femenina. ¡Cuánto le hubiera gustado a Argento haber tenido una hija como Hortense o Joanna para dar otra alegría a la casa! Argento, con su gran interés por la moda, inculcado por su familia desde la más temprana edad, sentía que Hortense tenía un gran talento.

Si hubiera nacido medio siglo más tarde y en otro país, hubiera podido crear su propia casa de diseño. Pero aquellos eran otros tiempos, en los que la iniciativa femenina encontraba obstáculos por todas partes. Pese a su apertura liberal, en una familia como los Infante hubiera sido inconcebible que una mujer estableciera su propio negocio y se hiciera independiente gracias a su trabajo.

Así pues, al mismo tiempo que los padres la animaban y se sentían orgullosos de los logros de Hortense, también la frenaban. Ella se daba cuenta de que no podía aspirar a más y se contentaba pensando: «Con tal de que me dejen seguir adelante con mis creaciones, me sentiré satisfecha». Tampoco le quedaba demasiado tiempo para reflexionar sobre su suerte. Los Infante tenían un apretado programa social, con toda clase de invitaciones a casas de otras familias maltesas y extranjeras, bailes, conciertos, salidas al campo, viajes a las islas y, sobre todo, presencia en las misas dominicales y otras actividades organizadas por las parroquias católicas.

Desde pequeña Hortense estaba acostumbrada a ver a la familia Ellul sentarse al lado de los Infante en la misa de los domingos, en la catedral de Saint Esprit. Los hijos de ambas familias habían jugado juntos de pequeños y eran muy amigos. Joanna y Hortense eran las únicas niñas y, por lo tanto, dejaron de jugar con los niños una vez que se habían hecho mayores. Ellas les miraban de lejos con cierta envidia, y era Hortense la que más protestaba.

—No comprendo por qué los chicos nos excluyen de sus conversaciones… ¡Valientes caballeros! —decía con no poco desprecio y para consolarse a sí misma.

Hortense tenía ya 18 años y se sentía muy mayor ahora que estaba a punto de terminar el cuarto año en la escuela de diseño. En realidad, ni ella ni Joanna sabían lo que iba a ocurrir después. Siendo de temperamento tranquilo, esto no preocupaba a Joanna, pero Hortense ya estaba dándole vueltas a la cabeza y empezaba a sentir cierta insatisfacción. «Algo tendré que inventarme», pensaba ella.

IV

Mientras tanto, seguían produciéndose altibajos en la política y en la economía otomana. El reinado de Abdul Hamid II comenzó en 1876 y se prolongó hasta 1909. Lejos de liberalizar el Imperio, organizó su centralización para asegurarse un mejor control. Continuó desarrollando el ejército y la administración. Creó la gendarmería, fomentó las comunicaciones introduciendo el telégrafo y el ferrocarril y poniendo en marcha un elaborado aparato de espionaje, todo lo cual le permitía monopolizar el poder y aplastar a la oposición. Por otro lado, también introdujo avances en la educación y renovó la universidad.

Sin embargo, la tarea del sultán rozaba lo imposible. Para gobernar tenía que mantener la mirada fija en Europa, África, Asia, y tener contentas a diez religiones, cincuenta etnias y un centenar de sectas. La avalancha de acontecimientos adversos le hacía perder cada vez más el control de la situación. El mapa del Imperio Otomano estaba cambiando constantemente. Constantinopla había perdido autoridad sobre Túnez en 1881, invadida por Francia, y sobre Egipto ocupada por Gran Bretaña en 1882. Eran años llenos de incertidumbre y temores para los extranjeros de Constantinopla, que presenciaban con aprensión cómo la balanza se inclinaba a veces hacia un lado y a veces hacia el otro. El Imperio Otomano no lograba ponerse a salvo de las aspiraciones de Rusia, Inglaterra, Francia y Austria, que le acechaban como buitres a punto de caer sobre su presa. Prusia tampoco era ajena a estas maniobras.

Antonio Ellul mantenía largas conversaciones sobre la situación con su íntimo amigo, Giuseppe Infante. Después del trabajo en la oficina, se reunían para fumarse una pipa e intercambiar impresiones. Era el año 1887 y la visita del káiser Guillermo II era inminente.

—El acercamiento del Imperio a los alemanes es preocupante —comentó Antonio.

—Desde luego. Más que preocupante, es peligroso. Pero el sultán hace bien. Europa está despedazando lo que queda de su Imperio y él intenta defenderse —aclaró Giuseppe.

—Amigo mío, nadie lo discute. Tienes razón. Conviene ver el otro lado de la moneda, pero somos súbditos británicos. ¿Qué será de nosotros si Inglaterra pierde terreno? —Se produjo un largo silencio—. Somos meros títeres de un futuro imprevisible. Además, va a haber un gran desfile militar para dar la bienvenida al káiser a la entrada de Dolmabahçé. Dicen que desfilará una guardia de honor de cien hombres. Sin embargo, lo que más le impresionará será el interior del palacio —dijo Antonio imaginándose aquel mundo de esplendores.

—Por supuesto —asintió Giuseppe—. Las dos o tres veces que el sultán me hizo el honor de llamarme, me quedé maravillado por las fantásticas alfombras de Esmirna, los ornamentos gigantes de plata maciza, los enormes y magníficos jarrones de China y de Japón y las pinturas del ruso Aivasovski. Pero volviendo a la bienvenida al káiser, por lo visto se está preparando una cena para cuatrocientos invitados en la sala Baïram, con cubertería y candelabros de oro… Y seguramente el café se servirá en tacitas de oro y diamantes…Y todo esto cuando el Imperio está a punto de desaparecer —murmuró Giuseppe con amargura.

Los temores de Giuseppe eran bastante fundados, pero todavía no había llegado el momento.

Después de la ilustre visita llegó a reconocerse que el káiser había ofrecido una alianza y ayuda militar. Además se firmó un acuerdo para desarrollar el ferrocarril en Asia Menor y Mesopotamia y conectar las ciudades santas de Meca y Medina, todo lo cual desconcertaba a las demás Potencias.

Dos años más tarde, en 1889, Antonio Ellul y Giuseppe Infante seguían con sus pequeñas tertulias. Para estar más tranquilos y no preocupar a sus esposas y familia, se reunían en el despacho de Antonio, cerca de la Torre de Gálata, al lado del centro comercial y en las inmediaciones del puerto.

—¿Cómo crees que se van a resolver estos incidentes entre kurdos y armenios? —preguntó Antonio.

Giuseppe tardó tiempo en contestar.

—¡La situación es tan imprevisible! Todos claman por su independencia, en particular los cristianos, que han estado bajo el yugo otomano durante tantos siglos —dijo Giuseppe por fin.

—Pero los kurdos, que no son cristianos, tampoco se entienden con los turcos, que les llaman «la raza diabólica» —repuso Antonio—. Lo que es realmente preocupante es que razas y religiones que antes vivían juntas ahora se vuelvan intolerantes. Tarde o temprano la lucha entre musulmanes y cristianos también se agudizará en Constantinopla. Ese será el día en que tendremos que irnos de aquí.

Hubo un largo silencio en el que cada uno reflexionó con pesadumbre sobre aquel porvenir tan incierto que se cernía sobre ellos y sobre sus familias.

De repente se oyó un rugido sordo que parecía venir de las entrañas de la tierra. Los cuadros y las lámparas empezaron a balancearse de un lado a otro y en cuestión de segundos aparecieron grandes grietas en las paredes.

—¡Salgamos de aquí, rápido! —gritó Antonio, empujando a Giuseppe hacia la escalera.

Solo tenían que bajar una planta pero, con la tierra temblando bajo sus pies, les pareció una eternidad. Sin despedirse, Giuseppe fue corriendo a su casa en Harbiyé y Antonio se dirigió al embarcadero de Karaköy para intentar cruzar a Moda. Era el principio del terremoto de 1889. El Gran Bazar se desmoronaría y en la ciudad se producirían muchas víctimas durante los diez días que duraron los temblores. Desde los minaretes se oía a los almuecines entonando la azora del seísmo, un capítulo del Corán. Desesperada, la gente se aventuraba a pasar por encima de las grandes fracturas que había en la tierra en busca de espacios abiertos que entrañaran un peligro menor.

Antonio y Giuseppe habían logrado llegar a sus casas sanos y salvos. En ninguna de las dos familias había habido víctimas. Sus casas sí que habían resultado afectadas, sobre todo la de los Infante en Harbiyé, pero en tales circunstancias consideraban que no haber perdido a ningún ser querido ya era una gran suerte de por sí.

Esta catástrofe natural fue como un presagio de los desastres políticos que iban a ocurrir en los años venideros. En el verano de 1894 los armenios se levantaron en la región de Sasiun y acosaron a las tribus kurdas. Para apaciguar a los kurdos, en 1889 el sultán los había incorporado en el ejército otomano, creando para ellos un cuerpo especial que llevaba el nombre de la familia del sultán, el Hamidié. Ese mismo cuerpo, que al parecer había sido creado precisamente para reducir la tensión, masacró a dos mil armenios en una iglesia en Urfa. Se culpó a Abdul Hamid de aquel terrible hecho y la prensa internacional le puso el nombre del «Sultán Rojo» por esta hostil represión contra los armenios.

Intensos acontecimientos hacían temblar no solo a los territorios del Imperio, sino también a Constantinopla y a sus habitantes. La masacre de los armenios había creado mucha tensión en la capital. La oposición al sultán crecía de día en día.

Antonio y Giuseppe se reunían a veces en el famoso restaurante europeo Tokatliyan, en Pera, frecuentado por intelectuales y liberales.

—Se rumorea que hay un complot para destituir a Abdul Hamid y volver a colocar a su hermano mayor, Murad, en el trono —le dijo Antonio a Giuseppe al oído. Los dos viejos amigos se habían sentado en una mesa en el medio para poder escuchar las conversaciones de alrededor e intentar atisbar el rumbo de los acontecimientos.

De repente hubo un silencio general. Se habían oído unos disparos que venían del cercano Banco Imperial Otomano, un edificio de mármol y bronce que dominaba desde lo alto los barrios de Pera y Gálata. La puerta del restaurante se abrió bruscamente.

—¡El banco está siendo atacado! —anunció un desconocido antes de desaparecer.

Los comensales salieron precipitadamente del restaurante. La gente se dirigía hacia el banco, aterrorizada y sin embargo atraída como por un imán. Giuseppe y Antonio se habían acercado lo suficiente como para ver numerosos cadáveres en las escaleras, en todo alrededor y en las calles vecinas al importante edificio.

—¿Y nosotros qué debemos hacer? —La pregunta de Giuseppe reflejaba su desesperación y constante preocupación por la suerte de su familia.

—Esperar —contestó Antonio mirando fijamente al vacío y sin apenas convicción—. Si nos marchamos a Malta, lo perderemos todo.

—¡Vámonos a casa antes de que se extienda la lucha! —gritó Giuseppe, sintiendo el peligro de cerca.

—¡Sí, vámonos antes de que sea tarde!

Sin más, los dos se separaron pensando ambos que tal vez no volverían a verse y con la preocupación de la familia.

Los días que siguieron fueron inolvidables. Los comercios y oficinas permanecieron cerrados y toda la ciudad estaba paralizada. Se decía que el atentado contra el banco había sido organizado por los armenios. Se creó un contramovimiento que organizó a los carniceros en el Comité de la Masacre. Primero señalizaron las puertas de los armenios en su barrio y luego fueron casa por casa sacándoles y llevándoles a las carnicerías, donde les cortaban las manos.

 

—¡Patas de cerdo a la venta! —bromeaban los carniceros entre sí.

Los armenios que podían huir lo hacían al barrio griego de Tatavola buscando refugio. Allí los griegos declararon que protegerían a los refugiados y colocaron barricadas en las calles.

La ciudad necesitó tiempo para recuperar su aspecto normal. Antonio Ellul y Giuseppe Infante por fin volvieron a abrir sus oficinas y no tardaron en buscarse el uno al otro.

—¿Crees que los criminales fueron unos mandados del sultán? —preguntó Antonio a Giuseppe.

—Esa es la pregunta que nos hacemos todos. Yo me inclino más bien por pensar que Abdul Hamid ya no controla la situación y es, en gran parte, victima de las circunstancias y de las constantes intrigas que le rodean —opinó Giuseppe.

—Bien puede ser… —corroboró, reflexivo, Antonio—. Lo peor es que si el Sultán Rojo llega a ser destronado, no se sabe si su sucesor no resultará aún peor.

Poco después, a pesar de lo acontecido y para demostrar a las grandes potencias que el sultán no agachaba la cabeza, Abdul Hamid organizó fiestas espectaculares para celebrar el jubileo de su reinado. A pesar de llamarle el Sultán Rojo, los extranjeros invitados a sus suntuosas fiestas se empujaban y agolpaban para disfrutar del espectáculo mágico que ofrecían las cúpulas iluminadas de la ciudad, los infinitos minaretes, los grandes palacios y embarcaciones de toda clase adornadas por farolas venecianas.

Desgraciadamente, la alegría que llenó los corazones de los cansados habitantes de la ciudad duró bien poco. Creta se había sublevado, lo que derivó en sangrientos enfrentamientos entre otomanos y griegos. Cuando se firmó la paz en 1897, los otomanos fueron obligados a devolver casi todos los territorios que habían recuperado de Grecia.

Aun así, curiosamente, Constantinopla, lejos de ver paralizarse el flujo de visitantes extranjeros, seguía ejerciendo una gran atracción. Acudían por el famoso Orient Express, inaugurado pocos años antes, y se alojaban en el Pera Palace, reconocido como uno de los hoteles más lujosos del mundo. Entre otras muchas maravillas, venían a visitar el Museo Arqueológico en el viejo Sarail (o palacio) que había añadido a sus colecciones valiosos sarcófagos, estatuas y bajorrelieves de la antigua Grecia, Roma, Egipto, Sumer y Bizancio.

—¡Quién pensaría que estamos viviendo el final de una gran época! —se lamentaba Giuseppe.

—Tienes razón. No debemos dejarnos engañar por las apariencias. Los que vivimos aquí desde hace varias décadas sabemos que nuestros días están contados. Y también lo saben los extranjeros que vienen de visita. El Imperio todavía guarda parte de su esplendor y quieren contemplarlo antes de que desaparezca de una vez para siempre. Por eso Constantinopla todavía tiene visitantes tan ilustres como el shah de Persia, el presidente americano Grant, el presidente francés Poincaré o los príncipes japoneses. Esta mañana, el periódico habla de la llegada inminente del káiser Guillermo II, que vuelve a Constantinopla por segunda vez. Dios sabrá por qué… —terminó diciendo Giuseppe.

—Otro mal presagio para nosotros —contestó Antonio con un gesto de preocupación.

—Lo que vemos aquí es solo una parte de la situación. Por supuesto que la capital se ha modernizado con sus calles pavimentadas y su alumbrado de gas. La agricultura ha pasado de la etapa medieval a la moderna y se están conservando y manteniendo los recursos forestales. Hay cada vez más inversiones extranjeras y se ha mejorado el sistema fiscal. Se ha introducido el telégrafo y el cinematógrafo. Constantinopla tiene bien poco que envidiar a las capitales europeas. Sin embargo, el Sultanato depende cada vez más de las potencias europeas y, para intentar compensar, ha centralizado todo el poder en sus manos, se ha vuelto Abdul Hamid déspota y ha provocado una oposición cada vez más fuerte —finalizó Giuseppe.

Un clima de enorme tensión pesaba sobre los extranjeros que vivían en Constantinopla a finales del siglo xix y veían que el futuro se hacía cada vez más incierto. Aunque la comunidad maltesa continuaba teniendo buenas perspectivas, sabía que el final de aquella bonanza estaba cerca.

Pese a este paisaje de claroscuros, a principios del siglo xx los Ellul tuvieron un motivo de gran satisfacción. Habiendo servido con éxito durante tantos años al gobierno del sultán Abdul Hamid, habían obtenido un firman, un tipo de concesión para efectuar obras especiales en el puerto de la ciudad. Así, los Ellul pasaron a ser los responsables de la construcción del muelle de Sarail Burnu y del rompeolas frente a Haydar Paça, entre otras obras de las que hoy no tengo una constancia exacta. Aunque la familia era poco dada a las fiestas y celebraciones, por primera vez Argento logró convencer a Antonio y a sus suegros para organizar una gran recepción.

Hortense acababa de cumplir 18 años y había diseñado uno de sus magníficos modelos, que habría de lucir en aquella ocasión. A pesar de todo se sentía algo vacía e indiferente a su entorno. Ya había terminado los cursos de la academia de Madame Olivier. Hubiera querido seguir acudiendo, pero fue su propia maestra quien le dijo:

—Querida niña, tú ya lo sabes todo. No quiero que te quedes aquí para aburrirte. Seguramente el destino te reserve ahora otras oportunidades. —Con lágrimas en los ojos le había dado un fuerte abrazo y se había despedido de la joven.

Mientras se preparaba para asistir a la recepción, estas palabras todavía resonaban en sus oídos. El timbre de la casa rompió bruscamente el hilo de sus pensamientos. Habían llegado sus tías Nata y Notsi. Hacía algún tiempo que Nata se había separado de su marido. Nadie hablaba de ello y no había que hacer preguntas indiscretas. Una separación estaba mal vista. Al contrario, Notsi y su marido maltés estaban muy unidos y orgullosos de sus tres hijas, Violeta, Antoinette y Catherine, que aparecieron espléndidamente vestidas con modelos diseñados por Hortense. Zacarías, su hermano, las acompañaba con su habitual alegría. Él no parecía sentir vocación alguna por ningún oficio que estuviera relacionado con el mar. Al contrario, su sueño era llegar a ser bombero y estar siempre corriendo de un extremo a otro de la ciudad con su equipo contra incendios; un sueño que, curiosamente, se haría realidad pocos años después.

Los primos se abrazaron y empezaron a hablar todos a la vez. Mientras tanto, Concetta dirigía las últimas instrucciones a los criados y daba los toques finales al traje de etiqueta de su marido. Giuseppe, siempre tan distraído, se sentía muy incómodo con todos estos preparativos, pero no se atrevía a quejarse. Concetta tenía un corazón de oro pero no había quien le llevase la contraria. Después de sus diecisiete embarazos, la figurita que había tenido de joven había cedido a la de una señora bien llenita. Ella era la única que no acataba las recomendaciones de Hortense sobre cómo tenía que vestirse. Concetta había elegido un traje que la hacía incluso más bajita y redonda, y había completado su atuendo con un sombrero que resultaba algo grande y sobrecargado de plumas. Hortense estaba mirándola con desaprobación, cuando su madre se volvió hacia ella:

—¿Pasa algo, Hortense? —le preguntó con un tono severo que no admitía réplica alguna.

—No, no, nada —contestó Hortense bajando la mirada.