Buch lesen: «No Soy Como Tú Querrías»

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Victory Storm

Índice

  Cubierta

  No soy como tú querrías

 NO SOY COMO TÚ QUERRÍAS

 Prólogo

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NO SOY COMO TÚ QUERRÍAS
Victory Storm

De la serie «El hombre adecuado en el momento equivocado»

Texto copyright © 2021 Victory Storm

Correo electrónico de la autora: victorystorm83@gmail.com

http://www.victorystorm.com

Traductor (Italiano a español): Miquel Gómez Besòs

Editorial: Tektime

Este es un trabajo de ficción. Los nombres, personajes, organizaciones, lugares, eventos e incidentes son producto de la imaginación del autor o se usan ficticios.

Todos los derechos reservados. Ninguna parte del libro puede ser reproducida o difundida por ningún medio, fotocopias, microfilm u otro, sin el permiso del autor.

Portada: diseño gráfico Victory Storm | Enlace: https://stock.adobe.com

SINOPSIS

Tal vez no debería haber salido de casa con esa ropa interior tan sensual bajo el abrigo en pleno invierno.

Tal vez no debería haber visitado a mi novio en la oficina, aunque fuera el día de San Valentín.

Tal vez no debería haberme desnudado delante de él sin estar segura de que estábamos solos.

Tal vez podría haber evitado que lo despidieran, haciendo que perdiera lo que Stefan consideraba el trabajo sus sueños.

Tal vez todavía seguiríamos juntos.

Pero, en fin, han pasado siete años desde aquel día.

He crecido. He cambiado.

En resumen, Stefan ya me había hecho sentir bastante culpable después de dejarme y desaparecer por lo que había hecho.

Ahora no puede volver y pagarme con la misma moneda, ¿verdad?

No me van a despedir, ¿verdad? ¿Verdad?

Prólogo

«¿Te has vuelto loca?», soltó Stefan con cara de sorpresa mientras yo me desabrochaba el abrigo.

«Este es mi regalo de San Valentín», susurré con voz seductora dejando caer al suelo la prenda y mostrándome a él.

«¡Estás loca, Eliza!», balbuceó excitado mientras su mirada recorría ávidamente mi ropa interior de leopardo, mis medias y, finalmente, mis zapatos de tacón de aguja del mismo color que mis bragas. Únicamente la excitación por esta locura me impedía temblar de frío o ir a ponerme algo más cálido.

«Vístete. Inmediatamente». Noté como se ponía nervioso mientras avanzaba hacia él, pero lo ignoré.

«No has venido a mi cena especial de San Valentín, así que he pensado en venir yo a ti», le susurré al oído, haciendo que mi cuerpo se aferrara al suyo y disfrutando del bulto en sus pantalones, apretándolo contra mí.

«Eliza, estoy trabajando. Ya te lo he explicado. Después de dos años trabajando aquí, finalmente he conseguido el ascenso que deseaba desde hacía tanto tiempo, y ahora tengo esta bonita oficina para mí solo...».

«Me alegro», susurré temblando de deseo mientras empezaba a desabrocharle la camisa.

«Si alguien nos descubre...».

«No te preocupes. No hay nadie. Lo he comprobado».

«No puedo arriesgarme a que me despidan. Me gusta demasiado este trabajo».

«Lo sé muy bien», siseé irritada. Yo, en cambio, odiaba su trabajo. Me gustaba verlo vestido con un traje detrás de un bonito escritorio, pero no podía soportar la cantidad de horas que le dedicaba. Horas sustraídas a la aquí presente, que ya había tenido que dejar de lado las tres tardes por semana de gimnasio y los estudios. Después de ese ascenso, pasar tiempo con Stefan se había vuelto cada vez más difícil.

Llevábamos seis meses juntos y me divertía con él porque, aunque era tres años mayor que yo, era siempre tan tímido e inseguro que me hacía enternecer y me incitaba a hacer locuras como salir a mediados de febrero con tan solo la ropa interior y un abrigo para ir a darle esa sorpresa improvisada al trabajo.

Era la primera vez que lo iba a ver a la oficina y estaba emocionada.

«Vístete, por favor. Y espérame en mi casa», me suplicó Stefan mientras trataba de ponerme el abrigo y yo seguía desnudándolo y marcando su pecho enjuto y poco musculoso con un rastro de besos rojos, gracias a mi nuevo pintalabios de femme fatale .

«Stefan, déjate llevar por una vez, ¿vale?», le solté, nerviosa por su manía de querer tenerlo siempre todo bajo control.

«Si nos descubren, yo...», intentó convencerme, pero le hice callar con un largo beso.

Stefan seguía tenso, así que le metí la lengua en la boca y dejé que mis dedos pasearan por su hermoso pelo rubio ceniza oscuro que armonizaba a la perfección con sus ojos color avellana con reflejos dorados y verdes.

Aunque Stefan no era el hombre perfecto, a mí me encantaba tal y como era; con su estatura de jugador de baloncesto, su cuerpo escultural pero enjuto y delgado; su maravilloso rostro, siempre afeitado y arreglado; su manera de ser, algo nerviosa e insegura, pero también protectora y afectuosa; su sentido del deber y sus complejos, debidos a su estatura y delgadez. Finalmente, me parecía divertido y excitante que yo hubiera tenido más experiencias sexuales que él, a pesar de que yo solo tenía diecinueve años y él, veintidós.

Estaba enamorada de él.

Era mi primer San Valentín con un chico y quería hacer algo extremo, pero, sobre todo, había decidido que esa noche le confesaría que lo amaba.

«No me has dicho si te gusto», le pregunté cuando finalmente sentí que estaba más relajado.

«Por supuesto que me gustas, Eliza», suspiró Stefan con desesperación mientras me besaba ardientemente y me apretaba contra él.

Me encantaba cuando usaba ese tono, entre quejumbroso y dolorido, que, invariablemente, me daba a entender que había ganado.

«¡Es a mí a quien no le gusta este espectáculo de casa de citas!», resonó una voz a nuestra espalda, haciéndonos gritar de miedo.

Me di la vuelta. A un par de metros de nosotros había un hombre con el pelo canoso que nos miraba con la boca torcida en una mueca de repugnancia.

«Sr. Chapman, yo...», Stefan tartamudeó, visiblemente pálido, mientras yo corría a cubrirme con mi abrigo.

«Sr. Stefan Clarke, le aconsejo encarecidamente que se calle, coja a esa niñata sin ningún tipo de pudor y se vaya de aquí ahora mismo. Ah, y no olvide llevarse también todas sus pertenencias, ya que a partir de mañana no podrá volver a pisar este despacho», le ordenó su jefe antes de abandonar la habitación dando un portazo.

«No quería que te despidieran», traté de decir rompiendo el silencio sepulcral que llenaba la habitación.

«En cambio, lo sabías. Te lo advertí, pero tú eres la típica niñata impulsiva siempre dispuesta a hacer alguna locura, ¿no? Ahora me doy cuenta de que, después de todo, no eres más que una colegiala, una adolescente, una niña incapaz de relacionarse con el mundo de los adultos», respondió Stefan con voz seria mientras guardaba sus cosas en una bolsa.

«Perdóname... por favor». Me sentía terriblemente culpable.

«Vete, Eliza. Necesito estar solo».

«De acuerdo, pero me llamarás más tarde, ¿verdad?».

«No lo sé», suspiró amargamente, sin siquiera dignarse a dirigirme la mirada.

«Te... te quiero», traté de decir, pero Stefan ni siquiera pareció haberme escuchado.

Con el corazón roto y la humillación de haber sido atrapada in fraganti por el Sr. Chapman aún caliente, me fui.

Yo era solo una niña, pero sabía cuándo una historia se había terminado y ahora mismo acababa de llegar al final del trayecto con el único hombre al que le había dicho el fatídico te quiero .

Me juré a mi misma que, si perdía a Stefan para siempre, cambiaría y me convertiría en una adulta seria con la cabeza bien puesta sobre los hombros.

1

Siete años después

«Qué depresión», suspiró Breanna, abatida, mientras observaba la sala de exposición medio desierta.

«Luigi me ha dicho que, si esto sigue así, tendrá que cerrar y volver a Italia. Las ventas han bajado, cada vez tenemos menos clientes y hay demasiados gastos», añadió Lexie con preocupación, «No puedo perder este trabajo. Tengo un hijo que mantener y un exmarido que me paga la pensión alimenticia con un cuentagotas».

«Yo tampoco. Vivo sola y no quiero ni pensar en volver a casa de mis padres», murmuré angustiada ante la idea de quedarme sin sueldo y acabar bajo la asfixiante mirada de mi madre, que aún no aceptaba que fuera vegana, o de mi padre, que todavía no me había perdonado que abandonara los estudios universitarios y prefiriera independizarme gracias a un trabajo de vendedora en una tienda de muebles.

Tenía 26 años, y esta no era precisamente la vida con la que había soñado. De niña, imaginaba a las mujeres de veinticinco como profesionalmente realizadas, felizmente casadas y, quizás, ocupadas ya con su primer embarazo.

Imaginaba una vida plena y maravillosa, no estar a un paso del desempleo viviendo sola en un estudio con dos vagabundos que me utilizaban como si fuera un albergue gratuito donde recibir alojamiento y comida según sus necesidades o el tiempo que hiciera fuera.

Ni siquiera podía encontrar consuelo en mi vida amorosa, ya que era incapaz de tener una relación sin cometer errores o acabar haciendo daño a alguien.

Y mis amigas... Hope trabajaba todo el día y seguía viviendo con su tía, mientras que Arianna se había casado y cada vez tenía menos tiempo para mí.

Resoplé amargamente.

«¡No os preocupéis! ¡Ya me ocupo yo de mantener la barraca en pie!», exclamó Laetitia detrás de nosotras, «Acabo de cerrar una negociación para amueblar toda una casa de campo victoriana con vistas al mar en West Hill», nos informó mientras se abrochaba cuidadosamente la blusa, que dejaba a la vista varios centímetros cuadrados de un vientre plano y superbronceado y un escote que cortaba la respiración.

«Déjame adivinar: ¡tu cliente es un hombre soltero!», dedujo Breanna quien ya conocía, como todas nosotras, los métodos de abordaje de nuestra compañera, que siempre usaba su cuerpo para cerrar tratos.

Estaba segura de que, en ese momento, Breanna se preguntaba qué había tenido más éxito con aquel hombre, si la barriga plana de Laetitia o su noventa de pecho, ya que ella se lamentaba a menudo de su físico de pera, con hombros estrechos y pechos microscópicos, pero con caderas y muslos en abundancia.

Todavía seguía preguntándose qué veía en ella su marido, con el que llevaba once años casada.

«Separado, con dos hijos. Tiene una villa en Rye y un ático en Londres, pero hace poco se ha comprado una casa aquí para los fines de semana. Es el director de un banco y hemos quedado para tomar una copa esta noche. ¿No os importa si salgo media hora antes? Me cubris vosotras con Luigi».

«No hará falta. Sabes que a ti te lo perdona todo», murmuró Lexie irritada por el favoritismo del jefe hacia su trabajadora predilecta, quien siempre se las arreglaba para cerrar las mejores ventas del mes.

Todos la odiábamos y ella no hacía nada para ocultar su soberbia.

«Lo sé», rio Laetitia con satisfacción.

«Yo también saldré un poco más temprano», dijo Patricia, la última empleada contratada, mientras iba a tomarse un café a la parte de atrás, «¡Esta noche Benny me llevará al Delizia's !».

«¿Otra vez?», pregunté con demasiada envidia como para poder callarme. Ese era el más caro y el mejor restaurante de la ciudad. Las críticas eran increíbles y yo me moría de ganas de ir, pero los precios quedaban fuera del alcance de mi salario. Patricia era muy afortunada por tener un novio tan dulce y rico que podía invitarla tan a menudo a cenar en ese lugar tan exquisito.

«Sí. Benny haría cualquier cosa por mí. Llevamos ya cinco años de pareja y hace dos que vivimos juntos. Los dos somos como un solo ser, y él solo quiere mi felicidad. ¿No es adorable?».

«Sí», susurré ahogando un gemido de autocompasión.

Patricia era dos años mayor que yo, pero a mi edad ya había alcanzado metas con las que yo solo podía soñar.

«Esta noche pondré todas las fotos de la cena en Instagram. ¡No te las pierdas!».

¿Cómo podría siquiera arriesgarme a perderme tu cena perfecta con el hombre perfecto, sabiendo que pasaré la hora siguiente masticando apio para drenar el exceso de líquidos (como haces tú en las pausas para el almuerzo) y llorando, lamentándo mi solitaria vida?

«¿Pensáis en trabajar algo hoy o solo habéis venido a estar de cháchara? ¿Tal vez queréis que os traiga un café con galletas, también?», comentó Iván, el vendedor más veterano de la sala de exposición, un apasionado del Autocad y las cocinas modulares.

Evité responderle que ya me había tomado dos cafés y todo el paquete de Oreo que había traído.

«Iván, ¡no hay clientes! Mira, el salón está vacío», le señaló Lexie.

«¡Eso no os da derecho a estar aquí sin hacer nada! Le he dicho a Luigi que haga un recorte de plantilla, pero es demasiado blabndo para llegar tan lejos y os aprovecháis de él».

Como siempre, en un instante se desencadenó una guerra entre Iván y Lexie. Solo la intervención de Didier, el arquitecto que se ocupaba de diseñar los dormitorios infantiles, consiguió mitigar la disputa.

Estaba tan acostumbrado al desorden y a los gritos de su sección, siempre llena de niños animados y agitados, que ya no se inmutaba antes las peleas.

Siempre creí que ese trabajo no le afectaba en absoluto, hasta que un día me confesó que, después de un mes trabajando allí, se había jurado no tener nunca hijos. Incluso estaba dispuesto a hacerse una vasectomía.

Como si la sala de descanso reservada al personal no estuviera ya bastante llena, apareció Dylan, con su andar de modelo y un cuerpo tan musculoso que la ropa ajustada dejaba poco a la imaginación.

Me puso un brazo alrededor de los hombros con despreocupación.

«Oye, pequeña, ¿no te quedará alguna Oreo por casualidad? Tengo un hambre...».

«Me las he acabado».

«¿También el paquete de reserva?».

«Me lo cogiste tú hace unos días».

«¿Y no se te ocurrió comprarme otro?», me regañó con esos aires de seductor empedernido que me hacían perder la cabeza y me irritaban al mismo tiempo.

Estaba a punto de decirle que estaba harta de sus demandas, cuando se alejó para ir a poner su brazo alrededor del cuello de Lexie.

«Cariño, ¿salimos a fumar?».

«Solo si me invitas», respondió Lexie molesta, quitándose de encima aquel tentáculo.

«He olvidado los cigarrillos en casa».

«Como siempre».

«Venga, cariño».

«Eso de cariño se lo dices a otra, ¿vale?».

«¡Dios, eres tan aburrida!».

¡Guapo, gorrón y engreído!

A pesar de que yo era su pequeña y Lexie, su cariño , él permanecía eternamente soltero y daba la sensación de que solo nosotras dos entendíamos el motivo.

«Ve a molestar a Laetitia. Estoy segura de que si te la vuelves a llevar a la cama, te perdonará por haberla dejado la última vez», le soltó Lexie molesta.

«Solo pasó una vez, y arriesgamos mucho a que nos pillaran porque la cama en la que follamos se entrevé por el escaparate principal».

«¡No se quedó solo en un riesgo! Os pilló la aquí presente y os avisé golpeando el vidrio mientras cerraba la tienda», le recordé poniéndome entre él y Lexie.

«Pensé que querías unirte a nosotros».

«¡No soy esa clase de persona! En lugar de ir tanto al gimnasio, ¿por qué no empiezas también a hacer algún ejercicio para mantener en forma esas dos neuronas que te quedan?», respondí nerviosa, tratando de no dejar aflorar mis recuerdos de adolescente, cuando hacía todo lo que me pasaba por la cabeza hasta el punto de provocar consecuencias catastróficas para aquellos que tenía más cerca.

Había acabado con la carrera de uno de mis exnovios con mi comportamiento y desde entonces no me permitía hacer nada precipitado o fuera de lo normal. Pasé de ser una chica rebelde y excéntrica a ser una buena chica, de fiar y un poco aburrida.

«¿Qué son las neuronas?».

«Oh, Dios, te lo ruego, ¡sal de mi vista!», le rogué apartándolo con un empujón.

Dado que estábamos todos allí, como de costumbre, preparamos otra ronda de café para todos.

El salón estaba vacío. Solo faltaban Luigi, el jefe, y su hija Stella, que estaba a cargo de la contabilidad y las finanzas, pero que nunca hacía acto de presencia y utilizaba su posición para dictar las normas y darnos órdenes a todos, a pesar de tener solo veintidós años y ser la más joven del grupo.

«Aprovecho este momento en el que estamos todos aquí para informaros de que he descubierto lo que Luigi pretende hacer con la tienda, puesto que su contable le aconsejó que la cerrara», soltó Iván repentinamente, el más veterano de los empleados y amigo del jefe desde hacía veinte años.

Por un instante, tanto yo como Lexie, Breanna, Laetitia, Patricia, Didier y Dylan quedamos paralizados por el miedo.

Todos estábamos aterrorizados por la idea de perder el trabajo.

«Como sabéis, Luigi es demasiado bueno para enviarnos a casa sin antes intentarlo todo, así que ha llamado a un temporary manager , alguien que estará aquí por un tiempo para hacer un seguimiento de nuestro trabajo y valorar con su equipo qué medidas tomar para mantener la barraca en pie».

«Seguramente propondrá recortes de personal», exclamó, inquieta, Breanna.

«Es posible. Por eso será esencial trabajar duro y hacer tantas ventas como sea posible».

«¿Y si no lo conseguimos?».

«Entonces, Moduli Arredi cerrará a finales de año. Oí cómo Luigi se lo decía a su hija».

2

«Anoche no pegué ojo por culpa de lo que Iván nos dijo ayer», le confesé a Patricia mientras cambiábamos los precios según la nueva idea promocional de Luigi.

«Yo tampoco», suspiró.

Estaba a punto de dar una vuelta por los salones para comprobar que había cambiado el precio a todos los sofás, cuando vi cómo un hombre entraba en la sala de exposición y se paseaba por el estand.

«Buenos días, ¿puedo ayudarle en algo?», le pregunté tratando de mantener una sonrisa amable y el contacto visual, tal y como Luigi nos había enseñado.

Desafortunadamente, esa vez no fue tarea fácil, ya que el hombre usaba unas gafas de sol y parecía tan severo que me sentí intimidada.

Vestía una camisa blanca de estilo coreano, sin cuello, bajo un elegante traje negro de alta costura. Parecía un traje hecho a medida porque era perfecto en todas sus dimensiones.

Pero lo que realmente me puso nerviosa fue su aspecto alternativo y hípster, con una barba bien cuidada y el pelo castaño claro, largo, perfectamente recogido y peinado en un moño alto, elegante, pero también sensual.

Era difícil situarlo, con ese aire oriental que lo desmarcaba del resto, pero que, al mismo tiempo, resultaba en una mezcla de estilos fascinante y misteriosa.

Era imposible definirlo o describirlo.

Lo único de lo que estaba segura era de que aquel hombre no era de Hastings, ya que el pueblo era demasiado pequeño para no conocer a todo el mundo, y un tipo así hubiera destacado enseguida.

«Echaré un vistazo, si no le importa», respondió con una voz baja y ligeramente áspera, casi irritada.

«Claro, adelante. Si me necesita, estaré aquí». Le sonreí amablemente, pero no me correspondió. Se acercó a la sección de cocina, donde fue inmediatamente detectado por el radar de Laetitia.

Continué atendiendo a varios clientes, hasta que me llamó Patricia.

«Eliza, han llegado las sábanas de la nueva colección. Luigi me pidió que rehiciera las camas para poder mostrar el producto a los clientes. ¿Podrías echarme una mano?».

«Encantada», me alegré. Adoraba esos momentos en los que, juntas, redecorábamos los ambientes.

En la sección de dormitorios, también nos encontramos con Breanna.

«¡Me encantan!», suspiró enamorada de las nuevas mantas de cachemira que acababan de llegar de Italia.

«Bea y yo haremos las camas. ¿Te apetece cambiar los objetos de las mesillas y los tocadores?», sugirió Patricia.

«¡A sus órdenes!», exclamé emocionada mientras corría a buscar las lámparas Kartell que quedaban en el almacén y algunos jarrones para llenarlos con peonías falsas.

No hace falta decir que, durante mis idas y venidas, pude ver al cliente misterioso ya en compañía de Laetitia quien se había desabrochado de nuevo la blusa para dejar a la vista su sujetador de encaje rojo.

¡Otra venta para esa bruja! ¡No debería haberme ido! ¡Debería haberlo acechado hasta que me comprara algo! ¡Uf!

Por suerte, la nueva exposición que estaba preparando, junto con la charla con Patricia y Breanna, me levantaron un poco la moral.

«¡Y no os he contado la última! Iván tenía razón cuando dijo que Luigi iba a llamar a un temporary manager . Sé que llegará pronto. Stella, su hija, me lo contó», nos informó Patricia.

«Me pregunto quién es».

«Se llama Stefan Clarke».

Al oír ese nombre, arrugué la flor que estaba poniendo en el jarrón de la mesita de noche.

«¿Estás segura?», dije sobresaltada mientras mi mente se llenaba de imágenes de mi exnovio de siete años atrás.

«Sí. Me lo ha dicho hace unos minutos y ya sabes que tengo muy buena memoria para los nombres», respondió Patricia.

«¡Oh, Dios!».

«¿Lo conoces?», pareció entender Breanna.

«Es un ex mío».

«¿Estás bromeando?», gritaron mis dos colegas al unísono.

Estuve con Stefan hace siete años. Yo era entonces solo una chiquilla en su último año de secundaria y él era tres años mayor que yo. Estuvimos juntos solo seis meses, pero...».

«Esto podría ser un arma de doble filo, ¿sabes?», me dijo Breanna.

«¿Me despedirá?», susurré en voz baja, casi temblando.

«Depende. ¿Fue él quien te dejó?».

«Sí».

«Entonces, puedes aprovecharte de su culpabilidad y del hecho de que te rompiera el corazón».

«Pero la culpa fue mia. Le hice perder su trabajo por mi estupidez».

«¡Entonces sí que estás jodida!».

«¿Tú crees?».

«Querrá vengarse, es evidente», intervino Patricia, «Te aconsejaría que te mantuvieras lo más alejada de él como puedas. Podrías decir que estás enferma».

«Creo que lo haré», me oí decir a mi misma, sintiendo cómo la presión y la ansiedad crecían dentro de mí.

Habían pasado siete largos años. La historia que había tenido con él había marcado mi vida y, todavía hoy, sentía que afectaba a mis decisiones y a la duración de mis relaciones.

Me avergonzaba decirlo, pero la relación con Stefan había sido la más larga de mi vida. Esos seis meses siempre han sido mi tope.

«Bueno, tu ya no puedes salvarte, pero ¿podrías al menos ayudarnos a salvarnos nosotras?».

«¿Cómo?».

«Háblanos de él».

«Han pasado siete años...».

«¿Cómo es? ¿Qué clase de persona es? No quiero que me coja desprevenida, quiero causarle una buena impresión», me avasalló a preguntas Patricia.

«Al menos, dinos si hay algo que no debamos hacer o decir en su presencia», añadió Breanna.

No desnudarte delante de él en su trabajo, con su jefe mirando, para empezar.

«Ha pasado mucho tiempo, pero creo que podéis estar tranquilas. Stefan es uno de esos tipos desgarbados, alto y delgado. Su pelo es castaño claro y sus ojos, color avellana. Tiene una cara bonita con rasgos dulces. Recuerdo que era muy amable y cariñoso. Resumiendo, un pedazo de pan».

«Una de esas personas que no haría daño a una mosca», trató de entender Breanna.

«Sí, así es. ¡Con él no tenéis nada que temer! Recuerdo que era incapaz de decir que no, excepto a mí cuando se trataba de su trabajo. Además, no era una persona seria o mala».

«Un blandengue, vamos».

Reí algo avergonzada. Sentí que no estaba siendo justa al describir a Stefan. Tenía miedo de decir algo inadecuado que pudiera ponerlo a él, o a ellas, en problemas.

«¡Perfecto! ¿Defectos?», Breanna volvió a preguntar.

«Se altera con facilidad y, cuando lo hace, tiende a gesticular mucho, recordé con un punto de nostalgia.

«¡Blandengue y torpe! ¡Perfecto! ¡Tipos como él nos los comemos para desayunar!», se rió Patricia mientras terminaba de arreglar las mantas y yo colocaba el último jarrón en la cómoda.

«¿Estabais hablando de mí?». Una voz masculina nos alcanzó desde atrás, haciendo que las tres nos estremeciéramos.

«Disculpe, ¿quién es usted?», le preguntó Breanna, a la vez que yo reconocía al hombre misterioso de antes.

«Stefan Clarke», respondió con esa voz baja y áspera que tanto me intrigaba.

La idea de que él hubiera oído lo que yo acababa de decir me heló la sangre, pero suspiré aliviada y me acerqué a él.

«Estábamos hablando de otra persona. Alguien con su mismo nombre, supongo».

«Estás segura, Eliza?», me respondió con tono provocador, quitándose las gafas de sol.

Cuando sus ojos color avellana con pinceladas verdes y doradas entrecerrados en una expresión de ira reprimida se cruzaron con los míos, volví a ver a Stefan. ¡Mi Stefan!

Por culpa de la conmoción, el jarrón se me resbaló de las manos y se rompió a mis pies en mil pedazos.

«Así que me recuerdas», susurró cerca de mí, atravesándome con su mirada feroz y amenazante.

«Has cambiado», es todo lo que pude decir.

«¿Para bien o para mal?».

Yo quería de vuelta a mi dulce y torpe Stefan, con su pelo corto y despeinado, su aspecto amable y su rostro angelical perfectamente afeitado. Ese no era mi Stefan.

El hombre que tenía delante no tenía nada de aquello que me gustaba de mi ex.

Mi Stefan me habría hecho sentir cómoda, mientras que este nuevo Stefan me hacía sentir pequeña e insignificante, como un bicho al que pisotear.

«No lo sé», me limité a responder, pero por la expresión de Breanna comprendí que había dado la respuesta equivocada.

«Bien. Veo que, en cambio, tú no has cambiado nada. Te sugiero que limpies rápidamente este desastre y atiendas a aquellos clientes en lugar de distraerte con chismorreos inútiles. Ahora que voy a se temporalmente tu jefe no permitiré que malgastes más el tiempo y el dinero de la empresa. No estás aquí para dedicarte a parlotear, sino para ser un valioso activo para este negocio, así que compórtate como tal. ¿Me he explicado?».

Asentí en silencio.

No sabía si molestarme más por sus palabras o por el tono duro, inflexible y despectivo con el que se dirigía a la aquí presente.

El Stefan de hace siete años nunca se habría atrevido a hablarme así.

¿Qué te ha pasado, Stefan?

«Ah, ¿Eliza?», me volvió a llamar cuando ya se había dado la vuelta para irse.

«¿Sí?».

«Haré que se deduzca el valor del jarrón de tu salario».

«¿Cómo? Pero eso no es justo, fue un accidente».

«¿Así que no asumes tu responsabilidad?», me retó, con los ojos reducidos a dos fisuras amenazantes.

«Yo no he dicho eso, pero si tu no...».

«¡Ya basta! Solo conseguirás que mi trabajo aquí sea aún más fácil. Ahora ya sé por quién empezar cuando presente mi lista de recortes de personal».

«¡Solo intentas vengarte!», exploté enfadada.

«Destrucción de la propiedad de la empresa y escenitas fuera de lugar delante de los clientes. ¿Algo más?», me dijo mientras empezaba a escribir en su móvil y me señalaba a una pareja de clientes a poca distancia de nosotros, «Ahora, vamos a ver si, al menos, eres capaz de cerrar una venta».

«¡Pero si me acabas de decir que limpie!», Tartamudeé, incapaz de reaccionar a sus ataques. Estaba demasiado alterada para oponer resistencia y no tuve la presteza de responderle como solía hacer cuando alguien me provocaba.

«Muévete».

«Atenderemos nosotras a esos clientes», se ofrecieron Patricia y Breanna abrumadas por la vergüenza y dispuestas a desaparecer.

Me arrodillé para recoger los pedazos del jarrón, teniendo cuidado de no cortarme. Solo faltaba que manchase de sangre el suelo o las alfombras que tenemos por toda la sala de exposición.

Ni siquiera tuve el valor de levantar la mirada cuando noté que se alejaba.

Oía solamente sus pasos a mi alrededor.

De repente, vi una sombra junto a mi cara.

Stefan estaba parado detrás de mí. Se había agachado y su cara rozaba la mía.

No conseguía moverme por la tensión mientras su barba me tocaba la cabeza.

«¿Todavía soy un blandengue torpe?», me susurró al oído.

«Yo no he dicho eso».

«He oído lo que has dicho de mí».

«Entonces, no me he expresado bien».

«No importa. Tendrás tiempo para ajustar el tiro y descubrir realmente a quién te enfrentas».

«Definitivamente, no al Stefan de hace siete años».

«Aquel que hiciste que despidieran».

«Todavía estás enfadado conmigo por aquella historia, ¿verdad? Me disculpé más de mil veces y, luego, desapareciste».

«Me mudé a Londres y ahora tengo una agencia de temporary management . Aquel terrible despido es agua pasada».

«¿Entonces, por qué tengo la sensación de que te estás vengando?».

«No me estoy vengando, solo quiero que sientas lo que me hiciste sentir a mi hace años».

«¡Eso es una venganza!».

«Eres una presa demasiado fácil para hablar de venganza. Otro paso en falso y haré que te despidan antes de que termine la jornada. Contigo ni siquiera tengo que esforzarme en planear una manera de echarte, de eso te encargarás tu sola. A diferencia de mí, no has cambiado nada, sigues siendo la misma chica irresponsable, frívola y descuidada que eras entonces».

«No es así. Yo también he cambiado».

«Lo dudo», me respondió fríamente mientras se levantaba y se alejaba de mí.

Quería romper a llorar.

No era así como me hubiera gustado empezar el día.

Esta no era la manera en la que había imaginado mostrarme a él si lo volvía a ver.

Después de que rompiéramos me hice una promesa y la mantuve.

Ya no era aquella cabeza loca de hacía tantos años.

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€4,99
Altersbeschränkung:
0+
Veröffentlichungsdatum auf Litres:
11 Juni 2021
Umfang:
120 S. 1 Illustration
ISBN:
9788835424338
Übersetzer:
Rechteinhaber:
Tektime S.r.l.s.
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