Todo es gracia

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Aus der Reihe: Mambré #8
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Todo es gracia

Vicente Borragán Mata


© SAN PABLO 2021 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid) Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723

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ISBN: 9788428563765

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Introducción

La palabra gracia es muy utilizada en el lenguaje de la Iglesia, pero si saliéramos a la calle y preguntáramos a los fieles cristianos qué es, la mayoría levantaría sus hombros. Seguramente no evoca en ellos nada que haga brillar sus ojos y estremecer su corazón. Pero, ¿de qué hablamos cuando utilizamos esa palabra? ¿Qué se esconde detrás de ella? ¿Qué misterio encierra para nosotros? ¿Qué nos oculta o qué nos revela? ¿Cómo abrir esa caja mágica para poner al descubierto todo su contenido? ¿Es un regalo de Dios al hombre o es algo debido a nuestras obras? ¿Qué relación puede establecerse entre natural y sobrenatural, entre gracia y obras, gracia y ley, gracia y méritos, gracia y libertad, entre lo gratuito y lo debido? ¿De qué vivimos? ¿De qué alimentamos nuestra vida más íntima? ¿De lo que nosotros hacemos por Dios? ¿O de lo que Dios hace por nosotros?

Pero, ¿qué han pensado de ella los autores sagrados, los santos padres, los teólogos y los escritores eclesiásticos? ¿Cómo la han proclamado los predicadores? ¿Cómo la han entendido y vivido la mayoría de los fieles cristianos? ¿Qué es lo que no han sabido formular correctamente? ¿Cómo han podido influir sus explicaciones en la vida cristiana?[1].

Todos esos interrogantes están esperando una respuesta, no sólo a nivel de entendimiento, sino a nivel de corazón, porque de ella depende nuestra comprensión de la vida cristiana: o la convertimos en lo más maravilloso o hacemos de ella algo verdaderamente vulgar; o Dios es el verdadero protagonista de esta historia o el hombre asumiría un papel impropio de su condición de criatura.

Pero hablar de gracia significa sencillamente que estamos hablando del don y del regalo de su presencia y no de algo merecido y ganado por el hombre. Por eso, si hay algo que jamás deberíamos olvidar es que la gracia es precisamente lo contrario a lo debido, a lo merecido y a lo exigido. Apenas se pase por alto este punto de partida, todo se viene abajo. El campo de la gracia y de la justicia, de lo gratuito y de lo debido, se mueven en dos niveles paralelos que nunca llegarían a encontrarse si no fuera por don de Dios. La gracia ni se compra ni se vende. Por eso tenemos que revisar de arriba abajo la teología de la gracia. Porque las consecuencias de una mala concepción de ella han sido nefastas para el cristianismo. Desde el momento en que ponemos en evidencia al hombre y sus obras, la gratuidad de la gracia divina se diluye para siempre.

Eso es precisamente lo que ha sucedido a lo largo de los siglos en la vida de la Iglesia. Se diría que el drama cristiano ha girado siempre en torno a esos dos polos: o Dios o el hombre. Por una parte aparece el hombre con sus obras y sus esfuerzos por tratar de conseguir su perfección y su salvación; por otra, Dios, con la gratuidad absoluta de su perdón y de su amor, de su gracia y de su vida. Pero la realidad ha sido que el hombre se ha puesto demasiado en vista y que sus obras por Dios han ganado la partida a la gracia. La predicación de la Iglesia ha insistido hasta la saciedad en la necesidad de hacer buenas obras para salvarnos. Pero en ese caso, el cristianismo ya no sería una historia de gracia, sino el relato de una des-gracia sin fin.

Gracia y gratuidad son dos palabras tan íntimamente unidas que parecen la misma cosa. Pero la palabra gracia ha sido tan usada, tan mal usada, que ha caído en un gran deterioro con el paso del tiempo. No será fácil que logremos recuperar el encanto que tuvo en sus orígenes y que nunca debería haber perdido. La palabra gratuidad, sin embargo, apenas ha sido utilizada en el lenguaje cristiano, por eso, tiene la ventaja de estar menos manoseada. Pero no basta saber lo que es la gracia en abstracto, sino que hay que poner en evidencia las consecuencias que se siguen de vivir la gratuidad de la acción de Dios en nuestra vida, de lo que significa, en una palabra, vivir de gracia o por gracia. La gratuidad nos desguaza, por decirlo de alguna manera, y nos lleva a vivir a la intemperie o al descampado, en una dependencia absoluta con respecto al Señor. Porque no vivimos de lo que nosotros generamos o producimos, sino de su presencia en nosotros.

No podemos vivir dos vidas paralelas: una, basada en nuestras obras y esfuerzos; otra, basada en la gracia de Dios. Sólo desde una vida vivida en la gratuidad se irá desvaneciendo el rumor de palabras como ley, esfuerzos, obras, méritos, exigencias, sacrificios, para dejar paso a una dulce melodía que acaricia nuestra alma: todo es gracia. Esa es la asignatura pendiente que tenemos los hombres con respecto a Dios. Esa es la revolución que el cristianismo ha aportado.

1 La gracia

¿Por dónde comenzar? Lo normal sería partir de una noción de lo que es la gracia, para saber por dónde vamos a movernos. Porque la gracia no es un tema entre otros, sino el más apasionante y decisivo para la vida del hombre. Con ella entramos en un mundo maravilloso, donde respiramos y vivimos por puro don. Entrar en ese reino es como abrir de par en par el alma a la acción gratuita de Dios para que pueda escribir en ella la historia más preciosa que jamás hubiéramos podido imaginar. Él está ahí, con su amor derramado, invitándonos y urgiéndonos a un encuentro que puede trasformar nuestra vida[2].

Gracia es una palabra que aparece sin cesar en el vocabulario de la vida cristiana, en la predicación y en la enseñanza, en las oraciones y en la liturgia de la Iglesia: «La gracia de nuestro Señor Jesucristo», «derrama, Señor, tu gracia sobre nosotros», «te rogamos que tu gracia nos ayude», «multiplica los dones de tu gracia», «que tu gracia, Señor, nos preceda y acompañe», «te rogamos, Señor, que infundas tu gracia en nuestras almas», «soy cristiano por la gracia de Dios»... Pero la realidad es que hemos hecho de ella algo tan abstracto e incomprensible, que apenas provoca ninguna resonancia amorosa en nosotros. ¿De qué hablamos en realidad? ¿Qué es la gracia? ¿Cómo imaginarla? ¿Cómo describirla? ¿Cuál es su contenido? ¿Para qué nos sirve? ¿Cómo explicar a los fieles cristianos lo que es? ¿Cómo hacerlos vivir el misterio estremecedor que se esconde detrás de esa palabra?

La palabra gracia ha sido recubierta de un manto tan espeso, que apenas podemos reconocer lo que se oculta detrás de ella. Nosotros hablamos con la mayor naturalidad de estar en gracia, de repartir la gracia, de merecer la gracia, de perder la gracia, de recuperar la gracia, de aumentar la gracia, de vivir en gracia, de morir en gracia... Pero habría que poner en evidencia desde el primer momento que la gracia es, ante todo y por encima de todo, algo que Dios nos da gratuitamente. Si se pudiera merecer ya no sería gratuita; si se pudiera ganar sería debida como un salario; si se pudiera perder dependería por entero de nosotros y no de Dios. Pero la gracia ni se compra ni se vende, sino que se recibe y se acepta. Tenemos que reconocer, sin embargo, que ni los teólogos ni los pastores de la Iglesia han colaborado demasiado para que los fieles cristianos hayan podido hacerse una idea precisa de lo que es la gracia. Entonces, ¿qué hacer para que la palabra gracia recupere su sentido original y vuelva a sonar como una canción de amor en nuestros oídos? Porque si cuando la pronunciamos no evoca la presencia, el amor y la vida de Dios en nosotros, entonces deberíamos acudir a otra que exprese mejor toda la belleza de su contenido. De todas maneras, para llegar al corazón mismo de la gracia, nada mejor que conocer las evocaciones que ese término tenía para los antiguos y rastrear su significado a lo largo de la palabra revelada y de la mejor tradición de la Iglesia. Sólo así podremos llegar a descubrir lo que distingue a la gracia verdadera de cualquier otra realidad.

1. Significado de la palabra gracia

La palabra gracia (cháris en griego, gratia en latín) era utilizada en el lenguaje de cada día en el mundo antiguo. Se trata de una de las palabras más hermosas creada por los hombres. Con ella se designaba la gracia y la belleza, el encanto y la amabilidad. Era aplicada, indistintamente, a las personas y a las cosas. Así, por ejemplo, se hablaba de la gracia del cuerpo, del rostro o de los labios, de vestidos graciosos, de palabras agradables, de gente agradable, de ser agradable a alguien; era aplicada también al arte, a la música, a la poesía, a la dulzura de la vida, a los gozos del matrimonio, del vino y del sueño... La gracia fue personalizada o encarnada en las diosas, que derramaban en la existencia humana todo aquello que era delicioso y bello. También era aplicada para expresar el sentimiento del superior hacia el inferior, del amo hacia el siervo, del rey hacia sus vasallos, de los dioses hacia sus adoradores, y de ahí se pasaba con la mayor naturalidad al hecho de hacer gracia a alguien, es decir, de hacer algún beneficio a una persona. Los favores que el emperador concedía a sus soldados el día de su cumpleaños o con ocasión del año nuevo eran designados con la palabra gracia o caridades, puesto que el emperador no estaba obligado a otorgarlos, sino que lo hacía por pura benevolencia.

 

Todos sabían, en efecto, que la gracia era un favor o un beneficio, un presente o un regalo que se hacía por «pura liberalidad y no por obligación». La gracia, por tanto, es como el polo opuesto a lo debido o a lo merecido por algún servicio prestado. Precisamente por eso no puede haber reciprocidad alguna a la palabra gracia, ya que ni siquiera la acción de gracias y la alabanza están a la misma altura. La gracia está siempre un peldaño por encima, ya que no presupone ningún mérito o cualidad por parte de aquel a quien se hace el don o el regalo, mientras que la acción de gracias y la alabanza ya presuponen el don, porque de otra manera no habría motivos para dar gracias ni para alabar. Pero, por ser un poco generosos, podríamos decir que la gratitud, la acción de gracias y la alabanza son como el reverso de la gracia. Así, el que da y el que recibe se encuentran y se abrazan. Por tanto, dar gracias o manifestar el agradecimiento es también una de las acepciones de la palabra gracia que jamás deberíamos olvidar. A una vida vivida en la gracia de Dios debería corresponder una vida vivida en la gratitud, en la acción de gracias y en la alabanza[3].

Por tanto, para hablar de la gracia hay que partir siempre de su sentido primero y original. Apenas lo olvidemos surgirán mil problemas. Por eso vamos a rastrear esa palabra por la Sagrada Escritura, para que tengamos un apoyo firme en ella y no nos dejemos desviar en ningún momento de nuestro camino.

2. La gracia en el Antiguo Testamento

El Antiguo Testamento no tiene una palabra que exprese con precisión la realidad de la gracia, tal como nosotros la entendemos. Pero la idea de gracia se halla presente en todas sus páginas, desde el principio hasta el final. El amor de Dios nunca fue considerado como algo abstracto, sino como una actitud intensamente personal. Dios escogió libremente a su pueblo, sin pensar en sus méritos, y lo situó en una relación de intimidad con él. Los beneficios que Dios le concedió aparecen en todos los momentos de su historia. La revelación y la alianza son presentadas como una acción gratuita y graciosa de Dios a favor de los que él había elegido. Pero, cuando a partir del siglo III-II a.C. la Biblia comenzó a ser traducida del hebreo al griego, los traductores utilizaron el término griego gracia (cháris) para traducir varios términos hebreos que, en cierta manera, son equivalentes: hen (gracia), hésed (misericordia, amor), émet, emuná (fidelidad), rahamin (ternura) y raham (compasión)...Todos ellos nos introducen en un misterio de cercanía e intimidad, de amor y de vida. Lo que se expresa en esos términos es verdaderamente impresionante para comprender lo que es la gracia[4].

La palabra hebrea hen evocaba la idea de donaire y de gentileza, de lindeza y complacencia, de bondad y de favor, sin que existiera ningún deber para hacerlo. En su sentido más original expresaba «la superación de la distancia que existe entre los poderosos y los débiles, entre los que están arriba y los que están abajo». Para eliminar esa distancia, el poderoso tenía que doblarse y el que estaba arriba tenía que inclinarse, porque de otra manera el débil nunca podría llegar hasta el poderoso, ni el que estaba abajo podría escalar hasta el que estaba arriba. Por tanto, esa inclinación o abajamiento era un puro favor, algo puramente gratuito, que nadie podía merecer. Era un término muy utilizado en los palacios, aplicado a la condescendencia de los reyes hacia sus súbditos.

En el sentido moral la palabra hen encerraba la idea de volcarse con afecto y benevolencia, con protección y amor, como cuando la madre se inclina sobre la cuna de su hijo. En ese sentido fue aplicada con la mayor naturalidad a Dios. Él fue el que acortó todas las distancias y se inclinó graciosamente sobre su pueblo para hacer una alianza con él; él se abajó y miró con amor y con benevolencia a los suyos, los protegió y los salvó. Se diría que el término hen expresa la gracia en estado puro.

El término hésed aparece 244 veces en el Antiguo Testamento. Pero no es fácil hacerse una idea exacta de lo que un israelita asociaba con esa palabra, que ningún término de nuestras lenguas modernas puede traducir con precisión. Hésed expresa la idea de piedad y de amor, de dulzura y de misericordia, de fidelidad y de seguridad en las relaciones humanas. Con ella se designaba «la totalidad de los deberes y obligaciones que tenían los que estaban unidos por los lazos de la sangre (padres-hijos, hermanos-hermanas, esposo-esposa, tíos-sobrinos, primos-primas), de la amistad, o de una alianza pactada». Donde había una necesidad, un peligro, una penuria, un riesgo... allí debía manifestarse la hésed, de tal manera que hacer hésed o tener hésed era manifestar la ayuda y la solidaridad, el amor y la compasión entre los miembros de una familia o de una comunidad. Por tanto, no se trataba sólo de un sentimiento, sino de una actitud y de un comportamiento activo, de un amor que se hacía presente, de un cariño a toda prueba.

Esa fue la palabra que los autores sagrados aplicaron también a las relaciones de Dios con el hombre, eso fue lo que celebraron en todos los momentos: «Que su misericordia es eterna», «que su fidelidad dura de edad en edad», «que su amor no conoce vicisitudes ni ocasos». El hombre está envuelto en un manto de amor y de misericordia.

Uno de los términos hebreos más bellos y expresivos para hablar de la gracia fue rahamin, cuyo significado primero y fundamental dice relación con las vísceras o las entrañas del hombre, allí donde nacen sus sentimientos y sus afectos. Rahamin es, en efecto, el plural de rehem, que significa el seno o el vientre de la madre, considerado como la sede del amor entrañable por sus hijos. Con ese mismo término se expresó el sentimiento profundo y amoroso que une a dos personas unidas por los lazos de la sangre o del afecto: al esposo por la esposa, al padre y a la madre por sus hijos, a un hermano con sus hermanos. Ese sentimiento está situado en la parte más íntima del hombre, como si naciera de sus vísceras o de sus entrañas. Pues eso es precisamente lo que se dice de Dios con respecto a los hombres: que Dios los ama entrañablemente. Su compasión es algo que nos hace estremecer, porque no está sometida a ningún tipo de deberes y, por tanto, es algo totalmente espontáneo por su parte, algo que brota de sus mismas entrañas. Israel tenía que haber sido repudiado por haber quebrantado la alianza. Pero cuando sabía que ya no podía exigir la misericordia de Dios como algo debido, entonces esperó con toda su alma que el Señor no retirara su compasión. «Cual la ternura de un padre para con sus hijos, así de tierno es Yavé para quienes le temen; que él sabe de qué estamos plasmados, se acuerda de que somos polvo» (Sal 103,13-14). «Clemente y compasivo Yavé, tardo a la cólera y lleno de amor; no se querella eternamente ni para siempre guarda su rencor; no nos trata según nuestros pecados, ni nos paga conforme a nuestras culpas» (Sal 103,8-10)...[5].

Todos esos términos, tan utilizados al hablar de las relaciones humanas, fueron aplicados a la relación de Dios con el hombre. Por tanto, están totalmente alejados de una concepción de la gracia concebida como una cualidad o como un ser divino, tal como ha sucedido en la tradición cristiana de los últimos siglos. La gracia no es una cosa, sino una presencia, «una relación personal, amorosa, fiel, compasiva, tierna». Así es como vivió y expresó el hombre del Antiguo Testamento la gracia: como cercanía y como agrado de Dios hacia el hombre, como amor y fidelidad, como perdón y como salvación.

Ninguno de esos términos parte de algún presupuesto por parte del hombre. Eso es lo que hay que poner en evidencia por encima de todo. Desde el principio hasta el final nos movemos en el terreno de la gracia y de la gratuidad más absoluta. La relación de Dios con el hombre está envuelta en amor y en gracia, no en deberes y obligaciones. Él es el que se inclina y se abaja, ama y se compadece, siente misericordia y salva. Un instinto de ternura le une a su pueblo. Por eso no puede abandonarle en ningún momento.

Por tanto, la gracia, vista desde el lado de Dios, significa «que él nos ama gratuitamente, sin ninguna obligación por su parte y sin ningún derecho por la nuestra». La gracia es el misterio de la presencia viviente de Dios en nosotros. Antes de hacer nada, el hombre ya ha sido sumergido en una atmósfera de amor que le rodea y le abraza por entero. Dios no está lejos, sino cerca; no se relaciona con nosotros desde la lejanía, sino desde la intimidad.

3. La gracia en el Nuevo Testamento

Los autores del Nuevo Testamento podrían haber escogido alguna de las palabras que acabamos de ver, pero para expresar la novedad absoluta de la experiencia cristiana eligieron la palabra gracia. Ella era la que mejor ponía en evidencia la absoluta gratuidad del amor de Dios hacia el hombre y la única que podía expresar plenamente lo que había sucedido en la persona de Jesús, el Señor y el Salvador. La gracia es algo tan propio del cristianismo, que ni siquiera aparece en las otras religiones.

El término gracia (cháris) aparece unas 156 veces, de las cuales unas 100 en san Pablo y 50 en el resto de los libros del Nuevo Testamento. Pero es sorprendente notar que el término no aparece ni en san Mateo ni en san Marcos, y sólo ocho veces en san Lucas. Pero su ausencia se explica fácilmente. En los evangelios no se reflexiona sobre la gracia en abstracto, sino sobre el acontecimiento fundamental que ha renovado la faz de la tierra: la llegada de Jesús al mundo y la inauguración de un reino de amor y de perdón, de gracia y de vida. Él fue el pastor que entregó la vida por sus ovejas, el médico que vino a buscar a los enfermos, el salvador que vino a buscar a los pecadores. El reino de Dios fue ofrecido a los que no tenían méritos ni obras, sino a los más pobres y desheredados. Era el reino del Padre misericordioso, que hace que el sol salga para los buenos y para los malos, y que las flores del jardín de un ateo sean tan preciosas como las del mejor de los creyentes; un reino gratuito en el que el hombre no entra por las obras que haya hecho, sino por pura gracia. La gracia aparecía patente a los ojos de todos. En Jesús, Dios había inaugurado un reino sin hoy y sin mañana, sin salida de sol y sin ocaso. Lo que aparece en los evangelios es la condescendencia de Dios hacia los débiles, los enfermos, los perdidos, los pecadores, los marginados, los humillados (Mt 11,5; Lc 4,18-19).

En el evangelio de san Juan la palabra gracia aparece tres veces, pero nunca en labios de Jesús: «Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia. Porque la ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo» (Jn 1,16-17). Con la llegada de Jesús el reino de la gracia suplantó al de la ley. La ley había indicado el camino por donde debía marchar el pueblo de Dios, pero ahora él mismo era el Camino, la Verdad y la Vida. La gracia es la vida de Dios en nosotros, su estar con nosotros, su habitar con nosotros, su permanecer en nosotros.

Sin embargo, donde la palabra gracia aparece más frecuentemente es en san Pablo. La mayoría de los especialistas piensan que fue él quien la introdujo en el lenguaje cristiano, partiendo de su uso profano, engrandecido ya por su utilización en el Antiguo Testamento y, sobre todo, por su propia experiencia camino de Damasco. A partir del momento en que experimentó su fuerza arrolladora se convirtió en el «cantor de la gracia».

En san Pablo, la gracia aparece como algo esencial y característico de la vida cristiana, aunque nunca hizo una exposición sistemática de ella. Pero es sorprendente notar que siempre utilizó la palabra en singular, nunca en plural. Para san Pablo hay gracia, no gracias. Cuando habla de ella siempre hace referencia al acto salvador de Dios en su Hijo. Esa es la gracia por excelencia. La gracia, por tanto, no es algo, sino alguien: el don gratuito que Dios nos ha hecho en la entrega de su Hijo. Todo el énfasis recae en la gratuidad de ese favor: «Ya no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia» (Rom 6,14; Gál 5,18). «Todos hemos sido justificados gratuitamente por la gracia en virtud de la redención de Cristo Jesús» (Rom 3,24). Gracia es el perdón y la reconciliación, la redención y la salvación, la regeneración y la filiación adoptiva, la nueva vida en Cristo y en el Espíritu, la vida eterna y dichosa en manos del Señor. Esa es la gracia que jamás hubiéramos podido merecer ni ganar con nuestras obras, porque nos supera infinitamente. Eso es lo que impide cualquier título de gloria por parte del hombre. Nadie pudo forzar a Dios para que interviniera y nada pudimos hacer para evitar que no lo hiciera. Todo ha partido de su iniciativa, todo ha corrido «por cuenta de la casa», sin que el hombre haya tenido arte ni parte en ello. Se diría que ha sido un mero espectador de esa iniciativa totalmente gratuita, porque nosotros no teníamos ningún título ni mérito que presentar ante él. Eso es lo que jamás deberíamos olvidar. Todo el acento cae en esa gracia infinita derramada sobre el hombre por medio de su Hijo, en ese amor desbordante que nos ha salvado, perdonado y concedido la filiación adoptiva y la vida sin fin. Eso es lo que nos hace estremecer. En el corazón de Dios hay un amor por el hombre que no es una correspondencia a su amorosidad o a su amabilidad, sino que es pura gracia por su parte. Dios no ama al hombre porque sea amable, sino que lo hace amable porque lo ama. «Porque me amaste –dice san Agustín–, me hiciste amable». Por eso, la noción de gratuidad que tenía san Pablo era absolutamente revolucionaria. Porque la gracia de Dios no estaba destinada sólo a su pueblo, a los justos y a los observantes, sino también a los gentiles, a los pecadores y a los alejados. Cuando éramos enemigos ya fuimos amados. Para san Pablo la palabra gracia era la única que podía expresar la experiencia de la comunidad cristiana primitiva y la totalidad del cristianismo. En el paganismo se creía que mediante algunas fórmulas mágicas se podía forzar a los dioses a conceder favores. Pero el Dios único y verdadero es inmanejable. Es él el que se inclina y se abaja sobre el hombre. Eso es lo que él experimentó cuando iba camino de Damasco y lo que hizo de él un hombre nuevo. Por eso, la gracia no es sólo algo que viene a ayudar al hombre a vivir una vida conforme a la ley, ni un auxilio en sus necesidades, ni una medicina para su enfermedad, sino la presencia de Dios en su alma.

 

En la segunda carta de san Pedro aparece un texto que algunos teólogos se han atrevido a calificar «como la expresión más enérgica de toda la Escritura sobre la gracia»: «Pues su divino poder nos ha concedido cuanto se refiere a la vida y a la piedad, mediante el conocimiento perfecto del que nos ha llamado por su propia gloria y virtud, por medio de las cuales nos han sido concedidas las preciosas y sublimes promesas, para que por ellas os hicierais partícipes de la naturaleza divina, huyendo de la corrupción que hay en el mundo por la concupiscencia» (1,3-4).

El texto fue comentado en infinidad de ocasiones por los santos padres y lo ha sido a lo largo de los siglos, pero no es fácil precisar su verdadero alcance y contenido. ¿Qué quiso decir realmente el autor? Tal vez nunca llegaremos a comprenderlo en su sentido más profundo, pero, se interprete como se interprete, debe tratarse de algo verdaderamente grandioso. La gracia nos hace participar de la misma naturaleza de Dios, de su ser y de su vida; es algo que nos diviniza y nos hace «semejantes a él».

4. Entonces, ¿qué es la gracia?

Entonces, ¿cómo definir la gracia? ¿Cómo describirla? Las preguntas son inevitables. Pero sólo podemos hacernos una idea de lo que es, partiendo de los datos que hemos encontrado en la revelación. La gracia es Dios mismo derramado en nosotros, su vida y su amor, su misericordia y benevolencia, su grandeza y su belleza, el cielo mismo en nuestro corazón. La gracia de su presencia en nosotros nos hace amigos e hijos suyos, depositarios de todos sus bienes, herederos de la vida sin fin. La gracia es esa presencia divina que nos hace unas criaturas nuevas, como si acabáramos de salir de sus manos creadoras. Tal vez por eso los hombres nos hemos sentido asustados y hemos comenzado a hacerla algo más manejable y comprensible.

En la tradición cristiana la gracia ha sido definida «como un don sobrenatural», como «una cualidad sobrenatural que nos da una participación física y formal de la naturaleza divina», como «una cualidad divina inherente al alma», como «un ser divino que hace al hombre hijo de Dios y heredero del cielo»... Pero esas definiciones nos dejan hechos un mar de dudas e interrogantes. Porque, ¿quién las entiende? ¿Qué decimos de la gracia al describirla como una cualidad sobrenatural? ¿Qué atractivo podemos encontrar en ella? ¿Qué fibras del alma puede remover? ¿Qué deseo de vivir en gracia puede suscitar en nosotros si la palabra apenas nos dice nada?

Definir la gracia como una cualidad o como un accidente impreso en el alma, es decir, como algo en nosotros, me parece que es rebajarla al orden de lo creado, con lo cual perdería su carácter de presencia inmediata de Dios en nosotros y se convertiría, por decirlo de algún modo, como en un intermediario entre Dios y el hombre. Si la gracia fuera algo creado y regalado al hombre, entonces sería como un capital a nuestra disposición y, en ese caso, podríamos ganarla o perderla, aumentarla o disminuirla. Pero la gracia no puede estar jamás a nuestra merced, porque es algo gratuito, algo que no podemos ganar ni merecer, ni está sometida a nuestros caprichos y antojos. Así es como la hemos desfigurado casi por completo. Los teólogos deberían hacer un esfuerzo por tratar de explicar muy bien lo que ellos entienden por gracia creada, o jamás podremos escapar a las consecuencias tan negativas que ha tenido en la vida cristiana.

Pero la gracia no es un adorno en el hombre, sino la presencia de Dios en su alma, en su corazón y en sus entrañas, en sus pensamientos y acciones, una nueva manera de ser y de vivir, de amar y de servir. Los griegos pensaban que los dioses estaban arriba y los hombres abajo, de tal manera que ni ellos podían bajar hasta nosotros, ni nosotros subir hasta ellos. Pero gracia significa que las fronteras entre Dios y el hombre han sido abiertas de par en par, porque el que lo ha creado todo ama con un amor inefable a sus criaturas hasta llenarlas de su gloria y de su vida, divinizándolas en cierta manera. Por tanto, la gracia no es algo que Dios nos da, sino Dios mismo dándose al hombre; no es algo que él haya creado para nosotros, sino él mismo volcado sobre nosotros. Eso es lo que nos hace temblar.

Por tanto, la gracia no significa «tratar a una persona de acuerdo con lo que se merece, sino que equivale a un trato de amor y de bondad por parte de Dios, sin la más mínima referencia a sus merecimientos». La gracia es don y favor inmerecido, lo que se da sin que nadie pueda exigirlo ni merecerlo. La gracia es Dios mismo haciéndose presente amorosa y misericordiosamente en el hombre. La palabra justicia hace referencia a lo que podemos ganar, pero la gracia es precisamente lo que no se puede merecer ni conseguir. La gracia lleva en sus mismas entrañas la idea de lo regalado, precisamente porque Dios no está a disposición del hombre. Nadie puede merecer ni su amor ni su vida. En ese terreno el hombre no tiene derecho alguno, sino que todo es gratuito.

Pero, ¿cómo entrará el Señor en contacto con nosotros? ¿Qué pasará cuando entra en el hombre? ¿Cómo estará Dios en el alma? ¿Por qué se manifiesta tan claramente en unos y por qué se esconde tan celosamente en otros? ¿Cómo estará Dios en un santo y en un pecador? ¿Qué diferencia habrá entre un alma en estado de gracia y otra en estado de pecado? ¿Por qué unos se abren a la gracia y otros no? ¿Cómo verá Dios a los hombres? ¿Cómo nos verá?