Piratas de todos los tiempos

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Pero esta derrota no fue más que una pausa antes de que arreciara un nuevo temporal: en 858-859, sucesivas expediciones normandas recorren el litoral de la España musulmana, doblan el cabo San Vicente, y se introducen en los cauces del Guadiana y el Guadalquivir hasta Sevilla, que fue entregada a las llamas, quedando la propia capital del califato, Córdoba, amenazada. Acto seguido, los vikingos atraviesan el estrecho de Gibraltar, cruzan el mar de Alborán, y, más allá del cabo de Gata, la ambición del “terror nórdico” encuentra víctimas en las que cebarse: remontan el cauce del Ebro, y, cuando el rey de Navarra García Iñiguez acude para hacerles frente, lo capturan prisionero y piden por él un elevado rescate. Las Baleares son las siguientes en sufrir la acometida normanda, y sus ciudades, completamente arrasadas. Por último, cruzando el golfo de León, por el valle del Ródano es atacado el “bajo vientre” del Imperio carolingio hasta Valence y Lyon.

Esta fue la “primera oleada” normanda. Para la próxima, habrá que esperar al siglo X, cuando, de nuevo, el duque de Normandía, Ricardo I, impulsó a los daneses hacia el Sur. Esta vez, no obstante, los peninsulares estaban mejor preparados. Los normandos invaden Galicia de nuevo, pero los cristianos les sorprenden en diversas emboscadas, y les derrotan, incendiando sus naves. En Lisboa son acometidos en las llanuras, sufriendo pérdidas. Más al Sur, la flota musulmana del califa Al-Hakam II protege los cauces del Guadiana y el Guadalquivir; los daneses no tienen otra posibilidad que seguir adelante, llegando a la Italia meridional, donde, para estupor del papa León IX, se establecieron. El vicario de san Pedro no dudó en acometerles con su hueste, y es hecho prisionero en 1053. Así que su sucesor, Nicolás II, entendió como mucho más práctica la alianza, verificada en 1059. A partir de dicho momento, los normandos, ya establecidos y consagrados, abandonaron la piratería, para involucrarse en el difícil y resbaladizo juego de la política italiana, llegando a proclamarse reyes de Sicilia.

La piratería, pues, había penetrado en los dominios de la Edad Media: un difícil conglomerado de diminutos reinos, cuyos monarcas no deseaban otra cosa que enriquecerse a costa del vecino, mientras que las grandes repúblicas comerciales de la Antigüedad –Génova, Venecia y Pisa– aún se estaban gestando. Se trata de un periodo de “señores de la guerra”, en el que la piratería se utiliza para hacer daño al rival, y como práctica habitual para abastecerse en tiempos de escasez, o acaparar en los de bonanza. Como una bandada de aves carroñeras, los reinos rivales caerán unos sobre otros sin importarles víctimas ni seres inocentes, sufrimientos ni atrocidades, en un aquelarre pirático lamentable de los muchos que habría de registrar la historia.

El conde de Empúries, señor de Gaucelem, sería un buen ejemplo de lo anterior. Tenía su castillo en la desembocadura del río Muga –bahía de Roses–, a caballo de las rutas comerciales que unían Italia con la antigua Occitania, es decir, un lugar estratégico para atacar la navegación en el golfo de León, que depredaba a conciencia. Establecidos sus dominios marítimos, llevó sus incursiones al norte de Mallorca-Alcudia y Pollensa-Almería, e incluso el estrecho de Gibraltar. Cuando los normandos irrumpieron en sus dominios, no dudó en aliarse con los musulmanes para rechazarlos. Del 903 al 911, un nuevo conde, Sunyer II, atacó a los normandos en las Baleares y mar de Alborán, en una nada infrecuente campaña naútica de piratas contra piratas. Pero, aliados sus vecinos del Norte y del Sur, con los ya establecidos normandos de Sicilia, esta dinastía caerá en decadencia de forma paralela al aterramiento del fondeadero del Muga con el cambio de milenio, no pudiendo ya desplegarse desde allí más naves. Los días de la Empúries pirática medieval se desvanecieron como los de la romana Emporion en su día.

También a la sazón culmina otra horda pirática que había sembrado el pánico en el Mediterráneo central: los sarracenos, que, con base en el Túnez actual, cuya costa era un auténtico rosario de refugios piratas como la islas de Zembra y Djerba, Bizerta, cabo Cartago y la actual Kelibia, alcanzaron con facilidad el Tirreno para sus primeras incursiones. En 827 desembarcan en Córcega, Cerdeña y Sicilia, llegando al continente en 834, y culminando sus asaltos con la toma de la ciudad de Bari –841– en plena “espuela” de la bota italiana, es decir, el Adriático, lo que les permitía el control de este mar confinado. Sin embargo, su más sonado ataque llegará en 846, cuando desembarcan en el antiguo Portus de Roma –Lido–, saqueando la ciudad extramuros. También llegaron a la costa azul francesa, pero, con el nuevo milenio, su impulso decreció y fueron expulsados tanto de Italia como de las islas, aunque pequeños núcleos como Almería continuarán manteniendo la actividad aún durante otro siglo. Lo mismo sucedió con los temibles normandos, detenidos finalmente en Inglaterra en 878, y en Francia en 891. Para fin de siglo, las crónicas dejan de hablar de estos invasores que asolaron las costas europeas aprovechándose de la sorpresa y el ataque masivo como táctica básica, y sin pretender justificar de ninguna manera sus intenciones, tal como se hará después por motivos ideológicos, de odio al imperio dominante, o religiosos.

Los nuevos tiempos no traerán grandes novedades. El señor de Barcelona, Ramón Berenguer III, hijo de madre normanda, fue un señalado noble que se dedicó a la piratería. En 1114 realizó una expedición pirata contra las Baleares, en mal momento, pues, en su ausencia, los almohades, en la senda del ya desaparecido emir Al-Mansur (Almanzor) devastaron su ciudad. Con el tiempo, Aragón y su salida al mar, Cataluña, van a desempeñar un importante papel como foco de poder en el Mediterráneo, librando una pugna marítima e isleña en la que la piratería no era sino un instrumento más de hacer daño al enemigo. Lo mismo sucedía en otras latitudes; las aguas confinadas se veían sometidas a la pugna de los nautas zarpados de ambas orillas, de los que los piratas no eran sino la punta de lanza. En aguas del canal de la Mancha aún se recuerda la leyenda del monje y almirante Eustace Buskes, al que arrancó de su abadía de San Wulmer, en Picardía, un conflicto por la muerte de su padre, terminando por aceptar un puesto de senescal y la pacífica existencia de un hombre casado. Pero tampoco ahí estaba escrito su destino, pues una nueva diferencia, esta vez con su señor, lo mandó al exilio inglés, siendo acogido, por su noble cuna, en la corte de Juan sin Tierra, que había sucedido al famoso Ricardo Corazón de León. Puesto al mando de una escuadrilla de galeras inglesas, Eustace atacó las islas de Jersey y Guernsey en atrevida incursión pirata, escapando después del jefe galés de la escuadra francesa, Kadoc, al que burló también remontando el Sena, logrando copioso botín. Su triunfante regreso a Inglaterra en 1206 le valió la primera “patente de corso” expedida personalmente por Juan. Excomulgado éste por el papa, Eustace, que debía seguir siendo fiel a sus convicciones religiosas, regresó al servicio de Felipe Augusto de Francia, que, convencido de su fama, le puso al mando de sus galeras de Boulogne, con las que asaltó dos ciudades sublevadas contra su señor, Brugues y Dam, entregadas al pillaje. Pero, atrapado por una hábil maniobra de Guillermo Larga Espada, su flota quedará destruida completamente.

Felipe Augusto le rehabilitó con ocasión del destronamiento de Juan Sin Tierra, para llevar a su hijo Luis al trono inglés. Los 800 navíos y 1.200 caballeros fueron sorprendidos por un tremendo temporal que los dispersó completamente, aunque Eustace lograba llegar a buen puerto con Luis y ocho galeras. Acto seguido, se apodera de las islas de Serk y Guernsey, mientras la situación de Luis y su esposa, Blanca de Castilla, se hace cada vez más precaria. Puesta la flota francesa bajo el mando de Eustace, será finalmente derrotada por una escuadra inglesa que le atrapó con el viento a su favor. El buque del almirante, rodeado por cuatro enemigos, fue batido y abordado, y éste pionero de los corsarios del canal de la Mancha, descubierto escondido en la cala, sería decapitado, según se cuenta, por Ricardo, hijo de Juan Sin Tierra, que le acusó de traidor.

A través de las grietas de una aparentemente gris y atávica Edad Media, había emergido el pulso incontenible de las cruzadas, auténtica invasión occidental de Oriente Medio por la que se acabaría pagando un alto precio. Intervinieron en ellas, como actores principales, reyes y nobles franceses procedentes de los restos del Imperio carolingio, secundados por ingleses, alemanes, flamencos, italianos y un largo etcétera. No todas las cruzadas fueron dirigidas contra los herejes islámicos de la Tierra Santa; algunas, como ya sabemos, serían hábilmente “reconducidas” contra el corazón del Imperio bizantino, Constantinopla, por los codiciosos venecianos, que, tras el asalto, procedieron al saqueo y expolio de la ciudad que alberga el Cuerno de Oro, revelando a las claras que el espíritu caballeresco y cristianizante podía muy bien trocarse en simple ambición de enriquecimiento sin escrúpulo, es decir, en pura piratería.

Un síntoma más de las tensiones a las que Europa se veía sometida, que no eran ajenas a la rivalidad entre Francia e Inglaterra, pues el rey de ésta última era vasallo del de aquélla, además del papado y el Imperio germánico, los cuales, con todo tipo de falsos pretextos, se disputaban la posesión de la Italia Lombarda, Cerdeña y Sicilia. A estas pugnas se superponía la rivalidad entre las ciudades comerciales italianas, Venecia, Génova, Pisa, Lucca y Florencia, siempre dispuestas a medirse en cruentas contiendas navales, o a aliarse con la enemiga de ayer para hacer frente a una tercera, ignorando que, a su espalda, aun en decadencia, alentaba el otrora poderoso Imperio bizantino, heredero de Roma, en plena eclosión cultural e intelectual antes de extinguirse en su imposible posición geográfica de nexo entre Oriente y Occidente.

 

En medio de esta malla inextricable de conflictos y pasiones, dos reinos de la Península Ibérica, Castilla y Aragón, prosperaban actuando como pescadores de río revuelto, aprovechándose de las debilidades de unos y otros. No muy bien lo hizo el primero; magistralmente, el segundo. Fernando III, el Santo, rey de Castilla, había expansionado notablemente su reino a costa de al-Ándalus, tomando Córdoba, antigua capital del califato, Jaén, y, en 1248, dotándose en los puertos montañeses de una flota primigenia al mando de Ramón Bonifaz, Sevilla, con lo que lograba la salida de sus naves al estratégico golfo de Cádiz. Casó con una alemana, Beatriz de Suabia, de la que tuvo a Alfonso X el Sabio, rey de Castilla de ascendiente Hohenstaufen, que, seducido por el sueño de ser emperador –rey de reyes– dejó a Castilla varada en sus amplios horizontes marítimos hasta la llegada del Renacimiento. La visión de la que, por el momento, carecieron los reyes castellanos, fue la que, muy al contrario, aprovecharon al máximo los reyes de Aragón, en una proyección mediterránea que llevaría la contienda política y pirática a las aguas en torno a la isla de Sicilia, y de la que emergería uno de los marinos y piratas más grandes de la antigüedad.

Jaime I el Conquistador había hecho lo propio con el Reino de Aragón; de hecho, su gran aventura, la conquista de Mallorca, se llevó a cabo con la disculpa de que los piratas baleáricos atacaban los barcos mercantes barceloneses, y, por tanto, había que erradicar este nido pirático. Lo cierto era que, en aquel momento, se atacaba al tráfico mercante catalán, francés, italiano y bizantino desde el mundo islámico, cristiano, griego, y, en resumidas cuentas, de los cuatro puntos de la rosa de los vientos; pero la excusa de la piratería, como la de las armas de destrucción masiva en nuestros días, sirvió a los invasores para justificar sus propósitos. Mallorca fue conquistada en 1229, Menorca en 1231, e Ibiza en 1235, con el principal aporte de Barcelona, y caballeros francos de Marsella y Montpellier. Tras la hazaña, el siguiente objetivo del rey Jaime fue Castellón, y, después, Valencia, que cayó en 1238.

El hijo de Jaime I fue Pedro III el Grande, gran guerrero y singular personaje, pues, como todo buen monarca, supo hacer de su fama y fuerza elemento negociador que empleó diplomáticamente. Limitado al Oeste por Castilla, y al Sur por las conquistas de su padre, que apenas dejaban Murcia como resto fronterizo, la ambición de Pedro le impulsaría hacia el Este, a través del Mediterráneo, en un salto escalofriante que le llevó a chocar directamente contra la casa de Anjou, reyes de Francia, y el papa, protegido de éstos. El Aragón de Pedro III mantuvo, a través de los puertos catalanes, un intenso y fructífero tráfico comercial con al-Ándalus y Túnez, respaldado por los oportunos acuerdos con estos reinos islámicos. Con base en Málaga y Almería, las naves catalanas atacaban el tráfico marítimo del enemigo francés, e italiano, con patente de corso del propio Pedro, al que la historia consigna como monarca pirata. En la propia Barcelona, al sur de la montaña de Montjüich, estaba el puerto de Can Tunis, la Casa de Túnez, donde se llevaba a cabo el activo intercambio de mercancías con este reino africano de piratas.

Dominando los accesos al Mediterráneo por el Oeste (estrecho de Gibraltar) y el Este (canal de Sicilia), no es de extrañar que, en la muerte de Manfredo, rey de Sicilia y cuñado de Pedro III, y asesinato de su sobrino Conradino a manos de Carlos de Anjou, el aragonés viera una ocasión inigualable de apoderarse de esta isla basándose en los derechos de su esposa Constanza Hohenstaufen, y con la inapreciable ayuda de los propios sicilianos, que iban a masacrar a los franceses en venganza por el crimen de Conradino durante las famosas Vísperas Sicilianas.

La vanguardia invencible que el rey Pedro III empleó para hacer efectiva esta reclamación fue su poderosa flota, al mando de los almirantes Conrad de Llansá y Roger de Lauria, y los célebres guerreros almogávares, montañeses catalanes y aragoneses de enorme resistencia y capacidad combativa, que se lanzaban al ataque al grito de “desperta ferro”. La denominación de estos mercenarios parece provenir del árabe, al-mo-gauar significa incursor en tierra extraña, al-muhavir, [el que provee de noticias], es decir, ejército de observación, que siempre son los que van por delante, y gabar, que significa orgulloso, altivo. Estas tropas mercenarias, a bordo de las escuadras de galeras del rey pirata, compondrían un tándem formidable e imbatible en los notables logros durante este periodo de la corona de Aragón.

Conrad de Llansá había llegado a Aragón como criado de la reina Constanza; siciliano de sangre nórdica, iba a protagonizar la primera gran victoria naval aragonesa en aguas mediterráneas. En 1279 el rey le envía, con diez galeras, a saquear las ciudades norteafricanas del sultán de Marruecos. La expedición pirática comenzó, significativamente, en Túnez, donde, logrados los pactos oportunos de no agresión, se procede a arrasar y saquear toda la costa desde el cabo Bon hasta Ceuta, rematando la incursión con la toma de ésta última ciudad. Cuando las fuerzas del sultán Abu Yusuf acudieron a sitiarle, Llansá escapó con el tiempo justo; seis de sus barcos, con todo el botín, lograron cruzar el estrecho para refugiarse del viento de Poniente a sotavento del Peñón, en la que, desde entonces, se conoce como cala de los Catalanes. Pero otras cuatro galeras, abatidas por el viento, fueron perseguidas por tres musulmanas, hasta que, llegados a las islas Habibas, en las proximidades de Orán –fue sin duda una larga persecución, de más de una jornada– se dieron la vuelta y vencieron a las perseguidoras, capturando dos y hundiendo la restante. La victoria de las Habibas, precedida del crucero pirático por el norte de África, señaló el inicio del dominio de la Armada aragonesa, utilizando la piratería como un elemento de guerra más.

Las Vísperas Sicilianas (1282) habían trastornado los planes de Carlos de Anjou, obligándole a la represión en la isla; ciego de odio, sitió Mesina para pasarla a sangre y fuego, pero Pedro III, a la sazón en Túnez, acude en ayuda de los sicilianos desembarcando en Palermo. Mientras los almogávares dan buena cuenta del sitio de Mesina, la escuadra aragonesa, al mando del bastardo Jaime Pérez, derrota en Reggio a los franceses, tomándole veintidós galeras. Pero esta segunda victoria naval se ve empañada por la rápida destitución del hijo natural del rey, que había desobedecido a su padre atacando la plaza de Reggio contra las órdenes de aquél.

Toma entonces el mando de la escuadra el calabrés Roger, nacido en Scala, hijo del señor de Lauria y doña Bella, dama y posiblemente, ama, de leche, de la reina Constanza de Aragón. Se había criado en la corte como compañero de juegos de Pedro III, y los monarcas aragoneses le ennoblecerían con los títulos de conde de Cocentaina y señor de Calpe. Se trataba, pues, de persona que, aunque no emparentada de sangre con la familia real, lo estaba por todo lo demás, pues era un íntimo de toda la vida en quien depositar absoluta confianza. Cuando Pedro III, prosiguiendo las operaciones de guerra para controlar el canal de Sicilia, pone sitio a la fortaleza de Malta, las galeras francesas acuden para levantarlo, seguidas de cerca por las de Roger de Lauria. Atrapados los franceses en el puerto de La Valetta, Roger los conminó a la rendición, y, rechazada ésta, se trabaron las dieciocho galeras aragonesas en combate con las veinte de Guillermo Corner. El francés acometió personalmente la galera de Roger y le buscó con un hacha; mal momento pasó el almirante aragonés cuando una lanza le clavó un pie a las tablas del plan, inmovilizándole contra tan formidable enemigo, pero la piedra almogávar oportunamente lanzada desde una honda anónima desarmó al francés, y Roger, desclavando la azcona, atravesó con ella a su enemigo. Fue el principio del fin para la flota francesa, que perdería diez galeras apresadas antes de poner pies en polvorosa, dejando en manos aragonesas las islas de Malta, Gozo y Lípari. Tercera gran victoria para el intratable Pedro III, al que, a falta de nada mejor, excomulgó el papa afrancesado, y retó a duelo personal Carlos de Anjou, quedando ambas “represalias” en agua de borrajas.

Entretanto, la conquista de Sicilia proseguía: Constanza desembarcó para ser coronada reina, y Roger, tras su victoria, se dirigió a Nápoles para buscar los restos del enemigo en su propio cubil. Aceptó el desafío el hijo de Carlos de Anjou, príncipe de Salerno, y, con todos los nobles de su corte, armó una escuadra mucho más numerosa que la aragonesa, saliendo en su busca. Roger de Lauria, al verlos venir, simuló la huida para sacarlos del puerto, logrado lo cual, los aragoneses se volvieron repentinamente contra las galeras francesas. Mientras los cortesanos y caballeros francos estorbaban la maniobra de éstas últimas, Roger y sus almogávares acometieron con agilidad y ligereza, logrando rodear y sitiar la galera de Capua, donde iba el príncipe de Salerno, que, con su barco desfondado por varios arietes, tuvo que verlo irse a pique, siendo rescatado personalmente por Roger junto al almirante Jacobo de Brusson; acto seguido, la moral francesa se vino abajo, siendo completamente derrotados por cuarta vez consecutiva. Roger de Lauria se dirigió entonces de vuelta a Nápoles, y, confirmada su victoria por el enemigo, marchó a Mesina con los prisioneros para presentarse a Constanza. La reina, para que los sicilianos no ajusticiaran al de Salerno en venganza por el asesinato de su primo Conradino, se las tuvo que ver y desear. Aún así cayeron, linchados por la multitud, sesenta prisioneros, y dos más que se apuntó el propio Lauria por traidores.

Carlos tuvo que bajar con una escuadra a lo largo de la costa italiana para hacerle frente, pero, víctima de problemas internos y la enfermedad, murió en Foggia este rey de Nápoles y Sicilia, hermano de san Luis de Francia, a comienzos de 1285, sin haber podido rescatar a su hijo. Entretanto, Lauria, reforzado con las galeras de Pedro III, y viendo que su enemigo no reaccionaba, se lanzó al saqueo de la costa calabresa, empezando por Nicotera, siguiendo Castelvetro y Castrovilari, y acabando por arrasar toda la Basilicata en una estremecedora campaña pirática, en la que inocentes pagaron por los pecados de su rey francés.

Las barbaridades del almirante-pirata aragonés en su propia tierra natal debieron ser de tal entidad, que la nueva Corona de Sicilia hubo de pararle los pies, enviándole a tomar la isla de Djerba para el sultán de Túnez. Terminada esta misión, y de vuelta en Mesina, el nuevo rey de Francia, Felipe III Capeto, llamado el Atrevido, decide llevar la contienda a tierras europeas, invadiendo el Rosellón como cabeza de puente para penetrar en Cataluña. El ejército francés cruza el Ampurdán y pone sitio a la plaza de Gerona, que rindieron, pero se declara una epidemia de peste que debilita el ejército y la flota francesa.

En estas condiciones llega, incansable, Roger de Lauria a las costas catalanas después de tomar y saquear Taranto, enviado expresamente por el rey Pedro, que le dijo:

“Ya sabes, Roger, por experiencia, cuán fácil es a los catalanes y sicilianos triunfar de los franceses y provenzales por mar”.

Fuertes los enemigos en cincuenta y cinco galeras, dejaron quince en Rosas, avanzando con el resto hacia el Sur en apoyo del rey Felipe, que marchaba por tierra. Avistada una división de sólo diez galeras aragonesas, hicieron por ellas una nueva subdivisión de veinticinco francesas, que fueron a toparse con el grueso de Roger de Lauria en persona, al que no esperaban en aguas catalanas. Teniendo en cuenta su repentina inferioridad, la peste, y el adversario que habían encontrado, los franceses trataron de escabullirse al amparo de la oscuridad tomando la contraseña de sus enemigos: Aragón, y encendiendo fanales como los de las galeras catalanas. Pero Roger y los suyos no se dejaron engañar, atacando a los provenzales del almirante Jean d’Esclot. Las formidables andanadas de los ballesteros catalanes fueron en esta ocasión decisivas, de forma que, llegado el amanecer, sólo doce galeras francesas lograron escapar con Enrique del Mar. El resto cayeron prisioneras, y Roger, al ver algunas en mejor estado que las suyas propias tras el combate, no dudó en transbordar con su gente y emprender la persecución.

La victoria de Las Hormigas, llamada así pues se libró en las inmediaciones de estas islas situadas frante al cabo de Plana, entre Palamós y Llafranc, en la Costa Brava, fue la quinta del reinado y la más celebrada de Roger, pues detuvo en seco el avance franco por la mar, lo que significó desbaratar también el impulso de la invasión francesa por tierra. Los cronistas y aduladores de la época harían famosa la frase de Roger al conde de Fox tras el combate:

 

“Sabed que sin licencia de mi rey no ha de atreverse a andar por el mar escuadra o galera alguna ¡qué digo galera! los peces mismos, si quieren levantar la cabeza sobre las aguas, habrán de llevar un escudo con las armas de Aragón”.

La retirada francesa se consumó de la forma más catastrófica, pues falleció de peste el rey Felipe el Atrevido, y las galeras que quedaron en Roses, sin tripulaciones ni mandos, hubieron de ser quemadas para que no cayeran en manos del enemigo. Por desgracia, la ferocidad de Roger y los suyos quedó también en evidencia, pues, en venganza por los estragos perpetrados en la invasión, arrojó al mar, para que se ahogaran, trescientos prisioneros atados, y a otros tantos les sacó los ojos, en un cruel exceso criminal más propio de un pirata desalmado que de un almirante real.

Tampoco sobreviviría mucho a esta batalla el rey Pedro III el Grande; murió en Villafranca con cuarenta y seis años, dejando de heredero a su hijo Alfonso III el Liberal. Mallorca, gobernada por su tío Jaime, se había declarado independiente de Aragón aprovechando la invasión francesa, y hubo de ajustar las cuentas a la familia, tal como habría deseado su padre. Por su parte, Roger zarpó inmediatamente de vuelta a Sicilia para informar allá del óbito del monarca a su viuda. Tal vez en castigo a sus crueldades, la mar le sumió en un tremendo temporal que dispersó sus cuarenta galeras, costándole gran esfuerzo alcanzar Trapani. En su ausencia, Constanza había dado el mando de la escuadra a Bernardo de Sarriá, que, para no ser menos a los usos y abusos de la época, realizó un crucero pirático por la costa meridional italiana, arrasando Capua, Sorrento, Pasitano y Astura, además de apoderarse de las islas de Capri y Procida. Para no ser menos, Roger recompuso seis galeras con las que recorrió en pirata la costa provenzal, haciendo numerosas presas, y saqueando localidades como Engrato y Santueri. Llevaba de nuevo el almirante el correo real, es decir, un comunicado del rey Jaime de Sicilia para su hermano Alfonso.

La piratería aragonesa provocó la reacción del gobernador de Nápoles, decidido a la invasión de Sicilia en connivencia con el papa. Mandaba la expedición Reinaldo de Aveliá y el obispo de Marturano, legado del papa; tomaron Augusta, al norte de Siracusa, desde la que se vislumbra el Etna justo por la vertiente contraria que lo contemplaban desde Mesina los aragoneses, como cabeza de puente para pasar el ejército de Brindisi. Estaba Roger precisamente en el astillero de Mesina, sucio y envuelto en una toalla, preparando como solía, personalmente, sus galeras, cuando se enteró de que los volubles sicilianos le acusaban de lo sucedido, y, ni corto ni perezoso, tal como estaba, se presentó en la corte ante Constanza y su hijo Jaime, espetándole a los cortesanos:

“¿Quién de vosotros es el que, ignorando los trabajos míos (que detalló uno por uno), no está contento de lo que he hecho hasta ahora?”.

Calló la corte, y Roger, hombre fuerte del reino, y, como tal, mal visto por los que mucho quieren y nada hacen, partió con cuarenta galeras al encuentro del enemigo. De un rápido golpe de mano, puso sitio y reconquistó Augusta, donde cayeron prisioneros Aveliá y el legado papal. Sin descanso, se dirigió a destruir la flota enemiga, de ochenta y cuatro barcos, fondeada en Castellmare di Stabia, y la avisó de que la iba a combatir. Dispuestos los franceses en batalla, se arrojaron contra los de Aragón, rodeándolos con ventaja inicial. Pero, viendo que podían ganar gracias a su superioridad numérica, empezaron a estorbarse unos a otros por conseguir el mejor botín, creando masas de barcos atascados que eran fácil presa del enemigo, y, en especial, de los ballesteros catalanes. El momento cumbre de la confusa batalla de Castellmare, posiblemente la mejor de Lauria, llegó cuando fueron tomadas las dos taridas con los estandartes del almirante enemigo, Enrique del Mar, que, una vez más, huyó para ponerse a salvo. Fueron apresadas un total de 44 galeras enemigas, es decir, la mitad de la escuadra francesa, que fueron llevadas a Mesina en medio de grandes hurras y aclamaciones para Roger y los suyos. Crecido por la victoria, el marino aragonés se creyó capaz de lograr personalmente un armisticio con sus derrotados, pero el nuevo rey Jaime de Sicilia no le respaldó, ordenándole ponerse a sus órdenes en la contraofensiva por tierras calabresas. Frente al castillo de Bellveder volvió Roger a poner de manifiesto un proceder típicamente pirático, como fue exponer al tiro de las máquinas de guerra enemigas, en vanguardia, al hijo del señor que defendía la plaza, resultando el joven muerto. Tomó acto seguido el rey Jaime el puerto de Gaeta, y, cuando se preparaba una cruenta batalla con las fuerzas de Nápoles que acudían a combatirlos, el papa logró poner paz entre ambos contendientes, iniciándose una tregua de dos años. Paz también buscaba el rey Alfonso de Aragón con Francia, pero, antes de consumar el tratado, falleció con sólo veintisiete años, en 1291.

Heredaba el trono el rey Jaime de Sicilia, ahora Jaime II de Aragón, ocupando el de Sicilia Fadrique. Roger de Lauria aprovechó el interregno para realizar una nueva expedición pirática en aguas africanas; llevó luego al nuevo rey a la Península, y regresó a Sicilia, donde, desembarcando, le ganó una fiera escaramuza al caballero francés Guillermo Estenardo en Castella, tras lo que saqueó Malvasía y la isla de Chío, regresando porteriormente a Mesina.

Llegaba entonces, para sorpresa y estupor de todos, el giro copernicano que dio Jaime II a la política aragonesa haciendo las paces con Francia, cediendo Sicilia a los Anjou a cambio de Córcega y Cerdeña, y acordando la revocación de la excomunión a los aragoneses por el célebre tratado de Agnani. Fadrique y Roger, no sabiendo en un principio qué partido tomar, son citados en la playa de Roma –el Lido– por el inquietante papa Bonifacio VIII, que trata de apoderarse de Sicilia. El pontífice, consciente de que se halla ante uno de sus mayores enemigos, el más afamado y diestro almirante y pirata de su época, le espeta:

“—¿Es éste el enemigo tan grande de la Iglesia y el que le ha quitado la vida tanta muchedumbre de gentes?

—Ese mismo soy, Padre Santo –le replica Roger– mas la culpa de tantas desgracias es de vuestros predecesores y vuestra”.

Acto seguido, el taimado papa se lleva en privado a Fadrique, al que trata de convencer con sus intrigas. En Sicilia, el bando aragonés estaba dividido; unos caballeros apostaban por Jaime pese a que ello implicaba entregar la isla, otros por Fadrique, que, finalmente, decidía quedarse. Roger no es ajeno a esta controversia, y, aunque al principio favorable a Fadrique, acabó abandonándolo por numerosas discrepancias, que no logró aplacar su colega y cuñado Conrad de Llansá, a la sazón en la corte siciliana.

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