Piratas de todos los tiempos

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Aparece entonces en la historia el luego afortunadísimo hermano de Aruch, Jeireddín, con el tiempo el gran y recordado Barbarroja suplantando a su hermano. A cargo de la desmantelada flota, ha de refugiarse tierra adentro, en la ciudad de Túnez. De allí, antes de enfrentarse a su hermano, marcha a Djerba, donde, durante el invierno, se esfuerza reconstruyendo a duras penas la flota familiar. Salvada así su dignidad, Aruch le perdona, y, juntos de nuevo los tres hermanos, proceden al segundo intento contra Bugía, donde, aparte de perder a Isaac, los Barbarroja cosecharán un nuevo y desastroso fracaso, que les dejará fuera de combate hasta 1516. Su relevo lo tomará la flota oficial turca, asolando el Adriático, y un nuevo pirata berberisco, Kurdogli, que, con una flota de cuatro galeras y veintitrés fustas, asola las costas italianas occidentales.

Perdido el prestigio, a los Barbarroja les costará una dura lucha volver a imponerse en el cruel escenario del norte de África. Se refugian en Yiyel, y luego, con una pequeña tropa, toman el puertecito de Cherchel decapitando al gobernador de la plaza, el pirata Caracassam. Estas escaramuzas entre berberiscos brindan una excelente oportunidad: los españoles dominan el puerto de Argel desde la isla fortificada del Peñón. El nuevo jeque se niega a pagar el tributo, y llama en su ayuda a la “banda” de Barbarroja. Mejor le habría ido pagando: el pirata se instala en su palacio, y lo asesina cruelmente, autoproclamándose rey de Argel. Pero nadie se cree estas bravatas si el presunto “monarca” no es capaz de imponerse a sus opositores. A ello se aplica Aruch con la ayuda de moriscos expatriados españoles, que le apoyan en los diversos intentos de sedición que sufre la baqueteada familia corsaria. Ahogados en sangre todos los motines, y exterminados los rivales, Aruch logra al fin proclamarse dueño de Argel. Es el momento cumbre de su difícil carrera, de nuevo gobernador de una estratégica plaza fuerte del mundo berberisco y del islam, desde la que aunar esfuerzos contra la cristiandad. Durante 1917, emprende su ofensiva hacia el Oeste, apoderándose de Tenes y Tremecén, abriendo así una enorme brecha en el Magreb dominado por los españoles. Aruch Barbarroja es ya el auténtico líder del territorio berberisco, la vanguardia del islam contra los infieles.

Como no podía ser de otra manera, el recién coronado Carlos I de España fraguaba ya la respuesta española, que se iba a desplegar, esta vez, desde Orán. El ejército español del marqués de Comares avanza hacia el Este; sorprendido en vanguardia, Aruch, obligado siempre a correr más riesgos de lo debido, resulta copado en Tremecén. Entrando 1518, los españoles proceden al sitio de la plaza, conscientes de la talla del caudillo berberisco que se refugia en ella. Mas no por mucho tiempo; llegada la primavera, Aruch intenta escapar por un hueco en el muro. Rodeado finalmente el corsario por la compañía del alférez García de Tineo, éste, personalmente, lo mata de un golpe de pica. La cabeza de pelo rojo regresa triunfalmente a Tremecén en la punta de una lanza. Así de brutalmente acabó sus días un pirata nacido y que se hizo grande en un mundo brutal, para ser brutal él mismo, y los que le exterminaron. Podía haber sido el fin del corso berberisco, pero su hermano Jeireddín, también Barbarroja aunque de pelo castaño, iba a empequeñecer a Aruch con su demoledora trayectoria, no exenta de su aspecto intrigante y siniestro, hasta llegar a ser, para los turcos de nuestros días, considerado como un gran almirante de su flota, estratrega y gobernador. No en vano, en la actualidad, una de las más modernas fragatas lanzamissiles de la Armada turca lleva su nombre.

Khair-el-Din Barbarossa, o Jeireddín Barbarroja para nosotros, pirata berberisco de origen griego, era gobernador de Argel a la muerte de su hermano. Ni él, ni éste último, lo habían tenido fácil. Los peligros que les rodeaban eran muchos: por un lado, los españoles, siempre presentes en la isla del Peñón, dispuestos a explotar la más mínima debilidad del enclave pirata. Por otro, los propios lugartenientes de Aruch, que, envalentonados con su desaparición, se creerían con tanto derecho a mandar como el propio Jeireddín. El más peligroso de ellos era Ahmed el Cadí, presente en la última persecución de Aruch, y del que ahora se desconfiaba. Por último, el propio entorno islámico y berberisco era un riesgo, pues siempre se prestaba a derribar al candidato que mostrara el menor flanco débil, para sustituirlo por un nuevo líder fuerte.

Buena muestra de la inteligencia y capacidad de liderazgo de Jeireddín fue su primera iniciativa al tomar el mando: reconocerse, sin pérdida de tiempo, como vasallo de la Sublime Puerta, es decir, del sultán turco Selim, cabeza de una potencia hegemónica de la época al nivel del imperio español. Con lo que, de ser Argel un pequeño reino perdido en Berbería, rodeado de enemigos, pasaba a ser vanguardia y punta de lanza en el Mediterráneo occidental del poderosísimo Imperio turco. Iniciativa rápidamente respaldada por el propio Selim, que, a cambio del enclave estratégico que caía, regalado, en sus manos, para dañar a la cristiandad, estaba dispuesto a conceder cualquier tipo de prerrogativa.

El buen comienzo se vió frustrado por las inevitables luchas intestinas, que acabaron situando a Jeireddín en posición muy incómoda. El apoyo político del Sultán se vió pronto respaldado con el material, mediante el envío de tropas. También los españoles, contra su voluntad por supuesto, actuaron reforzando al jefe berberisco, pues una expedición del almirante Moncada se vió sorprendida por el temporal, y veintitrés galeras españolas naufragaron en Argel con artillería y pertrechos, despojos éstos muy bien aprovechados por Jeireddín. Sin embargo, el pirata no pudo con la conspiración de Ahmed el Cadí, que acabó por sitiar Argel con sus huestes, obligando al último Barbarroja superviviente a escapar.

En el siempre seguro cubil de Djerba encontraría una vez más refugio Jeireddín; junto a él, todos sus lugartenientes, luego brillantes capitanes piratas: Sinan el Judío, Dragut el León Berberisco, Salah Reis y Aydin, conocido por los cristianos como Cachidiablo. Entre todos, arman una cuarentena de barcos, retornan a Argel, y logran deponer a Ahmed, que, según la costumbre, fue rápidamente liquidado. Jeireddín se ve entonces lo suficientemente fuerte como para tomar la molesta isla del Peñón. Impide el refuerzo capturando un convoy de nueve barcos españoles, y, después de una larga resistencia, logra entrar en el fuerte, apresando a los supervivientes. Lo más cruel y detestable de su carácter se desvelará ahora, con el largo tormento al que sometió, hasta su muerte, al comandante español de la isla, Martín de Vargas.

El día de San Lorenzo de 1532, su lugarteniente Aydin, con doce fustas, ataca en las playas de Cullera, en el Levante español, para proteger el exilio de varios centenares de moriscos del valle del Alfandech. Enterado del desembarco, el conde de Oliva, Francesc Gilabert de Centelles Riu-Sech y Fernández de Heredia –conocido como el Comte Lletrat por su afición a las letras– acude con tan sólo unas decenas de hombres a repeler el ataque, lo que consigue, rescatando a diversos cautivos y resultando herido por dos flechazos. Aydin huye rumbo a Argel, pero un temporal del mediodía lo desvía a Formentera, donde va a buscarle la escuadra de ocho galeras de Rodrigo Portuondo. Ante el superior enemigo, Aydin decide escapar, abandonando a los moriscos en las entonces estériles y desiertas soledades de Formentera.

Observa, no obstante, que Portuondo ha cometido el error de destacarse con dos de sus galeras, colocándose en clara inferioridad. Sin dudar un momento, el experto pirata invierte el rumbo con sus doce unidades menores, rodea a Portuondo, y, después de darle muerte, captura sus barcos. Sin pensarlo dos veces, decide emular a Aruch con su reforzada flotilla, lanzándose contra las seis galeras enemigas restantes. La catástrofe española es total: tras reñido combate, Aydin captura otras cuatro galeras, hunde una más, y sólo otra solitaria logra escapar de la completa derrota naval. La victoria es tan completa, que Aydin, ya sin nada que temer, regresa a Formentera para reembarcar a sus pasajeros.

Los escarmentados españoles decidieron esta vez poner la represalia en manos de Andrea Doria, que, en aguas de Cherchel, destroza la flota de Sinán el Judío, aun cuando sufre un grave revés en tierra. Ese mismo año toma Corón y Patrás, en una brillante incursión en el Mediterráneo oriental, que demostraba que una armada audaz podía allí hacer tanto daño como las de Barbarroja y sus secuaces en Occidente.

Barbarroja. ¿Hemos dicho Barbarroja? De hecho, el líder berberisco está ahora muy lejos de los campos de batalla, inmerso en plena “gestión diplomática”. En 1533, enterado del fallecimiento de Selim y la llegada al trono de Solimán, decide, tras gestión vía visir Ibrahim, viajar a Estambul para presentar sus respetos al nuevo soberano. De la oportuna y acertada iniciativa sale investido del cargo de pachá o almirante en jefe de la flota turca; su fulgurante y legendaria carrera naval está a punto de empezar.

Con una formidable armada de casi cien unidades, el pachá Barbarroja saquea la costa calabresa e italiana occidental, e intenta la romántica caza de la bella y rica duquesa Giulia Gonzaga, a la que no será capaz de atrapar por un pelo. Después de la diversión galante, recala en Marsella con un enviado francés a bordo, lo que ya revela por qué derroteros derivaba la Corte de Valois con respecto a la Sublime Puerta para contener el poder del emperador Carlos, y concluye el “crucero” mediterráneo en el puerto de La Goleta de Túnez, donde desembarca, tomando la ciudad.

La repercusión de este golpe de efecto es tremenda. Toda la cristiandad quedaba amenazada por el fortalecimiento del estado berberiscoturco-islámico del Norte de África. Acción-reacción. El año de 1535 es el de la expedición a Túnez del emperador Carlos V, que tuvo ocasión, como otros, de navegar en la espléndida bahía de Túnez, otrora de Cartago. A partir del promontorio donde se alza el poblado de SidiBou-Said, comienza la extensión donde un día estuvo la más famosa metrópoli cartaginesa. En lo que hoy es la entrada del canal dragado que conduce al moderno puerto de Túnez, edificada como una pequeña París en torno a su medina, estaba el fuerte de La Goleta, clave del puerto y de la ciudad. Los berberiscos lo defendieron durante dos semanas y media, tras lo que cayó en manos españolas, como la laguna, el puerto, y, por último, la ciudad, entregada al más cruel saqueo.

 

Pero Barbarroja no está allí. Prudentemente, ha puesto tierra de por medio, refugiándose en Bona, huida ésta que recuerda a la de Aruch, y en la que pierde la vida Aydin, el vencedor de Formentera. Ello no sacia las ansias de venganza de los españoles; Andrea Doria, almirante del emperador, persigue el medio centenar de galeras de Jeireddín, pero éste logra alcanzar el refugio de Argel. El genovés comete entonces el error de retirarse, ocasión que Barbarroja, oportunista donde los haya, decide no desaprovechar. Sin darse por vencido, como un rayo, salva las 150 millas escasas que separan Argel de Menorca, y el 1 de septiembre de este mismo año, inesperadamente, penetra en el puerto de Mahón.

Los menorquines piensan que se trata del emperador triunfante de regreso, y le reciben con alegría. Pronto saldrán de su error. Jeireddín desembarca con dos millares de piratas, y, literalmente, no deja piedra sobre piedra en la capital menorquina, asolada hasta la extenuación para paliar la sed de venganza de este sutil canalla. Los únicos supervivientes, espectros del sufrimiento, la tortura y la desesperación, serán vendidos en los mercados de Constantinopla, víctimas inocentes del deseo de venganza berberisco. Mostrando su verdadera naturaleza, ahora Jeireddín corre sumiso, servil y humillado, a ponerse, con el cuantioso botín, a los pies de Solimán el Magnífico, que le reprocha la pérdida de Túnez. El vil pirata sabe hacerse perdonar, y Solimán piensa que, en realidad, se trata de un excelente general para la guerra que acaba de declararle a los orgullosos venecianos, lo que descarga, por el momento, el frente occidental de su presencia.

Como a los siete magníficos, pero en pirata, y berberisco, Barbarroja convoca a sus antiguos capitanes; Aydin ya no puede comparecer, pero sí lo hacen Dragut, Sinan el Judío, Murad, y el eunuco Hassan. El pachá Barbarroja los pone al mando de la flota con la que está devastando el mar Adrático, y con la que hace frente, en septiembre de 1538, a la primera Santa Liga de la cristiandad, un difícil conglomerado de barcos venecianos, genoveses, españoles y papales, puestos bajo el mando de Andrea Doria: 200 galeras cristianas, en completa superioridad frente a las 150 con las que Jeireddín, finalmente, va a aceptar el envite al principal azote del islam en la mar, un almirante Doria envejecido y lejos de sus mejores días. Es la batalla de Preveza: Barbarroja supera la ventaja táctica inicial de su adversario poniéndolo contra el viento, y cuando Dragut comienza a imponerse en el ala derecha, de pronto, inopinadamente, el genovés decide retirarse seguido por los venecianos, dejando ocho galeras en la estacada, de las cuales cuatro serán hundidas, y, otras tantas, capturadas. Treinta años antes de Lepanto, Preveza consta como la gran victoria naval otomana del siglo. Tendrá graves consecuencias: Venecia, siempre interpretando por propia cuenta, rompe la Liga y firma la paz con el Sultán. Y todos los enclaves cristianos en el Mediterráneo oriental quedarán a merced de la flota turca; Castilnuovo es tomado, y las islas de Rodas, Chipre y Malta serán los próximos objetivos. Hasta tal punto fue capaz de llegar el pirata instaurado por el sultán como dueño y señor del Mediterráneo.

Desacreditado Andrea Doria, ya tan sólo un líder fuerte podía hacer frente a Jeireddín: el propio emperador Carlos, gran guerrero que le había infligido la derrota de Túnez. Consciente de sus obligaciones, el monarca se dispone a repetir en Argel la hazaña tunecina. En otoño de 1541 comienza el desembarco frente al refugio pirata, defendido por el fiel Hassan. Pero ¡una vez más!, llega el temporal y desbarata por completo la vasta operación. El duque de Alba, y un sombrío Andrea Doria, aconsejan a Carlos I la retirada. En medio del completo desastre, sólo la figura del pundonoroso Hernán Cortés, conquistador de México, emerge sobre las playas argelinas pidiendo a Carlos aguantar a pie firme; el resto de los hombres se derrumban. Los barcos españoles supervivientes se retiran, y los berberiscos celebran su nueva victoria. De hecho, y desde la Preveza hasta su muerte, a Jeireddín sólo le acompañarán las mieles del triunfo.

Dos años después, Barbarroja ve confirmada su máxima aspiración: la alianza entre el sultán y Francisco I de Francia para desmantelar el frágil entramado del Imperio español. Barbarroja no tiene oponente; no hay armada que le haga sombra. Piratea y saquea cuanto quiere en nombre del sultán, haciéndose inmensamente rico. Arriba a Marsella, donde es recibido en triunfo, y se ocupa de rescatar de los cristianos a Dragut, que cayó prisionero en 1540, y al hijo de Sinan. Llegado a la vejez, el pirata no piensa sino en volver a casa para un merecido retiro. Secuestra a la joven hija del gobernador de Reggio para casarse con ella, y, finalmente, pone rumbo a Estambul, donde, como otros grandes canallas, morirá en la cama en 1546.

Carlos I de España abandonaba este mundo mediado el siglo; Felipe II, su hijo, tuvo que afrontar la guerra del Mediterráneo como lo había hecho su predecesor. Los acontecimientos derivaban a una “guerra de islas” que dará lugar al suceso de mayor trascendencia, la batalla de Lepanto, que contará con la asistencia de piratas berberiscos. El monarca cristiano, obsesionado por exterminarlos, ha puesto el dedo índice en el mapa sobre la isla de Djerba, que ya conocemos como refugio de los piratas catalanes, señalándosela primero a un viejo y renuente Andrea Doria, después al duque de Medinaceli, virrey de Sicilia. Por su parte, los berberiscos viven soñando con un nombre: Malta, isla que, alzándose como un bastión en las estribaciones del canal de Sicilia, controla el estratégico paso del Mediterráneo oriental al occidental; en poder, como se halla, de los caballeros de la Orden de Malta, es una daga afilada amenazando la garganta del territorio berberisco.

A diferencia de La Tortuga, una roca inmensa, Djerba no es más que una extensión de arena emergiendo de la mar, al fondo del golfo de Gabes, de forma cuadrangular y unos 25 kilómetros de lado; como un gigantesco parapeto, protege el golfo de Bou Ghrara, en la región de Zarzis, excelente fondeadero de galeras que sólo tiene dos salidas, El Quantara y El Marsa, protegidas, respectivamente, por los fuertes o borjs de Kastil y El Assa. El frontal de la isla, donde se halla Houm Souk, la capital, permite avistar y avisar con tiempo, a uña de caballo, a cualquier corsario fondeado en el viejo puerto de El Quantara, cuyo estrecho atraviesa una vieja calzada romana.

Los fondeos en Djerba son charcas de escasísimos brazajes. Todo en Djerba son canales por dragar, bancos móviles de arena, arrecifes sumergidos, y lagunas a resguardo de mangas de arena protegidas por fuertes como Borj el Kebir, fundado por Roger de Lauria, pirata y almirante. Una segura ratonera, a la que sólo se accede a través de un dédalo de canalizos. Pero la determinación del hijo del emperador es sólida: Andrea Doria ha de ir allá a sacar las alimañas de su cubil.

En aquel momento –1551– el líder de los berberiscos, es decir, el sustituto o heredero de Barbarroja, es un audaz corsario de parecidos orígenes, aunque distinto carácter. Se le conoce como Dragut o Turgut-Rais, y ha nacido en tierra firme turca, en concreto, en CharaBalac, población del golfo de Boudroum, en Anatolia, que, enfrente de la isla de Léros, era conocida como auténtica guarida de corsarios. De humilde origen campesino, desde niño se enroló en las galeras del sultán, adquiriendo la necesaria experiencia naútica. Su carrera se inicia a la sombra de Barbarroja, en Argel, el cual, valorando su lealtad y cualidades, le confía una de sus escuadras. Dragut procuró hacerse merecedor de esta confianza; durante la década de 1530 a 1540, perpetra todo tipo de asaltos y fechorías en las costas de Cerdeña, Sicilia y Calabria, costas en otro tiempo dominadas por las escuadras de Roger de Lauria. Como premio a sus hazañas, Jeireddín le confiará veinticinco navíos para asolar el Tirreno y el Adriático, donde captura un valioso cargamento de cinco barcos venecianos antes de que puedan refugiarse en Corfú, con los que llega al que sería desde entonces su refugio, Djerba, en gran triunfo. En 1540, irrumpe en el golfo de Gabes, recorre la costa genovesa, y se detiene en el fondeadero de Girolatta para hacer un descanso, sin poner centinelas; es la oportunidad que Gianettino Doria, sobrino de Andrea, había estado esperando. Con veintiuna galeras, rodea y captura al rais berberisco. Sólo un capitán de flota, Mani-Rais, escapará de la trampa de Girolatta. Dragut es cargado de cadenas, y puesto a remar en la galera del propio Andrea, despiadado destino en el que purga sus penas durante cuatro años, sin duda convencido de acabar así sus días.

Pero la fortuna guarda inesperadas sorpresas, que, en este caso, resultaron desastrosas para la cristiandad. El caballero francés Jean de La Valette, maestre de la Orden de Malta, lo reconoce, y, en virtud del chalaneo franco-turco, es decir, la nefanda alianza entre Francia y Turquía contra el emperador, realiza, por intercesión de Barbarroja, las necesarias gestiones para ponerlo en libertad, previo pago de 3.000 escudos de oro. Andrea Doria y La Valette nunca se arrepentirían bastante de esta lamentable transacción.

Repuesto en su cargo por Barbarroja, en 1547 es el auténtico reyezuelo de Djerba; se presenta en la corte turca con honores, se casa con la hija de un rico mercader, y se le concede, como a los grandes almirantes, que su galera luzca un gran fanal a popa; en lo sucesivo, procuraría mostrarse a la altura de estas distinciones, y, especialmente, tras la muerte de Jeireddín, revelándose como su auténtico heredero.

Su primera gran operación es devastar el golfo de Nápoles, capturando en la isla de Procida una galera de los caballeros hospitalarios de San Juan, que iba a Malta con 20.000 escudos de oro. En 1550 se presenta en Maheddia con 36 galeras, pero, ante la aparición de la flota del papa Julio III y el duque de Florencia con 53 barcos, decide replegarse a Djerba. Toma entonces veinte galeras y asalta varias poblaciones sicilianas; luego, pasa a la costa africana, capturando, de una sola tacada, Susa, Sfax y Monastir. Era más de lo que Felipe II estaba dispuesto a permitir; en consecuencia, ordena a Doria que sorprenda y aniquile a Dragut en su guarida de Djerba.

Dragut era astuto, atrevido y audaz, pero también fue, durante toda su vida, bastante descuidado, y mucho más compasivo con sus prisioneros que el desalmado Jeireddín. Le atraparon en Girolatta, y, esta vez, vuelven a sorprenderle en Djerba. El rais turco está carenando sus galeras en El Quantara, cuando Doria, con fuerzas superiores, le sorprende frente a Borj el Kastil; no obstante, el viejo almirante genovés decide no atacar, esperando que sus enemigos se agoten de inanición. Fue un gravísimo error, que significaba no conocer a Dragut. En la noche, el rais moviliza a los dos mil habitantes de la isla, bota sus galeras al agua, y, sin alarmar a los cristianos, excava la calzada romana y hace pasar sus barcos al golfo de Bou Ghrara. Recorre las nueve millas hasta el paso de El Marsa, y escapa por allí de la ratonera. Cuando los barcos de Doria se asoman al fondeadero, éste está vacío. En su huida, además, Dragut captura un barco de suministros de los genoveses.

Ahora les corresponde jugar a los berberiscos, y el objetivo, como no podía ser de otra manera, es Malta. La Armada turca de noventa galeras, cincuenta galeotes y 10.000 combatientes está al mando de Sinán Pachá, y su segundo es Dragut. En Malta sólo hay siete galeras, y la población huye en masa de la fortaleza; pero ésta, defendida por los caballeros hospitalarios, es prácticamente inexpugnable. Los turcos sólo pueden tomar la pequeña y despoblada isla de Gozo; entonces, Sinán Pachá decide dirigirse a Trípoli, bastión de los Hospitalarios, y logra rendirla. Es el momento cumbre de la carrera de Dragut, nombrado gobernador de Trípoli, y de la renovada ofensiva turca. Andrea Doria sufre una aparatosa derrota frente a Messina, y, en 1555, Salah Rais, otro capitán turco, toma la ciudad de Bugía a los españoles. Alonso de Peralta, defensor de la plaza, es ahorcado por haberse rendido.

 

Finalmente, en 1559, y vista la potencia otomana, Enrique II de Valois decide renovar la alianza con el sultán. Dragut recibe como aliado a León Strozzi, general de galeras francés que, años después, será derrotado y ejecutado como pirata por Álvaro de Bazán en la batalla de Las Azores (1582). El papa, sin embargo, decide hacer frente a los turcos, convocando una liga que reúne para la captura de Dragut, apodado “el león berberisco”, a 53 galeras, cuatro galeotas, dos galeones, treinta naves de aprovisionamiento y 14.000 hombres; está al mando del duque de Medinaceli, que tiene a sus órdenes a Juan Andrea Doria, sobrino de Andrea (ya retirado con 90 años), el príncipe de Mónaco y el duque de Florencia. Pero la disentería diezma la expedición, que fracasa ante la fortificada Trípoli de Dragut. Medinaceli opta entonces dirigirse a Djerba, tomando la disputada isla e iniciando en ella la fortificación.

Piali Pachá, ahora al mando de la flota turca, decide impedirlo. Llega a Djerba desde Estambul en sólo veinte días, y sorprende por completo a la flota cristiana. Se pierden 28 barcos de los 48 que le restan a la Liga Papal, y se pone sitio a la débil fortaleza, que acaba por capitular (1560), levantándose la famosa “Torre de las calaveras” tras decapitar a los prisioneros. Arrecia la marea turca: en 1563 el rey de Argel asedia la plaza española de Orán, en plena Berbería, pero se salvará milagrosamente, gracias a oportunos refuerzos. García de Toledo reconquista el Peñón de Vélez de la Gomera; las líneas de resistencia parecían estabilizarse, pero, en realidad, los turcos no hacían sino preparar su próximo golpe.

Djerba, Malta. Malta y Djerba. Toda la estrategia marítima mediterránea no parecía sino gravitar sobre estas dos minúsculas pero vitales piedras de toque. En mayo de 1565 la Armada turca de Piali Pachá, con el apoyo de los berberiscos de Dragut –treinta galeras y 3.000 hombres– se presenta ante la fortaleza maltesa de la capital, La Valetta. Son más de 200 barcos y 25.000 hombres en total, que inician un larguísimo asedio, cuatro meses, que soportarán los caballeros de Malta bajo el mando de un ya anciano Jean de La Valette (que acabará por dar su nombre a la ciudad), causando a sus enemigos más de 14.000 bajas; la más grave, y más interesante para nosotros, la del propio Dragut, muerto de un cañonazo cuando inspeccionaba el perímetro de la fortaleza; fue el último descuido de este pirata de cambiante fortuna y personalidad propia, cuyo recuerdo aún se conserva en la costa levantina, en concreto en la localidad de Cullera, asolada por él en 1546, donde, al abrigo de una cueva, aun podemos estremecernos ante la efigie de un Dragut apuntándonos ferozmente con su pistolón.

Malta resistió bombardeos, minado de zapadores, ataques jenízaros y asaltos en masa al arcabuz; fue inútil. Sus tres fuertes lo aguantaron todo, incluso el último ataque turco, desatado a la desesperada cuando se supo la noticia –falsa– de que llegaba un contingente español de auxilio. Después, Piali Pachá tuvo que ordenar la retirada; el fiero león turco se había dejado las fuerzas, y los dientes, ante los lienzos de los muros de Malta, verdaderos bastiones de la cristiandad, lo mismo que las playas, canalizos y fortines de Djerba fueron la perdición de los almirantes cristianos.

Dragut tuvo sucesor, Euldj Alí, o Uluch Alí, conocido por los cristianos como Ochiali. Si los Barbarroja fueron oriundos de las islas griegas, y Dragut turco de pura cepa, Euldj Alí, significativamente, resultó ser paisano de Roger de Lauria, es decir, calabrés, y renegado, un capitán que destacó entre los de “el león berberisco”, hasta lograr, como antes sus predecesores, el gobierno de una ciudad berberisca por encargo del sultán, en su caso, Argel, que le concediera Selim II en 1568. No tardaría en alcanzar nuevos laureles; al año siguiente, encabeza un ejército de cuatro mil jenízaros, que, aprovechando la rebelión morisca de Granada –y, por tanto, la debilidad momentánea de las fuerzas españolas–, toma la ciudad de Túnez, obligando al sultán títere a refugiarse en La Goleta. Y en 1570 captura tres galeras de la Orden de Malta en aguas sicilianas.

En realidad, sólo era la punta de lanza de la renovada ofensiva turca, esta vez con el objetivo de una nueva isla, Chipre. A pesar de la prolongada resistencia, Famagusta acaba por caer, para espanto de Venecia y el papa Pío V, que, invocando a la cristiandad, apela a España y los venecianos a fin de que olviden sus diferencias y se alíen para hacer frente al peligro otomano. La renovada Santa Liga se constituye definitivamente en la primavera de 1571: el papa, España y Venecia acuerdan formar una gran armada contra los turcos, que debía concentrarse en Mesina.

No fueron pocos los avatares de la formación de la escuadra cristiana, que quedó bajo el mando del hermano bastardo del emperador, Juan de Austria, el legado del papa, Marco Antonio Colonna, y el viejo e intransigente Sebastián Veniero, jefe de los venecianos, con el que no habrá manera de entenderse. Pero así se llega al 2 de octubre de 1571, a las siete de la mañana antes del alba, en la costa occidental de Grecia, justo allí donde este país parece dividirse en dos pedazos por el brazo de mar que penetra en él profundamente: el golfo de Corinto, llamado de Patrás en su embocadura, y, antes, de Lepanto, por la población del mismo nombre que se asienta en su ribera norte.

En este piélago de islas e islotes, protegido por las siluetas pétreas de Itaca y Cefalonia, va a librarse el combate de galeras más famoso de la historia. Sopla un ligero viento terral, y, con él, una impresionante formación de 221 galeras turcas surca las aguas del golfo; 55 a la derecha, al mando de Mohamed Scirocco, y 91 en el centro o batalla, donde navega la Sultana del comandante general Alí Pachá. Las 67 galeras de Euldj Alí, el pirata berberisco heredero de los Barbarroja y Dragut, forman a la izquierda, y ocho galeras de socorro navegan por la estela de la flota. Se acaba de avistar la flota enemiga, que ha estado dando vueltas y rodeos en su busca, ignorantes de su concentración en Corfú. Ya están ahí esos malditos cristianos, peleados entre ellos y con el viento de cara; las ligeras y maniobrables naves otomanas acabarán con ellos. Justo en el centro de la formación, puede verse una magnífica galera roja engalanada: la Real. Su nombre no sólo alude a la propia nave, sino a su categoría, pues había también “capitanas” y “patronas”. Sin duda, lleva a bordo al jefe cristiano: un magnífico presente para el sultán, cuando sea capturada.

No menor debió ser la impresión en el campo cristiano. 207 galeras de España, Venecia, Malta, Saboya, Génova y el papa: la Santa Liga. Forman, por el lado de tierra, 55 galeras venecianas de Agostino Barbarigo, frente a las de Scirocco. En el centro, Juan de Austria, hermano de Felipe II, lleva 64 galeras, y le escoltan el cascarrabias Veniero, y el juicioso y templado Colonna. Por último, a la derecha, para hacer frente a Euldj Alí, navega con sus cincuenta galeras Juan Andrea Doria. La reserva cristiana, no obstante, quintuplica la otomana, 38 galeras al mando de Álvaro de Bazán, cuyas acciones de apoyo serán decisivas.

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